La esfera de Caleb poco hacía en la penumbra y pronto quedó cubierta de una gruesa capa de polvo. La misma capa arenosa que sentía tener sobre la piel; lo cubría todo, como si a aquel lugar le molestara no poder ahogarnos y tratara de enterrarnos vivos lentamente. No le haría falta mucho para lograrlo.
El reguero de destrucción impreso por la línea Ley no había llegado hasta allí, aunque sí lo habían hecho los temblores. Había grietas de un dedo de ancho en los muros y a la mayoría de los escalones les faltaba algún trozo. Tomamos un sendero en zigzag que llevaba hasta la parte superior, más sólida, para desembocar en otro pasillo igual de oscuro.
Pritkin se puso a la vanguardia y Caleb a retaguardia. Las salas de aquel sector eran dormitorios en su mayoría, incluyendo la suntuosa suite empleada por Mircea cuando se encontraba en su residencia. Cruzamos la puerta y nos adentramos en sus aposentos y, de repente, resultaba difícil creer que nos encontráramos en una fortaleza subterránea en medio de una catástrofe.
Las paredes estaban hechas de mampostería, pintada en exquisitos tonos burdeos y de un intenso dorado. A juego, el solado de mármol italiano, las molduras doradas y los techos cubiertos de frescos. Mircea era el presidente del cuerpo diplomático del Senado, por lo que sus aposentos hacían las funciones de embajada. Era allí, entre antigüedades de precio incalculable, candelabros de cristal de Swarovski y lienzos desconocidos, obra de los pintores más reputados del mundo, donde recibía a los dignatarios, limaba asperezas y cerraba acuerdos.
Lejos de la entrada principal había signos más evidentes del desastre. En algunas partes, las elegantes escayolas venecianas se habían caído, dejando tras ellas un sencillo ladrillo rojo; el esqueleto de aquel lugar asomaba entre la pintura. Una fina capa de polvo rojo lo cubría todo. Pude notar su sabor en el paladar y sentí que me cubría el interior de la nariz. Incluso, en una esquina del techo, el polvo había formado una costra sobre una tela de araña.
Pritkin encontró un par de candelabros y unas cerillas, nos entregó uno a cada uno, y nos separamos para hacer la inspección más rápidamente. Los dos magos se concentraron en las áreas comunes, y yo me dirigí al pasillo principal, abriendo todas las puertas. La mayoría estaban impolutas, quitando la capa de polvo, y sus elegantes muebles habían quedado intactos. Pero los aposentos de Mircea estaban más desordenados.
Las sábanas de la cama caían parcialmente sobre el gran pedestal de la cama y una de las almohadas estaba pegada al colchón, como en tácita guerra abierta contra la gravedad. El armario ornamentado estaba abierto, pero la mayoría de las prendas, al igual que los valiosísimos lienzos de las paredes, habían quedado allí abandonadas. Sin embargo, en las paredes sólo quedaban unas hornacinas vacías, donde hasta hacía poco había habido artesanía rumana.
El hogar de Mircea, alejado de su hogar real, era hermoso, elegante y diseñado para impresionar. En consecuencia, poco decía de la persona que lo ocupaba. Lo que la gente esperaba encontrar eran cosas del estilo del reactor privado y del armario de Armani. Pero me pareció bastante indicativo que sus sirvientes, al huir para salvar la vida, hubieran dejado atrás las porcelanas de Sévres y las lámparas de Swarovsky, y sin embargo se hubieran llevado una colección de crucifijos de latón pintados y unas cucharas de madera de escaso valor.
Me puse a pensar que yo, en su situación, no hubiera sabido qué llevarme. Miré a mi alrededor observando todo lo que se habían dejado, como el juego de figurillas de jade de intrincado tallado que había en una estantería, y supe que habría elegido mal. No sabía distinguir entre recuerdos entrañables y simples objetos decorativos. Como si no conociera sus esperanzas, sus sueños o sus tenores, si es que tenía alguno…
Se me atascó el tacón en un montoncito de seda que había junto a la cansa. Mientras me soltaba, hallé un objeto personal que nadie había visto con las prisas: un libro viejo y maltratado. La cubierta de piel negra estaba desgastada por las esquinas y las letras doradas de la portada se habían borrado prácticamente, y sólo destellaba un poco bajo la luz del candelabro. Pero, sin duda, se trataba de un álbum de fotos.
Miré a mi alrededor, pero no vi a los chicos. Clavé una rodilla en el suelo y abrí la tapa con manos algo temblorosas. Mircea tenía la diplomática capacidad de hablar durante horas sin decir nada, y lo que decía, solía ser cuestionable. Hasta el momento, había escuchado dos versiones sobre cómo se había convertido en vampiro, y aún no sabía si alguna de ellas era cierta siquiera.
Pero las fotografías no mienten. Al menos, no tanto como los maestros vampiros. Y, de repente, me había encontrado con un álbum que parecía contener cientos de fotos de Mircea.
Pero no era así.
Las fotos eran de alguien, desde luego, pero no de él. En cada página, el mismo rostro me observaba; era la faz de una hermosa mujer morena de mi edad. El calor de sus ojos endrinos combinaba con su delicada figura y, aun sin maquillaje, habría detenido el tráfico de una calle con un simple caftán puesto. Sólo que ella prefería la ropa ajustada, que resaltaba su esbelta figura atlética.
En una fotografía se la veía comiendo en una cafetería. Llevaba una vestimenta pasada de moda, creo que de los años cuarenta, que consistía en un traje de chaqueta blanco de manga corta y una bufanda de rayas. Agitaba un tenedor y se reía mirando a alguien que no salía en la foto. Llevaba su melena lacia y brillante con un estilo tan atrevido que ríete tú de los ochenta. No tenía la nariz respingona, tenía las mejillas bien definidas y, si tenía alguna peca, yo no la veía. Podría haber sido perfectamente la modelo de un antiguo ejemplar de Vogue.
La miré detenidamente con el álbum apoyado sobre las rodillas y, de una forma extraña, sentí cierto mareo. Sentí algo más, algo que no supe definir, pero que hacía que se me encendieran las mejillas y me quemara el estómago como si contuviese ácido. En aquella habitación no había ninguna foto mía. Ni una. Pero había un álbum entero dedicado a aquella misteriosa mujer. Quienquiera que fuera, obviamente era importante para Mircea.
Más que yo.
Algo cayó sobre el plástico transparente que protegía la foto, se deslizó hasta el borde del libro y fue absorbido por la cuarteada cubierta de cuero. Me enjugué otras cosas como esa, vagamente consternada. Esto es una tontería y una nimiedad, me dije a mí misma. Con todas las preocupaciones que tenía, ahí estaba yo, preocupada por quién pudiera ser Mircea. Dios, no podía ni pensarlo. Lo cual era una estupidez aún más grande.
¿Qué es lo que creía, que habría sido, una especie de monje durante quinientos años? ¿Después de haber visto cómo se le tiraban las mujeres? Y tampoco podía estar celosa por algo que había ocurrido mucho antes de que yo naciera, aunque implicara a despampanantes y sofisticadas morenazas.
Oí un crujido, bajé la vista y vi que, con el dedo pulgar, había arrugado la página que contenía aquella fotografía, aplastando el plástico y amenazando con dejar pliegues permanentes en el papel. Vale, quizá sí podía estarlo. De acuerdo, definitivamente, lo estaba.
La vida sexual de Mircea era algo que había tratado de ignorar, al menos, la mayor parte del tiempo, porque no conocía a ninguna de las implicadas. Al menos, eso creía. Ahora me sorprendía.
Con la Cónsul china tenía una relación más estrecha de lo deseable, y ella le había tomado mucho cariño durante su estancia en la corte en misión diplomática. De hecho, aún le seguía enviando costosos regalos todos los años. También se había mostrado más que amigable con una senadora rubia muy distante y con una condesa de pelo negro como el azabache, y esas eran sólo las que conocía. Aquellas mujeres tenían estatus distintos, y diferentes personalidades, pero tenían algo en común: todas eran de una belleza arrebatadora. Como aquella mujer.
Le di la vuelta al álbum y me topé con otra sorpresa. La morena volvía a salir pero, esta vez, corría por un parque. Y en la oreja tenía un auricular, cuyo cable le caía por el hombro izquierdo hasta alcanzar un iPod. Empecé a pasar las páginas y me di cuenta de que las fotos estaban colocadas por orden cronológico: empezando por las fotos antiguas en sepia, puede que del siglo diecinueve, dando paso a las fotos en blanco y negro, luego pasando a las definidas fotos en color de los sesenta, hasta llegar a nuestros días. Y, quitando algunos detalles superficiales, tenía el mismo aspecto en todas las fotos. Era una vampira, intemporal y eternamente bella.
Como Mircea.
Dejé el álbum con manos trémulas y traté de controlarme. En aquel momento, estaba muy sensible, eso era todo. Por eso me sentía así, deseando arrancar esos bonitos ojos oscuros con mis propias manos.
Aquel sentimiento era tan ajeno a mí que me asustó. Yo no solía ser posesiva con la gente, con nadie. Jamás lo había sido. Y Mircea y yo no teníamos ningún acuerdo de exclusividad, la verdad. Él podía verse con quien quisiera. Era sólo que, por alguna razón, no se me había ocurrido que, realmente, se estuviera viendo con alguien, alguien frente a quien yo parecía una de las feas hermanastras de Cenicienta.
Con mis propias manos.
—¿Has encontrado algo? —Me volví y vi a Pritkin entrando por la puerta. Miró en derredor sin mucho interés. Puede que no se hubiera percatado de quién era el propietario de aquella habitación, o puede que, simplemente, no le importara. Para él, Mircea no era más que otro vampiro más, y a Pritkin nunca le habían gustado demasiado los vampiros.
—No. Nada. —No hice ningún esfuerzo por ocultar el libro, y sus ojos pasaron sobre él sin interés alguno.
—Lo mismo por aquí.
—Parece una ciudad fantasma —murmuró Caleb, uniéndose a nosotros. No estaba de acuerdo. Hasta los fantasmas tenían más vida que aquello.
—Debieron de huir —dijo Pritkin—. Los vampiros siempre tienen una vía de escape, aún estando en una fortaleza inexpugnable.
—Pero dudo mucho que se dieran la vuelta para ayudar a nadie —añadió Caleb, mirándome furioso. No lo negué; yo también dudaba que lo hubieran hecho—. Puede que haya gente más arriba. Vamos.
Fuimos al vestíbulo, dirigiéndonos hacia la entrada principal, cuando los cristales de la araña que había sobre nuestras cabezas empezaron a tintinear. Un jarrón blanco y azul que de veras esperaba no fuera de Ming rodó sobre la mesa y se estrelló contra el suelo antes de que me diera tiempo a agarrarlo. El suelo que había bajo mis pies crujió y se estremeció durante un largo instante y yo tuve que apoyar una mano en la pared para mantener el equilibrio.
—¿Un terremoto? —dije con incredulidad—. ¿Qué será lo próximo? ¿Un tsunami?
—Seguramente son los pisos superiores asentándose —contestó Pritkin, pero no parecía muy convencido—. Debernos darnos prisa.
Salimos al pasillo y Caleb se dirigió hacia una puerta que había junto a unos escalones tallados en la roca.
—Yo no haría eso —le advertí.
Se detuvo un momento, con la mano en el ponen.
—¿Por qué no? —Me lanzó ceñudo una mirada recelosa, como si sospechara que yo estuviera tratando de ayudar a los vampiros a esconder algún vil secreto.
Como si les hiciera falta mi ayuda.
—Esa es la habitación de Marlowe. —Kit Marlowe, dramaturgo en el pasado, era ahora el espía jefe de los Cónsules. Y, en los Juegos Olímpicos de la paranoia, se habría llevado el oro. Aposté a que, aun encontrándose en una fortaleza mágica rodeada de guardias, habría protegido sus aposentos. Y, conociéndolo, seguro que la protección era letal.
Caleb apartó la mano fingiendo estirarse las solapas. Y no la volvió a poner. Supongo que era de mi misma opinión.
Las luces de emergencia seguían funcionando en el siguiente nivel, difuminando una plancha roja sobre las viejas piedras. El pasadizo que había en el otro extremo de las escaleras daba varias vueltas y, a los lados, iba dejando habitaciones con extraños equipos. Había cables retorcidos en el suelo, en las paredes, había hileras de frascos que contenían unas cosas finas, jaulas boca abajo por todas partes y los tubos fluorescentes del techo parpadeaban como en una película de terror.
—Como aparezca Sigourney Weaver me largo de aquí —murmuré, sorprendiéndome al escuchar la risa de Caleb.
—Ya hemos rematado al alíen —me recordó.
—¿Estás seguro de eso? —preguntó Pritkin.
Iba algo adelantado, como una curva del pasillo por delante. Lo alcanzamos y descubrimos que aquel nivel también estaba vacío de gente. Pero para compensarlo, había muchas cosas correteando, volando y rezumando por todas partes. Era como si alguien hubiera montado un zoológico cuyas jaulas se hubieran abierto con el desastre. Un zoológico bastante espeluznante, pensé, tras echarle un vistazo a una cosa rosa y naranja que se arrastraba para salir por el agujero de un cajón de madera, dejando un reguero de baba a su paso. Dentro, se veía un montón de criaturas con el mismo aspecto gelatinoso, aguardando su turno. Los bonitos colores no ayudaban a ocultar el hecho de que parecía una enorme babosa.
Sólo que tenía unos furiosos ojitos negros como el carbón. Unos ojos inteligentes.
Me eché para atrás tambaleándome, reprimiendo una arcada y Caleb soltó una maldición y sacó una pistola. Lo agarré del brazo.
—¿Qué haces?
—¿A ti que te parece? —Su fugaz buen humor se había esfumado.
—No puedes matarlo así.
—¡En la cámara no tuviste tanto problema!
—¡En la cámara nos estaban atacando!
—Y ahora ya sabemos qué nos atacó. ¡Algún experimento depravado que estarían haciendo tus vampiros!
Volvió a apuntar, pero supongo que se le habría mojado la pólvora, porque la pistola no disparó. Frunció el ceño, musitó un hechizo y lo volvió a intentar. Esta vez, la pistola funcionó bien, pero le golpeé el brazo y disparó al aire.
Hizo tanto ruido que provocó una pequeña estampida que se alejó por el pasillo.
—¡He dicho que no mates nada!
Caleb me miró furioso.
—Es la pitia —le recordó Pritkin inmediatamente.
—No la mía —replicó Caleb, con vehemencia.
—¿Entonces de quién? ¿O acaso pretendes luchar en esta guerra sin una?
Los dos se miraron fijamente durante un instante y luego Caleb le espetó:
—¡No podemos hacer esto con todas esas cosas saltándonos encima cada vez que nos demos la vuelta!
—No me parece que tengan demasiado interés en atacar —señalé.
—¿Y qué hay de los que sí lo tienen?
—Ya nos ocuparemos de ellos si los hay, cuando nos los encontremos.
—¿Y si las criaturas se escapan? ¿Quieres que dejemos algo potencialmente tan letal como las cosas que hemos matado antes sueltas entre la población?
—¡Estamos seis pisos bajo el nivel del suelo! Y estos no me han parecido muy peligrosos.
—Las cosas no son siempre lo que parecen. No sabemos nada sobre lo que pueden hacer, ni por qué los vampiros los están criando —contestó con terquedad.
Observé cómo la babosa se arrastraba alejándose de nosotros. Probablemente, las corrientes submarinas sobrevivirían a la inminente implosión. ¿Y si esa criatura se metía en las cañerías? ¿Y si se colaban varias y empezaban a multiplicarse? En unas semanas, podría haber miles de ellas.
—De todas formas, la mayoría va a morir —apuntó Pritkin, con serenidad—, de inanición, sepultadas bajo una montaña de piedras. —Señaló con la cabeza una especie de pájaros que se estaban dando un festín con los restos de algo, arrancando trozos de carne con sus largos picos negros—. O entre las garras de unos depredadores más grandes. Es mejor así.
Me quedé mirando el improvisado banquete y se me revolvió el estómago.
—Haz lo que tengas que hacer —dije finalmente—. Me voy a las escaleras.
Tras de mí, el sonido de una pistola y olor a pólvora. El extremo de la escalera estaba oscuro y no se oía nada, excepto algún haz de luz del piso de abajo. Me senté y me hice un ovillo, rodeándome las rodillas con los brazos, apoyé la cabeza en la pared y traté de no pensar en nada. Fue entonces cuando surgió una mano de la penumbra y me tapó la boca.
Me arrastraron hacia una habitación oscura mientras yo pataleaba y forcejeaba. Brilló una luz, sólo era una vela, pero, en la más absoluta oscuridad, brillaba como un reflector. Iluminó una mesita atestada de periódicos, y al hombre que había sentado tras ella. Tenía los rizos enmarañados y su jersey de cachemira estaba sucio y desgarrado. Pero sus brillantes ojos castaños y sonrisa espontánea eran los de siempre.
—¡Rafe!
Se levantó, rodeó la mesa y me arrojé a sus brazos. Sabía que probablemente estaría bien, pero una parte de mí no podía creerlo. Me emocioné al verlo sano y salvo, y la alegría me recorrió todo el cuerpo, como el agua de un arroyo.
—Mira lo que he encontrado merodeando por los pasillos —dijo la voz alegre de Marlowe a mis espaldas. Iba con dos magos, Pritkin y otro al que no conocía.
—¿He de suponer que los disparos provenían de ahí? —preguntó Rafe, acariciando mi castigado cabello.
—Estaban sacrificando a los experimentos —contestó Marlowe con aire divertido.
—¿Ahora?
—¿Por qué no? —pregunté.
—Porque las protecciones dejarán de funcionar en cincuenta y tres minutos —contestó Marlowe—. Será mejor ocuparse de ese problema. —La tierra rugió bajo nuestros pies, como subrayando sus palabras.
—¿Y por qué estáis todavía aquí? No hemos encontrado ningún cuerpo, así que supongo que hay una salida.
—Hay varias —añadió Rafe, mirando a Marlowe.
Me volví y vi al espía jefe del Senado mirándome, pensativo. La luz de la vela reflejaba un pequeño halo sobre su oreja izquierda y saltaba hacia sus oscuros ojos. Conocía aquella mirada; últimamente había sido objeto de ella con frecuencia. Normalmente significaba Me pregunto si realmente es tan estúpida como para tragarse esto. Y, normalmente, la respuesta era sí.
—No me va a gustar nada ¿verdad? —pregunté con resignación.
—Puede que no. —Marlowe le dio unos golpecitos al rollo de papeles que había sobre la mesa, lo cual era, según supuse, un plano de MAGIA—. ¿Has venido para intentar un rescate?
—Sí. Sólo que, hasta ahora, no hemos encontrado a nadie a quien rescatar.
—La mayoría de los que sobrevivieron a la explosión ya habían sido evacuados. Sin embargo, queda sólo una parte en la que aún hay gente: las celdas de detención de magos.
—¿Están allí todavía los prisioneros? ¿Por qué?
—Un derrumbe —dijo Rafe—. Por razones de seguridad, sólo hay una forma de llegar a las celdas, y las protecciones fallaron en aquella sección.
Con un largo dedo trazó una línea en una zona a dos pisos por encina de nosotros.
—Los ha dejado sin esperanza alguna de ser rescatados.
—Cogimos los planos y preguntamos a los magos, pero no había puerta trasera —añadió Marlowe.
—El derrumbe es demasiado grande como para poder despejarlo y no tenemos tiempo. Casi todo el pasillo se ha visto afectado.
Lo miré.
—Debo de haber entendido mal. ¿Os habéis quedado para rescatar a los humanos?
Sobre su perilla, se dibujó una sonrisa.
—Bueno, a uno.
—¿Y qué hay de los demás?
Se encogió de hombros.
—Puedes rescatarlos también, si quieres.
—¡Oh, gracias! Ahora cuéntame de qué va todo esto.
—Es la respuesta a mis oraciones —dijo, piadoso.
—¿Tú rezas?
—Naturalmente —dijo con inocencia—. Por supuesto, tampoco he dicho a quién.
—Deja de tomarle el pelo, Kit —le reprochó Rafe. Me miró—. Los desplazamientos espaciales no funcionan del mismo modo que los temporales; mi poder no me permite ver con anterioridad dónde voy a caer. Al no saberlo, puedo acabar emparedado dentro de un muro o, en este caso, entre un montón de piedras.
—Estamos a treinta metros del área que creemos que está despejada —me informó Marlowe.
—Las protecciones nos dicen que la zona está bien. Sin embargo…
—¿Sin embargo, qué?
—Puede que no sean del todo fiables. No con este nivel de daños.
Lo miré fijamente.
—¡Que no sean del todo fiables significa que puedo transportarme en mitad de un derrumbe, Marlowe! No quiero sorpresas, bastante difícil es esto ya de por sí. ¡Necesito saberlo!
Se limitó a mirarme, pero los ojos de Rafe se desviaron a la derecha, hacia un área aún sumida en la más absoluta oscuridad. De entre la penumbra, se oyó un suspiro siseante, y, un instante después, apareció la Cónsul de manera tan repentina que casi pareció que se había transportado. Pero no era así, probablemente, estaba allí desde el principio, pero se había mantenido tan quieta que no la había visto. Y, teniendo en cuenta que llevaba su atuendo habitual de serpientes vivas retorciéndose, fue un buen truco.
Sus ancestrales ojos pintados me evaluaron, como acostumbraba a hacer, y no pareció que les gustara lo que veían.
—Yo te diré exactamente lo que tienes que hacer, pitia —me informó—. Y, luego, harás nuestra voluntad.
Aquello no fue una petición. Salió por la puerta con majestuosidad y Rafe, Marlowe y yo la seguimos. Rafe bajó por las escaleras para ir a por Pritkin y Caleb, y Marlowe y yo subimos dos pisos corriendo tras la Cónsul.
El polvo se iba espesando conforme íbamos ascendiendo y, cada vez que había un miniterremoto, los pequeños cúmulos de tierra empezaban a deslizarse por las paredes.
—¿Qué pasará cuando las protecciones desaparezcan? —pregunté al llegar hasta un montón de cascotes y polvo, en el extremo del segundo tramo de escaleras.
—Los niveles que hay por encina de éste se han solidificado en una masa compacta —me dijo Marlowe—. Sin el apoyo de las protecciones, lo aplastarán todo bajo su peso.
—Entonces, no hay prisa. —Miré fijamente el pasaje de la izquierda que, tal como había dicho Marlowe, estaba completamente atorado. La arenisca roja de los pisos inferiores se había mezclado con el amarillo intenso de los superiores, formando una masa revuelta que no parecía dejar el más mínimo hueco entre ella. Era como si aquel pasillo hubiera sido reabsorbido por las rocas que lo bordeaban.
—Creemos que el camino está bloqueado hasta las celdas, que tienen un sistema de protección independiente, para más seguridad —me explicó rápidamente Marlowe.
—Necesito más que una conjetura —le recordé.
—Lo tendrás —dijo, haciéndome retroceder unos escalones.
Ambos alzamos la vista para mirar a la Cónsul, que se había quedado en el extremo de las escaleras.
—Esto no lo has visto nunca —exclamó.
—¿Visto qué? —le pregunté, desconcertada. Estaba ahí parada, con su esbelta figura y, de repente, me percaté de que era más o menos de mi estatura. Es gracioso, siempre me había parecido más alta.
Marlowe me pasó el brazo por la cintura, haciéndome bajar más y, de súbito, hubo una explosión de movimiento. En un momento, todo se llenó de serpientes, una gruesa masa de formas negras retorciéndose y bullendo en torno a los pies y las piernas de la Cónsul. Pululaban subiéndole por todo el cuerpo, enroscándose en su cuello, arrastrándose hasta su rostro y enredándose en su cabello. Una especialmente gruesa se introdujo entre sus labios y comenzó a bajarle por la garganta, dilantándole el cuello a ambos lados, dibujando en su piel formas onduladas.
—¡Marlowe! ¡Haz algo! —grité, horrorizada.
No dijo nada, y me apretó con más fuerza cuando comenzaron a salir más serpientes que le resquebrajaban la piel y sus cuerpos negros se iban tiñendo de rojo conforme se iban abriendo paso para acceder al interior de su cuerpo. Vi como se movían y retorcían bajo su piel; las pequeñas latían como venas a punto de reventar, mientras que las más grandes le hinchaban el cuerpo formando espeluznantes senderos, conforme iban abriendo túneles en su interior, al parecer decididas a devorarla. Se oyó un sonido que parecía el de una fruta madura reventando y, de repente, ya no había ninguna mujer. Sólo un pasillo repleto de criaturas resbaladizas y relucientes contoneándose en un charco de porquería sanguinolenta.
—¡Oh, Dios! —Retrocedí tambaleándome, y habría caído al suelo si Marlowe no me llega a tener agarrada de la cintura. Me quedé paralizada de la sorpresa y la repulsión mientras la verdad iba asomando lentamente. La Cónsul seguía estando allí. Tan solo había cambiado de forma.
Las serpientes iban hallando huecos entre los cascotes por los que una persona jamás habría cabido. Fueron desapareciendo, deslizándose por la tierra con la misma facilidad que por el agua, hasta que no quedó ni una. Entonces, Marlowe hizo que me sentara.
—¿Vas a vomitar?
Negué con la cabeza. Estaba demasiado impresionada para vomitar.
—Había oído historias…
Se sentó en un escalón junto a mí, mirando a la oscuridad y extendiendo las piernas hacia delante.
—¿Sobre que tenemos la capacidad de convertirnos en bruma, lobos o murciélagos?
—Sí, pero no creía que… creía que eran sólo leyendas.
—En gran parte, lo son. Sólo hay unos pocos que logran vivir lo suficiente para adquirir el poder necesario para lograr la transformación corporal. —Parecía impresionado, como si la Cónsul hubiera hecho un truco especialmente ingenioso—. He oído algo sobre que Parendra, su homóloga india, también sabe hacerlo. Dicen que es capaz de transformarse en una cobra.
No dije nada. Estaba demasiado ocupada tratando de tragarme el nudo que se me había formado en la garganta. Después de todo, sí que sentía náuseas y me pregunté cómo se lo tomaría la Cónsul, si se ofendería cuando volvieran… sus cientos de criaturas…
Me tragué el nudo.
—Puede resultar un poco… desagradable… la primera vez que lo ves —dijo Marlowe, mirándome—. Recuerdo que yo también me quedé un poco desconcertado.
Desconcertado. Sí. Esa era la palabra.
Nos quedamos allí sentados mientras iban pasando los preciados minutos. Y entonces, volvió. Docenas de cuerpos polvorientos y escamosos empezaron a salir retorciéndose por los huecos entre los cascotes, cayendo sobre el suelo pegajoso. Parpadeé y ahí estaba la Cónsul de nuevo. Se alejó tambaleándose hacia la pared más lejana y se quedó ahí parada, temblando un poco, más debilitada de lo que la había visto jamás. Marlowe se dirigió hacia ella, pero ella le hizo un gesto con la mano para que se alejara.
—Hay treinta y dos metros y medio bloqueados —me dijo, con voz de estar absolutamente repuesta—. Los pasillos que llevan hasta donde se encuentran las celdas de los magos. Lo único que mantiene este nivel intacto son sus protecciones y no van a durar mucho. —Miró a Marlowe—. Tú vas a acompañar a la pitia a hacer el recado.
Negué con la cabeza.
—Cuanta más gente lleve conmigo, más rápido se me agotará la energía. —Y ya la tengo bastante baja.
—Sí, pero cuanto más desesperados están, menos estabilidad mental tienen —respondió Marlowe—. Esas celdas son de las más seguras que tiene el Círculo. Es por eso que albergan a los delincuentes más peligrosos. No puedes ir sola.
No estaba segura de poder ir, de todas formas. La idea de transportarme a un lugar que jamás había visto me hacía sentir un poco mareada, por no hablar de que no tenía muy claro qué longitud abarcaba un metro.
—Eso son unas treinta yardas ¿no? —pregunté, nerviosa.
Marlowe soltó un suspiro.
—Un poco más de treinta y cinco. Pero quizá debieras añadir una más, para asegurarnos.
Vale. Como si algo de todo aquello fuera seguro. Pero se trataba de intentarlo o aceptar la derrota y marcharme a casa en aquel mismo instante. Y se nos estaba acabando el tiempo.
La tierra volvió a temblar, durante más tiempo y con mayor violencia que antes, haciéndome caer de rodillas. Entonces, delante de nosotros, se abrió una grieta, dejando ver en su interior unas rocas irregulares estriadas, con arena chorreando por los lados, como si fuera agua.
Marlowe tiró de mí, me levantó en volandas y el suelo que pisábamos se fue desintegrando. Los vampiros no vuelan, pero se desplazaba a tal velocidad que parecíamos volar. Lo siguiente que vi fue que estábamos en la curva de las escaleras, ahogándonos en la nube de polvo que había tras ella.
—¡Vamos, ahora! —ordenó la Cónsul. No la había visto moverse pero, de alguna manera, estaba a nuestro lado. No me paré a esperar para ver cuánto suelo nos quedaba, sólo me limité a agarrar a Marlowe del hombro y me transporté.
Aterrizarnos en otro mundo, frío, estéril y sin polvo, con luces crepitantes y muros de cemento gris.
—Por aquí —dijo Marlowe, guiándome hacia un pasillo.
Pasamos junto a una larga hilera de celdas, la mayoría de ellas con un ocupante. Pronto, me di cuenta de que, a diferencia de en las cárceles humanas, los prisioneros aquí no estaban conscientes. Estaban congelados en una especie de éxtasis, apoyados en la pared de sus celdas de tres metros cuadrados, como los maniquíes de unos grandes almacenes, mirando al exterior con expresiones que variaban desde el asombro hasta la furia, pasando por el gesto desafiante.
Los miraba cada vez más asustada. Diez, quince, veinte, y aquello no era más que la mitad de uno de los pasillos. Probablemente, habría al menos el mismo número de celdas en la otra dirección, y, seguramente, había también más de un pasillo.
Simplemente, era imposible. Lo sentía en los huesos, como la agitación de mi propio corazón. Aunque hubiera estado descansada, sólo podría haber hecho cuatro o cinco viajes, llevándome dos en cada viaje. Tal y como estaban las cosas, tendría suerte si lograba rescatar al hombre en el que los vampiros parecían tener tanto interés y lograr sacar también a mis acompañantes.
Nos detuvimos frente a una celda en la que había un hombre de mediana edad de pelo castaño rizado. Marlowe forcejeó, tratando de que las protecciones de su puerta cedieran mientras yo miraba las celdas que había a ambos lados. En una había una mujer pelirroja de mirada taimada. En otra había otro hombre de mediana edad que estaba perdiendo la batalla contra la alopecia, a pesar de haber encantamientos para ese tipo de problemas. Puede que fuera demasiado orgulloso como para emplearlos, ya que la expresión de su rostro era bastante altiva, o posiblemente, el Círculo no permitía ese tipo de vanidades en sus celdas.
Ninguno de ellos parecía muy receptivo, pero, al pensar en lo que estaba a punto de sucederles, un escalofrío me atravesó todo el cuerpo. Aquello no era obra mía. No era culpa mía. Yo no le había pedido a Richardson que nos traicionara; no era yo la que había lanzado el hechizo que había causado aquel desastre. Pero, si me hubiera marchado de la reunión cuando Pritkin me lo dijo, nada de aquello hubiera ocurrido. De repente, sus palabras me vinieron a la mente: «Morirán de inanición o ahogados, o sepultados bajo una montaña de piedras». Lo miré a la cara y me estremecí.
Una de las protecciones se partió y el rumor hizo que me temblaran los huesos en una vibración como la de un diapasón, y el hombre del pelo rizado se derrumbó fláccido en los brazos de Marlowe.
—¿Cuántos te puedes llevar? —me preguntó Marlowe.
—Yo… no tantos —contesté, admitiendo lo evidente.
—Dime cuántos.
—Querrás decir «cuáles». —Lo miré fijamente—. Me estás pidiendo que elija quién va a vivir y quién va a morir.
—Alguien tiene que hacerlo —dijo, encogiéndose de hombros, colocándose al mago en un hombro—. Y el Senado no tiene ningún interés más aquí. Tenemos al que queríamos.
Volví a mirar a la pelirroja. Tenía unos ojos grisáceos que, bajo la luz parpadearte, le conferían un aspecto casi consciente, casi despierta. Nos miramos, ella rígida y exánime como una muñeca, yo, inmóvil como una estatua. En unos minutos, estaría muerta. O me la podía llevar y morirían los demás. Como los sirvientes humanos que los vampiros tenían alojados arriba, como todos lo que hubieran estado en aquel momento en los niveles superiores. Aquello me pareció terriblemente azaroso.
—Tiene que haber alguna forma —dije, desesperada.
—¿Una forma de hacer qué? —preguntó Marlowe, uniendo las cejas.
—De rescatarlos. A todos. ¡No podemos dejarlos aquí!
Marlowe se me quedó mirando fijamente, inexpresivo.
—Sí. Podemos. En unos cuarenta minutos, se derrumbará la planta entera y, en el proceso, podemos sacar a los que haya debajo. Tu compasión es admirable, pero si no salimos rápido, ninguno de nosotros podrá salir. Y, la verdad, me echaría de menos.
—¡Y estoy segura de que mucha gente echará de menos a estos, Marlowe!
La lámpara que teníamos encima eligió aquel momento para estallar, y arrojó sobre el suelo del pasillo fragmentos de plástico y cristal, lo que dejó a oscuras el rostro de Marlowe. La oscuridad acentuaba los duros rasgos de su cara, dejándolos a la vista, tras la máscara de hilaridad. Por un instante, parecía tan peligroso como la gente decía que era.
—Si hubiera alguna manera de salvarlos, lo haríamos. Pero no la hay —dijo con vehemencia—. Y no te olvides de dónde estamos. Por lo que sabemos, esta gente se merece lo que le espera.
Se me revolvieron las tripas, mi táctica habitual de negar-reprimir-ignorar a la hora de afrontar alguna verdad incómoda, de repente, ya no me funcionaba tan bien. Recorrí con la vista todos los rostros del pasillo, jóvenes y viejos, duros y suaves. Se habían ganado la enemistad del Círculo, pero yo también. Si Richardson se hubiera salido con la suya, yo misma estaría en una de esas celdas. No eran distintos a mí, aparte del hecho de que estaban a punto de morir. Condenados porque yo había cometido un estúpido error.