Una luz verde procedente de una de las celdas me tiñó las manos de un color fantasmagórico y enfermizo. Las cerré hasta que me dolieron mientras miraba docenas de rostros. La tentación de emplear mi poder era sobrecogedora. Había estado pensando en ello, lo tenía en la cabeza desde que había visto aquel paisaje abrasado y muerto, aquel grupo de magos pululando, afectados por el estrés del combate, por el espacio vacío en el que debía de estar MAGIA. Porque Marlowe se equivocaba. Yo podía hacerlo.
Lo que no sabía era si debía hacerlo.
—Cassie, la boca del túnel más cercano está a diez minutos de aquí y, para estar a salvo, tendremos que caminar otros diez minutos —dijo Marlowe—. No hay tiempo que perder.
Tuve que reprimir una risotada histérica.
—Sí, bueno, es la tónica general hoy, ¿no?
Frunció el ceño.
—Cassie.
—Necesito un minuto, Marlowe.
—¿Para qué?
—¡Aún no lo sé!
Una vez más, de veras que deseé haber recibido un entrenamiento más exhaustivo. En el último mes, de alguna manera, me había hecho a la idea de que yo era la conserje del tiempo y que estaba allí para arreglar los desastres provocados por la gente que trata de jugar a ser Dios. Pero no era eso lo que me robaba el sueño por las noches. Era aquello. La idea de que, tarde o temprano, me vería en una situación en la que yo misma sería la que querría modificar el tiempo.
Podía retroceder, asegurarme de faltar a aquella reunión, impedir fácilmente que todo aquello ocurriera. MAGIA no quedaría destruida, nadie perdería la vida… Casi parecía demasiado fácil. Eso era lo que me asustaba. Había cambiado un pequeño detalle en el pasado y casi me cargo a Mircea. ¿Qué pasaría si modificaba algo tan grande? No lo sabía, y aquello me aterrorizaba.
Agnes me había dicho que no enredara con el tiempo, que normalmente causa más problemas de los que resuelve. Pero también había dicho que la razón por la que la pitia era clarividente era porque podíamos mirar al futuro y ver las consecuencias de nuestras acciones. Me dijo que confiara en mi don. Pero de eso se trataba: jamás había confiado en él.
A lo largo de toda mi vida no me había dado más que malas noticias y aquello había sido el origen de muchas pesadillas, en lugar de ilusiones. Una de las cosas que me gustaban de haberme convertido en pitia era el hecho de que mis visiones habían disminuido. En lugar de una cada dos o tres días, ahora transcurrían semanas enteras sin que ocurriera nada. Y ahora, de repente, me encontré en una situación en la que muchas vidas dependían de mi denostado don.
—Voy a intentar algo —le dije a Marlowe—. Sólo será un minuto.
—Ya te he dado un minuto.
—¡Y ahora me voy a coger otro más!
Cerré los ojos y traté de concentrarme. Prácticamente, podía sentir la marea de desaprobación que Marlowe desprendía, aunque no dijo nada. Y, tras unos segundos, me tranquilicé lo suficiente para poder intentarlo. Sólo que no estaba segura de cómo hacerlo.
Durante toda mi vida, había luchado contra mi don, normalmente para reprimirlo. Sólo en alguna ocasión había tratado deliberadamente de usar la clarividencia, y la mayoría de mis esfuerzos habían sido infructuosos. Y ahora, ahí estaba, pidiendo lo imposible, ver un posible futuro en lugar del real. A decir verdad, no esperaba que funcionara.
Pero lo hizo.
Caminaba sobre los escombros tiznados hacia la entrada del Dante, o lo que quedaba de él. Los edificios habían sido bisecados por una línea de destrucción, partidos en dos como un diente roto. Una capa de polvo se había acumulado en las letras que había grabadas en la puerta principal, que se abrió para mostrar la nada.
Sólo quedaba una parte de la torre, las habitaciones se habían derrumbado y estaban expuestas a la intemperie. Se veían muebles inundados y descoloridos y algunas cortinas rasgadas aún se mecían con la brisa. El resto era como un caparazón tiznado, con falsas estalagmitas sobresaliendo por todas partes, como dedos abrasados y arrugados señalando el cielo.
Me agaché para atravesar una puerta medio obstruida por los escombros, que llegaban casi hasta la rodilla. Aquello era el vestíbulo, aunque sólo lo sabía por su forma y ubicación. El puente ya no existía, al igual que el Estigia, el mostrador de la recepción y los vestuarios del personal. El bar del vestíbulo seguía ahí, un amasijo de mesas tiradas, botellas rotas y un montón de tierra que entraba por dos desaparecidas ventanas. También era el hogar de una colonia de ratas chillonas. Salí de allí rápidamente.
Me senté bruscamente a la sombra de la torre que había sobrevivido, levantando una pequeña nube de polvo. El sol, que atravesaba el techo inexistente, era abrasador, y aquella era la única sombra que había. Pero tenía un precio.
Cada vez que alzaba la vista, veía algún horror nuevo: la caja torácica de un ser humano, macilenta por el paso del tiempo, convertida en una madriguera de zorros; huesos esparcidos, varios con marcas de dientes con los que algún animal muerto desde hacía mucho se había dado un festín, o un uniforme desgarrado del Dante tras los restos de una maceta disecada. Donde en otro tiempo había habido un bullicio constante, ahora sólo había polvo y muerte, todo estaba ennegrecido, marchito e inmóvil.
La visión se esfumó, y aquel mundo inerte fue retrocediendo a una velocidad vertiginosa. Alcé la vista y vi a Marlowe en cuclillas junto a mí. Yo estaba en el suelo, aunque no recordaba cómo había llegado hasta allí.
—¿Qué pasa? —me preguntó con impaciencia—. ¿Qué has visto?
—No estoy segura.
Agnes, en parte, tenía razón: mi poder estaba tratando de decirme algo. Sólo que no sabía de qué se trataba. Era MAGIA lo que había quedado destruido, no el Dante. Y, aunque el desastre hubiera ocurrido en Las Vegas, nunca habrían dejado un casino tan importante así, sin demolerlo o sin tratar de reconstruirlo. Nada tenía sentido.
Pero sí había una cosa clara: le había pedido a mis poderes que me mostraran lo que ocurriría si modificaba el tiempo. No entendía el mensaje, pero, en términos generales, el resultado no parecía muy positivo. Y, sin una confirmación clara, no iba a toquetear nada.
—¿Me lo puedes describir? —preguntó Marlowe, ayudándome a levantarme. Cuando lo miré a la cara, sólo vi preocupación. La mirada amenazadora de detrás de la máscara había desaparecido, y el hombre amable y brillante que yo conocía había vuelto.
Tampoco es que aquello significara nada.
—Era… un revoltijo. A veces pasa. —No podía cambiar el tiempo, pero sí que podía cambiar el tiempo que tenía. En cuarenta minutos podía hacer muchas cosas, con ayuda. Aunque no la obtendría de la mano de Marlowe. Era poco probable que el Senado fuera a arriesgar un arma tan útil para ayudar a un puñado de presos.
—Creo que tenías razón —dije—. Tenemos que salir de aquí.
Marlowe alzó a su prisionero como si fuera un saco de patatas y me cogió la mano. Volvimos a donde habíamos partido y nos topamos con Rafe, Pritkin y Caleb en el pequeño rellano de la escalera.
—Pero ¿esto qué es? —preguntó Caleb, mirando lo que Marlowe llevaba al hombro. Se llevó la mano al cinturón para coger su pistola.
—Un rescate —dije, poniéndole la mano a Pritkin en el hombro—. Las celdas están atestadas y el pasillo está bloqueado. ¿Alguna idea?
—Sí.
—Tenía la esperanza de que dijeras eso —dije— y me transporté.
Aterrizamos en mitad de un temblor y caímos de rodillas. El pasillo sufría sacudidas, las lámparas industriales que colgaban sobre nuestras cabezas se tambalearon y de una pared saltó un bloque de piedra, como si lo hubiera alcanzado un proyectil. Se estrelló junto a una de las celdas que había al otro lado del pasillo. La protección ni se inmutó, pero sobre nosotros cayó una granizada de cascotes y polvo gris. Cerré los ojos y tuve que contenerme para no hacerme un ovillo y ponerme las manos en la cabeza.
Cuando volví a mirar, Pritkin estaba mirando la plancha que había explotado con el ceño fruncido.
—No tenemos mucho tiempo —le dije—, poniéndome en pie. Marlowe dijo que había unos veinte minutos de camino hasta la superficie.
—Lo sé. Raphael nos ha enseñado los planos. Caleb está pensando una alternativa más rápida. —Caminó y se arrodilló, ceñudo.
—¡Pritkin! ¡Vamos! ¿A qué esperas?
—Inspiración —dijo, señalando las celdas—. Esto es peor de lo que pensaba. Si las protecciones externas hubieran resistido, las paredes serían más estables. Pero están cediendo bajo el peso de los pisos de arriba, lo cual significa que lo único que mantiene esto intacto son las protecciones internas.
—¿Las protecciones internas?
—Las que hay en las celdas.
Miré hacia la hilera de prisioneros y me quedé boquiabierta.
—Pero… ¿Cómo vamos a sacarlos a todos? Si deshabilitamos las protecciones…
—Entonces el piso de arriba se nos caerá encima —concluyó, sombrío—. Y, cuando se haya derrumbado, no volverán a funcionar. No con semejantes daños.
—Mierda.
—Exactamente. —Se quedó con la mirada fija en una celda unos segundos—. Si somos capaces de mantener las protecciones en al menos la mitad de las celdas, podría darnos tiempo a salir.
—¿Salir cómo? ¡Porque no puedo sacar a tanta gente!
Me miró como si le sorprendiera que me preocupara por semejante nimiedad.
—Puedo sacarlos siempre que queden suficientes protecciones para soportar el techo.
Lo dijo como si atravesar treinta y cinco metros de cascotes en unos escasos minutos fuera pan comido. Abrí la boca para preguntar algunos detalles, pero comprendí que no teníamos tiempo. Además, si Pritkin decía que tenía un plan, es que lo tenía, y, probablemente funcionaría. Aunque eso no implicaba que me tuviera que gustar.
—Me estás diciendo que dejemos morir a la mitad de esta gente.
—No necesariamente. —Su mirada se tornó pensativa—. Podrías entrar transportándote.
Me costó un rato entenderle.
—¡Podría sortear las protecciones y sacarlos conmigo!
—Siempre que seas capaz de transportarte con precisión. No hay mucho margen de error.
Me quedé mirando la celda más cercana, en la que había un enorme hombre tatuado y peludo vestido con una camiseta de tirantes. Dejaba poco espacio pero, en la celda de al lado, había una mujer delgada y, entre ella y la protección, había unos setenta centímetros.
—Puedo intentarlo —accedí.
Me transporté cruzando la protección y entré en la celda de la mujer. Estábamos apretadas y había algún tipo de campo energético que me envolvía brazos y piernas como una manta, tratando de paralizarme. No le di tiempo, me limité a asirla de la muñeca y volví a salir.
—¿Cuánta energía has gastado? —me preguntó Pritkin, sosteniéndola antes de que cayera.
—No mucha. Pero no voy a caber en todas las celdas.
—Haz lo que puedas —me dijo, alzando la vista para mirar las lámparas oscilantes. Aquello era cada vez más inestable. A cada instante, iban aumentando las posibilidades de que muriéramos aplastados bajo algún cascote, antes de que todo aquello se derrumbara sobre nosotros—. Y asegúrate de que reservas bastante energía para salir tú si esto se desploma.
—Vale, porque tampoco es que todo esto haya sido culpa mía —contesté con sarcasmo.
Me agarró del brazo con tanta fuerza que me dolió.
—Lo digo en serio.
Lo miré sorprendida, percibiendo la tensión en su rostro, la fuerza con la que apretaba los labios y el brillo más que demente en su mirada. Jamás se lo había dicho a Pritkin, pero, algunas veces, parecía un vampiro. Tenía la misma habilidad que ellos para convertirse en la persona más aterradora del planeta y después relajarse como si no hubiera pasado nada.
—Vale —dije, con docilidad.
Él asintió con aire cortante y se acercó a la celda del de los tatuajes. Pritkin se dispuso a anular una protección y yo me puse manos a la obra. Los pequeños saltos, sólo de unos metros, no me hacían consumir demasiada energía, pero había muchas celdas. Y, aunque se lo hubiera prometido a Pritkin, no podía evitar mirar a aquella gente a la cara y pensar: «Eh, perdona por condenarte a muerte, pero es que estoy muy cansada».
Para cuando llegué al final de la hilera, estaba empapada en sudor, mi piel había adquirido un tono pálido enfermizo y las manos me temblaban con brusquedad. Me apoyé en la pared y observé a Pritkin liberando a otra persona a la antigua. Juntos, habíamos soltado a unas treinta personas, la mayoría de los cuales se encontraban desplomados contra las paredes o tirados en el suelo, inconscientes.
Pritkin me miró y frunció el ceño.
—Tómate un respiro —dijo tajante.
—¿Qué? Ni siquiera vamos por la mitad. —Y aún no había visto lo que había en el pasillo siguiente.
Pritkin miró las celdas, y luego al joven medio inconsciente que acababa de caer en sus brazos. Llevaba la melena ondulada morena recogida en una coleta, tenía la piel clara y una complexión atlética. Aparentaba unos treinta años. Pritkin lo apoyó contra la pared y lo zarandeó. El joven se sobresaltó, pestañeó y alzó la vista medio grogui. Justo en ese instante, recibió una fuerte bofetada.
—¿Qué haces?
—Despertarlo. Algunos de los prisioneros son magos de la guerra, o lo eran. Pueden ayudar a abrir las celdas.
—¿Y qué hacen aquí los magos de la guerra?
—El gobierno actual tiene la costumbre de encerrar a aquellos que critican demasiado sus políticas —dijo con brevedad.
Cayeron otros dos bloques de la pared antes de que pudiera responder. Aquel lugar, antes en perfecto estado, empezaba a parecerse cada vez más a un bebé desdentado.
—Hay otra hilera de celdas allí —dijo Pritkin—. Aunque, con algo de suerte, no estaría llena. ¿Puedes terminar tú aquí?
Asentí y él se precipitó, dando la vuelta a la esquina. Corrí por el pasillo y me arrodillé junto al plago.
—¡Despierta! ¡Necesitamos tu ayuda!
Alzó la cabeza con mirada adormilada. Tenía los ojos de un tono extraño, casi no tenía color, como los cantos sumergidos en el agua del río. Volví a mirar las celdas que me quedaban y, a continuación, eché el brazo hacia atrás y lo abofeteé con toda la fuerza que pude.
—¡Estoy despierto! —dijo, molesto, con la mirada de repente despejada—. ¿Qué ocurre?
—Se ha desgajado una línea Ley y ha destruido MAGIA casi por completo. Estamos tratando de sacaros a todos, pero hay un derrumbe obstruyendo la salida de la prisión. ¡Necesitamos que nos ayudes a liberar al resto de los prisioneros mientras nosotros buscamos otra salida!
—No hay ninguna —contestó, incorporándose con la cabeza entre las manos, como sobrecogido por una resaca—. Esto es una prisión. Se supone que la gente no tiene que poder salir.
—Si quieres vivir, vas a tener que ayudarnos a encontrar alguna salida —le dije, severa.
—El Círculo nos rescatará.
—¡El Círculo evacuó la fortaleza hace una hora!
—No lo creo —me dijo, despectivo—. Somos magos de la guerra. Nosotros no abandonamos a nuestros compañeros.
—¿Entonces por qué estás aquí?
Me miró furioso.
—¡Eso no es asunto tuyo! La cuestión es que te equivocas.
—Pensarás de otra manera en unos veinticinco minutos —dije—. Pero ya será algo tarde.
—Anda ya. —La pelirroja que había visto antes se había acercado. Cruzó al otro lado del pasillo y empezó a neutralizar la protección que tenía encerrada a una mujer asiática muy alta—. Yo no voy a morir hoy.
El pasillo volvió a temblar y el mago de la guerra se inquietó. Vio los bloques que faltaban y, por alguna razón, eso pareció sorprenderle.
—Las protecciones externas no funcionan. ¿Por qué?
—¡Porque encima tienen cincuenta toneladas de roca aplastándolas!
El anciano alopécico se había echado a un lado y estaba tratando de levantarse con manos temblorosas, pero estas aún seguían inertes.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Estaré bien —contestó, arrastrando las palabras—. En un segundo.
—Cuanto más tiempo estés en estasis, peor te encontrarás —me dijo la pelirroja, y su amigo se derrumbó en sus brazos—. ¿A qué día estamos?
Se lo dije y ella asintió inexpresiva, pero el mago de la guerra me agarró del brazo.
—¡Mientes!
—¡Sí, es exactamente lo que me apetece hacer cuando una montaña está a punto de derrumbarse sobre mi cabeza! —le contesté, exasperada—. ¡Mentir sobre semejante trivialidad!
—No es ninguna trivialidad. Si es verdad lo que dices, ¡llevo seis meses aquí dentro!
—Y vas a morir aquí dentro si no mueves tu culo de mago de la guerra —le espetó la pelirroja. Ahora, el pasillo temblaba casi de continuo, la situación empeoraba por momentos. Aquello resultó ser más convincente que todas las palabras tratando de persuadirlo, y él se puso en pie, tambaleándose.
El calvo también se había levantado, aunque tenía cara de muerto: el rostro grisáceo y boquiabierto. Caminó a trompicones hacia una de las celdas y empezó a forcejear. Y la mujer asiática ya estaba en pie y moviéndose furiosa junto a la pelirroja.
—Si el paso está bloqueado, ¿cómo habéis logrado entrar? —inquirió el mago de la guerra, acercándose a la siguiente celda.
—Soy la pitia.
Pestañeó, escudriñando mi vestido mojado y rasgado, ahora generosamente embarrado y mi pelo desmadejado.
—¿Qué le ha pasado a lady Phemonoe?
—¡Lo mismo que está a punto de ocurrirnos a nosotros! Excepto por lo del derrumbe. ¿Acaso importa?
—No, no. —Parecía confuso—. Lo siento, señora. No sabía quién era. Peter Tremaine, para servirla. —E hizo un gesto de cortesía con la cabeza.
Lo miré fijamente. He ahí un mago galante. De veras que el mundo se iba a acabar.
Entonces, Pritkin apareció por la esquina corriendo, seguido de media docena de magos medio aturdidos. Miró las celdas que aún estaban ocupadas.
—¿Aún no habéis acabado? —preguntó.
El mundo se enderezó solo.
—¡Comandante! —Tremaine consiguió recuperar algo bastante parecido a la atención, teniendo en cuenta que aún seguía tambaleándose—. Estarlos avanzando con celeridad en el rescate, señor.
Lo miré extrañada y, a continuación, miré a Pritkin.
—¿Comandante?
—Luego. ¡Sacad a los que quedan!
—Terminamos en un minuto —le dije. La mitad de los prisioneros liberados estaban ya lúcidos, abriendo las celdas.
—¡No tenemos un minuto!
—¡Encuentra una forma de sacarnos de aquí, los prisioneros déjamelos a mí! —dije, exasperada.
—Los prisioneros son la forma de salir de aquí. —Miró al techo un instante, donde la mitad de las luces, que se balanceaban violentamente, se habían fundido, y a continuación miró al suelo.
—Los niveles superiores ya no existen; tendremos que bajar. Y, para hacerlo, voy a necesitar magos, y de los fuertes.
—¿Y luego qué?
—Entonces haremos un socavón en el suelo. Sin las protecciones exteriores en funcionamiento, lo único que se interpone entre nosotros y el siguiente nivel es más o menos una tonelada de piedra.
—¿Y podrás desplazarte tanto en unos minutos?
—Puedo desplazarme tanto en unos segundos con las personas adecuadas.
—Dime cuáles son. —Recorrimos el pasillo, deteniéndonos celda por celda. Pritkin iba murmurando para sí, sobre unos y otros. Por algunos de sus comentarios, me dio la impresión de que la mayoría de la gente a la que estaba liberando no era de la misma clase que Tremaine. Pritkin buscaba poder, no diplomacia ni persuasión moral. Solo esperaba que fuera capaz de controlarlos.
—Con estos debería bastar —dijo al final, mientras salíamos con el último de ellos, lo cual estaba bien, porque estaba a punto de informarle de que no podía transportarme ni una sola vez más. Me estaba empezando a costar centrar la mirada.
—No podemos hacer esto y protegeros a todos a la vez —me dijo.
—Despeja este pasillo y llévalos a todos a la otra esquina —le dije a Tremaine, que obedeció y se transportó. Maldita sea, podría acostumbrarme a aquello de dar órdenes.
Un par de minutos después, estábamos preparados para intentarlo. Yo estaba agachada en la esquina con casi todos los prisioneros, mientras los que iban con Pritkin se colocaron al final del primer pasillo. Yo suponía que haría una cuenta atrás o que avisaría de alguna manera, pero apenas me había colocado en mi sitio, cuando una enorme explosión sacudió el suelo que teníamos bajo nuestros pies, haciendo que cayeran la mitad de los azulejos del techo sobre nosotros. Alguien gritó, y otra persona empezó a soltar improperios, y supe que era el fin.
Pero no lo era.
Las piedras que había tras los azulejos del techo permanecieron en su sitio, las paredes se arquearon, pero no se derrumbaron y ya no había tanto polvo en el aire. Miré con cautela al otro lado de la esquina, dejando huellas de sudor sobre el cemento con los dedos, esperándome lo peor. Sin embargo, lo que vi fue un enorme agujero en el antes sólido suelo.
Pritkin salió de él de un salto, cubierto de polvo rojo, como un indio con pinturas de guerra.
—Otra vez —ordenó. Cuando fui a inclinar la cabeza, se produjo otra explosión enorme que retumbó en el aire.
Las reverberaciones no se habían disipado cuando emitieron un grito al unísono:
—¡Hemos pasado! —oí decir a alguien y, entonces, me tuve que abrazar a un muro para no morir aplastada cuando el tropel empezó a correr hacia allá.
—¡Cassie! —El brazo de Pritkin dio con mi muñeca y tiró de mí—. ¡Vamos! ¡Aunque a Caleb le haya salido bien, se nos está acabando el tiempo!
—Exactamente, ¿qué es lo que está tratando de hacer? —le pregunté, pero no obtuve respuesta.
Todos se empujaban entre sí, y los que estaban siendo aplastados gritaban. Los prisioneros más fuertes atropellaban literalmente a los más débiles, lo cual era un problema por más de una razón. Porque por el agujero que los magos habían abierto sólo cabían dos personas, puede que tres a la vez. Y un atolladero provocado por los magos podría bloquearlo todo.
Pritkin sacó una pistola y lanzó un par de disparos a lo que quedaba del techo.
—En orden —gritó.
La mayoría de la gente se detuvo y alzó la vista, mientras que el temor en sus miradas se difuminó levemente, al ver que alguien tomaba el mando. Pero había un tipo enorme en medio de la línea temporal que no se mostraba tan dócil. Llevaba una cola de cabello rojo y una barba incipiente que casi se fundía con su rostro rubicundo.
—¡Yo he ayudado a abrir ese agujero! —le dijo a Pritkin—. ¡No voy a quedarme haciendo cola para ver si vivo lo suficiente para utilizarlo!
—No —le advirtió Pritkin. La respuesta del hombre fue apartar a un lado a un hombre más delgado y empezar a empujar. Y Pritkin le disparó.
Yo ni siquiera me di cuenta de lo que había pasado hasta transcurridos unos segundos. Hasta que el hombre se tambaleó y clavó una rodilla en el suelo, y un llamativo punto de color apareció en el faldón de la camiseta que llevaba puesta. Entonces, lentamente, se desplomó a un lado.
—He dicho que ordenadamente —repitió Pritkin con calma. La multitud se colocó rápidamente en fila.
Miré al hombre desplomado, atónita. Nadie trató de ayudarlo, y algunos incluso lo pisaron para pasar para no perder su puesto en la cola. Empecé a avanzar, pero una pesada mano cayó sobre mi nuca.
—Transpórtate y sal de aquí —me ordenó Pritkin—. Ahora.
—No… no sé si podré ir tan lejos —admití. A menos que la superficie estuviera a un par de metros.
Pritkin perjuró y le hizo un gesto con la cabeza a Tremaine, que ya se abría paso entre la multitud, dirigiéndose hacia nosotros.
—Llévatela a la cabeza de la cola —le ordenó Pritkin, entregándole un arma—. Sácala de aquí. Abre fuego sobre todo aquel que trate de detenerte.
—¿Qué? —Me aparté el pelo enmarañado de los ojos—. No seas ridículo. No me iré sin…
—Podría quedarme yo —se ofreció Tremaine, con serenidad.
—¿Es que no me has oído, mago? —Pritkin no elevó el tono, pero puso a Tremaine a raya.
—¡Sí, señor! —Me puso la mano sobre el hombro y Pritkin lo dejó pasar.
Me agarré del brazo de mi demente compañero.
—¿Qué crees que estás haciendo?
Pritkin no me había mirado desde que me había sacado de la esquina, pero, en aquel momento, lo hizo. Tenía una mirada extraña, pero puede que fuera por la luz.
—Eres una de las personas con mayor capacidad de adaptación que he conocido jamás. Encontrarás el equilibrio —me dijo, sin venir a cuento en absoluto. Empezaba a pensar que se había dado un golpe en la cabeza.
—¡Pritkin! ¿Qué narices…?
No contestó o, si lo hizo, no lo oí. Porque Tremaine ya tiraba de mí, abriéndose paso entre la multitud, pistola en alano. Nadie trató de detenernos.
—¡Que no voy! —exclamé, y llegamos hasta el hueco en el suelo. Con las rocas bermejas, dentadas, junto al cemento pálido, parecía una boca hambrienta.
—El comandante ha dicho…
—¡Me da igual lo que haya dicho el comandante! —le contesté furiosa—. Soy la pitia. ¿Me has jurado lealtad o no?
Tremaine parecía debatirse. Los magos de la guerra tenían que hacer un juramento de obediencia a la pitia reinante. Por supuesto, como el Círculo no reconocía mi legitimidad, realmente aquello no era aplicable en mi caso. Pero él no podía saberlo. Tiró de mí a un lado y empujó a la gente que había detrás nuestro para que avanzaran. Otros tres prisioneros fueron absorbidos mientras él me mostraba la muñeca.
—La hora —me susurró Tremaine al oído. Miré la esfera de su reloj. Quedaban quince minutos para que las protecciones de aquel nivel dejaran de funcionar.
Miré atrás, a la fila de prisioneros que quedaban e hice un cálculo rápido.
—Podemos lograrlo. Parece que hay tiempo.
—Para salir de este nivel sí. Pero ¿y para salir? —Su rostro seguía mostrándose imperturbable, supongo que para evitar propagar el pánico entre la multitud. Pero su mirada era de todo menos serena—. No todo el mundo va a lograrlo.
—Pero… Pritkin…
—El comandante se ha quedado atrás para controlar a la multitud. De lo contrario, nadie lograría salir.
Alcé la vista y mi mirada se cruzó con la de Pritkin. Me estaba observando muy de cerca y yo conocía aquella expresión. Significaba que estaba a dos segundos de venir hacia mí, agarrarme y tirarme por el agujero de cabeza.
—Vale. Vamos. —No le di a Tremaine tiempo a decir nada más. Me volví y, en cuanto las personas que acababan de entrar desaparecieron, las seguí.
El túnel construido a toda prisa tenía una caída de unos ocho metros, pero era transitable gracias al afilado revestimiento de roca partida que había a los lados, proporcionando asideros y ocasiones de cortarse la mano. Logré llegar hasta el pequeño saliente que había al final del primer túnel, con escasa pérdida de sangre, y me topé con otro túnel que caía en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Supuse que se trataba del túnel abierto por el segundo hechizo.
Tuve que esperar hasta que los dos espeleólogos anteriores desaparecieron y, entonces, ocupé su lugar. Unos segundos después de penetrar en el segundo túnel, vi el rostro de Caleb buscándome en la oscuridad.
—Ya era hora —retumbó su voz. Me apresuré y lo cogí de la mano.
Me ayudó a salir, pero pisé una piedra suelta y caí dando tumbos sobre una rejilla verde protuberante. Caleb me levantó y rápidamente me aparté del camino para que él pudiera ayudar a otra persona a salir. Resultó ser Tremaine, que se unió conmigo. Por un momento, nos quedamos extrañados por la visión de un pasillo lleno de automóviles hasta donde alcanzaba la vista.
Y no se trataba de vehículos antiguos. No conocía el nombre de la mayoría de ellos, pero un par de Bentleys y un Rolls-Royce plateado relucían bajo las luces de emergencia a no demasiados metros. Cuero brillante, cromados refulgentes y un arco iris de colores personalizados se extendían ante nosotros en una larga hilera.
—¿Qué es esto? —preguntó Tremaine, en voz baja.
—La salida —dijo Caleb girando la cabeza—. La Cónsul donó generosamente su colección de coches de época cuando señalé que hacer que los prisioneros los sacaran de aquí era la única manera de salvar la colección.
—Pero, creía que el aparcamiento de MAGIA estaba en la superficie —dije. Recordaba haber robado un coche allí una vez.
—Sí, ese es para los porsches, los jaguars y los ferraris —dijo Caleb, en tono sardónico—. Los cacharros que tienen para los sirvientes. Al parecer, eso no es suficiente para su alteza.
—Qué suerte la nuestra —murmuró Tremaine. Me miró—. Tenemos que buscar un sitio para ti en uno de los coches.
—El vampiro Raphael le está guardando uno en el Bentley negro —le dijo Caleb—. Será mejor que te des prisa. Están empezando a salir. —Y, con toda seguridad, oí el rugido de potentes motores encendiéndose en la cabecera de la hilera, y el olor del humo de los tubos de escape que inundaron el aire.
—¿Qué coche vas a coger? —le pregunté a Caleb.
—El último que salga.
—Entonces iré contigo —dije, cruzando los brazos y apoyándome en la pared.
—¡Has dicho que te irías! —me recordó Tremaine, poniéndome una alano bajo el codo.
—Yo no he dicho eso. Y quítame las manos de encima.
Tremaine nos miró a mí y a Caleb con expresión de impotencia.
—Hazte cargo de esto por mí —le ordenó el mago de la guerra mayor. Tremaine se dirigió al túnel, justo a tiempo para ayudar a una mujer de mediana edad, que le lanzó una sonrisa reluciente, bajo las lágrimas que le caían por el rostro. Caleb me llevó hacia los coches, introduciéndome en la penumbra de una puerta.
—¿Qué coño? —exclamó.
—Me voy contigo y con Pritkin —repetí, tratando deliberadamente de mantener el tono de voz. No fue fácil. Tenía ganas de saltar por todas partes y empezar a gritarle a todo el mundo para que se movieran, ¡maldita sea! Que dejaran de arrastrarse y que salieran de inmediato de aquí. Sabía que aquello no serviría de nada, que ya se movían con toda la velocidad que podían, provocaría el pánico, lo cual ralentizaría las cosas aún más. Pero seguía sin ser fácil limitarse a quedarse allí.
—Tú eres la pitia —me dijo Caleb—. No puedes morir aquí.
—¿Qué yo soy la pitia? —dije parpadeando lentamente—. ¿Desde cuándo? La última vez que te lo recordé no era más que una novata granuja a la que tratabas de dar caza.
—Ya sabes lo que quiero decir.
—No —le contesté honestamente—. No lo sé.
Caleb se puso una de sus gruesas manos en el cuello, frotándoselo como si le doliera la cabeza.
—Puede que haya tenido un pequeño… problema de… comunicación contigo.
El pánico de una docena de conatos de desastre en las últimas veinticuatro horas se me atoró en la garganta, forcejeando con los temores más inmediatos por lograr algo de espacio. Como el temor a que Pritkin no lograra salir de la trampa mortal en la que lo había metido. Como el temor a que aquel pequeño discurso que me había dado empezara a sonar a despedida. Como el hecho de que no había una puta cosa que pudiera hacer, ya que no me quedaba energía.
De veras que necesitaba gritarle a alguien, y Caleb estaba a alano.
—¿Un problema de comunicación? —le pregunté, furiosa—. ¿A qué te refieres? ¿A cuando mandaste que me arrestaran? ¿O cuando se dio orden de que me dispararan a matar? O, bueno, ¡puede que cuando se puso un precio tan generoso a mi cabeza!
Ahora le tocó a Caleb parpadear lentamente.
—Si se ha cometido un error, estás en tu derecho a quejarte —dijo—. Pero morir para demostrar que tienes razón no va a servir a nadie. Pritkin tenía razón: estamos en guerra y necesitamos una pitia. Si lo eres, entonces tienes una responsabilidad.
—¡Mi responsabilidad es la gente que he traído aquí abajo!
—¡Pritkin y yo saldremos! —dijo Caleb, con expresión de exasperación.
—Y cuando tú lo hagas, saldré contigo.
—¡Cassie!
—Puedo transportarme para salir, si es necesario —le recordé—. ¿No deberías mandar en el coche a alguien que no tenga un salvavidas?
Me miró con ojos entrecerrados.
—¿Aún puedes transportarte?
—Desde luego.
Caleb no puso muy buena cara, pero asintió.
—Entonces de acuerdo. Quédate aquí. Volveré a por ti en un par de minutos.
—Mejor hago algo.
—Bien. Podrías ayudar repartiendo a la gente entre los vehículos con conductores competentes. No tienen que saber circular, solo hay una salida. Pero tienen que saber conducir.
—Vale.
Caleb volvió a la boca del túnel mientras que Tremaine y yo empezamos a agarrar a los polvorientos prisioneros y a meterlos en los coches. La hilera se movía ya más deprisa, y ante mí vi la imagen borrosa de una nube de color y ruido, que los coches iban provocando, conforme iban desplazándose por un túnel de casi la misma anchura que algunos de ellos. Supuse que los chóferes de la Cónsul serían vampiros y, teniendo en cuenta sus reflejos, la falta de espacio no les importaría demasiado. Pero algunos de ellos no eran tan habilidosos. Vi a más de un coche demasiado entusiasmado chocando contra el guardabarros del de delante y muchas de las lustrosas puertas iban a necesitar una mano de pintura a causa de los roces de la impía roca.
Entonces, la cola de la hilera también se puso en marcha, y el último coche del último grupo cruzó la puerta. Entré en la boca del túnel a tiempo y vi aparecer una cabeza rubia muy familiar y unos hombros fornidos. Por alguna razón, Pritkin miraba hacia mí.
—¡Pritkin! —corrí hacia él, casi mareada de alivio, pero oí un estruendo sordo sobre mí y una nube espesa de polvo rojo lo cubrió, envolviéndolo.
—¡Al coche! ¡Todo el mundo al coche!
Oía la voz de Caleb en la distancia, pero no daba con él.
La humareda de los coches y el polvo formaban una neblina asfixiante, el suelo dio una violenta sacudida y empezaron a llover piedras y gravilla sobre mi cabeza. Entonces, algo me golpeó la sien, haciéndome caer de rodillas, y todo se tornó rojo.
Luego, nada.