6

El alarido se me quedó atascado en la garganta, cuando la realidad adoptó el brillo de una luz cegadora y me consumió un dolor tan puro que se apoderó de todo mi ser: de mi cuerpo, de mis pensamientos e incluso de mi nombre. Traté de respirar, a pesar del pánico que amenazaba con estrangularme, pero ni siquiera podía saber si seguía teniendo pulmones. Traté de extender los brazos, desesperada por tocar, por ver, por hacer algo, pero, si aún tenía una mano, ésta no conectaba con nada. Por un interminable instante, llegué a pensar que estaba muerta.

Y entonces, todo terminó.

El dolor desapareció entre respiración y respiración, dejándome convulsionada y muy, pero que muy confusa. Jadeé para tomar aire y me supo mal, amargo y desgarrador, pero pude respirar. La cabeza me daba vueltas, tenía los nervios destrozados, como los de un yonki, y sentí que el corazón se me salía por la boca. Pero ya no me sentía como si me estuvieran arrancando la piel a tiras, lo cual ya era algo.

Me atreví a abrir los ojos y me miré incrédula las manos y el cuerpo que, por alguna razón, no estaba ardiendo. Pero cuando mis ojos se habituaron a la intensidad de la luz en el interior de la llamarada, no me sorprendió descubrir por qué. Una neblina dorada muy familiar me rodeaba por completo, abriéndose paso por aquel campo azul, manteniéndolo a raya.

Tenía la forma de la protección que le habían robado a Agnes, la que mi madre me legó al morir. Sólo se le entregaba a las pitias, o a sus herederos, y estaba diseñada para adquirir su poder a través de la energía colectiva del Círculo. Pero ya no funcionaba así, pues me cerraron el grifo en cuanto se percataron de que podría interferir en sus planes de jubilarme antes de tiempo, aunque un amigo había conseguido arreglarla. Lo había hecho de manera que extrajera energía de la única fuente disponible: mi propia energía.

Se trataba de la misma reserva de energía que podía permitirme salir de allí, en caso de que la red de neutralización hubiera dejado de funcionar. Traté de transportarme, pero no funcionó. Pero la protección brillaba con más fuerza de lo que jamás había visto, con una luz dorada, casi cegadora. Concluí que, en aquel momento, me daba igual por qué ocurría aquello, tan solo estaba agradecida de que existiera.

Sobre todo, teniendo en cuenta que la falla estaba alcanzando los escudos de Richardson.

La columna de energía pura avanzó sobre lo que quedaba de las protecciones como si no hubiera nada. Por un instante, la luz lo envolvió en una aureola, haciendo nítidamente visibles cada una de sus pestañas, cada costura de su traje a medida, cada una de las pecas fantasmagóricas que tenía en la nariz. Él trató de rugir, con los ojos abiertos, completamente dilatados, pero ciegos, la boca abierta y muda, cono si la luz estuviera penetrando dentro de él, con intensidad suficiente para que pudiera ver unos huesos oscuros en el interior de su carne incandescente.

Luego desapareció sin dejar ni un rastro que desvelara que había estado allí, excepto algunas cenizas que la corriente arrastró.

Incluso cuando cerré con fuerza los ojos, la imagen persistió, ardiendo bajo una luz de gran intensidad, atravesándome los párpados. Se me revolvió el estómago y sentí el sabor de la bilis en la garganta. Me presioné el vientre y esperé a que me ocurriera lo mismo, a que mi protección fallara, aguardando el fin. Entonces, algo me golpeó, lanzándome dando vueltas hacia el torrente principal, haciéndome volver en mí, volver a la realidad de ¡sal, sal de aquí ya!

Lo que pasa es que no estaba segura de cómo hacerlo.

Tenía poca experiencia con las líneas Ley, pero aquello ya no se parecía a ninguna línea. Las gruesas bandas de energía que solían bordear los márgenes externos estaban deshilachándose, lanzando zarcillos eléctricos de un lado de la línea al otro. Retorcidas oleadas de letal fuego azul, algunas tan grandes como troncos de árbol, otras del tamaño de un dedo, se entrecruzaban en el pasillo, obligándome a arrojarme primero a un lado y luego al otro sucesivamente, en una partida mortífera de balón prisionero que, estaba segura, iba a perder.

Las oleadas más pequeñas eran las más letales, alzándose aquí y allá con tal rapidez que resultaba casi imposible evitarlas. Convirtieron lo que hasta entonces había sido un pasillo estable en una masa humeante y ondulada, moteada de puntos oscuros en las partes en las que los cuerpos de los magos de la guerra bloqueaban la luz. Una de las trémulas bandas golpeó a uno de los magos que casi me había alcanzado, haciendo explotar su caparazón de protección y arrojando el cuerpo en llamas hacia donde yo me encontraba.

Golpeó mi protección, como los pájaros cuando se estrellan contra el parabrisas del coche en marcha, y explotó: no había otra manera de describirlo. Me llegó el olor a carne quemada, ahogando el áspero sabor del aire de la línea de ley y unos cuantos trozos llameantes de su cuerpo pasaron volando junto a mí. Pero, a diferencia de antes, no me aparté de un salto. Las bandas exteriores de energía se habían desenmarañado en exceso, y esta vez, nada me alcanzó.

El azul eléctrico se disolvió, dando paso a la oscuridad y lanzándome al vacío. Pude ver de reojo el cielo, que era como un gran moretón: azul y negro, un amarillo séptico ulcerándose, tornándose de un verde furioso. De repente, estaba cayendo a miles de metros de altura.

Caí como una piedra, y aterricé rebotando. A pesar de la protección, sentí un fuerte impacto en la cabeza, golpeándome contra el suelo, tan duro como el cemento, sintiendo que las costillas me aullaban, protestaban. Me quedé ahí tumbada, jadeante, intentando que mis pulmones se volvieran a llenar de aire, aunque no parecían muy dispuestos a cooperar. Al fin, logré inspirar algo de oxígeno y lo utilicé para gemir.

A intervalos, podía sentir escalofríos por todo el cuerpo, imitando los impulsos eléctricos de la línea, mientras el estómago me informaba de que, sí, era posible estar mareada, aun estando completamente inmóvil en el suelo. Abrir los ojos no parecía muy buena idea, ya que no tenía ningún interés especial en ver lo que los magos tendrían preparado ahora. Pero no ver era todavía peor.

Alcé la vista y me quedé ahí tumbada, paralizada, incapaz de hacer otra cosa más que mirar fijamente la imagen de una profunda falla expandiéndose, ocupando todo el cielo. Expelía destellos de energía en todas direcciones, como llamaradas solares, lanzando ascuas en forma de estrellas fugaces. Algunas cayeron al suelo, chamuscando la arena e incendiando los matorrales cercanos.

Al parecer, habíamos salido de Las Vegas, y ahora nos encontrábamos en algún lugar en medio del desierto. Era lo único bueno. Se supone que las líneas Ley no debían ser visibles, no existían en nuestro mundo, ni en ningún otro. Eran las fronteras metafísicas, las zonas intermedias entre los reinos. De repente, se me ocurrió preguntarme lo que ocurriría si una de ellas se rompiera y dos mundos entraran en contacto.

¿Por qué me parecía que aquello no representaba nada bueno?

Un viento áspero me azotó el rostro, alzándome el cabello mientras el estómago seguía dándome vueltas lentamente. Me tiró al suelo y yo clavé las rodillas, atragantándome con aquel aire eléctrico, tratando de reconocer la zona, en busca de algún indicio de que aquello fuera obra de Pritkin. Pero veía borroso. O quizá fueran las ondas, como olas bañando la arena, inundando el desierto, como la luz bajo el mar. Todo parecía estar en movimiento, pero no estaba por ninguna parte.

—¡Pritkin!

No era necesario que gritara, ya que el hechizo para comunicarnos podía captar hasta un suspiro, aunque de todas formas, lo hice. Resultaba difícil oír algo con aquel viento aullando sobre mí mientras el cielo se retorcía y se deshacía. Miré hacia arriba, hasta que los ojos se me humedecieron por completo y volví a gritar a intervalos, pero no hubo respuesta.

Puede que el hechizo fallara, pensé desesperada. Puede que fuera sólo eso, un fallo del sistema. O, seguramente, fuera lo que fuera lo que le estuviera ocurriendo a la línea, estaba provocando interferencias que él no podía sortear. Eso debía de ser, porque Pritkin era virtualmente indestructible. Y porque, si se trataba de algo peor, pensé que no sería capaz de asumirlo.

Mi contrastada filosofía de mantener las distancias con la gente me estaba fallando últimamente. No estaba funcionando con Mircea y, de alguna manera, Pritkin había logrado derrumbar todas mis defensas sin que me diera cuenta siquiera. De hecho, aún no estaba muy segura de cómo lo había logrado.

Tampoco era tan guapo, tenía las habilidades sociales de un gato mojado y la paciencia de un colibrí a tope de cafeína. Entre todo aquello, había protagonizado algunas hazañas demenciales y, vale, me había salvado la vida, pero era un pesado. Cuando empezamos a trabajar juntos, supuse que sería cuestión de soportarlo; pero entonces, aquel estúpido pelo empezó a hacerme sonreír, sus esporádicos arranques heroicos estaban empezando a hacer mella en mi corazón y sus constantes quejas me habían hecho desear besarle. Y ahora me importaba más de lo que me convenía.

Así que, definitivamente, se había marchado.

—¡Pritkin! —volví a gritar, escudriñando la falla en expansión que tenía encima de mí, pero no había manchas oscuras que pudieran ser mi compañero escapando. ¿Me habría visto salir? ¿O me estaría buscando todavía? No, no podía tratarse de eso. Sería una locura, una temeridad y una estupidez.

Y muy propio de Pritkin.

—¡… está la ruptura… ahora! —La frase entrecortada sonó tan alta que di un respingo y casi me rompe el tímpano. Jamás en toda mi vida me había alegrado tanto de oír algo.

—¡Ya estoy fuera! ¡Deja de buscarme! —grité, pero el viento se llevó consigo varias palabras.

—¿Estás… bien? Puedes… antes…

—¡Deja de hablar! ¿Por qué sigues hablando? ¡Lárgate de ahí, maldita sea!

—… el suelo. Quédate…

—¡Cállate! Deja de darme órdenes y ¡cojones, sal de ahí!

No oí su respuesta, si es que dio alguna, porque el cielo explotó. Entre las enfurecidas nubes, se filtraban unos rayos azules entre los cuales algunos formaron un arco, golpeando una colina cercana con tanta fuerza que lanzaron la arena a un kilómetro de distancia. Me agaché con las manos sobre la cabeza, tratando de protegerme de la lluvia de rocas y escombros. Y una mano cayó sobre mi hombro.

Me volví, agradecida y furiosa, pronunciando algunos comentarios con labios temblorosos, y me topé con el rostro de un extraño. Era alto, con el pelo moreno de punta y mirada asustada color avellana. Por lo visto hay alguien que sí ha conseguido escapar, pensé. Y, entonces, mi escudo refulgió, lanzándole a varias decenas de metros.

Vi como su cuerpo se perdía arqueado y fláccido en la oscuridad; a continuación, me volví y corrí en la dirección opuesta. Cayó un rayo cerca, con un trueno que me dejó ciega y me hizo rodar en el suelo. Tropecé varias veces y casi me caí por la colina, alelada y furiosa. Estaba hasta las narices de tener que estar esquivando a gente que, en principio, deberían ser mis aliados, mientras yo me enfrentaba a mis enemigos y a los suyos. ¿Y dónde demonios estaba Pritkin?

Tenía el vello erizado a causa de la energía estática que inundaba el aire y me tambaleé tratando de levantarme. Miré al mago, pero, en aquel momento, no me pareció tan peligroso. Su cuerpo yacía en la extraña postura contorsionada en la que había aterrizado, tirado en la tierra como un muñeco roto. Me detuve, tenía el corazón a cien, con el reflejo de huída activado, y todo el cuerpo empapado en sudor.

Normalmente, no habría malgastado mi compasión, ya que mi protección no brilla a menos que exista una verdadera amenaza. Eso, y el hecho de que aquel tipo se encontrara con los que acababan de intentar matarme, era razón suficiente para salir de allí. Pero no pude, porque había aterrizado boca abajo sobre un montón de arena, hundiéndose lo suficiente como para ahogarse en ella.

Mientras me debatía, el viento me revolvía el pelo y yo trataba de tunear aquella decisión a vida o muerte que me había caído encina. No tenía los conocimientos, ni los poderes mágicos de Pritkin. Mis únicas defensas eran mi protección y mi capacidad para transportarme, y ninguna de las dos era inagotable. Dejar que se ahogara era la única forma segura de impedir que me llevara a rastras a un juicio rápido y a una muerte segura.

Pero la crueldad no era propia de mí.

Y lo que es más importante, tampoco deseaba que lo fuera.

Sentí el típico escalofrío en el pecho que me solía sobrevenir cuando tomaba una decisión muy estúpida. Fui corriendo hacia él con la idea de ponerlo boca arriba de un puntapié y después salir corriendo. Pero aquel condenado abrigo pesaba una tonelada y él no era precisamente una sílfide. Cuando finalmente logré darle la vuelta, yo jadeaba del esfuerzo y él aún no se había movido.

—Eh —lo zarandeé, lo cual no pareció ayudarle—. ¡Eh, tú! —Le di varias bofetadas—. Vamos, no te me mueras.

No contestó. Tampoco trató de volver a agarrarme. Tan solo se quedó ahí tirado, como un pelele.

—Lo digo en serio. No me obligues a tener que hacerte la reanimación cardiopulmonar. Se me murió el muñeco catorce veces.

No sé si fue por eso, o si le había dado tiempo a volver en sí. El caso es que empezó a toser, a escupir arena y a jadear tratando de tomar aire haciendo guiños con los Ojos. Me miró, me rodeó el brazo y me agarró del hombro tirándome al suelo.

Mi protección destelló, pero levemente. Y, aunque oí cómo chisporroteaba al contacto con su mano, él no la soltó. Le di un rodillazo en la entrepierna y, cuando cayó, lo golpeé en la nuca, tal como me había enseñado Pritkin. Volvió a caer sobre la arena con un ruido sordo.

Lo miré fijamente, atemorizada y algo alucinada. Los ejercicios que Pritkin llamaba «un buen precalentamiento» y yo llamaba «prueba de que, definitivamente, te has vuelto loco, Dios santo, me va a dar un infarto» habían servido de algo. Aunque había logrado lo que pretendía, fue una auténtica sorpresa.

Y volvió a caer de bruces.

¡Hijo de puta!

Al final, logré volver a darle la vuelta, y decidí que ya había hecho mi buena acción del año, me remangué el vestido y eché a correr. Magos psicópatas aparte, había sido un alivio tener algo para distraerme del desagradable pensamiento de que Pritkin seguía en el interior de la línea. Y de la idea de que la fisura se estaba agrandando y pronto nadie podría sobrevivir ahí dentro, por muy buenos que fueran sus escudos y, oh, mira, ya estaba otra vez pensando en él.

No había mucha vegetación, pero algunas de las dunas imprimían largas sombras que, con el viento, el escombro y la tenue luz hubieran bastado para ocultarme. Si no fuera por el vestido. Me acordé de Augustine y lo llamé de todo, e incluso inventé nuevos insultos, mientras el vestido lloraba, gemía y se lamentaba por el desgarrón que tenía en el dobladillo y por la mancha de la culera. Por lo visto, aquel miserable lo había hechizado para que protestara a viva voz cuando se ensuciara.

Probablemente, aquella hubiera sido una broma graciosa en el Dante, pero, allí, aquello no tenía ninguna gracia. Era como tener un cartel de neón sobre la cabeza parpadeando diciendo «está aquí». Me quedé acurrucada un momento, observando cómo el viento levantaba haces color cayena del suelo, extendiéndonos por el cielo azul eléctrico. Y, cada vez que sentíamos el latigazo de la arena suspendida, el vestido gimoteaba aún más alto.

Hice un esfuerzo y me levanté, con la esperanza de poder alejarme lo suficiente como para que los malditos gritos no se oyeran. Pero el viento se había intensificado aún más, hasta el punto de que me pareció que, de un momento a otro, me levantaría del suelo; la visibilidad fue disminuyendo conforme los relámpagos se sucedían como un tubo fluorescente estropeado. Entonces, alguien me arrojó al suelo.

Me caí sobre una maraña de terciopelo lloroso, justo antes de que de la penumbra apareciera una mano y me rodeara la garganta. Mi protección no refulgió esta vez, así que tuve que recurrir al tipo de combate de siempre. No tenía tanta fuerza como el mago y, dijera lo que Pritkin dijera, la fuerza sí que importaba. Por no hablar del hecho de que los magos de la guerra reciben adiestramiento tanto en técnicas humanas como mágicas, y yo aún seguía sin poder transportarme.

Entonces, mis ojos empezaron a ver unos extraños destellos como de luz estroboscópica. Y no era por el asfixiamiento, al menos no sólo por eso, en el cielo no estaba ocurriendo nada bueno. El mago alzó la cabeza, dejando la mano en mi garganta, y observamos sobrecogidos cómo los rayos se sucedían uno tras otro. En unos segundos, el cielo entero estaba cubierto de ellos y de la línea caían miles de chisporroteantes dedos de energía, mientras sus enormes bandas de poder se desenmarañaban.

En medio de aquel tumulto, mis ojos lograron localizar una minúscula mancha oscura. Alguien estaba escapando a cientos de metros de nuestras cabezas.

—¡Aguanta! ¡Ya voy! —me dijo Pritkin con voz serena, a pesar de toda la parafernalia pirotécnica que lo rodeaba. No contesté, pero el mago también lo vio. Tiró de mí para ponerme en pie y me puso una pistola en la sien.

Pritkin cayó al suelo, dejando que sus escudos absorbieran el golpe, en lugar de tratar de convertirlos en un paracaídas, tal como le había visto hacer en alguna otra ocasión. Se dirigió hacia nosotros a toda velocidad, pero, sobre él, al este, el cielo se resquebrajó y se partió en dos, y parecía como si en aquel momento estuvieran naciendo decenas de estrellas a la vez. Cada una adoptó la oscura forma de un mago de la guerra. Ellos también lo habían visto salir y habían imaginado que yo ya no me encontraba arriba, o quizá allí la cosa se estaba caldeando demasiado incluso para ellos.

Vi que sus escudos se convertían en pequeños paracaídas que se balancearon suavemente en la brisa nocturna. Aquella maniobra protegería lo que quedaba de sus escudos, los de Pritkin probablemente se habían visto seriamente debilitados por la batalla en la línea Ley y por la caída, y los míos eran inexistentes. Estábamos jodidos del todo.

—¡No seas tonto, John! —gritó el mago—, ¡no puedes enfrentarte a todos! ¡Tendrás que encontrar a alguien que te quiera ayudar a cumplir tus pretensiones!

Pritkin se detuvo y alzó la vista, mirando la herida latente que se abría en el cielo.

—No sé lo que te habrán contado, Liam, pero mi única pretensión es sobrevivir a esta noche.

—¡Entonces vete! Les diré que pudiste conmigo. ¡Abandona a esa farsante y yo los contendré lo suficiente para que te dé tiempo a huir!

Miré a Pritkin aterrada, pero Pritkin no pareció sorprenderse.

—Me debes más que eso —le espetó—. Ella se viene conmigo.

—Me temo que eso no va a ser posible —contestó Liam; su voz no sonó muy segura, aunque tampoco lo suficientemente insegura como para dejarme marchar.

—Suéltala, yo me quedaré y me enfrentaré a eso a lo que últimamente llameáis justicia en el Círculo.

—¿Morirías por esta? —preguntó Liam con incredulidad.

—He estado tratando de evitarlo —fue su respuesta, seca y cortante.

—¡Entonces lárgate mientras puedas!

—No sin ella.

—Mi deuda contigo no es transferible —le contestó Liam, furioso—. Puede que te deba la vida, ¡pero a ella no le debo nada!

Pritkin arremetió contra él y Liam lo embistió con el codo, dándole en la barbilla. La cabeza se le fue hacia atrás con fuerza suficiente para romperse el cuello, si hubiera sido completamente humano. Afortunadamente, no lo era. Se levantó, poniéndose en cuclillas y extendió la mano. No oí el sortilegio, pero había hecho algo. Porque Liam cayó como si le hubieran disparado y dio contra el suelo con tanta fuerza que dejó un surco en el suelo.

Salí disparada para quitarme de en medio y Liam miró hacia arriba. Una luz extraña le iluminó el rostro, distorsionándole los rasgos con extrañas sombras y arrugas. Si no lo conociera, hubiera creído que era un mago hijo del diablo. Lanzó un hechizo que alcanzó a Pritkin en el torso, haciéndole perder el equilibrio y colmando lo que me quedaba de paciencia.

No había querido llevarme una pistola a lo que, supuestamente, iba a ser una reunión de amigos, así que las únicas armas que portaba eran un par de cuchillos fantasmales colgados de una correa que llevaba en la cintura. A pesar de su apariencia, eran letales, razón por la cual aún no los había empleado, ya que se suponía que debía tratar de mantener el Círculo intacto, no destruirlo. Pero, teniendo que elegir entre Pritkin y Liam, Liam era hombre muerto.

Pritkin se había levantado a trompicones, con la ropa destrozada. Cuando se percató de lo que yo estaba haciendo, negó con la cabeza.

—¡No lo mates!

Liam también se había puesto en pie, pero no atacó.

—Blande un arma oscura, qué sorpresa. —La bruma en su mirada se iba tornando más y más espesa, transformándose en algo desagradable cuando me miraba—. ¡De tal palo, tal astilla!

—Mi padre trabajaba para un miembro de la mafia vampira —admití—, pero eso no lo convierte en…

Pero Liam no me quiso escuchar.

—Da gracias a que no te meta una bala en la cabeza ahora mismo —me espetó—. ¡Te aseguro que nadie lo cuestionaría!

El odio en su rostro acabó con cualquier impulso por tratar de convencerle. Me detuvo y mis defensas se cerraron de golpe, preparadas. No contesté, sólo le lancé una mirada equivalente al gesto que le estaba haciendo con el dedo.

Estaba harta de que el Círculo me tratara como a una mierda porque no hubiera salido de su preciada cantera de iniciados. Vale que mi historial no era perfecto, pero teniendo en cuenta el nivel de adiestramiento que había recibido para desempeñar mi trabajo, podría haber sido mucho peor. Y puede que lo hubiera hecho un poco mejor si, aunque fuera, hubieran tratado de colaborar conmigo.

—Sería lo último que hicieras —le aseguró Pritkin.

Liam contuvo la respiración.

—¿Cómo puedes defenderla? —le preguntó—. ¡No te olvides de dónde viene! Un mago oscuro por padre, una iniciada perdida por madre, un vampiro por sustituto y, si atendemos a los rumores, ¡otro por amante! ¿Es que no ves lo que está pasando? Diablos, tío, ¡abre los ojos! Ya ha dividido al Círculo y ha ayudado a iniciar una guerra, ¡y no lleva ni un mes en el trono! ¿Qué será lo próximo?

—No ha llegado a pisar el trono —contestó Pritkin, ambos hablaban haciendo círculos—. Gracias a ti y al resto del Círculo, jamás lo ha visto.

—Y jamás lo verá —contestó Liam, rotundo. Arremetió contra Pritkin y los dos cayeron sobre la arena.

Mientras, las nubes que se cernían sobre nuestras cabezas se habían entremezclado formando algo que parecía un terrorífico tornado. Un enorme ciclón azul que iba soltando rayos sobre todo lo que se encontraba en su camino. Giraba y se retorcía como poseído, iba enroscando las nubes oscuras, azuladas, convirtiéndolas en una oleada de fuerza en estado puro. Desprendía calor, un calor vertiginoso, abrasador, mientras la columna interior irradiaba una luz que atravesaba incluso las nubes. Dibujó el paisaje con demenciales formas retorcidas, proyectando sombras sobre los magos de la guerra que habían aterrizado y se dirigían hacia nosotros a todo correr.

Los ignoré, mucho más preocupada por la forma de embudo que las nubes habían adoptado a unos tres kilómetros.

—¿Se supone que debe hacer eso? —pregunté, histérica.

Ambos se detuvieron para mirarme, pero los otros magos llegaron hasta nosotros y se reinició un combate a muerte. Seis de ellos saltaron sobre Pritkin, mientras, yo me quedé ahí parada observando cómo la extraña energía de la línea Ley latía, se encrespaba y se filtraba por la brecha que se había abierto hacia nuestro mundo. Alguien me agarró de los brazos, echándolos bruscamente hacia atrás, aunque apenas lo noté. El tornado, o lo que quiera que fuera aquello, acabó girando sobre un punto que no podía ver. Y entonces, el cielo se tornó blanco.

Me dio tiempo a ver a Pritkin girando la cara, y cuando relució una luz brillante, se le marcaron los huesos de debajo de la piel. Las piedras y matorrales que había a nuestro alrededor y el cuero desgastado de su castigado abrigo adquirieron de repente una vívida claridad, mientras el destello les chamuscaba el color. A la llamarada le sucedió un estruendo que retumbó más que el de un trueno, y peor; me resquebrajó los tímpanos, haciendo que me vibrara la cabeza entera.

Cerré los ojos con fuerza, pero una luz blanca y silenciosa me quemó los párpados y el suelo retumbó bajo mis pies. Una ráfaga de aire caliente me enmarañó el pelo y el mago que me tenía agarrada del brazo me soltó abruptamente. Alcé las manos para protegerme los ojos, pero la luz ya se había extinguido. Un instante después, entreabrí lentamente los dedos para mirar entre ellos, tratando de recuperar la visión. Pero, durante un largo instante, no vi nada más que un trémulo campo bermejo.

Finalmente, el resplandor se fue difuminando, dejando tras de sí un cielo negro salpicado de estrellas en lugar de un blanco abrasador o de temblorosas llamas azules. Por increíble que pudiera parecer, todo había acabado. Excepto la feroz lluvia de cascotes. Los magos combinaron sus escudos para proteger la zona y yo me agaché con las manos en la cabeza, mientras el pedrisco golpeaba el escudo haciendo surgir brotes de fuego anaranjado.

La descarga terminó y los magos apartaron los escudos con una marea de suspiros de alivio. Algo me rozó la mano, bajé la mirada y vi unos copos grises que trepidaban, suspendidos en el aire, y se esfumaron con la brisa. Ceniza.

A nuestro alrededor caía una lluvia de ceniza colmando todo el aire, cubriendo la arena. Lo que quiera que hubiera tras la colina estaba ardiendo. En el horizonte, se formaron unas enormes nubes, engullendo las estrellas, oscuras en la parte superior, pero al rojo vivo en la parte inferior en la que las llamas lamían el cielo.

—¡Dios mío —exclamó alguien—, ha alcanzado MAGIA!