4

El reactor privado de la familia parecía más la suite flotante de un hotel que un avión. Había asientos reclinables de cuero en el comedor rodeando una deslumbrante mesa de arce. También había madera de arce en las paredes y, en el suelo, una ostentosa alfombra color café y crema con dibujos; y el baño tenía tanto granito como el del Dante.

Mircea estaba sentado en un sofá de cuero color crema en la sala de estar, absolutamente cómodo, ataviado con una camisa de un gris plateado, corbata y un elegante traje negro. Yo me veía demasiado informal con unos pantalones cortos vaqueros y una camiseta de tirantes de rayas azules y blancas, pero es que no había tenido ocasión de preguntar a nadie adónde íbamos cuando fui a vestirme. Al menos, estaba limpia.

Mircea miraba por la ventanilla en lugar de ver la enorme televisión de plasma que había colgada de la pared, pero alzó la vista cuando volví de inspeccionar el lugar.

—Hay una cama de verdad en la habitación contigua —le informé y, al instante, me di cuenta de cómo sonaba aquello.

Sus labios se curvaron lentamente.

—No vamos tan lejos.

—¿A dónde vamos, exactamente?

—A casa de Radu, cerca de Napa.

Yo sabía que Mircea tenía un hermano que se llamaba Radu. Una vez lo conocí, en una ocasión memorable. Aunque aquél no parecía un buen momento para las visitas sociales.

—Tengo comprobado que los asuntos familiares nunca esperan a que sea el momento oportuno —comentó—. Aunque ésta será una visita corta. La Cónsul espera recibir a sus homólogos africano y europeo dentro de dos días, y debo asistir.

—¿Van a venir aquí?

—Con sus séquitos.

—Pero… no sabía que los cónsules viajaran tan a menudo. —Un cónsul era el jefe de un senado y, como tal, era considerado demasiado valioso como para ponerlo en riesgo. No es que lo cónsules con los que me había topado se hubieran mostrado muy desvalidos. De por sí, resultaban de lo más espeluznantes.

—Corren tiempos difíciles. El peligro que supone no aunar nuestras fuerzas es mucho mayor que los riesgos inherentes a hacerlo. Si no alineamos nuestros intereses para la guerra, pronto nos encontraremos sin nada.

Sonaba como si Mircea hubiera tenido que exponer aquel argumento más de una vez últimamente.

—¿Es el discurso que tienes preparado?

Se pasó una mano por el rostro y, por primera vez, tenía aspecto de cansado.

—Sí, pero se supone que debe sonar como si no lo estuviera.

Una azafata entró y dejó sobre una mesita una bandeja de plata con algunos platos calientes. Eran huevos revueltos, beicon y tostadas francesas. Había una jarra de cristal con zumo de naranja en un lado, y un pequeño bol con melocotones frescos. Aún faltaba una hora para el alba, pero me sonaban ya las tripas. Me había perdido las cenas de los últimos cuatrocientos años.

Piqué un poco de todo, incluso de los huevos, a pesar del caviar gris perla que la azafata se había empeñado en echarles por encima. Mircea se tomó un café. Pero, dado que los estimulantes no le hacen ningún efecto a los vampiros, dudé que le fuera a hacer nada.

Volvió a mirar por la ventanilla mientras yo comía, lo cual debería haberme hecho entender que algo iba mal. Era el rey de las conversaciones triviales. Eso, con la gente que no conocía.

Todo el mundo en el Senado tenía un puesto, lo que en un gabinete de Gobierno sería un Ministerio. Mircea era el jefe de negociaciones de la Cónsul, a él era al que le tocaba acudir cuando la gente se ponía terca y no quería darle lo que ella quería. Normalmente, era capaz de obrar auténticos milagros, haciendo pasar por el aro a los más obstinados. Pero, esta vez, puede que ella hubiera pedido demasiado.

—¿De verdad crees que los otros senados van a sumarse? —le pregunté.

—¿Qué es lo que dicen tus cartas? —respondió; obviamente, evitando darme ninguna pista.

La única baraja de tarot que llevaba era un regalo de un viejo amigo que las había hecho encantar de broma. No sé quién las habría hechizado, pero lo había hecho realmente bien. Usarla para echar las cartas era una lata, pero resultaban inquietantemente acertadas a la hora de predecir el ambiente mágico de una situación.

—No va a ser muy normal —le advertí, sacándolas—. No duran calladas mucho rato.

Apenas había terminado de pronunciar las últimas palabras cuando dos cartas saltaron solas de la baraja.

—El Emperador —proclamó una voz, mientras una voz más grave anunció majestuosamente—: ¡La Muerte! —Después de eso, era difícil saber lo que decían, ya que se interrumpían la una a la otra. Fueron subiendo el tono gradualmente hasta que, finalmente, se volvieron a meter en la baraja y desaparecieron.

—El Emperador significa fuerza, seguridad, a veces agresión —le expliqué a Mircea, que se mostraba divertido—. Si se refiere a una persona, suele significar un padre o una figura paternal, un líder o jefe, un rey o un déspota. Si se refiere a una situación, indica que hay que ser osado para alcanzar el éxito.

—¿Debería preocuparme porque haya salido la Muerte?

—No demasiado. Casi nunca quiere decir que vaya a haber una muerte. Normalmente, suele predecir el fin de algo: un sueño, una ambición, una relación…

—Por alguna razón, eso no me tranquiliza —fue su amarga respuesta.

—En este caso, la Muerte modifica al Emperador —le expliqué—. Las dos cartas suelen estar conectadas entre sí. Un emperador sólo se asegura el poder a través de la muerte de su predecesor, sólo se mantiene en el poder por el temor a la muerte que inspira y su poder se extingue con su muerte.

Mircea frunció el ceño.

—Pronto se juntarán tres cónsules por primera vez en varias centurias. No me malinterpretes, pero, honestamente, espero que tu interpretación no sea la correcta.

Yo también lo esperaba.

—¿Qué piensas hacer con la alianza, si es que la consigues? —le pregunté.

—Derrotar al dios ese del que hablas. No podemos dar con él, ya que no está en este mundo; y espero que así siga siendo, pero sus fieles sí que están aquí. Para erradicar la amenaza, debemos eliminarlos a ellos. A todos. Pero esa operación requerirá un esfuerzo conjunto.

Un esfuerzo conjunto. ¿Por qué será que aquello me pareció un problema?

—Si los demás senados aceptan, ¿quién los encabezará? —pregunté con cautela—. ¿La Cónsul?

Mircea suspiró y se volvió a frotar los ojos.

—Ése es uno de los temas más peliagudos. Ninguno de los cónsules está acostumbrado a que nadie les dirija, llevan siglos sin recibir una orden.

—¿También forma parte de tu trabajo convencer a los cinco vampiros más poderosos del mundo para que acaten sus órdenes?

—Básicamente.

—Y yo pensando que mi trabajo era una mierda.

Él sonrió levemente.

—De hecho, no espero poder persuadirlos a todos. La Cónsul tiene una relación bastante cordial con los Cónsules europeo y africano; por eso conseguimos convencerles de que vinieran. Y yo tengo cierta influencia en la corte china. Pero tenemos poca mano con el darbar indio y ninguna en Latinoamérica. Me sorprendería que lográramos que alguno de ellos se uniera.

—Pero, aún así, unir tres o cuatros senados ya sería todo un récord, ¿verdad?

—Si lo conseguimos, sí. Pero la mitad de los senadores detesta a la otra mitad, en muchos casos, por rencillas de hace cientos de años. Por no mencionar los celos, las rivalidades y los egos demasiado susceptibles. Sin ninguna prueba real sobre la que sustentar nuestros argumentos, no soy muy optimista en lo que a nuestras posibilidades se refiere.

—Estamos en guerra. ¡A mí me parece bastante posible!

—¿Pero en guerra con quién? Apolo no está aquí. Lo único que ellos ven es a los mismos enemigos de siempre: el Círculo Oscuro y unos cuantos vampiros canallas, de los cuales nuestro senado se ha ocupado sin dificultad. Como resultado, se muestran muy desconfiados con respecto a la necesidad de crear una alianza. Creo que sospechan que nos estancas inventando esta conexión divina, en un intento por subyugarlos al poder de la Cónsul.

Pestañeé, asimilándolo todo. No había visto demasiado a Mircea en los últimos días, pero había supuesto que la razón era que se me daba bien evitarlo. O lo más probable es que se hubiera percatado de la evidente ausencia de Cassie en su entorno inmediato y que le hubiera dado igual. Pero esa explicación me hacía sentir más patética que un cachorro apaleado, así que me había centrado en que debía de tener una buena razón para haber estado ausente.

Mircea y yo habíamos perdido la chaveta a causa del hechizo de amor, pero a él le había dado mucho más fuerte que a mí, por algunas complicaciones temporales, y había tenido que sobrellevarlo durante más tiempo. Suponía que le estaba costando algún tiempo recobrarse, y me alegraba de ello, teniendo en cuenta el aspecto que tenía la última vez que lo vi. Pero me daba la impresión de que no había descansado nada. Y ahora surgía aquel asunto familiar, lo que quiera que fuera.

—Deberías tratar de tomártelo con algo más de calma —le dije, ceñuda—. No estás en tu mejor momento.

Una de sus expresivas cejas se alzó.

—¿Perdona?

Lancé un suspiro. No había sonado muy bien.

—Vamos, todo el mundo piensa que los maestros vampiros son invencibles. Sólo que no es cierto, ¿verdad? Te puedes cansar y… eso. —Le había visto herido y vulnerable hacía poco, y aquella imagen me había sorprendido. Pero aquella era otra razón más para mantenerme alejada.

Había aprendido la lección hacía años: no dejes que la gente se acerque demasiado. Que te importen, pero no demasiado, porque tarde o temprano, los perderás. El intento de mi madre de empezar una nueva vida había terminado con un coche bomba colocado por un vampiro que quería una vidente en su corte. Ella era demasiado lista como para aceptar el puesto, pero entonces él pensó que su hija, yo, sería perfecta; no tendría unos padres plastas a su alrededor diciéndole lo cabrón que era.

Tony, el vampiro en cuestión, también había torturado, por despecho, a la institutriz que me había criado hasta que crecí lo suficiente como para entenderlo todo y huir de él. También había dejado atrás a otras personas, en la corte de Tony, o mientras iba de un lado a otro, tratando de escapar de los sirvientes que tenía tras de mí. Pero, como quiera que fuese, en cualquier momento miraría a mi alrededor y las personas que me importaban habrían desaparecido. Había aprendido de la peor manera que mantenerme alejada era lo mejor para todos.

Relaciones superficiales, mantente suficientemente alejada y nadie se dará cuenta siquiera de que te has ido.

—¿Te pasa algo, dulceaţă?

—No. —Tragué saliva—. Nada. Sólo que me gustaría…

—¿Sí?

—Me gustaría que pudieras desconectar algo más —le dije.

Mircea continuaba con el semblante serio, pero sus ojos sonreían.

—Me temo que unas vacaciones están fuera de toda cuestión, en este momento.

—Bueno, entonces podrías hacer alguna otra cosa con la que te relajes.

En algún rincón de su mirada surgió una chispa ambarina.

—Se me ocurren un par de cosas.

Le lancé una mirada.

—Lo que quiero decir es que, ¿por qué no cambias de trabajo durante un tiempo? Dicen que un cambio es lo mismo que un descanso.

Las manchas de color ámbar parecían captar la luz y calentarla.

—Siempre me ha gustado experimentar. —Me apartó un mechón de pelo perdido detrás de la oreja—. ¿Tienes algo en mente?

De repente, se me puso la boca seca, y traté de no pensar en lo que alguien con quinientos años de experiencia podría soñar.

—A… a decir verdad, no.

—Entonces, supongo que tendremos que improvisar algo. —Me empujó suavemente contra los blandos cojines del sofá y me besó. Cuando su lengua tocó la mía, mi cerebro, de repente, empezó a sugerir todo tipo de posibilidades interesantes.

Entonces, el comandante anunció por los altavoces que ya habíamos aterrizado. Miré a mi alrededor sorprendida. Ni siquiera me había percatado de que estuviéramos descendiendo.

—Podríamos quedarnos un rato —dijo sin aliento alguien que, al parecer, era yo.

Mircea me volvió a besar, esta vez rápido, antes de levantarse.

—Es tentador. Pero temo que irme.

—Querrás decir que tenemos que irnos.

—Te he traído conmigo para mantenerte a salvo, no para ponerte en peligro. —Se dirigió hacia la puerta, pero lo agarré de la manga, logrando arrugarle su camisa perfecta.

—¿Peligro? Creía que íbamos a visitar a tu hermano.

—Yo sí. Tú te vas a quedar aquí. Radu está metido en problemas y no quiero que te impliques.

—Podría ayudar —dije, levantándome, sólo para darme cuenta de que no podía.

Bajé la mirada y vi que un brazalete plateado me rodeaba la muñeca. Tiré de él, pero estaba bien sujeto al brazo del sofá, prendido de algo en el interior del lujoso cuero: la estructura, por lo visto. Maldita sea, ¡se me había olvidado pedirle que me devolviera las esposas!

—¡Mircea!

—No creo que tarde mucho, y cuidarán bien de ti hasta que vuelva —añadió. A continuación, se marchó.

Tiré de las esposas y grité como para resucitar a los muertos, pero nadie acudió en mi ayuda. Traté de transportarme y terminé sobre el asfalto de la pista que había en el exterior del avión, aún atada al sofá, justo a tiempo para ver a Mircea alejándose en un coche. No sabía dónde vivía Radu, así que no podía seguirlo. Por no mencionar lo difícil que iba a resultar ser útil encadenada a un gran mueble.

Volví a transportarme al avión, cabreada, y apareció un fantasma. Aquel hecho no merecía comentario alguno, ya que aquello me sucedía constantemente, uno de los inconvenientes de ser clarividente. Pero esta vez era distinto, ya que a aquel fantasma lo conocía.

Billy Joe llevaba puesto un sombrero Stetson de cowboy y la camisa arrugada con la que murió hace siglo y medio. Normalmente, solía llevar una camisa color carmesí brillante, que llamaba bastante la atención. En aquel momento, era de un color pálido y desteñido, como si la hubieran dejado tendida demasiado tiempo. Se ponía así cuando sus niveles de energía estaban cerca de tocar fondo.

—No empieces —le dije antes de que pudiera abrir la boca—. Intenté dar contigo antes de marcharme. Sabía que necesitabas un traspaso de energía. —Billy y yo teníamos un acuerdo desde hacía mucho tiempo, por el cual yo le daba energía extra y él me proporcionaba información. Ninguno de los dos habíamos obtenido lo que esperábamos, pero aquello era mejor que nada.

—Joder, es verdad que necesito un traspaso, pero no estoy aquí por eso.

Me miró la muñeca y su gesto ceñudo se convirtió en una mueca burlona.

—¿Ahora sois unos pervertidos el vampiro y tú?

—No quiere que lo siga.

—¿Y por eso te ha atado? —rió Billy—. ¿Te ha hecho algo antes?

Lo miré fijamente. Me ardía la parte de la muñeca que Mircea me había tocado, y sentí un calor que me atravesó por completo, haciendo que se me sonrojaran las mejillas.

—Sólo porque tienes la costumbre de aparecer a todas horas no te da el derecho a…

—Supongo que no —dijo, posando una inconsistente nalga en el sofá—. Así que quítate eso y vámonos. Tienes una reunión importante.

—Si supiera como quitármelas, ya lo habría hecho —dije exasperada—. ¿Qué reunión?

—Oh, no lo sé. ¿Qué reunión llevas tres días tratando de celebrar?

Tardé un segundo en pillarlo. Desde que Apolo había entrado en la ecuación, Pritkin le había estado dando la lata al Círculo para que se reunieran conmigo. Pero, realmente, no creía que fuera a llegar a ninguna parte. En el pasado, él mismo había sido miembro del Círculo, pero Pritkin había roto con ellos por prestarme su apoyo. Yo suponía que querían su cabeza en bandeja, justo al lado de la mía.

—¿El Círculo quiere que nos veamos? ¿Desde cuándo?

Billy puso los ojos en blanco.

—Desde ayer. Llegó una nota poco después de que te fueras a perseguir a Agnes. ¿Es que no lees los mensajes que te llegan?

—¿Qué mensajes? ¡A mí no me ha llegado ningún mensaje!

—Pritkin fue a tu casa una docena de veces, pero nunca estabas. Así que empezó a dejarle las notas al tipo ese enorme.

—Marco.

—Sí. Ese.

—Marco no me las ha dado, ni siquiera las ha mencionado, ni a Pritkin, ni lo de la reunión. Empezaba a pensar que tenía razón. Teníamos un problema de comunicación.

Billy se encogió de hombros.

—Mircea le ordenó que no lo hiciera.

Abrí la boca para decir que Mircea no haría algo así, pero la volví a cerrar antes de que me salieran las palabras. ¿A quién pretendía engañar? Claro que Mircea lo haría.

—Al Senado le gusta la idea de tener a una pitia bajo su control —dije, tratando de entenderlo—. Y si el Círculo y yo nos reconciliáramos…

—Podrías volverte peligrosa —concluyó Billy.

—Así que mandaron a Mircea para que me quitara de en medio antes de la reunión. —Sentí que se me encendía el rostro, recordando la escena frente al espejo. De modo que demasiado preciosa para perderme, ¿no?, ¿demasiado importante para él?

—Eh, ¿Cass? —Billy me miraba con aire divertido—. La reunión es en el Darte, fue Pritkin quien insistió. Terreno neutral. De todas formas, tenemos menos de una hora antes de que aparezcan los magos.

Traté de levantarme, pero me tuve que sentar de nuevo.

—Estoy encadenada a un sofá —señalé.

Billy esbozó una sonrisa maliciosa.

—Apuesto a que Pritkin podría soltarte.

Lancé un suspiro. Sí, pero jamás olvidaría que le debo un favor.

—¿Está en su habitación? —pregunté, resignada.

—Creo que cabrás —dijo Billy, divertido—. Si empujamos.

Lancé un suspiro. Jamás. Y me transporté.

Igual que a mí, a Pritkin le habían concedido una habitación mejor. Era más espaciosa que la anterior, pero, por aquello de caer en el lugar más seguro, aterricé en el pasillo de fuera. Mi enorme accesorio de cuero aterrizó sobre el amigo de Marco. Él era un vampiro y el sofá estaba diseñado para pesar poco, para poder instalarlo en un avión, así que no le hice ningún daño. Aunque tampoco es que le hiciera mucha gracia.

—Marco me avisó de que podrías aparecer —dijo, levantándolo y arrojándolo a un lado—. También me dijo que no debíamos permitirte hablar con el mago.

Entrecerré los ojos.

—Hablaré con quien me salga de las narices —le contesté, tratando de darle la vuelta al sofá para poder llamar a la puerta.

Puso un pie sobre el cojín más cercano del sofá y sacó un teléfono móvil.

—Ha vuelto —dijo, mientras yo tiraba y forcejeaba inútilmente—. Marco dice que te lleve arriba —se me informó.

—¿Tú y qué ejército? —gruñí—. Y quita el pie de mi sofá.

El vampiro observó mi apéndice de cuero durante un segundo y, a continuación, miró el ascensor. El proceso mental no fue muy ágil, aunque, finalmente logró llegar a la conclusión acertada: no iba a caber.

—Tendré que partirlo en dos —exclamó, agarrándolo de un extremo—. Lo siento, pero supongo que el maestro te comprará otro.

—Es de Mircea —reaccioné—. Este sofá es suyo. Y siente un gran apego hacia él.

El vampiro me miró receloso.

—¿Hacia un sofá?

—Es de diseño, teñido a mano, para que fuera a juego con el resto del mobiliario de su reactor privado. Si lo estropeas, no encontrará otro que le vaya bien. Al avión le pegaría menos que a un cristo dos pistolas. Sería un problema.

Nos quedamos mirándonos el uno al otro un minuto largo, y fue el vampiro el que pestañeó primero.

—No quiero causarle problemas al maestro —dijo lentamente, alargando el brazo para coger el móvil. Pero se le había olvidado apartar el pie del sillón, así que tiré de él con fuerza y logré quedarme a un metro de la puerta.

—¡Eh! —Vino en un instante, con la mano en el brazo. Así que le di una patada a la puerta en lugar de llamar—. Tienes que volver arriba. ¡Marco lo ha dicho!

—¡Dile a Marco que se vaya al infierno!

¡Maldita sea! Traté de darle otra patada a la puerta, pero Marco agarró un extremo del sofá y tiró de él para que no llegara.

—Tú te vienes con nosotros. Ni lo dudes —me dijo.

Una pareja de ancianos salió de la habitación contigua; nosotros estábamos ahí parados, mirándonos. El hombre llevaba un polo azul y unos pantalones cortos de cuadros escoceses que le llegaban hasta los sobacos y le rozaban sus nudosas rodillas. La mujer llevaba una camiseta de recuerdo de Chippendales, un club de estriptis de Las Vegas, unas mallas cortas rojas y unas playeras a juego. Aparentaban unos noventa años.

—Va a tener que apartar su sofá —dijo el anciano—. La señora y yo tenemos que coger el ascensor.

—Si no llegamos temprano al bufé, luego los huevos están secos —aclaró la mujer—. Deberían hacer más huevos.

—Ya has oído al señor —le dije a Marco—, aparta el sofá.

Marco puso los ojos en blanco.

—Es tu puto sofá. ¿Por qué no lo apartas tú?

—Esa no es forma de dirigirse a una dama —le espetó el anciano—. Además, ¿cómo va a mover un sofá tan grande una chica como ella?

—Tenéis pinta de estar fuertes —replicó la anciana—. ¿Por qué no lo apartáis, por mí? —Le lanzó una mirada coqueta al compañero de Marco, que pareció aterrorizarse.

—Vayan por las escaleras —le dijo Marco—. Es bueno para ustedes.

Ella frunció el ceño.

—Llevo una prótesis en la cadera. No puedo subir escaleras.

—¡Usted no tiene por qué decirle a mi novia lo que tiene quehacer! —exclamó el anciano, con aspecto cabreado—. Éste es un vestíbulo público. ¡No puede bloquear el paso de esta manera! ¡Voy a hablar con la dirección del hotel si no quita esto de aquí inmediatamente!

La anciana le sonrió.

—¿A que es un encanto? —me preguntó.

—La caballerosidad aún pervive —concedí.

—¿Quieren que aparte el sofá? —preguntó Marco—. Pues ya lo tienen.

Me cogió en volandas, me tiró al sillón y lo levantó de un extremo. Su compañero levantó el otro y los dos vampiros empezaron a llevárselo por el pasillo. Cualquiera de los dos podría haberlo hecho solo, probablemente con una sola mano, pero teníamos público.

El hombre y la mujer nos siguieron a los ascensores y pulsaron el botón, y todos aguardamos a que llegara. La puerta pitó y los dos tortolitos entraron. La mujer aguantó la puerta, pero yo negué con la cabeza mirándola.

—No va a caber.

Marco miró el sofá y después el ascensor, llegando a la misma conclusión. Ceñudo, dejó el lado del sofá que sujetaba, me colocó en un lado y estampó en medio su pie del cuarenta y siete. Se oyó un crac bastante sonoro y el sofá se partió limpiamente en dos.

—¡Oh, Virgen Santa! —exclamó la mujer, con el pie firmemente colocado en la puerta del ascensor. Parece que los huevos podían esperar.

—¡Oh, sí! —El compañero de Marco miraba sucesivamente a Marco y al sofá, como si no pudiera creer lo que veían sus ojos.

—¡Oh, tío, no deberías haberlo hecho! Ese sofá era especial. ¡Era el sillón favorito de Mircea!

—¡Lord Mircea no tiene ningún sofá favorito! —le dijo Marco, tratando de empujarme hacia el interior del ascensor. Pero el pedazo al que estaba encadenada era demasiado grande, especialmente habiendo dos personas ya dentro.

Marco agarró el brazo del sofá al que mis esposas estaban sujetas, al parecer, con intención de romperlo, pero su compañero lo detuvo.

—¡No puedo permitir que lo hagas! —dijo en un tono muy grave.

—¿Qué no me puedes permitir qué? —preguntó.

—No puedo permitirte que estropees más una propiedad de lord Mircea. Éste es un sofá especial. ¿Ves ese cuero? Fue tintado especialmente a mano. No se puede comprar en ninguna parte, no sin que deje de hacer juego. —Observó los pedazos, ceñudo—. El cuero se ha partido por la costura. Quizá se pueda reparar. Quizá podamos…

No llegué a oír su propuesta, porque Marco le plantó un puño en la mandíbula con fuerza suficiente para mandarlo tambaleándose contra la pared. Tembló con el golpe, y uno de los apliques de la pared cayó sobre la moqueta, haciéndose añicos. El vampiro tampoco tenía muy buen aspecto, ya que se deslizaba lentamente sobre las nalgas.

Marco lo miró furioso.

—No vuelvas a cuestionar mi autoridad nunca más. Yo estoy al mando de este destacamento. Vas a hacer lo que yo te diga. —Se volvió hacia el sofá y lo agarró.

—No lo hagas —le advirtió su amigo, levantándose lentamente.

—¿Qué has dicho? —le preguntó Marco amablemente, volviéndose de nuevo hacia él.

—He dicho que lo sueltes.

—Vale. —Marco soltó el sofá y apartó con cuidado el pie de la señora de la puerta del ascensor—. El espectáculo ha terminado. Aquí no hay nada que ver —le dijo, pulsando el botón que llevaba al vestíbulo. En cuanto desapareció el ascensor, arremetió contra el otro vampiro.

Sabía lo que iba a pasar y me preparé. Medio sofá pesaba mucho menos que un sofá entero, y también resultaba más manejable. Me levanté mientras ellos se alejaban tambaleándose hacia el rellano de la escalera, lanzando improperios y haciendo aspavientos, y empecé a arrastrarme por el pasillo.

En otra situación, me habría transportado, pero bastante dura había sido ya la noche: un viaje de cuatrocientos años no era nada divertido y luego, había tenido que transportarme desde el avión, aparte del pequeño viaje a la pista de aterrizaje. Estaba destrozada. Y no me pareció que reunirme con el jefe del Círculo hecha polvo fuese muy buena idea.

Llamé con fuerza a la puerta de Pritkin. Esta vez se abrió, mostrando a un mago de la guerra a medio afeitar con una cuchilla en la mano. Llevaba unos pantalones de vestir perfectamente planchados y una camiseta interior de tirantes que se le ajustaba como una segunda piel. Pero, por una vez, no fueron sus brazos moldeados ni sus musculosos hombros lo que llamó mi atención. Fue su pelo.

Sobre la frente, le caía su corta melena rubia y ondulada, que le llegaba hasta la clavícula. Parecía suave. Parecía controlada. Parecía normal.

—Tu pelo. —Me quedé mirándolo boquiabierta.

Se pasó la mano por la cabeza.

—Aún no he tenido tiempo de arreglármelo.

—¿De veras tienes que hacerlo?

Entrecerró sus ojos verdes.

—¿Dónde has estado? —me preguntó—. Y, ¿por qué no vas arreglada?

No contesté porque, de repente, Marco se había presentado con el gesto ceñudo y un desgarrón en el traje.

—Muy bien —dijo, jadeando levemente—. Vamos.

—¿Crees que a Mircea le haría mucha gracia ver cómo me tratas? —le pregunté, mirando la mano que me agarraba del bíceps.

—El maestro quiere que lo esperes arriba.

—¿Es que lo has llamado?

—No. Dejó un mensaje por si aparecías. Supongo que te tiene calada.

Ignoré aquel comentario.

—¿Desde cuándo transmites tú los mensajes? —Miré a Pritkin—. No me ha dado ninguno de tus mensajes. De hecho, no me habría enterado de lo de la reunión, si no llega a ser por Billy.

—¿Por qué no le diste mi mensaje? —inquirió Pritkin.

—Billy y yo tenemos la siguiente teoría —le expliqué—: que puede que al Senado no le haga mucha gracia que… —Me detuve porque Marco me tapó la boca con la mano. Pritkin se la apartó y los dos se enfrentaron con la mirada.

—Aún no he cenado —le dijo Marco—. Tráeme la cena.

Pritkin me miró y, finalmente, se dio cuenta de que estaba encadenada a algo.

—¿Por qué estás esposada a una silla?

—Es un trozo de sofá —le corregí.

El ascensor pitó y salieron los dos ancianos. Bordearon los restos del mueble y caminaron por el pasillo hacia nosotros. Ella cojeaba a causa de la cadera. Al fin, llegaron hasta nosotros y el anciano nos espetó:

—Creía haberte dicho que apartaras esa cosa —dijo, con voz quejumbrosa—. Me he dejado la medicación. Tengo que tomarla con el desayuno, si no, ando fastidiado todo el día. Y tu sofá está bloqueando mi puerta.

Marco cerró los ojos un instante y agarró el sofá. Partió el brazo al que estaba encadenada y me lo dio. A continuación, procedió a despedazar el resto en trozos minúsculos, mientras, la pareja de ancianos lo observaba con los ojos como platos.

Casi había terminado, cuando su colega, con aspecto bastante maltrecho, vino corriendo desde el descansillo, encabezando el equipo de seguridad. Dado que el propietario del hotel es un vampiro y que el gerente también lo es, no es de extrañar que gran parte del equipo de seguridad pertenezca también al grupo de los muertos vivientes.

—¡Soy su guardaespaldas! —les gritó Marco, y seis vampiros cayeron sobre él—. No lo entendéis, ¡está en peligro!

—¡Vaya, vaya! —exclamó el líder de la patrulla, mirando a la pareja de ancianos—. Parece que hemos llegado justo a tiempo.

—¡Díselo! —me ordenó Marco.

Abrí la boca, pero la volví a cerrar. Marco acababa de llegar a Las Vegas, directamente de la corte de Mircea, que se encontraba en el estado de Washington. En consecuencia, la mayoría de los empleados del casino aún no lo conocían. Con suerte, los guardias confirmarían su identidad cuando mi reunión con el Círculo hubiese terminado. Me quedé ahí parada, en silencio, mientras se lo llevaban y él me lanzaba una mirada furibunda.

—Discúlpennos —les rogó el jefe de seguridad a los ancianos.

—Podría regalarnos un vale para el bufé —sugirió la anciana, esperanzada.

—¡Y tanto! —asintió el anciano—. Algo no marcha bien cuando uno no puede ni siguiera coger sus medicinas.

—¿Qué diablos está pasando? —preguntó Pritkin.

Alargué el brazo esposado.

—Quítame esto y te lo cuento todo.