7

Todos nos quedamos mirando la colina y nos envolvió el silencio. El eco hueco de las explosiones aún me retumbaba en la cabeza y sentí el sudor cayéndome por las mejillas, haciendo que me escociera un corte que tenía en el labio. Entonces, alguien empezó a caminar hacia el cerro, formándose una silueta negra en el tenue fulgor, y todos lo seguimos.

Llegué a la cima de la duna y me quedé helada. Parecía que hubiera caído un meteorito gigante sobre el cañón. Donde antes había una maraña de construcciones de adobe, ahora lo único que se veía era un enorme cráter negro, aún humeante. El calor que se debía de haber producido tuvo que ser increíble. En algunas partes, la arena había adquirido un brillo líquido cristalino; se había derretido al instante.

Nada se movía.

No, pensé, pero fue en vano. Todos nos quedamos mirando atónitos el lugar en el que MAGIA debía de haber estado emplazada durante mucho tiempo. Finalmente, alguien empezó a caminar y los demás lo seguimos. Empezamos a descender por un antiguo sendero que, más adelante, había quedado sepultado por un montón de polvo y piedras arrojadas tras la explosión. A juzgar por los colores, algunas rocas procedían de las capas más profundas del suelo. Lo que antes había sido un paisaje color canela había adquirido ahora un tono ocre oscuro de oro envejecido, bronce ennegrecido y gris ceniciento. El suelo estaba resbaladizo en algunas partes en las que había cristal enfriándose, oculto bajo la fina capa de arena que aún seguía cayendo. Podía mantener el equilibrio porque Pritkin me tenía cogida del brazo con la misma fuerza con que tenía apretados los dientes.

Los magos parecían haberse olvidado de mi presencia. Esquivamos juntos unas rocas resquebrajadas, cruzando montones de ceniza moteada, caminando bajo nubes de finas partículas negras que volaban con cada movimiento y se posaban sobre nuestra ropa, sobre nuestras caras, sobre nuestro cabello. Tenía su sabor en la boca. Era imposible que hubiera sobrevivido nada.

De repente, me fallaron las piernas, y me arrojaron sobre el polvo. Apoyé la cabeza en las rodillas y traté de respirar lenta y profundamente, tratando de obligarme a calmar el doloroso espanto que me presionaba las costillas. Empezó a flotar más ceniza, amenazando con asfixiarme, y no me importó. Por delante de mis ojos, pasó una hilera de rostros, los rostros de todos los amigos que vivían y trabajaban en MAGIA, hasta aquel día. Uno en particular me robó el aliento. Rafe, mi amigo de la infancia, lo más parecido que había tenido a un padre. Y ahora estaba ahí, sepultado con los demás, suponiendo que no hubiera ardido con la explosión.

Parte de mi mente estaba ocupada sopesando las posibilidades, buscando alguna salida, aunque estaba jodidamente segura de que no había ninguna. Me rodeé el torso con los brazos y empecé a temblar, pero no de dolor. Aún no. Era la rabia lo que me anudaba la garganta y me impedía hablar. Era como si me hubieran despellejado, como si me hubieran vaciado y me hubieran rellenado de ácido hirviendo. Jamás había experimentado semejante ira, semejante deseo amargo de venganza. Porque aquello no nos lo habían hecho nuestros enemigos.

Ya había dicho yo que acabaríamos partiéndonos en dos; pero no creía que fuera a ser tan pronto.

Los magos vagaban como zombis, con el rostro pálido y semblante de incredulidad. Bajo sus pies, se levantaban nubes de polvo negro y gris, avivando los rescoldos. Había puntos rojizos y anaranjados refulgentes bajo las cenizas, esparcidos por todas partes, como una gigantesca pira funeraria. Clavé la mirada en ellos y se me humedecieron los ojos por algo más que las partículas suspendidas en el aire.

El Senado se había esfumado. Más allá de la tragedia humana, aquello era un desastre militar, el desastre que le entregaría a Apolo la victoria en bandeja. Puede que no aquel mismo día, pero sí pronto. Tanto si su arrogancia les permitía percatarse de ello como si no, el Círculo no podría mantenerse firme contra las fuerzas que Apolo había logrado reunir. Con mucha suerte, durarían un mes.

—Transpórtanos adentro —dijo Pritkin, con tono áspero. Algunos de los magos que se encontraban más cerca lo oyeron y se volvieron hacia mí, inexpresivos y tensos cono un alambre.

Alcé lentamente la cabeza, mirando a Pritkin, furiosa, con una neblina de pena y rabia. Tenía la mirada ensombrecida e ida; sus pupilas habían devorado el verde, dejando una febril corona color jade. Parecía herido; su aspecto reflejaba mis propios sentimientos, como si él ya hubiera hecho sus cálculos también. Como si ya supiera que estábamos perdidos.

—Creía que, al menos, tendríamos que ir a la guerra primero —dije.

—Los niveles inferiores, Cassie, ¡con las protecciones de MAGIA, puede que aún estén intactas! —Me agarró de los brazos como si tuviéramos prisa. Como si alguna protección pudiera soportar algo semejante—. Llévanos hasta allí.

—Red de neutralización —dije, incapaz de decir nada más.

—¡Anuladla! —escuché ordenar a Pritkin, aunque no me molesté en mirar a quién. El sudor me caía por la espalda, empapando la costura del vestido, y debía de haber tocado algo caliente, porque tenía las palmas de las manos quemadas—. ¡Anulad la red y ella nos ayudará!

—¿Ayudarnos? —Liam dio un paso adelante, casi irreconocible, con la cara mugrienta, con la mirada oscura y un gruñido lleno de odio—. ¡Ha matado a casi una docena de magos esta noche!

—Fue la fisura la que los mató —replicó Pritkin—. Ella no tuvo nada que ver con eso.

Fue como si Liam no lo hubiera oído.

—¡Eran buenos hombres! Richardson sobre todo, asesinado, estando aún de luto por su hijo, ¡otra de sus víctimas!

La injusticia de aquella acusación debería haberme molestado. Lo hubiera hecho, diez minutos antes. Pero en aquel instante, ni pestañeé. Por alguna razón, ya no estaba furiosa, tan solo me sentía hueca, como si me hubieran vaciado por dentro y me hubieran sustituido los huesos por madera seca, como si me fuera a quebrar si me movía demasiado deprisa.

—Ella no mató a Nick —contestó Pritkin, sin perder los estribos, aunque su ira podría haber pulverizado un diamante—. Ni siquiera estaba allí cuando ocurrió. Y Richardson murió en la fisura.

—Eso lo dirás tú —dijo con voz desdeñosa—. Pero ella sí ha sobrevivido.

—A duras penas.

—No entiendo por qué has renunciado a todo por apoyarla, pero puede que no sea demasiado tarde —insistió Liam, de repente impaciente—. Ayúdame a traerla y responderé por ti. Todos lo haremos. Puedes decir lo que quieras, que estabas hechizado, que ella y esos vampiros te hicieron algo, y mientras nos la quitemos de encima, el Consejo te creerá. ¡Necesitamos gente como tú, ahora más que nunca!

—¿Y la chica? —preguntó Pritkin.

—Se la someterá a juicio —explicó Liara, con expresión indescifrable.

—Un juicio que perderá.

—¡Es sólo una vida! Una vida frente a las miles de personas que morirán, si no recobramos la unidad en el Círculo. Tú o yo mismo daríamos nuestras propias vidas por la causa. Si de veras es una pitia, es lo menos que puede hacer ¿no?

—Pase lo que pase no dejarás que se salve —le dijo Pritkin con aspereza—. Según tu lógica, o bien ella es nuestra enemiga y debe ser destruida antes de que pueda ayudar a nuestros adversarios, o bien es inocente y debe ser destruida para preservar al Círculo. En ambos casos, muere.

—¡Es por el bien común!

—Es por el bien del Círculo. Y no estoy tan seguro de que esto tenga nada que ver con lo que le conviene más a nadie. Ya no.

—¿Qué te ha hecho ella? —preguntó Liam, con voz asombrada—. ¡Casi mueres defendiendo al Círculo en más de una ocasión!

—Entonces era una organización diferente.

—¡Nada ha cambiado! Sé que Marsden ha estado creando problemas, pero…

De entre la penumbra surgió un hechizo que cayó sobre Liam, haciéndolo caer de rodillas. Miré en derredor, confundida, porque no era cosa de Pritkin. Un alto mago afroamericano rapado al cero dio un paso adelante mientras Liam se derrumbaba. Tenía músculos suficientes para darle una paliza a Marco.

—No tenemos tiempo para esto —dijo con sequedad, y agitó la alano señalándome.

De repente, recuperé los poderes, y un zumbido constante empezó a recorrerme la piel, atravesándome los huesos, cantando en mis células, preparada, preparada, preparada. Me envolví con ella, como si se tratara de un abrigo muy familiar, mientras el mago me miraba furioso.

—Caleb, ésta es Cassie —dijo Pritkin con frialdad.

El mago no parecía estar de humor para cortesías.

—No tengo forma de sacarlos de allí, suponiendo que quede alguien vivo ahí abajo. Pero tú sí puedes —me dijo.

Sonó como una orden, más que una petición, especialmente con aquel tono de barítono. Pero, en aquel momento, yo no estaba para susceptibilidades. Realmente, no creía que nadie hubiese sobrevivido, con o sin protecciones. Pero tenía que asegurarme.

—Sólo puedo llevar a dos personas conmigo —dije.

—A mí y a Pritkin —dijo Caleb, extendiendo la mano. Lo miré con desconfianza. Aquella noche ya le había dado la mano a un mago, y mira dónde había acabado.

Pritkin no dijo nada, por una vez dejándome tomar la decisión a mí sola. La cuestión es que no había nada que decidir. Independientemente de mis sentimientos hacia el Círculo, en aquel momento, necesitaba ayuda. Le cogí la mano.

—¿Adónde? —le pregunté a Pritkin.

—¿Qué resistencia tiene tu protección?

—Creo que la línea Ley la destrozó. ¿Por qué?

—Eso es un problema —dijo, mirando al otro mago.

—A mí no me mires —dijo Caleb con aire sombrío—. La línea destruyó las mías antes de que pudiera salir de allí, y lo que ale quedó lo gasté para protegernos de los cascotes. No me queda nada. —Hubo un rumor de aprobación procedente de los que nos observaban. Parece que nadie tenía un escudo que valiera una mierda.

—¿Y qué más da? —pregunté. La idea de que pudiera haber supervivientes se había alojado en mi cabeza y ale aguijoneaba el cráneo como un frenético tatuaje. Casi me mareé por el cambio constante de emociones. Del recelo a la ira, pasando por el horror paralizador y por la esperanza apenas percibida, todo en el espacio puede que de media hora.

—No podemos arriesgarnos a transportarnos allí sin una protección —dijo Pritkin con vehemencia—. Los escudos de MAGIA podrían haber aguantado, pero si no es así, podríamos encontrarnos en medio de un derrumbamiento de tierras.

—¡Entonces os sacaré de allí!

—… O en la roca viva.

—¡Tenemos que correr el riesgo! —Ese era Pritkin, el de las heroicidades demenciales. No era el momento de que aprendiera a ser prudente.

—No podemos. —Su voz sonó tajante.

—Cúbreme —le dije con semblante serio.

—¡Existe una diferencia entre el valor y la temeridad! Muriendo no vas a ayudar…

—¡Tampoco quedándome aquí! Rafe merece mucho más que eso. ¡Él haría mucho más por mí!

Caleb se mostró confuso.

—¿Rafe?

—Un vampiro —dijo Pritkin, escueto.

—¿Arriesgarías la vida por una de esas cosas? —me preguntó Caleb, incrédulo.

—Sí. Es una lástima que tú no tengas amigos así. Pero si todos son magos de la guerra, tampoco puedo decir que me sorprenda —dije con brusquedad.

—Señorita Palmer —intervino Pritkin, y dado que había vuelto a su semblante normal, supuse que no estaba muy contento. Por desgracia para él, yo tampoco.

—Voy a ir, contigo o sin ti. Así que, ¿qué me dices?

Me dio la impresión de que iba a replicarme, pero no iba a poder impedir que me marchara sola, y lo sabía.

—Llévanos a la cámara del Senado —dijo finalmente—. Está en el nivel más profundo y resguardado. Si ha sobrevivido alguien, debería estar allí.

—Contened la respiración —les ordené—. Si caemos en algún embrollo, os sacaré de allí. No os asustéis.

Caleb miró a Pritkin.

—¿Acaba de decirme que no me asuste?

—No te conoce.

—Supongo que no.

Ni me molesté en responder. Respiré profundamente y me transporté.

De manera refleja, hice el cambio y todo a mi alrededor se difuminó y empezamos a atravesar como un rayo capas y capas de piedra, ya que mi pensamiento se tradujo instantáneamente en movimiento. Lo que me resultó menos familiar fue aterrizar en una enorme fosa de barro. Pero ahí es donde acabamos, con un asfixiante océano de aguas famosas sobre nuestras cabezas, a través de las cuales resultaba imposible distinguir nada.

Estaba a punto de sacarnos de allí, antes de que sufriéramos una desafortunada y muy húmeda muerte, pero empezaron a nadar, arrastrándome con ellos. Poco después, salimos a flote chapoteando y jadeando. El aire estaba caliente y lleno de polvo, enrareciéndose ya. Fuera el que fuera el sistema de ventilación de aquel lugar, desde luego, no estaba en funcionamiento.

Traté de mantenerme a flote, intentando zafarme de Pritkin y de Caleb, que me sujetaban con fuerza, para poder apartarme el barro de los ojos. Aun cuando lo logré, no me sirvió de nada. No había luz alguna, y las enormes arañas de hierro que normalmente iluminaban la cámara del Senado estaban apagadas o habían desaparecido. Pero, al menos, podía respirar.

Hasta que alguien me volvió a meter la cabeza bajo el agua.

Fue tan inesperado que aspiré barro y me atraganté mientras me arrastraban al centro de la cámara. Finalmente, volví a sacar la cabeza a la superficie, pero no puede inhalar aire. Pritkin me golpeó la espalda con fuerza varias veces hasta que, probablemente, me salieron moratones, pero, gracias a Dios, también me despejó los pulmones. Me agarré al borde de algo y disfruté del oxígeno un minuto.

Surgió una luz que se extendió de una esfera que sujetaba Caleb, permitiéndome ver a algunos metros en la penumbra. No es que hubiera mucho que ver. La sala principal de reuniones del Senado solía estar vacía, tenía unos techos altos que desaparecían entre las sombras, dejando un gran espacio debajo para la gigantesca mesa de ébano, que representaba el único mueble. Pero aquel día apenas se podía ver nada, aparte del ondulante océano oscuro y lo que finalmente pude identificar como la mesa del Senado, que flotaba a pesar de su envergadura y nos servía de balsa salvavidas.

Se oyó rechinar algo con fuerza en el techo. Era como una máquina oxidada y reverberaba con un sonido seco entre los muros. Caleb alzó la esfera y la luz iluminó las puntas dentadas de metal de las grandes arañas de la cámara.

Eran enormes, fácilmente alcanzaban los cuatro metros, con hileras de anillos llenos de púas uno sobre otro. No podría decir cuántas púas tendría cada anillo, pero eran muchas. Y cada vez que se vaciaba un anillo, caía sobre la fila de abajo, permitiendo que una nueva hilera se encendiera. El sonido procedía del candelabro que había más próximo a nosotros haciendo girar una nueva hilera de dardos letales.

Se me había olvidado la tendencia que tenían los aparatos de la cámara del Senado a lanzar dardos de hierro sobre los intrusos, principalmente porque jamás me habían visto como una intrusa.

—¿Por qué nos disparan? —pregunté. Como si pudieran oírme, pues una descarga de proyectiles de un metro se soltaron de sus amarres precipitándose sobre nosotros.

Nuestros pesos combinados habían sumergido la mitad de la mesa, dejando la otra mitad algo alzada, a modo de medio escudo. Pero ni el ébano, duro como una piedra, los pudo detener. Cerré los ojos, y recibí un dardo con aspecto especialmente maligno, que había atravesado parte de la madera, deteniéndose a unos centímetros de mi rostro. Había impactado con fuerza suficiente para arrancar fragmentos de un dedo de largo de la madera, afilados como una cuchilla, uno de los cuales me hizo un rasguño en la mejilla. Alguien lanzó un pequeño chillido, como un hipido.

—¡Silencio! —me murmuró Pritkin al oído—. El movimiento y el sonido atraen a las protecciones.

A continuación, me dijo.

—La ruptura de la línea Ley las ha confundido —susurró Caleb—. Están apuntando a todo lo que se mueve. ¡Transpórtanos al pasillo de fuera!

Iba a responder, pero, sobre nosotros, se oyó un crujido. Uno de los dardos se despegó del muro, donde su fuerza había agrandado una fisura por la que se filtraba el agua. Lo que antes era un arroyo, se había convertido ahora una cascada y, por lo que se oía, no era la única. Era como si una corriente submarina hubiera surgido. Búscame si quieres hallar una forma de morir ahogado en el desierto, pensé, mientras un torrente de aguas gélidas caía sobre mi cabeza.

Pesaba lo suficiente como para obligarme a soltarme y arrojarme al vacío. Extendí el brazo, desesperada por dar con algo a lo que aferrarme, y un ente me rozó la muñeca. Algo vivo, pero sin calor humano.

Me caí, y se me erizó el vello de los brazos al sentir aquel fantasmal roce. Vi algo, un movimiento, como unos ojos que brillaban en la casi absoluta oscuridad, dientes.

¡Oh, mierda!

Unas manos me agarraron con brusquedad por las axilas y me alzaron de nuevo a la superficie. Enseguida descubrí que había salido de la sombra protectora de la mesa. Pritkin me arrojó a un lado, justo antes de que dos dardos se hundieran en el agua, y logramos salir a flote agitando brazos y piernas.

Me agarré de su hombro con fuerza, rastreando la zona en la que había estado. Pero lo único que se podía distinguir era el reflejo de la esfera de luz de Caleb sobre las ondas.

—Creo que hay algo en el agua —jadeé.

—¡Me preocupa más lo que hay en el aire! —dijo Caleb con brusquedad—. ¡Sácanos de aquí, joder!

—¿Adónde? —pregunté—. ¡Por si se te ha olvidado, también hay protecciones en los pasillos! —Había lucernas afiladas como dagas tachonando los pasillos de MAGIA cada metro y medio. No llegaríamos ni a las escaleras.

—¡Sí, pero esas no funcionan! ¡Aún no hemos reparado los daños desde el último ataque! —Se refería al asalto, hacía un mes, de unos magos oscuros suicidas. Por una vez, les estaba agradecida por algo.

Asentí aliviada y lo así de la mano, pero Pritkin se apartó cuando extendí el brazo.

—Es tu misión —me dijo con seriedad—. Pero no sabemos lo que nos encontraremos cuando salgamos ahí. Sería más prudente que conservaras tu energía si piensas rescatar a alguien.

Caleb se me quedó mirando con incredulidad.

—¿De verdad creéis que van a dejarnos salir de aquí sin que nos conviertan en carne de kebab? Y, aunque nos dejaran, el salón está medio inundado, ¡los pasillos exteriores están completamente sumergidos!

—Algo que no preocuparía demasiado a un vampiro —replicó Pritkin, mirándome con complicidad. Caleb estaba pensando en el desastre desde un punto de vista humano, pero la gente de aquella sección de MAGIA hacía mucho tiempo que no era humana. Si hubieran sobrevivido a la explosión inicial, puede que estuvieran bien. Rafe podía estar bien. De repente, me sentí algo aliviada.

—Entonces no parece que haya ninguna salida fácil —dije, con reticencia.

—¡No puedes estar hablando en serio! —Caleb me miraba fijamente, como si hubiera perdido el juicio.

Me azoré, porque a mí me hacía la misma gracia que a él.

—Sólo puedo transportarme unas cuantas veces al día, y llevar conmigo a dos personas me hace consumir energía muy rápidamente —le dije con rotundidad—. Pritkin tiene razón. Si me agoto ahora, no podré ayudar a los supervivientes. Aun suponiendo que haya alguno.

—¿Entonces qué sugieres que hagamos para salir de aquí? —me preguntó, mirándome furioso. Como si aquella idea se me hubiera ocurrido a mí, en vez de a su compañero.

—Sois magos de la guerra —les espeté, irritada—. Pensad en algo, y, preferiblemente antes de que nos ahoguemos.

—Sí, desde luego, eres una pitia —musitó.

—Voy a comprobar cómo está el pasillo —se ofreció Pritkin, quitándose el pesado abrigo—. Puede que no esté tan mal como parece. —Tomó aire y se sumergió, dejándome sola con un mago de la guerra que, hasta hacía unos minutos, había hecho todo lo posible por acabar conmigo. Por la expresión de su rostro, se podría decir que Caleb estaba pensando lo mismo.

—Supongo que es un halago para uno de los dos —dije, algo nerviosa.

—No creo. Si te mato, ¿cómo saldré de aquí? —Lo miré fijamente y él se mostró inexpresivo durante un largo instante de tensión. Entonces, me lanzó 1o que pareció una sonrisa—. John me conoce.

, pensé con aire sombrío, también conocía a Nick.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó de repente Caleb, girando la cabeza. Sumergió la esfera en el agua, pero no se veía nada más que nuestras piernas removiendo el barro. Unos instantes después, lo extrajo, iluminando un rostro ceñudo—. Me ha parecido oír un… —estaba diciendo, cuando su cabeza desapareció.

Me quedé mirando donde estaba sin ver nada y empecé a mirar a mi alrededor frenéticamente, en busca de un dardo con un cuero cabelludo colgando. Pero no había nada. Nada, excepto las minúsculas ondas del agua.

Escudriñé la superficie, pero la única pista de su paradero era el fantasmal fulgor de su esfera, que se hundió rápidamente. No me pareció que de súbito hubiera decidido darse un baño. A continuación, tres dardos se clavaron en la pared que había a mi espalda, dándome otra razón más para preocuparme. Casi rozaron una forma oscura que se había agazapado en el saliente de una roca, obligándola a salir de un salto para evitarlos. Por supuesto, saltó directo hacia mí. Alcé la mano rápidamente y mi cuchillo atravesó a la criatura por la cintura, clavándose en ella antes de que se derrumbara sobre mí. Me pareció sentir una respiración cálida y pestilente, unas mandíbulas sanguinolentas, y a continuación, estaba sobre mí. Un cuerpo grueso cubierto de pelo me sacó del agua y me lanzó sobre la mesa picada y arañada.

Se oyó un gruñido gutural que retumbó en mi cabeza y una pezuña quebró la madera. Se enganchó en el dobladillo de mi falda, arrancándolo. Rodé a un lado y surgió una pesada cabeza, enterrando sus poderosas mandíbulas en las gruesas tablas que había a mi lado.

Mi impulso fue correr, pero no había donde ir. Terminé con un puñado de pelo húmedo y maloliente en la mano mientras trataba de mantener aquella cabeza resbaladiza contra la mesa, donde pudiera masticar madera, en vez de a mí. Pero, aun parcialmente atrapado, era fuerte y feroz.

Sus garras me rasgaron el vestido y, por una vez, me alegré del uso tan exuberante que Augustine hacía de la tela. Las capas interiores de ropa habían impedido que mi piel quedara tan despedazada como ellas. Sus poderosas patas se agitaban sobre la resbaladiza mesa, tratando de buscar apoyo, mientras mis cuchillos se clavaban en él una y otra vez, haciendo con sus filos agujeros por los que manaba sangre caliente que me salpicaba cuerpo, brazos y rostro.

A pesar de mis esfuerzos, finalmente la criatura logró soltarse de la madera arrancando un gran pedazo. Se giró con serpentina rapidez, se levantó sobre sus patas traseras y se lanzó sobre mí… y fue alcanzada por un dardo en la espalda. La cuña de hierro le salió por el vientre, pasando sobre mi cabeza y empapándome de sangre.

Resbalé y me caí al agua, tratando de reprimir un chillido. Fue más fácil de lo habitual, gracias a la burbuja de pánico que se me había instalado entre el estómago y la garganta. Mis dedos se aferraron instintivamente al fragmento de madera, mientras yo jadeaba y me ahogaba, tratando de no moverme. No quería acabar cono lo que fuera que había tratado de comerme.

Un instante después, la cabeza de Caleb salió a la superficie. Aún tenía la esfera agarrada con el puño; tosió y pataleó trayendo consigo lo que parecía un cuarto de agua fangosa.

—¿Estás bien? —le pregunté, cuando logré articular palabra.

La luz se reflejaba en las gotas que salpicaban su pelo de punta, como plata sobre negro, y un reguero de sangre se le deslizaba por la sien.

—Mejor que la cosa esa.

—Lo has rematado.

—Eso espero. —Su gruñido de fumador sonó aún más grave de lo habitual.

—Bien —dije, temblorosa—. ¿Qué era?

—No sé. —Sus ojos se fijaron en algo que había justo detrás de mí—. ¿Lo has matado?

Lo miré con semblante inexpresivo y seguí su mirada hacia donde mis cuchillos habían empalado a algo peludo, escamoso y muy, muy perverso en la mesa a menos de un metro. Grité y me eché atrás, y el movimiento vino sucedido de los cuchillos, que liberaron a su presa, y fueron reabsorbidos por mi brazalete. Y, sin nada que lo detuviera, el sangriento cuerpo se deslizó lentamente sobre la parte inclinada de la mesa.

Caleb lo empujó a un lado, ofreciéndole a los dardos otro blanco que no fuéramos nosotros. Nos agachamos y caminamos en la oscuridad, escuchando el ruido sordo del metal atravesando la piel, hasta que Pritkin salió a la superficie, justo a mi lado, unos instantes después.

Dio una bocanada de aire y se percató de la oscura criatura que flotaba a unos metros.

—¿Qué es eso?

—El comité de bienvenida —contestó Caleb, con semblante serio—. ¿Qué has encontrado?

—Los pasillos están inundados, pero la escalera más cercana está seca a partir de la mitad. Es viable.

—Si conseguimos llegar —gruñó Caleb, alzando la vista. Como si lo hubiera oído, la lámpara de araña cesó de rotar. Sin el chasquido de los metales, la cámara quedó casi en silencio absoluto. El único ruido era el del agua lamiendo las paredes y cayendo sobre la sala. Y el murmullo de unos espantosos sollozos.

Mis acompañantes se tensaron y Caleb se volvió con la esfera de luz, pero, por supuesto, no vio nada.

—¿De dónde viene ese ruido? —preguntó Pritkin.

—Es lo que Augustine entiende por una broma. Me embrujó el vestido —le expliqué.

—¡Quítatelo! —me ordenó Pritkin.

—¿Qué?

—Puedo utilizar el encantamiento para confundir a las protecciones.

Me puso el brazo que no tenía aferrado a la mesa sobre el pecho, a modo de protección.

—Pero es que no llevo nada debajo.

—¿Nada?

—Creo que las bragas. —Al menos eso creía. Después del día que había tenido, ya no estaba tan segura.

Pritkin se tapó la nariz.

—¿Ayudaría en algo recordarte que ya te he visto?

—¡Una vez! ¡Y hace mucho tiempo! ¡Y había muy poca luz!

Iba a contestarme, pero se calló.

—Dame lo que tu virginal pudor se pueda permitir.

—¿Por qué lo necesitas otra vez?

—Oh, para… ¡Dame el puto vestido y te lo mostraré!

Antes de que me diera tiempo a responder, extrajo un cuchillo, lo sumergió y me rajó lo que me pareció media falda.

—¿Por qué en tus planes siempre temo que desnudarme? —le murmuré envenenadamente a… a nadie, porque se había marchado.

En un instante, se soltó otra hilera de dardos con el ensordecedor sonido de metal destructor. Nos ignoraron, para dirigirse a Pritkin y a los trozos de tela llorosa que él estaba introduciendo entre las grietas y hendiduras de la pared. Se iba deshaciendo en jirones, conforme los dardos se iban clavando uno tras otro, fracturando la piedra que había detrás, dejando pasar literalmente una inundación. Entre el sollozante vestido y el agua que se precipitaba, las protecciones de repente tenían mucho a lo que disparar, lejos de nosotros.

—¡Vamos! —Caleb me arrancó de la sombra protectora de la mesa—. ¡El encantamiento no va a durar para siempre!

Nadamos a toda prisa hacia el muro más apartado, manteniéndonos sumergidos el máximo tiempo posible. Las protecciones habían rotado y lanzaban una descarga tras otra hacia donde se encontraba Pritkin, con un oxidado estruendo, una cacofonía en el espacio cerrado. Miraba hacia la oscuridad cada vez que salía a flote, tratando desesperadamente de dar con él, pero había muy poca luz. Lo máximo que mis ojos podían captar eran los destellos de los múltiples filos, como cuchillos, mientras decenas de dardos eran lanzados al aire.

Como miraba hacia el otro lado, me choqué contra una pared. Caleb me sujetó y, a continuación, se sumergió durante un minuto.

—La puerta está justo debajo de nosotros —me dijo tras salir a la superficie—. John tenía razón: el pasillo está completamente inundado. Pero las escaleras están a tan solo cinco metros a nuestra izquierda. —Iba a volver a hundirse en el agua, pero lo agarré del brazo.

—John estará bien.

Me quedé mirando la lluvia de dardos que seguía cayendo tras nosotros. Cuando impactaban, se desprendían de la pared fragmentos del tamaño de rocas, generando una tela de araña de grietas que partían de las más grandes.

—¿Cómo va a estar bien nadie en un lugar así?

—Confía en mí, lo conozco.

—Yo también —dije, furiosa—. ¡Eso es lo que me preocupa!

Se oyó un crujido en la sala que sonó lo suficientemente alto como para ahogar el sonido de las protecciones. Y, al instante, cedió un enorme fragmento de la pared, cayendo casi por completo en el agua, como el desprendimiento de un glaciar. Dio contra el agua con la madre de todos los temblores, y la ola que generó casi nos alcanzó, arrojándome contra Caleb.

—No te muevas —murmuró y la lámpara más cercana rotó hacia nosotros, atraída por la alteración en el agua. Giraba aquí y allá, lanzando dardos que atravesaban las olas que rompían a nuestro alrededor.

—Nos vamos ahora —me dijo Caleb al oído—. ¿De acuerdo?

Escudriñé la oscuridad, una vez más buscando algún rastro de Pritkin, pero no había nada. ¡Maldita sea! ¡No debería habérselo permitido!

—¡Cassie!

—Vale. —Sonó más como un graznido. Jamás me había sentido tan indefensa.

Fueron los cinco metros más largos de mi vida. Me sumergí, siguiendo la tenue luz de la esfera de Caleb a través del rectángulo negro de la puerta. Casi inmediatamente, me percaté de que tenía un problema. Tenía pensado limitarme a seguir a Caleb, pero, aunque sabía que él estaba en algún lugar delante de mí, no lo veía. Había demasiado barro y escombro en el agua, atenuando la poca luz que su esfera desprendía, dejando el pasillo inundado prácticamente en tinieblas.

Enseguida perdí la orientación, incapaz de hallarlo en la oscuridad, en el interior de las gélidas aguas. Todo me parecía igual, y la sensación abrasadora que tenía en los pulmones me impedía concentrarme. Pude sentir el latido enfebrecido en mis sienes, y un escalofrío me recorrió todos los miembros del cuerpo, ralentizándolos en su respuesta a las frenéticas órdenes de mi cerebro.

Finalmente, mis dedos agarrotados dieron con algo que me pareció ser una puerta y mis pies rozaron una superficie dentada que podrían ser escaleras. Le di una patada instintivamente, pero no se abrió demasiado. Lo que quedaba de mi vestido sumergido tiraba de mí hacia abajo, al tratar de abrirme paso hacia la tenue ondulación que de veras esperaba fuera la superficie.

Entonces, se abrió una mano frente a mí, amenazando con estrangularme, y con un tirón y una patada, salí al exterior. Agarré las mangas de una camisa blanca mojada y me quedé mirando al hombre que la portaba. Por un instante, todo se tornó gris, excepto su rostro. Sus ojos eran demasiado verdes, demasiado claros, con un filo irreal, duros como un diamante. Tardé un momento en percatarme de que tenía el rostro ruborizado y los ojos brillantes y luminosos. Aquel lunático se había divertido.

—¿Cómo demonios has llegado antes que yo? —le pregunté, jadeando de alivio, y por la falta de aire.

Pritkin se encogió de hombros.

—Usé la puerta trasera y llegué hasta aquí.

—Pritkin. No hay puerta trasera.

—Ahora sí. El proyectil abrió un agujero en el pasillo sur.

—Un pequeño fallo en el diseño —retumbó la voz de Caleb.

—No creo que probaran las protecciones durante un periodo muy prolongado —le dijo Pritkin—. Algo a tener en cuenta cuando lo reconstruyamos. —Finalmente, se percató de la expresión de mi rostro y frunció el ceño—. ¿Te encuentras bien?

—Bien.

—No tienes buen aspecto.

—Estoy tratando de recordar las razones por las que eres indispensable y por las que no te puedo matar lenta y dolorosamente.

Me ignoró y tiró de mí para que me levantara. Me recogí la falda hecha jirones, junto con la poca dignidad que había logrado salvar. A continuación, los tres salimos del agua, subiendo las escaleras.