26

El impacto me lanzó contra la baranda y me retumbó en toda la cabeza, como un cañonazo, increíblemente estrepitoso y resonante. El barco de Saunders escoró, lanzando a algunos magos por la borda y dejando a los demás más que descontentos. El capitán chino vociferaba órdenes a sus hombres mientras los magos de la guerra se reagrupaban en nuestra cubierta. Había demasiados como para poder enfrentarnos a ellos, pero tras el choque, ambos barcos se tambaleaban de tal manera que, de todas formas, resultaba del todo imposible pelear.

El primer impacto nos había sacado del recinto del Dante, pero algo parecía estar fallando en el sistema de navegación, ya que en cuanto los dos barcos llegaron a la autopista, viraron completamente, dirigiéndose a trompicones de nuevo hacia el edificio. El capitán trataba desesperadamente de liberar el barco, pero el mascarón en forma de dragón estaba fuertemente atascado dentro del ojo de buey del buque de Saunders.

El otro barco se estaba hundiendo a causa del peso y estaba peligrosamente escorado.

—¡Al otro lado! ¡Id al otro lado! —exclamó alguien y un grupo numeroso de magos fue corriendo al otro lado del buque, tratando de compensar el peso. Pero era demasiado tarde.

El Dante se precipitaba a toda velocidad sobre nosotros, nos encontrábamos al menos a diez pisos de altura, y debajo, sólo había coches envueltos en llamas y asfalto. El capitán echó un último vistazo al problema, espetó algo bastante impío y extrajo un hacha de su cinturón. Un segundo más tarde, el cuello del dragón se había partido en dos partes, y una de ellas se alejaba, atascada en la otra nave.

Los esfuerzos que en el barco de Saunders habían estado haciendo por compensar el peso fracasaron cuando, repentinamente, nos separamos. El otro buque se dio la vuelta completamente, esparciendo magos por todo el aparcamiento como granos de sal cayendo de un salero. Surgieron escudos por todas partes y Pritkin me gritó al oído:

—¡Prepárate para el golpe!

Nos rodeó con sus escudos y, en unos segundos, mientras yo miraba abajo, al aparcamiento, chocamos contra el lateral del Dante.

La barcaza atravesó una ventana, un dormitorio, recorrió un pasillo y volvió a atravesar otra pared, que separaba el pasillo del descansillo de la escalera. Aún no nos habíamos detenido cuando Pritkin me agarró la mano y tiró de mí, y bajamos las escaleras. Por desgracia, los magos tenían muy buenos reflejos también, y diez o más seguían aún en ella cuando se produjo el choque.

Junto a nuestras cabezas, pasó un encantamiento, impactando contra el muro de cemento que había justo delante de nosotros. Pritkin aún tenía los escudos alzados, pero no podría mantenerlos así por mucho tiempo y jamás podríamos enfrentarnos a tantos magos. Saltamos la barandilla al siguiente piso y vi a seis de ellos en la puerta del descansillo de la escalera.

—¡Llévanos al cuarto piso y podré sacarnos de aquí! —le dije, y un encantamiento se evaporó al chocar contra sus escudos. Él asintió, con aire sombrío y huimos a toda prisa.

Jamás me habían parecido tan largos dos tramos de escaleras. No nos preocupamos por la seguridad ni por las rodillas amoratadas cuando tropezábamos y nos arañábamos la piel al no poder parar a tiempo para no chocar contra un muro. Seguíamos avanzando: pasamos el quinto piso, esquivamos una ráfaga de balas, giramos en el descansillo, saltamos al siguiente tramo para evitar freírnos con una bola de fuego, bajamos otro tramo y, finalmente, atravesamos la puerta que llevaba al cuarto piso.

—¡Por aquí! —exclamé, y corrimos a toda prisa hacia el bar hawaiano. Lo llevé hasta una puerta lateral que llevaba al minúsculo almacén que yo consideraba mi hogar.

—¿Y ahora qué? —me preguntó, al oír más pasos en el bar.

—Ahora esto —dije, y le di un empujón. Cayó hacia atrás, atravesando el portal y, en ese mismo instante, un mago abrió la puerta. Era joven, de pelo castaño, con gafas y pecas en la nariz. Él estaba tan sorprendido de verme a mí como yo de verlo a él y, por un instante, nos quedamos mirándonos el uno al otro. Entonces, salté hacia el portal, él lanzó un encantamiento y el mundo explotó en medio de un gran dolor.

Rodé hasta el salón del Lejano Oeste y choqué contra Pritkin. Alcé la vista, vi el cartel de «fuera de servicio» del teléfono y gemí de dolor. Tenía todo el cuerpo destrozado, y era como si tuviera la pierna izquierda envuelta en llamas.

El tintineo de las copas brindando, las risas y la música se colaban por las cortinas de terciopelo rojo, como si en el piso de arriba no se estuviese librando una batalla. Pritkin me miró.

—¿Qué es lo que ha pasado?

Lo miré fijamente, los ojos se me llenaron de lágrimas y negué con la cabeza. Si trataba de hablar, gritaría. Pero, por mucho que me doliera, no podíamos quedarnos allí. El mago me había visto desaparecer. Tenía que estar pisándonos los talones.

Pritkin pareció captar la idea. Me rodeó con los brazos y me ayudó a levantarme. Traté de apoyar todo el peso posible en la pierna buena y entramos en el club cojeando. Había gente por todas partes, pero, afortunadamente, la luz era tan tenue, la mayoría despedida por unas hileras de faroles que había en el techo, que no atrajimos demasiada atención, a pesar de nuestro aspecto. Por supuesto, lo que había en el escenario debió de tener algo que ver.

Un foco iluminaba a Des Pechada que estaba tumbada sobre un reluciente piano negro, ataviada con un vestido ajustado adornado con una masa cegadora de lentejuelas fucsia, y con una boa de plumas a juego. Estaba cantando un número de Liza Minelli a pleno pulmón, y flirteaba con el atractivo pianista. Nos giramos hacia el pasillo, dejando el escenario a nuestras espaldas y vimos a dos magos de la guerra vigilando en el exterior.

—Por aquí —dijo Pritkin bruscamente, tirando de mí en la otra dirección. Caminamos cojeando entre el bosque de mesitas hacia la oscuridad del lateral del escenario, donde había un cartel de salida como una cuerda de salvamento. Casi habíamos llegado hasta ella, cuando de repente, Pritkin se puso tenso.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Tenerlos compañía.

Miré atrás y vi un grupo de sombras oscuras saliendo de un hueco, mirando a todas partes sin ver nada, ya que sus ojos no se habían acostumbrado a la oscuridad. Entonces, Pritkin me empujó hacia una puerta que había junto al escenario, cerrándola con firmeza. No había pestillo, pero, teniendo en cuenta quién nos estaba persiguiendo, aquello resultaba del todo irrelevante, de todas formas.

Des Fasada que estaba sentada frente a un espejo iluminado, se volvió hacia nosotros, mirándonos. Al parecer, aquellos eran los camerinos de los artistas. Además, de la mesa que Des estaba empleando como tocador, había un perchero con vistosos vestidos en una esquina y una pila de cajas de zapatos sobre una silla.

Des me sonrió con mucha más simpatía que la última vez que nos habíamos visto.

—Vaya, hola. —Entonces, miró a Pritkin—. Joder, chica. Y pensar que la última vez creí que tu aspecto no podía ser peor.

Me miró, pero yo me limité a negar con la cabeza y me dejé caer en una silla que había junto a la puerta. No había manera de explicarle brevemente a la fabulosa Des Cocada toda la historia, y tampoco tenía ninguna gana.

—Bonito vestido —le dije, jadeante.

Se trataba de unas treinta y dos hectáreas de satén blanco barato; escotado, con minifalda y con el dobladillo adornado con grandes rosas blancas. Había más rosas cosidas toscamente en ramilletes sobre el tocador y otro montón adornando la altísima peluca, esta vez rojo bermellón, sujetando un pomposo velo. Era un vestido de novia, estilo drag queen.

—Es cortesía de la vaca de Des Pechada —dijo Des, volviéndose de nuevo hacia el espejo—. Esa zorra sabe muy bien que el número de Liza es mío. Pero echamos a suertes quién abría el espectáculo y, ¿con qué tenía que empezar? Claro, y me deja a mí la mierda manida del Like a Virgin. Aunque, desde luego, también hay que admitir que, a su edad, queda ridículo…

—Bueno… eh… estamos en un aprieto —dijo Pritkin, interrumpiéndole—. ¿Hay alguna puerta trasera?

—¿Bromeas? Hay puerta trasera, frontal y lateral —replicó Des, mirándome a través del espejo mientras se pintarrajeaba con el lápiz de labios—. Pero tu apuesto amigo no parece estar en condiciones de correr mucho en este momento.

La miré, con un dolor intenso irradiándome de la pierna a la espalda, y tuve que darle la razón. Si tenía que huir de alguien más, estaba perdida. Por no hablar del hecho de que, dentro de la bota de Pritkin, sentía que el pie me resbalaba en lo que parecía ser sangre.

—Sí, bueno, en este momento no nos queda otra opción —dijo Pritkin con brusquedad.

Des se levantó con sus tres metros de satén y plataformas.

—Siempre hay otra opción, cielo —dijo, y lo empujó, haciéndole atravesar una pared—. Tú también —me dijo, levantándome y dándole un pellizco al trasero de Pritkin, entre tanto—. Oh, muy bonito —dijo, y me empujó.

Esperaba toparme con un portal, pero terminé atravesando una protección que ocultaba una pequeña salita. Aparentemente, debían de utilizarla los de seguridad. Estaba oscura, y sólo había una luz procedente de una hilera de televisores alineados en la pared frente a un pequeño escritorio. En la mayoría de ellos se veía la calle, pero uno mostraba el escenario. Sólo había una silla, y la tomé.

Des entró tras nosotros y subió el volumen. Des Pechada seguía bajo el foco, pero había dejado de cantar. Varios magos de la guerra habían rodeado el escenario y, al parecer, trataban de interrogarla delante de la clientela. Pritkin puso los ojos en blanco.

—Aprendices —murmuró, tirándome de la bota.

—¿Qué has dicho? —inquirió Des Pechada, inclinándose para darle con el micrófono en la cara al mago que se encontraba más próximo a ella.

—¡He dicho que un día te vas a buscar un problema con esa lengua afilada que tienes!

Ella se echó a reír, y empezó a ronronear.

—Oh, cielo, no es afilada. Es flexible.

La audiencia se echó a reír, haciendo que el joven se ruborizara. La miró de arriba abajo con aire desdeñoso, percatándose de la enorme peluca negra, las lentejuelas y los largos pendientes.

—¿Es usted gay?

—Depende. ¿Buscas compañía? —El público estalló en burlas y rechiflas. Otro de los magos lo sacó de la zona de peligro mientras Des Pechada se levantaba mostrando su altura habitual. Le susurró algo al pianista—. En honor a mi nuevo joven amigo, mi último número será I’m coming out de Diana Ross. Y, chico, si consigues deshacerte de los celosos de tus amigos, ¡llámame!

Des volvió a bajar el volumen.

—Yo soy la siguiente. No os preocupéis; les diré a las chicas que aseguren que os han visto salir corriendo hace un momento. Si queréis mostrarme vuestro agradecimiento, hay un modelito rosa precioso en el escaparate de Augustine que me quedaría divino. —Nos lanzó un besó, y se marchó.

—Tienes unos amigos muy raros —dijo Pritkin, logrando quitarme la bota al fin.

Por el dolor que tenía, esperaba encontrarme medio hueso fuera. Tenía los pantalones empapados de sangre hasta la rodilla y regueros de brillante hemoglobina resbalaban por el pie desnudo. Pero, cuando extrajo una navaja del cinturón y rajó la tela, vimos que la herida era realmente un corte con muy mal aspecto que se extendía desde la rodilla hasta ingle.

—Es una maldición progresiva —explicó Pritkin, con aire sombrío—. Si no se trata, te consumirá, literalmente.

Lo consumiría, más bien.

—Lo siento —gemí—. Dudé. Entró un mago por la puerta y no salté a tiempo…

—Tú no estás entrenada para el combate —me dijo Pritkin, mucho más comprensivo y manteniendo mucha más compostura de la que yo habría tenido si las circunstancias hubieran sido a la inversa.

La herida era profunda y sangraba abundantemente. Trató de cerrarla, y yo tuve que morderle la manga de la chaqueta para evitar gritar. Con aquello, sólo conseguimos que brotara aún más sangre entre sus dedos, que le salpicó el frontal de los pantalones.

Se quedó mirando la herida un largo instante, sujetándomela con fuerza con las manos, y luego alzó la cabeza y me dijo:

—Tenemos que transportarnos.

—¿Ahora?

—¡Sí, ahora! Mi cuerpo es capaz de curar esto, pero tú no posees los conocimientos suficientes para hacerlo ¡y yo no tengo tiempo de enseñarte!

—¿Acaso se te ha olvidado… todo lo que hay rodeando el hotel? —dije, jadeante.

—No. —Se humedeció los labios—. Pero tenemos que correr el riesgo. Estás perdiendo demasiada sangre.

Hubiera preferido esperar a que Billy Joe llegara, pero podría tardar un rato, y yo ya me estaba mareando y empezaba a sentir frío en el cuerpo. No me pareció que aquel cuerpo tuviera tiempo.

—Voy a sacarte —dije, con la respiración entrecortada—. Pero… que no te entre el pánico.

Pritkin asintió, se puso pálido, pero parecía estar relativamente tranquilo. Yo sólo esperaba que durara algo, porque, con lo cerca que estaban los rakshasas, no tendríamos mucho tiempo si algo iba mal. Cerré los ojos y dejé caer la cabeza hacia atrás. En un instante, estaba incorporándome, dejando el cuerpo de Pritkin tras de mí.

Saqué un brazo fantasmal y no vi ningún escudo. Llevé mi mano a su pecho y un par de dedos inmateriales se deslizaron en su interior. Sentí que daba un respingo ante la intrusión, pero no se apartó, aunque noté que temblaba. También noté otra cosa.

A diferencia de la mayoría de los fantasmas, su espíritu estaba caliente y era casi sólido. Nunca se me había ocurrido preguntarle a Billy cómo era el tacto cuando un fantasma toca a otro. Pero, ahora que lo pensaba, las veces que había poseído a alguien que aún estaba «en casa», por decirlo de alguna forma, el tacto no era como el de Billy Joe, sino que tenían una presencia cálida, sólida. Como Pritkin.

Empecé a urgar en su pecho, tratando de agarrar algo y él empezó a mostrarse nervioso.

—Tranquilo, tengo una idea —le dije.

—Sea lo que sea ¿puedes darte prisa?

Asentí. Aquello podía funcionar o no, y dudar podía ser fatal. Agarré a su espíritu tan fuerte como pude, entré en mi cuerpo y lo lancé a él al suyo. Todo transcurrió en un par de segundos y, de repente, ya estábamos en casa.

Él me miró pestañeando inexpresivamente durante un instante y, entonces, hizo una mueca cuando empezó a sentir el dolor.

—¿Ya está? ¿Eso era todo?

—Supongo que sí —dije, algo mareada. La ausencia de dolor me hizo sentir algo mareada.

—¿Y por qué no lo has hecho antes?

—¡Porque antes no sabía que se pudiera hacer! —contesté con brusquedad, sacando la cabeza por la protección que había sobre la puerta.

Cogí lo menos chillón que encontré en el camerino, una sencilla blusa blanca de algodón, la desgarré para hacer una venda y volví adentro. Eché un vistazo a los monitores y vi que los magos se habían repartido, quedando algunos en el club para vigilar el portal y los demás inspeccionando sistemáticamente la calle. Me pregunté cuánto tardarían en desandar sus pasos.

—Esto se lo voy a tener que compensar a Des —dije, rasgando el algodón con la ayuda de la navaja de Pritkin—. Sólo espero que no formara parte de su vestuario.

Él no replicó nada y, cuando terminé de vendarle, seguía temblando y sudando. Aquello no parecía estar deteniendo la hemorragia. Tampoco ayudaba el hecho de que tuviera otras heridas desgarrándole la piel de las que no me había percatado siquiera; cortesía de la persecución, según supuse. Pero era la pierna lo que me provocaba temblores en los brazos, me entorpecía los movimientos de las manos y me revolvía el estómago.

—Pritkin —dije, con delicadeza—. ¿Por que no se detiene la hemorragia?

Vi el sudor reluciendo en su garganta y que su respiración era más rápida y superficial de lo habitual.

—En cuanto puedas, transpórtate y vuelve con Jonas. Sácalo de aquí y no te separes de él. Os podéis proteger mutuamente hasta que el asunto con el Círculo se haya…

—¿Qué quieres decir con que me transporte? —le pregunté, sintiendo que el frío del estómago crecía exponencialmente.

—Escúchame. No tenemos mucho tiempo…

—¿Antes de qué?

—Deja de hacer preguntas por una vez y escúchame. No dependas de los vampiros para que te protejan de Saunders. Hay demasiados trucos que no conocen y que no serán capaces de contrarrestar. Y dile a Jonas… dile a Jonas que tiene que…

—¡Deja de darme órdenes! —gimoteé, mirándolo furiosa.

No me sirvió de mucho, ya que no lo podía ver muy bien. La poca luz que había en la sala parecía caer en un ángulo en el que su perfil no quedaba bien definido. Me coloqué frente a él para poder agarrarlo de los brazos y poder mirarlo a la cara.

—Dijiste que podías curarlo. ¡Hazlo! —No me miraba—. Detén la hemorragia, Pritkin—le supliqué, hundiendo los dedos en sus brazos—. Detenla y haré lo que tú digas.

Se alojó los labios.

—Mi nivel de energía es… más bajo de lo habitual. La curación me llevará tiempo.

Sí. Un tiempo que no tenía. Lo miré, escéptica.

—¡Me has mentido! Querías que nos intercambiáramos los cuerpos porque sabías… —Ni siquiera fui capaz de pronunciarlo.

Lo miré fijamente, incapaz de creer lo que estaba ocurriendo.

Que pudiera desaparecer, con todas las cosas útiles y extrañas que había aportado a mi vida. Se evaporaría, como la magia.

—No puedes hacer esto —me dijo, mirándome finalmente a los ojos. Y, si tenía alguna duda de que no lo decía en serio, aquella mirada la disipó por completo—. No puedes quedar destrozada cada vez que pierdes a alguien. La guerra…

—¡No me vengas con sermones estúpidos sobre la guerra cuando la persona a la que voy a perder eres tú! —dije, sorprendida por la ferocidad de mi tono. Al menos, la voz no me temblaba.

Su cara se emborronó y sentí un sabor salado en los labios. Estaba caliente, caliente, como las manos de Pritkin, que se alzaron y me cogieron el rostro, acariciándome los párpados con los pulgares, suave como sus dedos en mi pelo.

—Una persona no es importante, en el conjunto de las cosas —dijo, y su voz sonó dulce, dulce como jamás lo había sido, y aquello casi me partió en dos.

Pero tú eres importante, pensé. Pero él eso no lo veía. En su mente, Pritkin no era más que un experimento fallido, un niño marginado, un hombre al que sus iguales solo valoraban por su capacidad para eliminar lo que ellos temían. Por una vez, deseé que él pudiera verlo del mismo modo en que yo lo hacía.

—Entonces, tampoco esto lo es —le dije, inclinándome y apretando mi boca contra la suya, dándole un beso encendido por la desesperación e intenso por todo lo que significaba para mí.

Presionó los dedos contra mi cara, y me devolvió el beso con una dulzura, con un deseo contenido que contrastaba dolorosamente con la pasión con la que lo había hecho en la cocina de Marsden. Esta vez no se produjeron chispas, ni hubo ninguna brisa fresca recorriéndome el cuerpo, extasiado y ávido, ni…

Ni había perdido energía.

Me separé y lo miré.

—Espera. ¿Qué ha sido… lo que te has curado antes, en la cocina de Marsden? Un arañazo en el brazo. ¡Te vi! —Pritkin no dijo nada—. Eres medio íncubo, tú puedes alimentarte de mi energía —dije, recuperándome. Su capacidad debe ser espiritual más que física, igual que mi energía. Esa era la razón por la que aún podía transportarme, incluso estando dentro de su cuerpo.

Igual que él aún podía sanar.

—¡No te sobra energía! —me dijo.

—¡Tengo más que tú! —lo agarré de los brazos—. Pritkin, puedes utilizar mi energía para curarte… —Me callé porque jamás había visto aquella expresión en su rostro. Parecía estar aterrorizado.

—¡Eso es precisamente lo que ocurrió la última vez! —dijo con dureza, desviando la mirada a la pared, a los monitores, a la papelera, a todas partes excepto a mi cara—. Ya lo has visto en la casa. Aquello estaba mucho más aislado que esto, no había nada en muchos kilómetros excepto campos, agua y bosques. ¡No había nadie que la pudiera ayudar! ¡Nadie que pudiera oírla gritar!

Fue entonces cuando, de repente, se me ocurrió que su muerte no era lo que le aterrorizaba. Era la mía. Tomó aire, su rostro se tensó y se le enrojeció la piel del cuello.

—Tú no conoces el riesgo que corres —dijo, más sereno.

—Tu padre trató de matarme. Créeme. Lo sé. —Aquello se había añadido a mi lista de pesadillas recurrentes, aquella horrible sensación abrumadora que me hacía desear desaparecer. Pero había sido Rosier. Pritkin no tenían intención de hacer daño a nadie. Había perdido el control con su esposa porque nadie le había advertido de que aquello pudiera ocurrir. Pero, ahora, sí conocía el riesgo.

Razón por la cual no iba a correrlo.

Estaba escrito en el brillo de sus ojos, en la humedad bajo su nariz, en la inclinación de su mentón.

—¡No puedo perderte! —le dije, con una sensación desafiante, triste y furiosa a la vez.

—Te lo prometo, no me vas a perder. Pero tú y Jonas tenéis que…

—No quería hacerlo —dije, yendo al grano con aquella mentira obvia—, pero no me estás dejando otra opción. Es mi deber y voy a hacerlo. Haz lo que debas para sanarte.

—¿Tu deber? —Fue como si hubiera puesto toda su frustración en aquella mirada enfurecida—. ¿Y por qué lo es, exactamente?

—Vaya, así que, ¿ahora no soy pitia?

—¡Eso no tiene nada que ver con esto!

—¡Todo lo contrario! ¡Eres un mago de la guerra, me has jurado lealtad! ¿Y crees que no tienes por qué hacer nada de lo que yo te diga? Pues sí —dije, mientras él me miraba boquiabierto—. Ya sé que tú sabes mucho más que yo y que cuentas con mucha más experiencia, razón por la cual te suelo escuchar siempre. Pero te equivocas en esto, porque eres demasiado sensible como para ver que hay que correr el riesgo. Así que voy a tomar una decisión, que es que, como soy pitia y es mi cuerpo, estoy en mi derecho.

Le puse la mano en el muslo, sorprendida al notar el calor de mi piel contra su piel. Pritkin dio un respingo y me miró, con los labios separados y los ojos un poco idos.

—Ya te advertí una vez de cómo queda alguien cuando un íncubo le quita toda su energía. ¿De veras quieres correr el riesgo?

—Sabes que soy muy aficionada a la seguridad —le dije, con serenidad—. Realmente, la prefiero a tener que arrepentirme después. Pero, en este caso, sí. Estoy dispuesta a correr el riesgo.

—Yo no sé qué es lo que soy —dijo, con una voz un poco pastosa.

Y no pude seguir soportándolo. Acorté la distancia entre nosotros, lo empujé contra la silla y le besé, sosteniéndole la cabeza con las dos manos, enredándolas en aquel estúpido pelo. Casi esperaba más resistencia, porque Pritkin jamás había cedido ante un argumento que no le convenciera. Así que fue una sorpresa cuando dejó que sus manos resbalaran por mi cuerpo, me agarró del trasero y se deslizó hacia el suelo.

—Voy a ir directo al infierno por esto —murmuró.

—Al menos, conocerás a un montón de gente —dije, con la respiración entrecortada. Luego, no pude seguir hablando, porque él había apretado su boca fuertemente contra la mía.

Le saqué la camisa por la cabeza y mis manos se perdieron en su cuerpo. Le rodeé la nuca con una de ellas, acariciándole el cabello. Lo tenía suave y sedoso, lo que era una sorpresa, y ligeramente húmedo, al igual que la piel que había debajo. Empleé la otra mano para acariciarle su fornido cuerpo, fuerte y ornamentado con filigranas de tinta negra y cicatrices plateadas. Casi me resultaba tan familiar como mi propio cuerpo, pero, de repente, lo sentí muy distinto.

Tracé con los dedos la forma de sus robustos pectorales hasta su vientre liso y, luego, seguí la hirsuta hilera de vello que apuntaba a unas partes aún más interesantes. Pero Pritkin interceptó mi mano, apartándola.

—No —dijo, con aspereza.

—¿Por qué?

—Porque no puedo perder el control, señorita Palmer, o esto saldrá muy mal.

—Si vuelves a llamarme así aunque sea una sola vez más —le dije, muy seria, pero olvidé lo que iba a explicarle, ya que él me rozó el cuello con la boca. Sus labios fueron descendiendo, trazando la curva del hombro, acercándose a un punto que le gustó y comenzó a lamer.

Enseguida, recordé lo determinado que Pritkin podía llegar a ser. Cuando se le metía una cosa en la cabeza, se… obcecaba y, en aquel momento, se había empeñado en volverme loca. Estaba haciendo un buen trabajo; había conseguido quitarme la camisa y desabrocharme el sostén con una sola mano, acariciándome levemente el pezón con un fuerte pulgar.

Le devolví el favor, pasándole las uñas por la mata de pelo rubio del pecho, dando con una pequeña protuberancia que se endureció al tacto. Jugué con ella hasta que él me apartó la mano, de nuevo. Yo gemí frustrada y continué, pasándole las manos por la cálida piel desnuda, hallando las marcas de las cicatrices, hundiendo con fuerza los dedos en sus músculos y huesos. No había delicadeza por ninguna parte, excepto la del terciopelo de su piel y el roce de su boca.

Acaricié con los labios una de las viejas cicatrices blanquecinas que tenía en el hombro, palpando su textura rugosa con la lengua.

—Por favor —suplicó Pritkin, con la voz ronca, y yo sonreí, con el rostro pegado a su piel—. No —añadió, acabando con mi paciencia.

—¡Pritkin! El sexo implica en cierto modo perder el control, ¡aunque sea un poco!

—Esto no es sexo.

Lo miré, pestañeando.

—¡Ah! Entonces, ¿qué es?

—¡Una emergencia!

Iba a replicarle, pero me lo pensé mejor. Teniendo en cuenta lo que Mircea le haría a Pritkin si alguna vez se enteraba de aquello… sí, emergencia sonaba bien.

Pero algo de lo que le había dicho debía de haberle llegado, porque sus enormes y cálidas manos empezaron a deslizarse por mi cintura. Y algo había cambiado en la forma de tocarme. El roce de sus dedos sobre mi piel era tan exquisito como el de la boca, crispándome con cada roce, enviando ondas de placer por todo mi cuerpo. Sentí como me quitaba los pantalones, y no me importó.

Una brisa fresca atravesó la habitación sin ventanas y él emitió un gruñido grave y profundo desde lo más hondo de su garganta, y empezó a trazar a besos un sendero, recorriéndome el cuerpo. El corazón me dio un extraño vuelco justo al mismo tiempo que el temor y el deseo surgían de mis entrañas. Me besó la rodilla y, luego, continuó besándome por el interior del muslo; cuando llegó al pliegue entre el muslo y la ingle, empezó a succionar y yo me estremecí al sentir el roce de su barba en mi delicada piel.

Tenía una técnica mágica, cosa que debía haber esperado, pensé debatiéndome entre las lágrimas y la hilaridad histérica.

—¿Es esto sexo ya? —pregunté, con la respiración entrecortada, cuando una boca cálida y húmeda se posó sobre mí. Reprimí una carcajada.

Era perfecto, perfecto, una resbaladiza lengua húmeda trazando unas formas que debían de ser símbolos rúnicos en el fino algodón, pero ya estaba demasiado extasiada como para distinguirlo. Me cubrió con su aliento, alternando entre hoscas formas con suaves exhalaciones, trazándolas con la punta de la lengua. Transcurrió un instante sin que se oyera nada más que el susurro de su respiración sobre mí, seguido de una delicada sacudida húmeda, una y otra vez, hasta que se me nubló la vista a causa de las lágrimas y noté mi respiración entrecortada de un momento a otro se convertiría en sollozos.

Aquella sensación me aceleraba el corazón y me arrebataba la piel, provocando que mi cuerpo anhelara más y más, como una droga. Con cada movimiento, enviaba punzadas de placer que me hacían arquear la espalda, dejándome los músculos flácidos e indefensos. Apenas noté que la brisa se tornaba más intensa, provocándome un cosquilleo en la piel y revolviéndome el cabello.

Metí la mano por la cinturilla de sus raídos pantalones. Mis dedos se deslizaron sobre una costra de sangre reseca, que se deshizo al rascarla. Debajo, solo había una piel suave y unos tersos músculos que se tensaron al tacto. Se ha curado, pensé, mareándome incluso un poco.

—¡Pritkin! Creo…

Una mano fornida me agarró de la nuca, un muslo se apretó contra el mío, y pude sentir una inconfundible presión en la piel. Alcé la vista y me topé con una mirada ida y hambrienta. Oscura y encendida, con una delgadísima corona verde rodeándole la pupila.

Me besó y, en la superficie, nada había cambiado. La sensación de su cabello entre los dedos era la misma, fresca, sedosa, incontenible. La manera en que me besaba, tan intensa que se olvidaba hasta de respirar, era también la misma, dejándonos a los dos jadeantes. Pero, de repente, lo que era una brisa se convirtió en un torrente, en un gélido estallido de poder que me aplastó, dejándome los músculos inertes como el agua.

A diferencia de la horrible sensación de estar siendo exprimida que había tenido con Rosier, aquello no dolía, aunque seguía siendo un trasvase de energía. Uno muy grande. Pritkin seguía alimentándose.