5

Media hora después, me encontraba en el vestíbulo del Dante con un rubio. Por una vez, no se trataba de Pritkin.

—¡Para ya! —La esbelta criatura que tenía al lado me dio un manotazo. Había tratado de secarme disimuladamente el sudor de las manos en mi vestido, pero supongo que no había sido suficientemente discreta.

—No le hago daño a nadie —le contesté, al tiempo que alguien se empezaba a sonar la nariz. Miré en derredor, pero sólo vi al grupo de hombres de mirada penetrante al otro lado del vestíbulo. Se habían puesto en filas de a dos y tres, tratando de mezclarse con la multitud. Pero, dado que los empleados del Dante solían vestir desde trajes de demonio con lentejuelas hasta vestidos de dominatrix, el intento resultó bastante infructuoso.

También podía ser por los abultados abrigos que llevaban, a pesar de que la temperatura exterior amenazaba con desintegrar los termómetros. O por los siniestros bultos que llevaban bajo los abrigos. O puede que tuviera algo que ver con el hecho de que tenían aspecto de querer matar a alguien. Ya que ese alguien podría ser yo, pensé que unas cuantas manchas de sudor eran perdonables. Lo malo es que Augustine no estaba de acuerdo.

—¿Después del estado en el que me devolviste mi última creación? —me espetó indignado—. No te atrevas siquiera a dirigirme la palabra.

Dejé las manos quietas con culpabilidad. Augustine era uno de esos diseñadores que tienen un alto concepto de su propio trabajo. Por eso yo había metido lo que quedaba del último vestido que había creado para mí (que había sufrido algún que otro ultraje inevitable) en una bolsa de basura, escondiéndola en un contenedor. No se cómo, lo había encontrado. Y cuando aparecí por su tienda en la avenida del casino hacía media hora, sin aliento y desesperada por dar con algo que ponerme para el encuentro, él me había enseñado los pobres y maltrechos restos.

Augustine me había dejado claro que los vestidos a medida eran demasiado buenos para mí y se había vuelto, dándome la espalda. Pero, medio minuto después, había tenido que tragarse su orgullo y volver cuando Sal, que se había autoproclamado como mi nueva asistente, lo había seguido hasta el taller enseñándole los colmillos con una sonrisa. Al parecer, a Mircea no le había dado tiempo a avisar a toda la familia de que prefería que yo no asistiera a aquel encuentro. Y Sal no tenía intención de dejar que los dejara a todos en evidencia delante del Círculo.

Me dieron mi vestido, uno de terciopelo verde que me daba ligeramente el aspecto de llevar puestas las cortinas de Scarlett O’Hara, con apenas tiempo para colocármelo a toda prisa y bajar corriendo. Dado que se trataba de una creación de Augustine, esperaba que se transformara en algo o que tratara de morderme, pero, hasta el momento, no había hecho nada interesante. Excepto hacer lo humanamente posible por hacerme parecer sofisticada.

Para eso estaba hecho.

Nada iba a hacer que mi cuerpecillo de un metro con cincuenta y dos pareciera escultural, no me había dado tiempo a retocarme el maquillaje y, en un intento por domar los rizos sueltos con laca, la cabeza me había quedado como un casco. Tampoco es que importara mucho: el Círculo ya conocía mi aspecto. Debían de conocerlo, dado el número de carteles de «se busca» que habían distribuido.

Casanova, el gerente del hotel, ceñudo, hizo un movimiento furtivo. Iba tan elegante como era habitual en él, llevaba un traje color trigo que resaltaba su belleza española y le sentaba como si se lo hubieran hecho a medida, que así sería probablemente. Me dio una copa y me fulminó con la mirada.

—¿Qué pasa? ¿Es que te aprieta demasiado el corsé?

—No llevo ningún corsé. —Por una vez, Augustine se había abstenido de tratar de asfixiarme.

—Entonces, ¿te importaría tratar de dar menos la sensación de estar a punto de desmayarte? Se supone que debes proyectar un aura de fuerza.

Cogí el champán, pero me temblaba tanto la mano que me salpiqué el cuerpo del vestido.

—¡Lo intento! —murmuré, cuando alguien empezó a llorar bajito—. ¿Y qué diablos es eso?

—Nosotros, estamos ardiendo —dijo Casanova, dejándonos con la misma brusquedad con la que había llegado.

Augustine tenía un aire petulante en el rostro.

—Muy bien, ¿qué es lo que has hecho? —le pregunté.

—Llámalo un seguro —dijo crípticamente mientras iban entrando más y más «turistas» con abrigos de cuero. Eran magos de la guerra, una especie de policía, de CIA o del FBI del Círculo. Todos aparecieron como un grupo compacto de psicópatas. Esperaba ver unos cuantos, que habrían venido como medida de cautela. Pero estos eran más de unos cuantos.

Eché un vistazo y concluí que podríamos tener un problema. Porque el acuerdo que Pritkin había redactado decía explícitamente que cada una de las partes no podía traer más de doce miembros consigo. Los nuestros estaban desperdigados por la sala, la mayoría eran vampiros prestados por Casanova. Los magos también se habían dispersado y, aunque era algo difícil distinguirlos de los turistas reales que había por allí, estaba bastante segura de que había más de doce. Me quedó del todo claro cuando otros tres entraron con aire indiferente.

Algún día encontraría unos aliados que no trataran constantemente de matarme. Un buen, y grato, día.

Françoise, la hermosa bruja morena que me flanqueaba por el lado opuesto al que se encontraba Augustine, caminó intranquila.

Pgitkin está acú, ¿vegddad? —preguntó, con un acento francés más pronunciado de lo habitual. Probablemente, porque, aunque aún tenía algunos problemas con el inglés, sabía contar igual de bien que yo.

—Sí.

Non lo veo

—En eso consiste.

Hubiera preferido tener a Pritkin pegado al brazo, por si acaso las cosas iban como todas las veces anteriores que me había reunido con el Círculo. Pero él me había explicado que podría vigilarlo todo si tenía más libertad de movimientos. Françoise había venido para intervenir, si las cosas se nos iban de las manos.

No se lo quería decir, pero, desde luego, no me daba más seguridad. No dudaba de sus habilidades, pero el Círculo jamás respetaba las normas. A veces, me preguntaba si realmente tenían alguna norma. Y, supuestamente, ellos eran los buenos. No me extraña que siempre estuviera metida en problemas.

—Hay demasiadus magus —musitó Françoise, mirando al otro lado de la puerta, donde había otros dos paseando tranquilamente por el puente que separaba la tierra de los vivos del inframundo. Bajo ellos, una pareja de Carontes remaba en unas barcazas repletas de turistas despistados sobre la laguna Estigia, o lo que quiera que pasara por allí. Los veraneantes reían, arrojaban monedas al agua, haciendo los consabidos chistes sobre la forma de pago del barquero.

—No van a hacer nada, se tienen que ceñir a las normas —dije, más para convencerme yo que para convencerla a ella.

—¡Ya están tjatando de hacej algo! —señaló, frunciendo el ceño, cono si necesitara fervientemente que un líder carismático la animara. De alguna manera, sentí que me correspondía a mí, desgraciadamente, la única al mando era yo.

—¿Piensas esperar a que ataquen ellos primero? —La voz de Pritkin resonó con fuerza en mi oído. Había lanzado algún tipo de sortilegio para que pudiéramos comunicarnos o, al menos, eso me había dicho. Debería haber imaginado que nos escuchaba a escondidas.

—Y si me largo, ¿entonces qué? —pregunté, razonablemente—. Necesitamos al Círculo.

—¡Y a nosotros nos haces falta viva!

—Aún no han intentado nada.

—Nada más que decepcionarnos —replicó Pritkin, empleando su tono de «déjame que te lo explique para que lo entiendas»—. Dijimos que doce; he contado más del doble. Y si rompen una promesa, ¿por qué no van a romper otras? Tendremos que volver a intentarlo.

—¿Y si se niegan a volver a reunirse con nosotros? No les gusto; un solo desaire podría ser la gota que colmara el vaso. Si queremos reconciliarnos, alguien tendrá que asumir el riesgo y mostrar algo de confianza. Y no parece que vayan a ser ellos los que lo hagan.

—Señorita Palmer…

—Creía que habíamos quedado en que me ibas a llamar Cassie.

—Hay unas cuantas cosas que me gustaría llamarte. ¡Ahora, vete de aquí!

—Me transportaré si hay algún problema —prometí.

—¡Si hacen explotar una bomba neutralizadora no podrás transportarte!

—Ya hemos discutido este tema —le recordé—. Si utilizan una bomba neutralizadora, anularé toda la magia de la zona, incluyendo la suya, y los chicos de Casanova se los merendarán. Sólo quiero hablar un rato con Saunders.

—¡No ha venido! Ha enviado a uno de sus lugartenientes para reemplazarlo. Richardson. Acaba de entrar.

Y, en efecto, tres magos habían salido de la multitud y se dirigían hacia mí. No hacía falta preguntar cuál estaba al mando. El del centro era de mediana edad y de una belleza distinguida, con unos ojos asombrosamente azules y un cabello canoso castaño peinado hacia atrás que le nacía de una frente muy despejada. Llevaba un traje serio de rayas grises con una corbata de azul intenso. Parecía más un diplomático que un guerrero. Puede que realmente quisieran hablar.

—¡Vete ahora! —repitió Pritkin, furioso.

—Y si me marcho ¿qué hacemos entonces? —murmuré—. No tenemos un plan B.

—Y si mueres, ¡jamás podremos elaborarlo!

—Maldita sea, Pritkin. ¡Necesitamos al Círculo! —No contestó. Puede que porque Richardson y sus colegas de gélida mirada ya habían llegado.

—Creía que habíamos quedado en que no más de doce personas por cada parte —dije, e, inmediatamente, deseé poder retirarlo. No pensaba empezar a hablar con un tono tan cortante. Si aquel encuentro hubiera tenido lugar un mes atrás, lo habría abordado de otro modo. Pero tras semanas huyendo constantemente, rozando la muerte y siendo objeto de traiciones, mi habitual actitud defensiva se había transformado en algo que se acercaba bastante a la paranoia hostil.

Sin embargo, Richardson no se mostró amedrentado.

—Si hubiéramos quedado en zona neutral, hubiéramos respetado el acuerdo. Pero esto… —Extendió una mano para señalar la penumbra gótica del vestíbulo del Dante—. No es neutral.

—¡Es un lugar público! Y, si tienes alguna objeción, ¡podrías haberlo dicho antes!

—Un lugar público cuyo propietario es tu maestro y cuyo personal son sus sirvientes.

—Yo no tengo ningún maestro.

Sonrió con condescendencia.

—Eso es lo que me han dicho los vampiros. Tienen muy buen concepto de ti. —No me pareció que aquello pretendiera ser un halago.

—Pero no les crees.

—Háblame de Nicholas —dijo, sin responder.

Tardé unos segundos en responder, dado que a Nick lo conocía por la versión abreviada de su nombre. Era un mago de la guerra, conocido de Pritkin, que le había dado la espalda al Círculo, aunque no se había unido a nosotros. Había preferido ir por su cuenta.

Me detuve, preguntándome cómo explicar el complejo devenir de los acontecimientos, que había hecho caer el único libro con una traducción del sortilegio de Artemisa en manos de Nick, obligando a Pritkin a matarlo para proteger el libro. Desde lo más profundo, esperaba que Nick y Richardson no fueran muy amigos.

—Iba a utilizar el Códice para sus propios fines —dije al fin.

—Sí, eso nos dijeron. Desgraciadamente no hay ni una sola prueba al respecto. A menos que aún lo tengas, ¿lo tienes? Aunque sea una página…

—Se quemó.

Richardson se mordió los labios.

—Qué mala suerte.

—Pritkin hizo lo que había que hacer.

—Dirigido por ti.

Iba a darle explicaciones, pero cerré la boca sin llegar a decir nada. Yo no había ordenado la muerte de Nick, aunque conocía los métodos de Pritkin, y me imaginaba cuál habría sido su manera de solucionar el problema. Y no había hecho nada por detenerle. Era una de las muchas decisiones que tanto me habían pesado últimamente, aunque aún no era capaz de ver otra alternativa. Si Nick hubiera logrado sus pretensiones, ahora estaríamos todos muertos… probablemente, incluso él mismo.

—Hicimos lo que había que hacer, tanto da si te lo quieres creer o no —le dije.

—Todos lo hacerlos —comentó Richardson, suavemente, ofreciéndome la mano.

Aquella conversación no se estaba desarrollando tan bien como yo esperaba pero, al menos, estábamos hablando. Era un comienzo.

Tenía la mano cálida y algo húmeda, y la daba con firmeza, quizá con demasiada firmeza. Sus dedos se tensaron y tiró de mí, inclinando la cabeza, como para hacerme una confidencia. Pero lo único que oí fue un ensalmo que me provocó un escalofrío en todo el cuerpo.

—Nick era mi hijo —dijo, suavemente.

Alcé la vista y vi el parecido del que debería haberme percatado antes: el cabello castaño cobrizo, más oscuro que el de Nick, pero con el mismo ondulado, y sus ojos, asombrosamente translúcidos con según qué luz, y oscuros como un zafiro en el borde. Y su semblante, que decía tan claro como si me lo hubiera explicado a voces que él no había venido aquí a hablar.

Françoise musitó un hechizo, pero antes de que terminara, Richardson extendió una mano y ella salió volando. Dos tipos del equipo de seguridad de Casanova se apresuraron, pero los magos que nos flanqueaban lanzaron un escudo que no pudieron penetrar. No duraría mucho, pero no hizo falta. Richardson extendió el brazo y, con un movimiento brusco, abrió un espacio en el aire.

La oscuridad del vestíbulo del casino se tornó resplandeciente en un instante con una gélida luz azul que resaltaba el dibujo de la moqueta y los altavoces ocultos en las esquinas. Los ojos de Richardson se tornaron más brillantes y fríos, al tiempo que toda humanidad se esfumó de su rostro. Traté de transportarme, pero no lo logré. Retrocedí, pero su mano se había convertido en acero.

—Nos necesitamos mutuamente —le recordé—. ¡Tú no quieres hacer esto!

Su rostro adoptó una expresión que en nada se parecía a una sonrisa.

—Oh, pero es que creo que sí que quiero.

Percibí movimiento y alcé la vista, justo a tiempo para ver a Pritkin saltando desde el balcón del segundo piso. Pero era demasiado tarde. Richardson me apretó contra él rodeándome la cintura con un brazo y desaparecimos.

Supe lo que había ocurrido en cuanto vi el túnel de energía, ya familiar, que nos rodeaba, aunque la sensación que tenía en el estómago, arriba y abajo, como si estuviera volando, solo que bastante más aterrorizadora, era demasiado para mí. Estábamos rozando la superficie de una línea Ley, un término que los magos empleaban para aludir a los ríos de energía que se crean cuando colisionar dos mundos: el nuestro, el reino de los demonios, el mundo de las hadas o cualquier otro de los cientos que hay.

Con la anchura de dos campos de fútbol, había un mar de un azul trémulo, un millar de tonos desde el azul de los huevos de petirrojo hasta el azul zafiro, mezclándose como en un océano eléctrico. Frente a nosotros, y detrás, brillaban y danzaban relucientes bandas de energía pura, extendiéndose como un telescopio hacia un punto de fuga infinito. No era una imagen muy tranquilizadora: por todas partes surgían relámpagos azulados que se enmarañaban y enredaban entre sí, como los restos de un naufragio o, como alguien me explicó una vez, como el magma que fluye bajo una placa tectónica.

Los magos habían aprendido hacía tiempo cómo bordear la superficie de aquellos puntos calientes metafísicos, navegando entre sus corrientes para desplazarse con rapidez de un punto a otro. Su curso aún no llegaba a todas partes, por cuya razón la especie mágica seguía utilizando trenes, aviones y automóviles. Otra razón era el hecho de que la mayoría de la gente no tiene escudos lo suficientemente potentes como para navegar por aquella red de autopistas del inframundo. Sin ellos, la energía de una línea Ley convertiría a un humano en polvo en cuestión de segundos.

—¡Transpórtate, maldita sea! —resonó la voz de Pritkin en mi oído, aunque había interferencias y su voz sonaba muy débilmente.

Sí. Como si no se me hubiera ocurrido. Miré furiosa el torrente de vívido color y deseé poder responderle a voces. Pero si Richardson se daba cuenta de que podíamos comunicarnos, probablemente idearía alguna manera de bloquearlo. La única manera de conservar aquella tenue conexión con Pritkin era manteniendo la boca cerrada.

—¡Cassie! ¿Me oyes?

Comprendí que debía decir algo. De lo contrario, no podría ayudarme si no sabía lo que ocurría.

—¿Por qué no puedo transportarme? —le pregunté a Richardson.

—¿No puedes transportarte? —repitió Pritkin. Su voz iba y venía, como una radio mal sintonizada, y no estaba segura de que me hubiera oído.

—Porque no tiene sentido que no pueda transportarme —repetí lo más fuerte que me atreví—. Y no me digas que has utilizado una bomba de neutralización, porque entonces tus escudos no funcionarían. Estaríamos muertos.

—He utilizado una red de neutralización —me aclaró Richardson, con naturalidad. Como si estuviéramos charlando en un restaurante, en lugar de estar precipitándonos por un río mágico que hacía todo lo posible por tragarnos—. El poder que has usurpado no te va a servir de nada.

—¿Una red de neutralización? —repetí, con la esperanza de que el otro lo captara. Era un poquito difícil luchar contra algo de lo que jamás había oído hablar.

Para mi sorpresa, Richardson continuó.

—Una bomba está diseñada para proyectar su efecto neutralizador hacia fuera, para detener un combate, por ejemplo. Una red hace lo contrario, proyecta su poder hacia dentro, sobre una superficie más limitada, en este caso, tu cuerpo —me explicó con aire de autosatisfacción. Supuse que aquello no había sido idea suya—. Te impide acceder a tus poderes mágicos, aunque no interfiere con los de nadie a tu alrededor.

Pritkin profirió una de sus palabrotas favoritas, de modo que supe que Richardson no estaba mintiendo.

—¿Estáis aún en la línea del cañón del Chaco? —me preguntó Pritkin, como si yo lo supiera. Sólo había experimentado una vez la emoción y el terror de un viaje por una línea Ley y de eso hacía poco tiempo. A la mayoría de los vampiros no les parece que un río de fuego sea una forma muy divertida de desplazarse. Tony no lo había usado jamás, por lo que yo no estaba muy al día sobre sus pormenores. Sabía que cuando dos mundos se cruzaban, generaban diferentes colores, debido a las variaciones en sus atmósferas, pero, desde luego, no tenía ni idea de a qué lugar llevaba cada color.

De todas formas, tampoco podría haber contestado, porque hubo una explosión de energía justo delante nuestro, como una llamarada solar. El brazo que me rodeaba la cintura me apretó con más fuerza en un movimiento reflejo, dejándome casi sin respiración, y salimos disparados fuera de control. Las fuerzas centrífugas eran más potentes en los márgenes de las líneas, donde unas gruesas bandas de energía ayudaban a expulsar a los magos de aquella versión particular de un metro subterráneo. Sólo que con nosotros no podían. Mi captor aprovechó la oportunidad para recuperar el control antes de volver a meternos en medio del torrente.

—Tanto azul me ciega —dije sin aliento—. No sé cómo puedes ver para moverte.

—Te lleva a MAGIA —me confirmó Pritkin.

—Sí, estamos en la línea del cañón del Chaco, camino a MAGIA, donde se la juzgará por su delitos. ¿Hay algo más que quieras saber, John? —preguntó Richardson cortésmente.

—No nos puede oír —me informó Pritkin rápidamente—. Se lo ha imaginado al escuchar tus comentarios. No has sido muy discreta.

Uy, le ruego me disculpe, joder, no dije.

—No puedes dejar que te lleve a MAGIA —prosiguió Pritkin—. Una vez en las celdas del Círculo, será casi imposible sacarte de allí. Generaré una distracción, aprovecha la oportunidad para sacarlo de la línea y yo te seguiré.

Vale. Porque había navegado sólo una vez sola por una línea Ley y había sido empleando un escudo artificial, porque los míos no pueden enfrentarse a semejante energía. Casi me mata, y eso sin ningún mago de la guerra incapacitándome, un plago al que, por cierto, no podía vencer, ni aunque físicamente fuera posible, porque sus escudos desaparecerían y ambos moriríamos. Lo mismo ocurriría si la «distracción» de Pritkin le hacía perder la concentración.

—Dime, en serio, ¿de verdad crees que ese plan puede funcionar realmente? —pregunté.

Richardson lanzó un resoplido que podría ser una carcajada.

—¡Tú hazlo! —gritó Pritkin.

Lo ignoré. No iba a arriesgarme a que me frieran si íbamos a MAGIA. Porque, sí, se trataba del bastión de los magos, pero también era el de los vampiros. Y, aunque yo no le gustara mucho a la Cónsul, ella me veía como una herramienta útil y, en cuanto a los vampiros, aquello era más que afecto. Para entonces, Casanova ya debía de haber informado al Senado sobre mi rapto, y ninguno de ellos era precisamente lento en reaccionar. Puede que Richardson recibiera más de lo acordado cuando llegáramos a MAGIA.

Como no se lo podía decir a Pritkin sin alertar a Richardson, empleé el tiempo para empezar a imaginar lo que la Cónsul me pediría a cambio de salvarme la vida. Aquello no me saldría gratis, aunque a ella le beneficiaba. El juego no consistía en eso.

Unos minutos después, Richardson empezó a llevarnos de nuevo a un lado de la línea. Me preparé para lo que solía ser la parte más dura del viaje, lo cual era bueno, porque no habíamos empezado a desviarnos, cuando algo chocó contra sus escudos, haciéndolos temblar a nuestro alrededor.

Por una milésima de segundo, creí que se trataba de otra llamarada, hasta que un rostro distorsionado apareció frente a mí. Estaba bañado por una luz azulada, como una fotografía tomada bajo el agua, y se estrelló contra los escudos del mago, como si se hubiera aplastado contra una burbuja de cristal. Pero su enmarañado cabello rubio y sus furiosos ojos verdes eran los mismos.

Mierda.

El mago se quedó mirando a Pritkin durante un segundo, al parecer, tan sorprendido como yo y, a continuación, frunció el ceño y se echó bruscamente a la izquierda. Salimos de un salto de una gruesa banda de energía que había junto a la línea y rebotamos hacia el otro lado. Cuando nos cruzamos con Pritkin, que trató de alcanzarnos, Richardson lanzó un conjuro que explotó como una bomba contra los escudos de mi amigo.

Grité, a sabiendas de lo que ocurriría si los escudos de Pritkin fallaban. Pero, antes de que hubiera terminado el estallido, volvió a tirarse hacia nosotros, con suficiente fuerza como para casi sacarnos de la línea. Desgraciadamente, Richardson se recobró rápidamente y contraatacó, lanzando la burbuja de Pritkin tan lejos que la perdimos de vista en el torrente de azul.

—¡Pritkin! ¡Sal de aquí! —grité, la necesidad de ser discreta había desaparecido ya. No obtuve respuesta. De veras esperaba que, por una vez, hubiera tenido algo de sentido común y se hubiera retirado. De otro modo, estaría en gran desventaja. No podía golpear con demasiada fuerza a Richardson porque rompería los escudos y los dos moriríamos, y el mago podía atacarle impunemente.

Los magos son así. Capté movimiento, miré tras nosotros y vi una decena de ondas en el torrente de energía, como tiburones cortando el agua. Y, a la izquierda, entre todo aquel color saltando, apareció algo oscuro. No quise mirarlo directamente, por si alertaba a Richardson. No lo vio, pero, al parecer, uno de los magos que nos seguían sí lo vio. Un rayo de energía, rojo en lugar de azul, pasó junto a nosotros, para explotar contra los escudos de Pritkin.

—¡No! —gritó Richardson—. ¡Dentro de la línea no!

Nadie le hizo caso. Dos explosiones más estallaron junto a nosotros unos segundos después, casi haciendo blanco en Pritkin, que los esquivó echándose a un lado en el último segundo, dejando que los sortilegios explotaran en el río de energía que teníamos a nuestros pies.

No pude ver sus efectos, ya que nos desplazábamos a demasiada velocidad e íbamos casi inmediatamente detrás de ellos, pero lo pude sentir. La línea tembló y se tambaleó a nuestro alrededor y las bandas de energía, que un instante antes habían sido rectas y más o menos estables, se arquearon a nuestro paso. El flujo ya de por sí peligroso de la línea Ley se transformó en un torrente embravecido, lanzándonos al aire como una mota de aire en un ciclón. Un relámpago, o algo de la misma potencia, hizo estallar los escudos del mago y nosotros giramos, rodamos y nos balanceamos sin control, nadando en procelosas corrientes de energía.

Vi que Pritkin esquivaba a duras penas el arpón de una torre de llamaradas azules. Se agachó bajo un feroz arco del tamaño de una casa y lo dejó pasar. Nosotros no tuvimos tanta suerte. Richardson viró bruscamente para evitar una masa temblorosa que había hecho erupción justo delante de nosotros y se precipitó sobre otra con tanta fuerza que el impacto hizo que me retumbaran todos los huesos.

Fulgurantes rayos y extraños remolinos de luz se encrespaban a nuestro alrededor. Por un momento, lo único que veía eran ráfagas de energía que explotaban por todas partes, atravesando la burbuja de protección, derritiéndola como si fuera ácido; el mago hizo un repentino movimiento violento y nos liberó. La corriente nos lanzó al lateral de la línea, donde una gruesa banda de energía nos volvió a lanzar hacia atrás, justo en el sendero de la madre de todas las fallas.

Ocupaba la mitad de la línea, en una columna de altura imponente de un feroz fuego añil. Una onda mareomotriz de energía encrespada se precipitó sobre mí, logramos abrir una brecha en la parte exterior y ésta estalló en un resplandor cegador. No podía ver nada, pues una luz de un azul intensísimo me cegaba la mente y la vista, sobrecogedora e insoportable.

Mis ojos se fueron acostumbrando lentamente y me dejaron ver en el interior de la llamarada. La energía latía por todas partes en fulgurantes corrientes azules que, constantemente, iban arrancando fragmentos de lo que quedaba de los escudos de Richardson. A aquel paso, no durarían mucho y, en cuanto desaparecieran, desapareceríamos nosotros también.

Richardson debió de pensar lo mismo, porque empezó a soltarse de mi brazo, que tenía aferrado a su cintura.

—Me temo que no habrá ningún juicio —me dijo mientras yo forcejeaba—. Estaba deseoso de escucharte suplicar por tu vida.

Me aferré a la chaqueta de su traje, tratando de sujetarme, pero él me abrió los puños y me puso las manos en las muñecas.

—¡Por favor! ¡No puedes hacerme esto! —grité, con los ojos puestos en el muro de fuego que había fuera.

—Supongo que sí que tengo que hacerlo —me dijo, apesadumbrado. Y, con un empujón brutal, me lanzó hacia atrás, justo sobre las llamas.