Volví al Dante, el casino de las Vegas con ambientación del infierno y mi actual escondite, exhausta, sucia y humeante. Lo malo era que había conseguido salir de allí literalmente como una bala. Puede que fuera la jefa mundial de los clarividentes, pero mi poder parecía ignorarlo. Iba y venía, creciendo y retrocediendo como la marea, pero sin seguir jamás un orden preciso, lo cual significaba que no podía tener visiones a mi antojo. No podía elegir qué ver y qué no ver. No eran tan poderosa, jamás lo había sido.
A pesar de la escabrosa decoración del casino, el ático era bastante lujoso, muy escandinavo y moderno, con una combinación de azul claro y gris, que normalmente resultan relajantes. Hoy la cosa no iba muy bien. Hecho que me quedó claramente constatado cuando entré en el salón y fui inmediatamente abordada por dos matones medio enloquecidos. Me hubiera asustado, pero eran míos. En cierto modo.
Marco, el que jugueteaba con una moneda mientras me vigilaba, era como un armario ropero, con un cuello de toro. Al lado de aquel tipo, un camión basculante se quedaba pequeño. El hecho de que fuera un vampiro resultaba prácticamente irrelevante.
Al otro tipo no lo conocía, aunque tampoco es que eso fuera inusual. Marco cambiaba constantemente de compañero, aunque siempre eran vampiros armados hasta los dientes. Éste en cuestión no era una excepción, y se parecía tanto a Marco, pelo moreno peinado hacia atrás, pecho de acero y piernas como troncos, que podrían hasta ser familia. Por supuesto, también podrían no serlo. Esa descripción encaja con casi todos los canguros que he tenido en los últimos tres días.
—¿De qué va todo esto? —me preguntó Marco, con una voz áspera escapando de entre sus músculos—. Me habías dicho que ibas a hacerte una prueba. Que tenías que desnudarte delante de tu modista y que nos quedáramos aquí porque, de todas formas, no nos ibas a dejar entrar en la habitación. Que volverías enseguida.
—No tengo tiempo para discusiones —le contesté. Me dolía todo, excepto los hombros, que me habían dejado de doler y se me habían empezado a entumecer. Temí que fuera a causa de la falta de riego sanguíneo o por la gangrena—. ¿Me puedes quitar las esposas?
—Sí, yo me ocuparé de eso. —Hizo un gesto violento y la moneda que hasta hace un instante tenía en la mano atravesó las puertas del balcón, que estaban abiertas, y arrancó una ventana del edificio de enfrente. Me sobresalté, dado que, hasta aquel momento, Marco nunca había mostrado emoción alguna—. En cuanto me expliques lo que está pasando. Porque estoy empezando a pensar que hay un problema de comunicación entre tú y yo.
—Has abusado de nuestra confianza —añadió su compañero, con un chillido agudo.
—¡Lo que pasa es que necesito deshacerme de estas esposas y meterme en la bañera! —les espeté, a punto de perder la paciencia.
—Va a venir Mircea…
—Sí. Lo sé —dijo Marco con sequedad—. Han llamado de la recepción para decirnos que sube para acá.
—¿Qué viene para acá? ¿Por qué?
—Tienes una cita.
—Un compromiso. ¡Y no es hasta las dos de la mañana! —Me giré buscando un reloj, pero, por supuesto, no había ninguno. Los relojes nos hacen pensar que es hora de acostarse, hora del baño o de la cena, y nos impiden seguir apostando toda la noche en nuestra bendita ignorancia. En los casinos no gustan los relojes.
—Son las dos menos cinco —me informó Marco, poniéndome en las narices su peluda muñeca—. Has estado fuera toda la noche.
Mierda.
—Tú quieres que me maten ¿verdad que sí? —me preguntó—. ¿Te he hecho algo que yo no sepa? ¿Me la tienes jurada por algo?
—¡No! Es sólo que… perdí la noción del tiempo. Estaba ocupada. —A decir verdad, aún no sabía medir bien la duración de mis viajes en el tiempo. Pensaba regresar unos minutos después de haberme marchado, en cuyo caso no tendría que haberme preocupado por tener que dar explicaciones al dúo letal. Tampoco es que tuviera por qué hacerlo.
Marco me despegó del hombro una cosa gris y peluda que se asemejaba bastante a una rata aplastada.
—¿Haciendo qué? ¿Metiéndote en un contenedor?
Conté hasta diez y me recordé que no debía reaccionar de forma exagerada. Los gemelos musculosos sólo hacían lo que se les había ordenado. Para poder librarme de ellos iba a tener que hablar con el que los había mandado y, seguramente, ni aquello funcionaría, dado que su jefe también se considera mi jefe y le gusta echarle un ojo a sus propiedades.
Mircea Basarab nació en una familia noble en la Rumanía del siglo XV, donde una mujer valía lo mismo que un caballo y se les trataba de la misma forma: los engalanaban y exhibían en las ocasiones importantes, y el resto del tiempo los mimaban, consentían y vigilaban. Y, aunque desde entonces había modernizado algo su vestuario y su vocabulario, su concepción y actitud hacia las mujeres se había mantenido inmutable.
Aunque yo no era su mujer, tal como ya le había hecho notar en repetidas ocasiones, casualmente el mismo número de veces que él no había querido escucharme. De alguna manera, tenía el presentimiento de que lo mismo ocurriría si mencionaba el tema de que me librara de Marco y compañía. Para tratarse de alguien capaz de escuchar el ruido de un alfiler cayendo en una habitación en el otro extremo del edificio, Mircea podía llegar a mostrarse asombrosamente sordo.
No es que me opusiera a la idea de que me protegieran, todo lo contrario, a decir verdad. Había demasiada gente que tenía mi nombre apuntado en su lista de «persona a la que hacer cosas repugnantes». Pero, aunque los vampiros pueden ser unos oponentes realmente formidables, especialmente los maestros, cosa que, a juzgar por el poder que iba supurando por todas partes, Mircea era, estos tienden a ser poco eficaces contra según qué tipo de oponentes. Como es el caso de las antiguas deidades con ideas vengativas. Porque, por lo que estaba viendo, me iba a hacer falta algo un poco más sutil y muchos más puñetazos. Aunque no tenía ni idea de qué era.
Escuché la campanilla del ascensor en el exterior del ático y pasé al estado de pánico. Me fui corriendo al dormitorio, seguida de cerca por Marco. Su colega debió de quedarse en el salón para saludar al maestro. Y, esperaba yo, para distraerle.
—Dile que todavía no me he levantado —le dije, tratando de culebrear para meterme en las sábanas.
Marcó negó con la cabeza.
—Eso no va a funcionar. Sabías que iba a venir. Espera que hables con él. Espera que le dediques bastante tiempo. Y, si tiene que haber unas esposas, esperará que sean las suyas.
Cerré los ojos, tratando de no pensar en Mircea ni en las esposas. Y me vino la inspiración.
—El cuarto de baño, ¡vamos!
Nos adentramos en la opulencia blanca y grisácea del baño contiguo y cerré la puerta de un portazo.
—¡Rápido! Llena la bañera. ¡Y líbrame de estas esposas!
Marco no hizo ninguna pregunta y se limitó a abrir el grifo de agua caliente para llenar la enorme bañera, echando dentro un frasco de sales de baño. Por todas partes, empezaron a formarse burbujas y él se inclinó para examinar mis ataduras. Tras unos instantes, pronunció las temidas palabras:
—Son esposas mágicas —me dijo con un tono tan bajo que casi no lo oí a causa del rumor del agua que caía—. No van a abrirse tan fácilmente. Nos va a hacer falta un mago.
Pritkin, en una situación normal, habría sido mi primera opción, pero ya tenía un concepto bastante malo del escaso uso que yo hacía de mi inteligencia. Si me llegaba a ver en semejantes condiciones, jamás cambiaría de opinión. Por no mencionar que me preguntaría dónde había estado y, desde luego, no tenía tiempo para inventarme una buena mentira,
—Busca a Françoise —murmuré. Era bruja y una buena amiga. Cabía la posibilidad de que no se riera de mí—. ¡Y quítame el sujetador, rápido!
Marco retrocedió y, por primera vez, la expresión severa de su rostro se transformó. Ahora era de terror.
—Eres mona, pero eres la mujer del maestro. Y no hay mujer en el mundo que me haga…
—¡No me estoy insinuando! —siseé—. Tengo que meterme en la bañera para esconder las esposas en la espuma hasta que vuelvas, por si Mircea asoma la cabeza por la puerta. ¡Y no puedo llevar puesto el sujetador, así que quítamelo!
—Entonces echa más sales o lo que sea, porque no habrá forma de…
—Ayúdame a salir de ésta, Marco. A menos que quieras que se entere de que me has perdido la pista durante toda la noche. —A decir verdad, no me molestaba la idea. Mircea ya opinaba que debería estar escondida en alguna parte, por mi propia seguridad, y no debía añadir más leña al fuego. El poder de la pitia no era absoluto, y él era jodidamente artero.
—Aún así, no pienso quitarte el sujetador —insistió con terquedad.
—Me alegro de oír eso —dijo una voz desde la puerta.
Marco se giró demasiado rápido para ver y palideció.
Miré tras él y me topé con una cara familiar. Mircea.
—No es culpa de Marco —reaccioné rápidamente, ya que a un vampiro que desobedece a su maestro le espera un destino bastante nefasto.
—No del todo —coincidió Mircea. Su voz era serena, pero tenía las mejillas subidas de color y le latían las sienes. Parecía estar en mitad de un lento y a duras penas controlado ataque. Lo cual no era muy alentador. El férreo autocontrol de Mircea era legendario, aunque ciertos incidentes acaecidos recientemente se lo habían trastocado un poco.
Ahora que lo pienso, en la mayoría de ellos yo había estado implicada.
—Fuera —exclamó Mircea, y a Marco no hubo que repetírselo dos veces.
Lo seguí, pero una pesada mano cayó sobre mi hombro, justo sobre la mancha sospechosa. Me miré de reojo en el espejo, que se empañaba por segundos y, de repente no había arreglo.
—Tengo tripas de pescado en el pelo —dije.
—Ya veo.
—Y creo que puede haber restos de rata —admití, llorosa.
Mircea se tomó su tiempo para observarme con detenimiento, luego su expresión sombría se tornó algo más aliviada y lanzó un suspiro.
—Me preocupa más la pólvora —dijo, tirando de mí.
—La mayor parte no hizo explosión —lo informé, tratando de apartarme para evitar que lo que fuera que colgaba de mi sudoroso cuerpo no le manchara su impoluta camisa de seda o cayera sobre sus mocasines italianos.
—Es bueno saberlo —dijo, sereno, y me besó con ferocidad. Mircea besaba como si se le fuera la vida en ello, lenta e intensamente, con dientes y lengua, como si no quisiera detenerse jamás. Como si tuviera miedo.
Tardó un segundo más que yo en abrir los ojos. Cuando lo hizo, me enfrenté a su mirada ambarina, que se había tornado brillante. Normalmente, solía tener los ojos de un bonito color castaño, excepto cuando su poder se despertaba. Desde la distancia, resultaba impresionante; de cerca era deslumbrante.
El resto tampoco estaba nada mal. Su cabello era color caoba, y le llegaba a los hombros, aunque era difícil discernirlo, ya que siempre lo llevaba hacia atrás, recogido con una fina horquilla de oro a la altura del cuello. Bueno, casi siempre. Me vinieron a la cabeza las pocas veces que lo había visto desaliñado, y me sofoqué.
A pesar de estar pegado a mí, no se le ensució la ropa y, como de costumbre, iba ataviado según su posición. El vestuario de hoy consistía en una camisa de manga larga a rayas con pantalón negro. Su atuendo era tan elegante e informal que, al instante, sentí el deseo de quitárselo todo. Por supuesto, el cuerpo que había debajo tendría algo que ver con todo eso.
Los dedos de Mircea acabaron hallando el desgarro en la culera de mis vaqueros. Se deslizaron cautelosamente sobre la pequeña herida que cubrían y sus labios se tensaron, aunque no me preguntó nada. Tampoco lo esperaba. Mircea era más sutil que eso.
—Hemos estado horas buscándote —fue su único comentario.
—Pero Marco me ha dicho que no te lo había contado…
—Una omisión que no se volverá a repetir.
¡Oh-oh!
Los maestros vampiros protegían a sus familias y, a cambio, recibían una obediencia ciega. La mayoría de sus sirvientes eran físicamente incapaces de desobedecer, con la única excepción de los que alcanzaban el estatus de maestros. Pero, aun en ese caso, contradecir una orden directa era algo extremadamente difícil, especialmente cuando servían a uno de los maestros supremos. Marco debía de ser realmente fuerte, si podía desobedecer las órdenes de Mircea.
Y, ahora, se encontraba en apuros por haberme encubierto.
—¿Qué vas a hacer? —le pregunté, preocupada.
—Imponer disciplina a mi sirviente. —Su habitual voz melosa se volvió de repente seca y severa.
—Mircea…
—¿Eres consciente de lo que algunos de nuestros enemigos podrían haberte hecho en cinco horas, Cassie? —Sus dedos se tensaron casi imperceptiblemente sobre mi piel—. Yo sí. Me he pasado toda la noche pensando en diferentes posibilidades.
—Él no sabía que había salido del hotel. Le dije que estaba…
—Lo sabía.
—¿Qué? Y si Marco no te contó que no daba conmigo, ¿cómo lo supiste?
No contestó, se inclinó y cerró el grifo.
Una montaña de blancas y livianas burbujas se habían desbordado por el borde de la bañera, salpicando las baldosas de mármol, haciendo que el suelo estuviera más resbaladizo de lo habitual. No parecían molestar a Mircea, que se sentó en el borde de la bañera para examinar las esposas.
—Ah, sí. Una versión antigua, pero creo que me acuerdo… —Hizo algo y, al fin, se abrieron.
Me hundí en su pecho, aliviada y no me di cuenta de que me había quitado el sostén hasta que noté que un dedo me acariciaba el pezón.
—Mircea… —empecé a decir para emitir algún tipo de protesta, pero la dejé a medias.
Clavó una rodilla en el suelo y me quitó los zapatos, yo me apoyé en sus hombros, humedeciéndome los labios.
—La mayoría de los hombres se habrían aprovechado de la ventaja que suponía tu anterior situación —me dijo con el semblante aún severo, aunque sus ojos reían.
—Tú no eres como la mayoría de los hombres.
—Muy amable por tu parte señalarlo. —Lanzó mis mugrientos zapatos, calcetines y sostén a una esquina—. Y prefiero que puedas usar las manos. —Tragué saliva y él sonrió, colocando las manos alrededor de mi cintura.
—No me gusta la idea de que alguien sufra por mi culpa —le dije.
—Él no va a sufrir por culpa tuya. —Sus dedos dieron con el botón de mis vaqueros, yo retrocedí, agradecida por que el vapor ocultara mi notorio sonrojo. Era una estupidez (como si Mircea no me hubiera visto con incluso menos puesto), pero la idea de encontrarme allí, en tanga, con él aún vestido le estaba causando graves problemas a mi presión arterial. Se movió conmigo, enarcando una ceja. Recorrió mi cintura con un dedo—. ¿Acaso hay algo ahí dentro que me pueda sorprender?
—Espero que no —contesté, ardientemente—. En cuanto a Marco…
—Desobedeció la orden que le di de que me informara inmediatamente si te encontrabas en algún peligro. No puedo dejar pasar semejante desafío a mi autoridad, aunque tú no hubieras estado implicada.
—No vas a hacer que me sienta mejor con eso.
—No le voy a causar ningún daño permanente, Cassie —me explicó, como si aquello fuera una gran concesión, aunque probablemente lo fuera.
Me desabrochó los vaqueros y me los bajó sin que me diera tiempo a protestar. Me aparté del montoncito de ropa vaquera mugrienta, atrapada entre el deseo y la vergüenza. Él arrojó los vaqueros a un lado, me enganchó con un dedo la goma del tanga y tiró de ella.
Aún sonreía, pero ahora se trataba de otro tipo de sonrisa. Había algo en ella que provocó algunas gotas de sudor en mi cuero cabelludo y me hizo rodearle el cuello con los brazos. Sus labios encajaron con los míos, como la pieza extraviada de un puzle.
Oscuro y dulce, el sabor de Mircea resultaba embriagador, igual que su limpia fragancia en la medianoche. Me provocó un escalofrío que me alcanzó la base del vientre e hizo que se me retorcieran los dedos de los pies. Me escuché a mí misma gemir dentro de su boca, el cuerpo entero se me estremeció al sentir su tacto, y, de repente, un beso no era suficiente. Quería saborearlo entero, descubrir la textura y sensibilidad de cada centímetro de su cuerpo.
Pero aquello era exactamente lo que no podía hacer. Si quería tener alguna opción de reconciliarme con el Círculo, tenía que evitar cualquier cosa que pudiera aumentar su aversión hacia mí. Cosas tales como un rumor que me relacionara con un miembro del Senado.
El Senado Vampiro Norteamericano era uno de los seis órganos soberanos que gobernaban a la población vampírica mundial, del mismo modo en que el Círculo lo hacía con los magos. Actualmente, ambos eran aliados, pero aquella era una alianza reciente, que poco podía hacer para compensar los siglos de enemistad y desconfianza. Bastante mal le parecía al Círculo de por sí que hubiera una pitia que escapara de su control, pero una bajo la influencia de los vampiros era el peor de los escenarios posibles.
A menos que esa pitia se estuviera viendo con un senador.
No es que Mircea y yo nos estuviéramos viendo. De hecho, había estado evitándole deliberadamente. Añade vestigios de un capricho infantil, un poderoso hechizo de devoción que acababa de ser eliminado y un tipo por el que, aun sin estar hechizadas, las mujeres pierden la cabeza ¿y qué tenemos? Un follón.
Yo sabía lo que sentía por Mircea, aunque no estaba muy segura de por qué; y lo que es peor, no tenía ni la menor idea de lo que él sentía por mí. Mientras estuve bajo el hechizo, él se había mostrado realmente encaprichado de mí. Pero, sin él, no podía sino preguntarme qué atracción sentiría por un vampiro maestro de quinientos años, si no fuera la pitia reinante y si no estuviéramos en mitad de una guerra.
Hasta que lo averiguara, no quería que los latidos de mi corazón se aceleraran cada vez que pensara en él. No quería notar aquella sonrisa, indolente, sugerente y llena de promesas, cuando me besaba; no quería inhalar la embriagadora esencia de su nuca bajo el cuello de la camisa, probar su sudor y escuchar cómo se le quebraba la voz. No quería desearlo.
—Dulceaţă —dijo Mircea con dulzura, empleando el nombre cariñoso que me había asignado, siendo yo una niña y que significaba «querida». Y, a pesar de todo, aquella palabra, pronunciada por aquella voz hacía que el corazón se me acelerara desde lo más profundo de mi cuerpo.
Recordé que lo que mi corazón dijera no importaba. Lo único que mi corazón decía eran estupideces. Mi corazón debería mantener cerrada esa puñetera bocaza.
—Vuelve a MAGIA conmigo —murmuró Mircea, mientras sus manos me masajeaban los músculos del cuello y empezaban a relajar con destreza la tensión. Le ordené a mi cuerpo que no reaccionara, y éste me obedeció tanto como de costumbre cuando de Mircea se trataba: ni caso—. Mi casa es muy grande. Puedes tener una habitación para ti. —Me mordisqueó el cuello—. Si es que quieres.
—No me gusta MAGIA —repliqué con inseguridad, volviéndome. Me quité el tanga y me sumergí en la bañera.
—Es el lugar más seguro para ti —contestó con suavidad.
MAGIA, algo así como la Metafísica Alianza de Grandes Interespecies Asociadas, que era como una versión de la ONU de la comunidad sobrenatural, aportaba un espacio para que los magos, los vampiros, los weres e incluso los duendes (cuando se tomaban la molestia de aparecer) expusieran sus diferencias. Tenía a algunos de los guardianes más fuertes que existían, fortalecidos por una potente fuente de energía que se sabía se trataba de una de las líneas Ley de inmersión. Mircea tenía razón, era el lugar más seguro.
Eso sí, para los que no se enfrentaran a un dios.
—No hay ningún lugar seguro para mí —le dije, mirando entre las burbujas, buscando mi esponja de lufa.
—No, si sigues empeñada en escapar de las protecciones que se te proporcionan. —Mircea se remangó y sumergió un brazo en el agua casi hirviendo, dando con la esponja sin dificultad. Hizo que me girara y comenzó a frotarme la espalda con largas y relajantes caricias. Traté de permanecer alerta, sabía muy bien lo que él tenía en mente, pero mi cuerpo tenía una idea diferente. Cuando se concentró en el nudo en la parte baja de mi espalda, no pude reprimir un gemido.
Terminó con la espalda y me atrajo hacia sí. Dejó la esponja, se untó las manos con jabón y empezó a frotarme los hombros y los brazos.
—Te vas a estropear la ropa —protesté con un hilo de voz.
—Tengo más.
Suspiré y cerré los ojos, dejando que el cuerpo se me pusiera en piloto automático durante unos minutos. El calor de sus manos fue aliviando poco a poco la tensión de mis músculos, haciéndome sentir otra vez casi humana. Instantáneamente, iba extendiendo el brazo o una pierna cuando se me ordenaba, para que pudiera lavarme los codos, la piel de debajo de los pechos, las pantorrillas, las corvas…
Cuando me recliné en la bañera, pude sentir su aliento en la mejilla. Mi mano, inconscientemente, se enredó en su cabello, y sintió su suavidad mientras él me masajeaba con intencionadas caricias, extrayendo profundos suspiros de mi dolorido cuerpo. Dios, era injusta la facilidad con la que conseguía hacer que me derritiera, con la que conseguía hacer que me olvidara de mis propósitos con sólo un par de caricias.
—Me encanta lo receptiva que eres —murmuró, mientras sus dedos iban dejando sobre mi vientre una estela de piel erizada a su paso. Cuando poco después alcanzaron mi entrepierna me sobresalté.
Me incorporé bruscamente, así una toalla y recobré el control antes de ceder a hacer su voluntad.
—¿Qué estás haciendo, Mircea? —le pregunté, con inseguridad.
Él lanzó un suspiro y se puso en cuclillas, aunque no se molestó en fingir que no sabía de lo que estaba hablando.
—Tratando de que sigas viva.
—Eso no lo vas a conseguir escondiéndome por ahí. Ni agazapándome en una esquina hasta que Apolo dé conmigo, no es…
—Apolo. —La voz de Mircea reflejaba desdén—. Lo honras llamándolo por ese nombre.
Me encogí de hombros.
—Así es como él se llama a sí mismo.
—Porque le gusta fingir que es una deidad.
—Cuando, en realidad, sólo es una poderosa y ancestral criatura mágica procedente de otro mundo —repliqué, sarcástica.
—Sea lo que sea, el Círculo está mejor equipado…
—No. No lo está. Ellos están en más peligro aún que yo.
Como contaban las antiguas leyendas, Apolo, en la antigüedad, había sido el dueño del mundo, junto con otros de su especie. Entre otras cosas, su estilo de gobierno consistía en golpear a los fieles que no se postraran suficientemente o, lo que es peor, que no se postraran, al estar demasiado ocupados tratando de expulsar algunos de sus divinos traseros del planeta. Pero los magos de entonces no habían obtenido mucho éxito en el empeño: los «dioses» tenían su propia magia, una magia que era tan distinta de la de los humanos, que cualquier intento por desplazarla había sido infructuoso.
Aquello se había aceptado como cierto, hasta que la hermana de Apolo, Artemisa, se dio cuenta de que la humanidad se dirigía hacia la extinción y les mostró a algunos magos el hechizo necesario para eliminar a los de su especie y bloquear el camino de vuelta a la Tierra. Los únicos que no se habían visto afectados eran los semidioses, que tenían suficiente sangre humana para aferrarse a este mundo, y la mayoría de ellos habían caído en las redes de la comunidad mágica, que los había encarcelado. El gobierno de los humanos sobre la Tierra fue reestablecido y se formó el Círculo Plateado para protegerlos.
Aquél podría haber sido el final de la historia, pero Apolo había logrado mantenerse en contacto con sus sirvientes, las pitias, a través del poder que les había sido conferido. El Círculo lo sabía; pero el hecho de que el poder migrara a una nueva receptora en cuanto la anterior moría suponía un problema para ellos. No podían matar a todas las clarividentes del planeta, así que acordaron asegurarse de que las pitias permanecían bajo su mágica influencia. Y así había sido durante miles de años.
Hasta que llegué yo.
El temor por parte del Círculo por lo que Apolo pudiera hacer a través de mí era la principal razón de sus obstinados intentos de ponerme en las situaciones más peligrosas. Lo cual era de lo más irónico, ya que, prácticamente, lo único que hasta aquel momento había hecho yo con el poder había sido utilizarlo contra su antiguo enemigo; lo cual me había situado entre la proverbial espada y su correspondiente pared, ya que tanto el Círculo como Apolo me querían muerta.
Al menos eran capaces de ponerse de acuerdo en algo.
Y, para conferirle más intensidad a la ironía, el Círculo y yo éramos aliados en aquel momento, al menos, técnicamente. Se habían unido al Senado, con el que yo mantenía un acuerdo, para enfrentarse a Apolo y a todo aquel al que hubiera sido capaz de embaucar para que lo apoyara: unos cuantos vampiros gañanes y un poderoso grupo de magos oscuros que se hacían llamar el Círculo Oscuro. Y, por el momento, las cosas no pintaban muy bien para nosotros, principalmente porque a Apolo no le hacía falta ganar para lograr que perdiéramos.
El hechizo de Artemisa tenía un punto débil: hacía falta mucho poder para lograr mantenerlo. Aquella era una de las razones por la que el Círculo había sido creado originariamente: repartir la carga entre los miles de magos. El Círculo también tenía la ventaja de ser eterno, con lo cual se solventaba el inconveniente de que los hechizos no suelen sobrevivir a la desaparición del que los ha lanzado. Al reclutar magos nuevos en cuanto los viejos iban muriendo o se iban retirando, el Círculo no había tenido que preocuparse por que la muerte de sus miembros representara una amenaza para el hechizo, a menos que se produjera la muerte de miles de ellos.
Lo único que tenía que hacer Apolo era reducir el número de miembros del Círculo y, tarde o temprano, no quedaría gente suficiente para mantener el hechizo. La puerta se volvería a abrir y él y los de su especie volverían para repetir su espectáculo. Y yo dudaba de que a la comunidad mágica le gustara la idea, o siquiera que sobreviviera a la experiencia. El otro bando estaba unido y si nosotros no lográbamos estarlo pronto, se nos iban a merendar.
—Hemos hecho —empezó a explicar Mircea, echándose algo de champú sobre la palma de la mano y frotándome la melena desaliñada. Se detuvo un momento para quitarme algo que no quise mirar y continuó—, algunas averiguaciones sobre el tamaño del Círculo cuando el hechizo fue lanzado por primera vez, comparándolo con el que tiene hoy día, y hemos calculado que nuestros enemigos tendrían que destruir a más del noventa por ciento de los magos actuales para que el hechizo dejase de ser efectivo, lo cual es bastante improbable.
Me resultaba difícil pensar con claridad, con sus dedos frotándome el cuero cabelludo, no obstante, lo intenté.
—Aunque no imposible. Y, en cuestión de apocalipsis, prefiero algo seguro.
—Y yo preferiría que te mantuvieras al margen de todo. —Me hizo ponerme en pie y una cálida lluvia tropical empezó a caer de la alcachofa de la ducha que había instalada en el techo, enjuagando toda la espuma.
Lo miré, ceñuda, tras las gotas de agua, demasiado enojada para sentir vergüenza.
—Apolo no va a permitir que me mantenga al margen —señalé—. Aparte de la gente del Círculo, soy la primera de la lista. Va a ser un poquito difícil deshacerse de él sin usarme como cebo.
—Existe una diferencia abismal entre ser un cebo y ser el blanco —apuntó Mircea, envolviéndome con una enorme toalla de algodón turco. La seda negra de su camisa se había mojado y se pegaba a sus abdominales y a sus brazos. Traté con todas mis fuerzas de no mirárselos fijamente.
—Tiene gracia; ellos sienten algo parecido.
Salí de mala gana de la bañera y me senté en el tocador para evaluar los daños. El surco que la bala me había tallado en la cadera había desaparecido, cortesía de Mircea, supuse. Tenía una capacidad limitada para curar heridas, y ya me había curado en otra ocasión. Tenía la marca de una punzada que no recordaba haber recibido en la pantorrilla y algunas quemaduras en las manos. Eran parecidas a las cicatrices aún recientes que tenía en el vientre y en las muñecas, de una aventura que había tenido hace poco y que estaba tratando de olvidar.
Mircea también se quedó mirando las cicatrices.
—Los curanderos mágicos pueden hacer milagros, comparados con sus homólogos no dotados de poderes, pero hay cosas que ni nosotros podemos curar —dijo con dulzura.
—Supongo que he tenido suerte.
Mircea no dijo nada, pero su expresión resultaba de lo más elocuente. La suerte no es eterna. ¿Cuánto tardaría la mía en esfumarse?
Con el dedo, me apartó el cabello y tocó dos pequeñas marcas que tenía en el cuello. Eran casi imperceptibles, ya que eran minúsculas y del mismo color que el resto de la piel, pero Mircea dio con ellas con facilidad. No era ninguna sorpresa, ya que era él el que las había hecho. Eran sus marcas, las que me identificaban como suya en el mundo vampírico.
Para los vampiros, podríamos estar casados, si no fuera por el hecho de que nadie me lo había pedido. De hecho, ni siquiera me había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo hasta mucho tiempo después de haber sido marcada. A otra vampira no le habría importado, ya que se habría sentido afortunada de pertenecer a un miembro del Senado. Pero, aunque me hubiera criado con él, yo no era una vampira. Y tampoco me entusiasmaba la idea de ser propiedad de nadie, por muy buenos que fueran los beneficios asociados a aquel hecho.
—No me vas a convencer —le espeté a Mircea con tono serio, ya que se le daba realmente bien—. Tengo que llegar a un acuerdo con el Círculo y no van a entender que viva contigo.
—Ya estás viviendo conmigo. Este hotel es mío.
—Está abierto al público y no sueles estar aquí. Mudarme a tus aposentos privados, aunque tengan el tamaño de una casa, no es lo mismo. Al Círculo no le va a gustar.
Mircea se inclinó y acarició las dos marcas idénticas con los labios, haciendo que me estremeciera.
—¿Sabes, dulceaţă, que me estoy hartando de oír hablar de lo que al Círculo le gusta o le disgusta?
—Yo también. Pero tenemos que afrontar…
Me interrumpió con un beso que me convirtió el cuerpo en gelatina. Así no es como deberían desarrollarse las cosas, pensé por un momento, mientras mis dedos se introducían bajo la tela húmeda de su camisa. Tenía razón; debería ir ganando. Y nadie debería tener la lengua dentro de la boca de nadie.
—Eres demasiado preciosa para perderte —me dijo cuando me aparté para tomar aire.
—Si ocurre algo, estoy segura de que el Senado…
—No estoy hablando del Senado —replicó, con una extraña sonrisa en los labios.
Nuestras miradas se encontraron y, de repente, me costaba respirar.
—¡Oh! —De una manera extraña, me sentí pequeña y extrañamente poderosa a la vez.
—Y no te voy a proponer llevarte a MAGIA, al menos, no por el momento. Tengo que irme para ocuparme de un asunto de familia.
—¿Otra vez? Si acabas de volver.
—Y, dado que no puedo fiarme de que no vayas a deshacerte de mis sirvientes en mi ausencia…
—Yo no…
—… ni de que no te vayas a meter en líos, ni siquiera por unos días, te vas a venir conmigo.