27

Por un instante, el pánico me atoró la garganta, consciente de lo que aquello significaba para mí. Pero, antes de que me diera tiempo a protestar, todo se paralizó, y él apartó bruscamente los dedos y la boca. Alcé la vista y vi a Pritkin, inmóvil sobre mí, con la musculatura cubierta de sudor, los muslos temblorosos a causa del esfuerzo de mantenerse quieto. Tomó aire, apretando los labios con fuerza, como si se debatiera por mantener el control.

Sus extraños Ojos se clavaron en los míos, y vi horror en ellos, pero éste se vio rápidamente anulado por otra cosa: hambre pura.

—¡Vete!

No hizo falta que me lo dijera dos veces. Me eché atrás tambaleante, sin que me diera tiempo siquiera a ponerme en pie, sólo arrastrándome hacia atrás hasta atravesar la protección. Caí por el pequeño escalón y aterricé en las baldosas del suelo del camerino de Des, jadeando y presa del pánico, porque los pantalones se me habían enredado en los muslos, atrapándome momentáneamente. Pero Pritkin no pasó por la protección.

No estaba segura de que él estuviera bien, ni de si estaría tratando de darme ventaja. Tampoco quería averiguar lo que podría ocurrir si perdía el control, pero ¿qué otra alternativa tenía? ¿Correr a un casino lleno de magos de la guerra que parecían más interesados en matarme que en capturarme?

Aún me estaba peleando con la ropa y tratando de pensar con claridad, cuando la puerta se abrió y apareció Des. Se quedó inmóvil al verme, apuntando al norte con una de sus cejas pintadas. Sentí cómo el rubor me recorría el cuello.

—Esto no es lo que parece —solté.

—Tranquila, cielo —me dijo, tirando de la cola de metro y medio del vestido cubierta de rosas—. Todas hemos acabado alguna vez con las bragas en los tobillos.

—¡Tengo las bragas exactamente donde tienen que estar! —le espeté, indignada, tratando de levantarme. Pero los pantalones me la jugaron y me caí. Al instante, se oyó un anuncio en el bar: «Damas y caballeros, sentimos informarles de que hay una amenaza de bomba en el hotel. Por su seguridad, estamos evacuando nuestras instalaciones mientras un equipo de expertos evalúala situación. Por favor, salgan ordenadamente ala calle por el vestíbulo».

—Nos buscan a nosotros —le dije a Des, tratando de no perder el hilo—. Si salimos con la multitud, darán con nosotros, y si no lo hacemos, ¡la búsqueda no durará mucho, en un hotel vacío!

Des se mostró pensativa, aunque no me pidió ninguna explicación.

—¿Puede tu amigo lanzar un sortilegio?

—Sí, pero son magos de la guerra. ¡Lo percibirían! Además, no creía que Pritkin estuviera para muchos encantamientos en aquel momento.

—Puede que tenga una idea —dijo—. Un minuto. —Volvió al club.

Me senté en su silla, y me coloqué la ropa, lo cual me resultó mucho más difícil de lo habitual, con las manos que no dejaban de temblar. Cuando volvió, aún estaba debatiéndome.

—Por las chicas está bien, están muy cabreadas porque los del Círculo les han estropeado la noche del estreno. Ahora, sólo tenemos que convencer a tu amigo.

—¿Convencerlo de qué?

Des me lo explicó. Cuando Pritkin apareció por la protección, yo aún seguía mirándola atónita. Tenía el color arrebatado, pero, por lo demás, parecía bastante recompuesto.

No le duró mucho.

—No —dijo, inexpresivo, con un tic en la mejilla, tras escuchar a Des explicarlo por segunda vez.

—Pero si tienes un cuerpazo —trató de engatusarlo, mostrándole un vestido plateado de lentejuelas.

—¡No pienso ponerme un vestido!

Ella frunció los labios, pintados de color fluorescente, y agarró algo púrpura brillante del perchero que tenía detrás.

—Siempre podemos echar mano del disfraz de gata. Por supuesto, es ajustado, así que tendremos que esconder el pajarito, pero yo te puedo ayudar…

Llegué a tiempo para agarrar a Pritkin del brazo para que no hiciera pedazos el disfraz.

—Saben cómo eres —indiqué, asiendo mi disfraz—. Y, aunque no lo supieran, estás cubierto de sangre. ¡No puedes salir así!

—¡Si he de morir esta noche, preferiría hacerlo con algo de dignidad!

—No te entiendo —le dije, apoyándome en la pared para mantener el equilibrio. Los taconazos tipo merceditas de lentejuelas color rojo furioso me apretaban tanto en los tobillos como me temía—. Acabas de pasar más de un día metido en un cuerpo de mujer…

—¡No por elección propia!

—… Y tienes cientos de años. ¿No dicen que antes los hombres se maquillaban y…

—Los petimetres, puede. ¡Pero yo no!

—Entonces abre tu mente —le dije, poniéndole una boa en el cuello—. Coge algo.

Pritkin observó con aversión la selección que Des le había hecho. Ella se percató y cruzó los brazos sobre su enorme pecho.

—Eres mono, pero estás acabando con mi paciencia gay.

—Jamás podré superar esto —murmuró Pritkin, asiendo bruscamente una capa tipo ópera adornada profusamente con volantes dorados. Debía de estar diseñada para llevarla con plataformas y con una peluca gigante, porque iba barriendo el suelo a su paso; la capucha le cubría la cabeza y el rostro. Concluí que funcionaría.

Unos minutos después, tres apariciones cubiertas de lentejuelas y joyas salieron del club, mezclándose con la multitud en la avenida principal. Des iba delante, para distraer, con sus enormes pechos sobresaliendo del frontis como la proa de un barco. Pritkin y yo íbamos detrás. Yo era algo baja para ser drag queen, aun llevando plataformas, pero el traje color arco iris y la enorme peluca estilo Marilyn Monroe compensaban mi estatura de sobra.

Había magos por todas partes, escudriñando la multitud que salía del local. Es más, a pesar del espectáculo que estábamos dando, apenas nos miraron. Y a los que lo hacían, Des les lanzaba un beso o les enseñaba un muslo, y desviaban inmediatamente la vista. Parecía que esconderse quedando a plena vista había sido una buena idea. Estaba pensando aquello, cuando, repentinamente me sobrevino una visión con la sutileza de un golpe en la cabeza con un bate de béisbol. Me quitó el aliento y me hizo caer de rodillas. Aquello era distinto a todo lo que había experimentado hasta entonces, vívido y cristalino, y tan real que apenas podía ver la calle.

Las Vegas ardía, las llamas alcanzaban el cielo, emitiendo chispas como estrellas fugaces. Resultaba imposible reconocer a nadie en la oscuridad y el caos, o entender una sola voz entre la muchedumbre presa del pánico. Solo había gritos y gente sin rostro corriendo.

A lo lejos, la arena del desierto se estaba consumiendo, un kilómetro tras otro, bajo un cielo ennegrecido. Tras haber quemado todos los matorrales, su furia había continuado. Como un incendio forestal sin bosque, o lo que realmente era: una interminable exclamación de ira de una criatura saciada de energía, cólera y de siglos de resentimiento reprimido, sin ninguna compasión. Sin compasión.

El mundo recordaba al sanador, al bardo, al dios dorado, pero había olvidado las otras leyendas. Las que susurraban brutales castigos, violaciones y asesinatos, y un hermoso rostro riendo mientras quemaba vivos a sus enemigos. En aquel momento lo recordaron, por un instante, antes de que la memoria quedara borrada por una lluvia de sangre.

La visión desapareció tan repentinamente como había aparecido, dejándome con la respiración entrecortada, apoyada en manos y rodillas en mitad de la acera.

—… un poquito de vino de más en la cena, ya sabes, siempre le ha gustado la bebida —le decía Des a alguien. Se agachó y me pellizcó la mejilla—. Vamos, querida. Arriba. Ya se te pasará en casa.

Tiró de mí para levantarme y yo hice un gran esfuerzo por mantener la cabeza baja, cuando lo que realmente necesitaba era salir corriendo calle arriba gritando. Mis sueños llevaban tiempo enviándome advertencias, pero no sabía lo que significaban. Ahora, puede que fuera demasiado tarde.

Sentí como si un frío alambre me estrujara el corazón. Algo iba mal ahí. Parecía incapaz de respirar profundamente. ¿Que había hecho?

Des y Pritkin empezaron a tirar de mí para llevarme al vestíbulo de nuevo. Yo me agarré de sus brazos.

—No podemos marcharnos.

—Sí, sí que podemos —dijo Des—. Creo que acabo de estropear el vestido. ¡Mi corazón no podrá soportar otra cicatriz como esa!

—Ya nos ocuparemos de eso luego —me dijo Pritkin, apresurándose.

—Apolo está aquí.

Se detuvo abruptamente, y casi nos atropella una mujer de aspecto agobiado con un niño en cada mano.

—¡Cuidado! —nos espetó, apartando a los niños. Pritkin me llevó al margen de la acera.

—¡Eso es imposible! —exclamó—. El sortilegio…

—Lo ha esquivado —susurré—. No sé cómo, pero lo he visto. ¡Está aquí!

Él sacudía la cabeza incrédulo.

—Ese sortilegio lleva más de tres mil años en pie. ¿Y ahora encuentra la manera de esquivarlo?

—No puedo explicarlo. Yo sólo sé que lo he visto.

—Podría ser el futuro, el resultado de una guerra civil dentro del Círculo, lo que podría ocurrir si no solucionamos nuestros problemas internos…

—¡No! —Miré a mi alrededor, frotándome los brazos a causa del hormigueo que sentía en ellos—. Llevo teniendo la misma visión desde que MAGIA saltó por los aires. Pero sólo de forma fragmentada, como es habitual en las visiones que suelo tener. Pero ésta… Está aquí. ¡Lo sé! Me dijiste que podías sentir la magia, ¿no? —le pregunté a Des.

—Puede ser —dijo recelosamente.

—¿Ves algo inusual en este momento?

—¿Aparte de la batalla que se está librando en el piso de arriba? —me preguntó con razonable sarcasmo.

—Me refiero a alguna fuente de energía más potente que el resto. Como… como la de una supernova.

—Puede ser. ¡Pero eso no importa porque no pienso volver ahí dentro! Ni por…

—¿Ni por una visitita a la boutique de Augustine? ¿Ni por diez minutos para llevarte lo que quieras?

Entrecerró los ojos y me examinó con la mirada.

—¿Tanto dinero tienes?

—Tengo crédito.

—Si no fuera por los zapatos que llevabas, creería que me estás mintiendo… —se mojó los labios—. Media hora, lo tomas o lo dejas.

Se acercó un mago.

—Hay orden de evacuar a todo el mundo —nos dijo—. Tiene que seguir.

—Lo tomo —dije.

—Mierda, sabía que dirías eso —me contestó Des, y aplastó su bolso gigante contra la cara del mago, que se cayó y fue arrollado por un transformista de unos ciento quince kilos vestido de satén que ya empezaba a caminar calle arriba.

Corrimos para alcanzarla, luchando con la marea de gente que iba en la dirección contraria. Los magos nos estaban rodeando, no era fácil pasar inadvertidos. Agarré la cola del vestido de Des para que nadie la pisara y ella me arrastró como un tren de mercancías, desparramando rosas y turistas por todas partes.

Pasamos junto a una tienda de piensos que formaba parte del decorado y que marcaba la mitad del camino, con gran parte de los magos en la calle tras de nosotros, y nos topamos con otros diez más. Ellos se habían distribuido en la calle formando una media luna, forzando a la muchedumbre a rodearlos para continuar. En cuanto no quedaron más turistas, penetramos en su formación.

Des casi logró abrirse paso a patadas entre el muro de chaquetones de cuero, pero se mantuvieron en pie. Miré atrás, pero los magos habían cerrado el círculo, dejándonos sin vía de escape. Entonces, uno de ellos me vio.

—Cassandra Palmer.

Los ojos pardos que me escudriñaban parecían los de un lacayo de medio nivel, pero la maraña de pelo no dejaba lugar a dudas. No contesté, ya que el pánico y el agotamiento me habían arrebatado la voz. Pero Saunders no parecía esperar una respuesta.

Su mirada se clavó ahora en Pritkin, que se había detenido a mi lado.

—¿O es éste?

Miró a Pritkin de arriba a abajo, observando la dorada capa fruncida, con una ceja arqueada.

—He oído decir que la pitia tiene más poderes de los que demuestra. Al parecer, es cierto. Siempre me habían dicho que los seres humanos no eran capaces de hacer posesiones, pero, o me informaban mal, o tendré que creerme que una chica escuálida me ha lanzado contra una pared y casi rompe mis escudos en mil pedazos. ¿Qué creéis que prefiero pensar?

Pritkin tampoco le contestó. Empezó a manipular la capa, mostrándose incómodo y casi nervioso. Saunders sonrió.

—Por supuesto, podría resolver el enigma matándoos a los dos, pero entonces no podría juzgar a nadie. A la gente le encantaban los juicios —dijo, retrocediendo algunos pasos. Miró a su alrededor, pero la muchedumbre se había dispersado y los magos que nos habían estado siguiendo estaban apartando a los pocos turistas que quedaban.

Con un simple gesto con la cabeza, sus hombres se echaron a ambos lados, haciéndonos retroceder a Des y a mí, dejando solos a Saunders y a Pritkin en medio de la calle.

—¿Contamos hasta tres? —preguntó, cortésmente—. ¿No era así como se hacía antiguamente…?

Pritkin extendió una mano y Saunders salió por los aires, chocando contra el lateral de un granero del decorado. A juzgar por el sonido que emitió su cráneo, no creo que le hubiese dado tiempo a levantar sus escudos. Cayó resbalando por la pared, rebotó en un vagón y la punta de hierro de un cartel de menú le atravesó el pecho.

Tragué saliva y desvié la mirada cuando su cuerpo empezó a dar espasmos. No. Definitivamente, no tenía escudos.

El mago que me sujetaba del brazo me lo retorció, provocándome un gran dolor. Grité y traté de desembarazarme, pero no había adónde ir. Había otro grupo de magos dirigiéndose hacia nosotros a toda prisa, como si el otro bando necesitara refuerzos.

Uno de ellos, un hombre alto afroamericano vestido con un chaquetón raído, empezó a abrirse paso a empujones por el círculo, dirigiéndose hacia mí.

—Hola, Cassie —dijo, con aire sombrío. Miró al mago que me tenía sujeta—. Suéltala, hijo.

—¡Acaban de matar al lord protector!

Caleb escudriñó la zona hasta que sus ojos se toparon con el cuerpo aún trémulo de Saunders.

—No me parece que esté muerto. ¿No os parece, chicos, que deberíais bajarle? —De repente, me sentí aliviada cuando los aprendices se apresuraron a ayudar a su líder caído.

—Caleb —empezó a decir Pritkin.

Su antiguo compañero alzó la mano.

—Jonas nos ha llamado. Nos ha dicho que había retado a Saunders y que este se había negado.

—Sí —Pritkin se quedó muy quieto.

Caleb intercambió miradas con los magos que había traído con él. Ninguno de ellos parecía ser tan joven como para ser aprendiz. Algunos lucían canas, y uno o dos parecían incluso de la edad de Marsden. Sus expresiones variaban de la amargura al asco, pasando por neutralidad propia de un plago de la guerra.

—Bueno. Supongo que eso lo convierte en un proscrito.

—¿Y a nosotros?

Caleb sonrió levemente.

—Técnicamente, aún siguen existiendo las órdenes judiciales contra vosotros dos. El hecho de que el hombre que las emitió haya caído también bajo sospecha no las anula. —Me humedecí los labios y empecé a hablar, pero Pritkin me cogió del brazo con más fuerza aún—. Así que, si vuelvo a veros, tendré que arrestaros.

Pritkin asintió.

—Por cierto, me gustabas más con el abrigo —dijo Caleb, y se volvió.

Des se acercó sigilosamente en cuanto el grupo de magos se apartó frente a nosotros, abanicándose con una mano.

—Jamás creí que fuera a decir esto, pero creo que aquí sobra testosterona. Tenemos que salir de aquí —me dijo, dirigiéndose a los ascensores.

—Tenemos que encontrar a Apolo —le dije, agarrándola del brazo.

—Bueno, ¡no está aquí abajo! Tenemos que subir.

—¿Es que lo percibes?

—Sí. Ahí arriba hay alguien, seguro. Aunque diría que hay algo, más que alguien.

Pritkin la cogió del brazo.

—No es… exactamente humano —le expliqué, sin tiempo para entrar en detalles.

—Tendría que haber pedido la hora libre —murmuró Des, y se dirigió hacia los ascensores.

Pritkin la asió del brazo.

—Podríamos quedar atrapados. Hay partidarios de Saunders por todas partes, y nos va a llevar tiempo esquivarles.

Lo miró un instante y sus ojos se posaron en las escaleras.

—Debes de estar de broma.

No estaba de broma. Claro que no, pensé, Pritkin llevaba sus botas de siempre. Des y yo íbamos con plataformas casi tan altas como los escalones. Lograr escalar aunque sólo fuera un tramo iba a ser toda una hazaña olímpica. Para cuando llevábamos cinco pisos subidos, yo estaba cubierta de sudor y veía como pequeñas explosiones bajo los párpados.

Me detuve en el descansillo y me incliné jadeante, sujetándome con una sola mano en la barandilla. Pritkin me levantó en alto, me colocó sobre su hombro y continuó subiendo, ganándose una mirada interrogante de Des.

—Ni se te ocurra —le dijo—. No pienso llevarte.

—No es eso en lo que estaba pensando —contestó, con picardía, y él se sonrojó. Supongo que no había magos en la escalera, porque habrían oído la carcajada de Des desde el vestíbulo.

Cuando llegamos al final de la escalera, Des ya no se reía tanto.

—Creo que te odio —le dijo a Pritkin, que le había hecho subir las escaleras casi corriendo. Tenía un aspecto infernal. Se le habían caído casi todas las rosas en la calle y el resto se habían quedado por las escaleras. Tenía la peluca torcida y se le había despegado una de sus enormes pestañas postizas, que ahora le colgaba de la mejilla.

—Esto es bueno para mantener la figura —dijo, dejándome en el suelo. Él también estaba acalorado y sudoroso tras la maratón, y tenía mechones de pelo húmedos pegados a la frente y al cuello. Sus pestañas se habían tornado oscuras, y sus ojos color esmeralda. El aspecto sucio le sentaba asombrosamente bien.

No tenía idea del aspecto que yo tenía. Mejor así. Si estaba tan mal cono me sentía, espantaría a todos los magos con los que me topara, antes de que les diera tiempo a dispararme.

—Aquí me quedo —dijo Des, sentándose en un escalón y frotándose los pies—. La energía proviene del piso de arriba.

Miré a Pritkin.

—El ático.

No tenía la tarjeta, pero Pritkin «convenció» al ascensor para que nos llevara arriba. Las puertas se abrieron, mostrándonos un vestíbulo sepulcralmente tranquilo; la decoración contribuía a empeorar la atmósfera. El papel de pared dorado tenía un enorme agujero en medio, la escultura de bronce casi se había fundido, dejando una forma al más puro estilo de Dalí y la alfombra de piel de vaca estaba plagada de pisadas de botas. Eso sí, los pósteres de John Wayne habían sobrevivido sin sufrir un solo rasguño.

Caminamos hacia el salón. Por las puertas hechas añicos del balcón entraba el viento que mecía las cortinas hacia adentro, dibujando una forma que, por un momento, me hizo creer que allí había alguien. Pero nada más se movía, sólo la lámpara de araña, que se balanceaba sutilmente en el techo, aunque ya no iluminaba el deportivo que aún estaba aparcado debajo.

—¿Adónde han ido todos? —pregunté, observando la carnicería a mi alrededor. Al menos, Casanova no tendría que echar abajo aquello. Los magos ya lo habían hecho por él.

Suspiré aliviada. Des se había equivocado. Allí no había nadie.

Pritkin se encogió de hombros.

—La batalla se ha librado en otra parte —dijo, siguiendo el sendero de tablones y cristales hasta el balcón. Lo seguí, haciendo un esfuerzo por evitar partirme la crisma.

Fuera, una desolación de muebles destrozados, copas hechas añicos y una piscina llena de fragmentos de objetos. Había alguien con un chaquetón de mago de la guerra flotando suavemente en la superficie. Pritkin lo pescó, y hubiera preferido que no lo hubiera hecho, porque su rostro, prácticamente, había desaparecido.

Me mordí el labio y miré a mi alrededor. Quería inspeccionar el resto de las habitaciones, pero ¿y si encontraba el cuerpo de Rafe? ¿Lo habrían sacado a tiempo? ¿Y si me topaba con…

—Tenemos que examinar todo esto para ver si hay supervivientes —dije, interrumpiendo el hilo de mis pensamientos. No quería pensarlo. No quería pensar en nada. Iría a mirar porque no podía soportar la incertidumbre.

No había lámparas, pero la luz del casino, que penetraba por la ventana nos bastaba para ver, una vez se nos habituara la vista. Dimos con tres cadáveres más en el comedor; no se trataba de vampiros. Eso dice mucho a favor de sus amos, pensé, aliviada. Entonces, me pregunté si dejarían algo parecido a un cadáver, teniendo en cuenta la potencia de los sortilegios que algunos de los magos eran capaces de lanzar. Me dio un vuelco el estómago.

Ya me había vuelto para dirigirme a la cocina, cuando Pritkin me asió del brazo. Se puso un dedo en los labios y, al instante, lo oí: el sonido de unos pasos arrastrándose, como si alguien estuviera caminando entre el escombro, sin preocuparse de no hacer ningún ruido. Entramos de nuevo en el comedor y vimos el perfil de una sombra dibujada en el espacio de los ventanales que daban al patio. Tardé un segundo en reconocerla.

—¡Sal!

Se volvió lentamente, sin mostrar sorpresa alguna de vernos allí. Por supuesto, teniendo en cuenta el oído que poseen los vampiros, probablemente, debía de saber que estábamos ahí.

—¿Cassie? ¿Tú sabes lo que ha pasado? ¿Dónde están todos?

—¿Es que acabas de llegar? —le pregunté, conociendo ya la respuesta. Ella no estaba allí cuando aquello se convirtió en un infierno. Me imaginé que se habría quedado estupefacta al volver. Yo misma me había quedado así, y eso sabiendo lo que había pasado.

—Hace unos minutos. No quería interrumpir, por si la reunión…

Se calló al oír que la puerta principal se abría. Un instante después, entró Marco. Como Sal, se quedó unos instantes observando el desastre.

—Bueno, supongo que cualquier cosa hubiera supuesto un avance —dijo, bajando las escaleras.

Sal retrocedió unos metros, sin apartar la mirada de Marco.

—Parece que vamos a tener que buscarnos otro sitio para dormir. Casi ha amanecido.

Él agitó la cabeza.

—No vamos a hacerlo, Sal —dijo, con serenidad—. El maestro ordenó que cinco de vosotros os marcharais hasta el alba. Y sólo has vuelto tú.

—Y tú —contestó Sal, bruscamente. Lo miró de arriba abajo con actitud desdeñosa—. Puedes intentar parecerte a Mircea todo lo que quieras, pero ni la ropa más cara del mundo te otorgará su poder. ¡Y todo el mundo sabe cuánto lo odias por ello!

Tardé unos segundos en comprender de qué estaban hablando. Con todo lo que había ocurrido, se me había olvidado la trampa que Mircea había tendido para descubrir al traidor. Miré a Marco, que se había vuelto a poner tenso, pero no apartaba la mirada de Sal.

—Odiar suena un poco fuerte —corrigió Marco—. Pero tienes razón: me gusta el poder. Pero existe un límite en lo que haría por conseguirlo.

Sal seguía mirando a Marco, pero se dirigió a mí.

—Cassie, piénsalo. Mircea nos contó el tipo de persona que estaban buscando. Alguien cercano a un senador, alguien de confianza, ¡podrían haber utilizado a alguien con resentimientos hacia Myra!

—Sí, lo dijo —afirmé, y Pritkin apareció junto a mí. Trataba de que Sal y Marco permanecieran a la vista, y Sal empezó a retroceder. No sé por qué; lo único que había tras ella era el balcón, y estábamos a veinte pisos de altura.

—Y el propio Marco lo dijo, ¡solo soy una pueblerina! —me recordó Sal—. Igual que tú. ¡Alguien sin importancia, procedente de una corte que está tan apartada que la mayoría de la gente jamás ha oído hablar de ella!

—Lo cual hace que tengas muy poco poder como para que Myra se preocupe por ti —añadió Marco.

Lo miré, confundida.

—¿Estás confesando? —le pregunté.

Él parecía divertido.

—¿Te sorprendería?

—¡Diablos, claro que sí! ¡Mircea te puso de guardaespaldas mío! Y no te canjeó por otro, ni siquiera cuando tuvo en su poder la lista de sospechosos de Marlowe. Jamás lo habría hecho si… —Me callé, dándome cuenta al fin de lo que acababa de decir.

—Parece que ella también habría votado por ti, Sal —murmuró Marco.

—Dime dónde están los cónsules, Cassie —dijo Sal, ignorándolo—. Tenemos que avisarles de que podría haber problemas.

Estaba demasiado atónita para contestar, y tampoco es que Marco me diera oportunidad.

—Claro que hay una forma muy fácil de arreglar todo esto —le dijo—. Esperaremos hasta que vuelva el maestro y le preguntaremos.

—Él no es mi maestro —contestó ella.

—Podría haberlo sido, con el tiempo. Es muy bueno, para ser un maestro —dijo Marco, con cierta mueca en los labios.

—Jamás lo sabré —dijo Sal, con amargura.

Él se encogió de hombros.

—El maestro ha estado ocupado. Deberías haber tenido más paciencia.

—Bueno —dijo, con aire despreciativo—. También debería haber ocupado mi tiempo yendo de compras, puede que haciéndome las uñas, mientras la guerra se va acercando día tras día. ¡Lo único que Mircea sabe hacer es hablar! Mira como ha acabado Rafe… ¡cualquiera de nosotros podría ser el próximo! Puede que Tony sea un gusano, ¡pero al menos sabe actuar!

Yo miraba de un lado a otro, tratando de no perder el hilo, al final, logré entenderlo.

—¡Oh, Dios. Mircea jamás rompió vuestro vínculo! Tony sigue siendo tu maestro.

—Y sigue encomendándome misiones, desde el Reino de la Fantasía.

Lo oía, pero no podía creerlo. Sal no era ninguna superespía. No podía ser una traidora. Sólo era Sal. La conocía de toda la vida.

—¡Una vez me dijiste que lo matarías si volvías a verlo! —la acusé—. ¿Cómo puedes acatar sus órdenes?

—Porque no tengo otra opción —espetó—. Prácticamente, le supliqué a Mircea que rompiera el vínculo, pero lo único que hacía era hablar: pronto, pronto. Bueno, ¡pues pronto no era suficiente!

—Pero… ¡Alphonse tiene cincuenta años menos que tú! —protesté—. ¡Y él lleva años ignorando las órdenes de Tony! Tú no tienes por qué…

Me interrumpió con una risotada.

—Sí. Es un idiota ¿sabes? Yo se lo enseñé todo, cómo hablar, cómo actuar, qué hacer para impresionar al jefe. Él no habría llegado a nada si no llega a ser por mí. Pero al poder no le importa lo audaz que seas. Ni siquiera le importa lo viejo que seas. Hay gente que jamás alcanza el estatus de maestro, ¡mientras que otros lo logran en cuestión de unas décadas! Y yo nunca he sido fuerte. ¿Por qué crees que he estado soportando a Alphonse? Era la única manera de tener cierta posición.

—Por eso no pudimos descubrirte —dijo Marco, encendiéndose un cigarrillo—. Has sido muy astuta. Todo el mundo buscaba al traidor entre los maestros, entre los más próximos a algún miembro del Senado, alguien a quien a Myra le hubiera merecido la pena convertir.

—Razón por la cual Tony decidió utilizarme a mí.

—Los cónsules no están aquí, como puedes comprobar —dijo Pritkin, mirándola con aire desconfiado—. Sea lo que sea lo que te ordenara tu maestro, has fracasado. Mircea aún puede romper tu vínculo. No hay razón para que…

Se calló al percatarse de que Sal y Marco lo miraban con idéntica expresión de repugnancia.

—¿Por qué diablos pierdes el tiempo con este tipo? —me preguntó Marco.

Pritkin me miró y yo sacudí la cabeza.

—Las cosas no funcionan así —le dije, inmóvil.

—¿Por qué no? Si realmente está actuando bajo coacción…

—A la ley vampírica no le importan las razones, tan solo le importa el resultado. O, en este caso, la intención. Y Sal ha vuelto para matar a los líderes de los seis senados vampíricos. No puede ser más grave.

—Me ha faltado un pelo —dijo Sal, dirigiéndose a mí, con un tono terriblemente indiferente, para tratarse de alguien que se enfrenta a una muerte segura—. Como se dice, yo sólo soy el mensajero. —Extendió la mano y un haz de luz entró por la puerta del balcón, iluminando algo que tenía en la pahua.

—Mi pentáculo —dije, reconociéndolo incluso desde la distancia—. Me habías dicho que lo llevarías a arreglar.

—Sí. Pero es que es mucho más útil estropeado.

—No te entiendo.

Se echó a reír.

—Ya ves, yo pensaba que lo tuyo con lord Mircea era ridículo. Suponía que él te estaba utilizando, que es lo que todo el mundo decía. Pero, luego, empecé a pensar que sois tal para cual. ¡Estáis los dos igual de desorientados!

Marco se tensó.

—Dámelo —le dije.

—¿O qué? ¿Me vas a matar? —me desafió, incrédula—. No tienes nada con lo que amenazarme, Marco —dijo, mirándolo a él.

—Oh, no sé. Mircea no especificó cómo debía morir el traidor, sólo me dijo que me ocupara de él si lo descubría. Tengo carta blanca para eso, Sal. Dame una razón por la que tu muerte deba ser rápida.

—Ah, sí. Eso es tentador. O podría acatar las órdenes de Tony y, cuando su lado obtenga la victoria, no sólo no moriré, sino que alcanzaré el puesto que siempre he merecido. ¿Qué te parece eso?

—Tu lado no va a ganar —le dijo Pritkin.

Sal lo ignoró. Daba la impresión de que se estaba divirtiendo. Empezaba a preguntarme si realmente le habría opuesto mucha resistencia a Tony.

—¿Te acuerdas de MAGIA? —me preguntó—. Porque esto va a hacer que aquello parezca un número cómico.

—¿De qué estás hablando? —le pregunté—. Es sólo una protección. Con eso no puedes…

—Una protección por la que se canaliza toda tu energía, bueno, al menos, eso hacía—rectificó—. Últimamente ha estado canalizando otra cosa. Ya sabes, ese maldito matón me dio un susto. Estaba segura de que alguno de los dos lo descubriría. Habéis sobrevivido al contacto directo con la línea Ley aun sin tener acceso a tu poder. ¡Ni siquiera te diste cuenta cuando te contó que tu protección estaba alimentando al Círculo!

—¿Darme cuenta de qué?

Pritkin tomó aire y Sal le lanzó una sonrisa maliciosa.

—Es más tonta que un mono ¿a que sí? —Volvió a mirarme—. A ver si lo entiendes. Tony y compañía descubrieron una forma de esquivar el sortilegio de Artemisa. Actúa como la cerradura de una puerta, pero una puerta no sirve de mucho cuando la pared de la casa se ha partido en dos. Para que Apolo regresara, tenían que abrir el espacio entre los dos mundos. Tenían que partir una línea Ley.

—Pero nadie en este mundo tiene semejante poder para hacerlo —repliqué—. Eso era lo que nos preguntábamos, quién tendría… —Me detuve, una idea aterradora empezó a abrirse paso en mi cabeza.

Sal observó la expresión de mi rostro y sonrió con malicia.

—Sí, eso fue lo más divertido, escuchar a todo el mundo decir continuamente que nadie tenía semejante poder, cuando estaba delante de sus propias narices. Tú lo tienes. Apolo transmitió parte de su poder a las pitias. En lo único que teníamos que pensar era en cómo acceder a él.

Y, de repente, lo entendí. Miré a Pritkin.

—Tú me dijiste que el Círculo jamás te daría uno de sus tatuajes porque la energía fluye en ambas direcciones, ¿verdad?

Él asintió lentamente.

—Es posible.

Sal resopló.

—Demonios, era fácil. Richardson, nuestro topo, sólo tuvo que reabrir el conducto de tu protección. El Círculo lo había cerrado, pensando que podrías tratar de robarles energía. Luego Richardson se lo transfirió a nuestros aliados a cambio de un buen pellizco del porcentaje de lo que Saunders estaba vendiendo para lograr dinero para financiarse el retiro anticipado.

—Utilizasteis mi energía para debilitar la línea Ley —dije, sin terminar de creérmelo aún.

—Sí. Casi la habíamos dejado suficientemente permeable como para que Apolo y su ejército la atravesaran, pero Richardson tenía que hacerse el héroe contigo. Te odiaba tanto que temía que otra persona llegara antes y te matara primero. Entonces, empezó la batalla y abrió un canal gigantesco en la línea Ley, ¡jodiéndolo todo!

—Pero, entonces, ¿por qué no la atravesó Apolo? —le pregunté, confusa.

Sal me miró fijamente.

—¿Es que aún no te has dado cuenta? ¡Lleva aquí desde la caída de MAGIA! Pero se supone que aquello no debía de haber pasado y nos cogió a todos por sorpresa. Se supone que la brecha tendría que haberse producido sobre Las Vegas y haber recorrido todo el camino hasta la línea Ley que se había hundido en MAGIA antes de que la sellaran, lo cual le habría dado tiempo para entrar con todo su ejército.

—Pero llegó hasta MAGIA y se selló casi instantáneamente —dije, recordando el extraño embudo de energía que desapareció tras la colina. De repente, me acordé de otra cosa.

La visión que tuve en MAGIA me había mostrado el Dante destrozado. Al final, entendí por qué. Si hubiera vuelto y hubiera cambiado el devenir de los acontecimientos, asegurándome de que MAGIA jamás cayera, le habría dado a Apolo lo que quería. En ese caso, se habría ejecutado el plan original, y él y su ejército estarían aquí. Y, en estos momentos, la comunidad mágica estaría abocada a su extinción.

Las otras visiones que había tenido empezaban a cobrar sentido también. La segunda me había mostrado el itinerario que debía seguir la destrucción de la línea Ley de las Vegas a MAGIA. No sólo estaba tratando de advertirme del peligro que corría Rafe, también me estaba avisando de que el peligro seguía allí. La tercera visión reforzó la segunda y me mostró a mí en el centro de todo.

Porque era mi poder lo que le daría a nuestros enemigos la victoria.