Marsden estaba allí, ayudándome a levantarme, y me decía algo que no podía oír, pero que tampoco me importaba. Lo aparté de un manotazo y me abalancé sobre la mesa en busca de la única posibilidad que Pritkin tenía: su cinturón de pociones. Pero, una vez en mi poder, comprendí que ya casi no podía ver al grupo, y si se me escapaba aunque sólo fuera uno…
Mis dedos tantearon con torpeza el cinturón, inhábiles a causa de la adrenalina, mi corazón latía repitiéndome «no hay tiempo», «no hay tiempo», frenéticamente. Al final, acabé extendiéndolo todo tan rápido como podía sacar los tubitos de sus huecos. Mi única preocupación era no darle a Billy, que se movía a toda velocidad rodeando mi cuerpo en la cocina, persiguiendo la forma suspendida de Pritkin.
Las sombras se retiraron al descansillo, esperando a que yo me quedara sin munición, lo cual ocurriría pronto. Era ahora o nunca, y me arrojé sobre Pritkin. A Billy se le ocurrió lo mismo a la vez y se abalanzó desde el otro lado, provocando que chocáramos el uno contra el otro, con el espíritu de Pritkin atrapado entre nosotros.
Por un segundo, no supe cuál de los dos lo había poseído, ni siquiera si alguno de los dos lo había logrado. Entonces, Pritkin chocó conmigo, creo que por accidente, pero bastó. Lo agarré fuertemente y lo arrastré a pesar de sus esfuerzos horrorizados por soltarse. Y, tal cual, volvimos al punto de partida.
—¡Cassandra! ¿Eres tú? —preguntó Marsden, mientras Pritkin se iba agachando. Estaba blanco y temblaba, pero aún parecía estar de una pieza. Eso es lo importante, me dije.
—No, no ha funcionado —dije, con la voz inundada de amargura—. ¡Maldita sea! ¡Hemos estado tan cerca!
Marsden me agarró del brazo.
—¿Qué ha pasado?
—Rakshasas.
—¡Se supone que no atacan a los vivos!
—Cuéntaselo a ellos. —Me arrodillé junto a Pritkin y repasé la evaluación anterior. Tenía las pupilas dilatadas, mal color y respiraba con dificultad. De repente, se desplomó sobre mis piernas y su cuerpo se relajó, adquiriendo una horrible rigidez.
—Voy a por el botiquín —dijo Marsden.
De la pared, cayó un reloj, rompiéndose en mil pedazos. Giré la cabeza.
—¿Y ahora, qué?
—Nos están asediando.
—¿Desde cuándo?
—Ha empezado hace un momento. Parece que estabas en lo cierto… el Círculo no está dispuesto a esperar a que vayamos a verlos.
—¡Pero si tú dijiste que no te atacarían!
—Los que están bajo mi mando no. Pero Saunders ha enviado a los aprendices. —Su tono sonó amargo.
—¿A quiénes?
—Jóvenes magos aún en la última fase de aprendizaje. Se unieron al Cuerpo después de que abandonara mi puesto. Saunders es el único lord protector que conocen.
—Déjame adivinarlo. Siguen sus instrucciones, ¡sean las que sean!
—Es una posibilidad nada desdeñable.
—¿Y ahora qué? ¡Porque yo no me puedo transportar! —De momento, tenía suerte de poder estar en pie.
Me puso la mano en el hombro.
—Las crisis de una en una, pequeña —me dijo, y subió corriendo las escaleras.
Acababa de desaparecer cuando Pritkin se tensó levemente y sus ojos se abrieron de repente. Me incliné sobre él y, antes de que me diera tiempo a decir nada, me agarró por detrás de la cabeza, me atrajo hacia sí y me besó. Me besó, sin melodramas ni explicación alguna, como si lo hiciéramos habitualmente.
Tener el lejano recuerdo de que besaba como un demonio era una cosa y volver a comprobarlo era otra cosa muy diferente. No hubo sutil seducción, Pritkin me besó con la boca abierta, con fuerza y avidez, hasta que sólo pude oír los latidos de mi corazón, hasta que tuve el sabor de mi sangre en sus labios y en su lengua. Me estremecí inútilmente, pero mi cuerpo quería más, de repente, lo deseaba…
Mi cerebro me informó de que no había razón alguna para hallar el olor de mi cabello ni la piel suave del pliegue de mi codo mínimamente eróticos. Me indicó que estaba, básicamente, besándome a mí misma, pero el cuerpo de Pritkin no se daba por enterado. Unas manos suaves me alzaron la camiseta, se deslizaron por mi pecho, me pellizcaron un pezón y ¡oh, Dios!
Un soplo de viento me envolvió, y sentí una punzada en todo el cuerpo. Rodeó todo mi ser sinuosamente, de forma refrescante pero no relajante, nada relajante. Me dio un escalofrío y la corriente se estremeció conmigo. En el brazo de Pritkin había un corte irregular que se ablandó, fue desapareciendo y se mezcló con la piel dorada de su bíceps. Parpadeé y, cuando volvía mirar, no había quedado siquiera una cicatriz. Era como si aquella herida jamás hubiera estado allí.
Cuando nos separamos, yo estaba aturdida y extremadamente confusa. Pritkin alzó la cabeza y tenía la mirada vidriosa, febril y algo perdida. Irradiaba una violencia contenida a duras penas que era extraña y casi desconocida, pero también, de algún modo, familiar.
Grité y me aparté tambaleante, pero él me agarró con un gesto fugaz.
—¡No! ¡Soy yo! ¡Sólo soy yo! ¡Rosier no está aquí!
Vi mi propio rostro frente a mí y había verdadera emoción en aquellos sorprendentes ojos: preocupación, dolor y una saludable dosis de aversión a sí mismos. Dejé de forcejear. Apostaría a que Rosier jamás había tenido una emoción sincera en toda su vida.
—Pero he sentido…
—Estoy herido —dijo Pritkin, ligeramente sonrojado—. Es… como una especie de acto reflejo. No voy a hacerte daño.
—¿Un acto reflejo? —No se molestó en explicármelo, tan solo se apoyó en la encimera y se levantó.
—¿Adónde crees que vas? —le pregunté.
—Tenemos que salir de aquí —dijo mientras se oía otra descarga.
—¡Pero si apenas puedes mantenerte en pie, menos aún vas a poder luchar!
—Estoy perfectamente —dijo, con terquedad.
—¡Imposible después de haber atacado a media docena de demonios tú solo! ¿Qué diablos hacías? No tenías armas, ni escudos, nada.
—Te habrían matado.
—¿Y qué creías que iban a hacer contigo? —No contestó—. ¿O acaso era lo que tenías en miente, distraerles mientras te devoraban reduciéndote a pedazos mientras yo escapaba?
—Era la única reacción razonable.
La naturalidad con la que lo dijo me crispó los nervios.
—¿Razonable? Esa era mi idea, ¡mi estúpida idea! Si alguien debía morir a causa de ella, ¡esa debería haber sido yo!
—Tu plan habría funcionado si hubieras tenido a alguien más contigo.
—¿De qué estás hablando? Esas bestias…
—Normalmente no pueden atacar a los vivos. Los líderes demoníacos hicieron un pacto hace mucho tiempo para no arrasar la Tierra, que es su coto de caza, esquilmando a sus habitantes. Cada raza tenía derecho sólo a un tipo de energía. En el caso de los rakshasas, sólo se pueden alimentar de lo que haya muerto. Pero tu cuerpo aún vivía; se supone que estabas fuera de su alcance.
—Y tú también. ¡Pero no parecía importarles!
—Rosier pidió a la Asamblea de los lores que le concedieran una exención con respecto a mí. —Sus ojos brillaban de una manera extraña, no era pena ni dolor, ni lamento, sino una terrible combinación de los tres, una especie de vacío que provocaba escalofríos—. Exención que parecen haber ampliado a tu persona también.
—No te entiendo.
Pritkin tomó aire profundamente.
—Jamás he explorado mi parte demoníaca. Es lo que Rosier quiere, por eso ha realizado este espantoso experimento. Él esperaba que, mezclando a un duende con sangre humana y con su propia sangre, crearía un demonio sin las limitaciones de su especie. Al negarme a investigar mi propia naturaleza, no le he permitido comprobar el resultado.
—Pero también te lo estás impidiendo a ti mismo. ¿Es que no tienes curiosidad por ver lo que eres capaz de hacer? ¿Las habilidades que podrías haber heredado?
—Es una preocupación continua que tengo.
—Pero tu otro lado te ha dado la inmortalidad ¿no? Así que todo no puede ser…
—Yo no soy inmortal, y mi prolongada vida es por los duendes ancestros de mi madre —contestó con brusquedad—. ¡Nada que proceda de mi padre es positivo! Ya lo está demostrando. Yo lo he frustrado, tú lo has humillado y quiere venganza.
—Pero los rakshasas no pueden hacerme daño cuando estoy dentro de mi cuerpo. Así que ¿cómo…?
—Ya has oído a Jonas: no puedes hacer tu trabajo sin recurrir a las posesiones. Pero eso hace a tu espíritu vulnerable, aunque sólo sea durante unos instantes. Y, para los rakshasas, puede ser suficiente.
—Pero mi energía como pitia parece ser inagotable. Aunque me atacaran…
—Estás confundiendo distintos tipos de energía. Los rakshasas se alimentan de la energía vital, igual que los vampiros. Tus poderes mágicos no les interesan.
Marsden bajó corriendo por las escaleras con una cesta en el brazo, pero se detuvo al ver a Pritkin en pie. De todas formas, le ofreció un frasco que contenía un lodo viscoso de color anaranjado que hervía y del que salían reflejos oscuros. Pritkin frunció el ceño, pero se bebió la mitad antes de que me diera tiempo a preguntar de qué se trataba.
—Es una poción energética —explicó Marsden, mirándome—. Es inocua.
Y asquerosa, a juzgar por la expresión en el rostro de Pritkin.
—Si me la tomo, ¿podré sacarnos a los tres de aquí? —pregunté, y una jarra de agua se tambaleó en la encimera y acabó estrellándose contra las baldosas del suelo.
—Oh no. No es tan fuerte. Sólo aporta un poquito de energía, por decirlo así, pero no hay de qué preocuparse. Hay otra forma de salir de aquí.
Pritkin gruñó.
—¡Dime que no te trajiste esa jodida cosa contigo!
Marsden se mostró ofendido.
—¡Debo recordarte que con esa jodida cosa obtuve seis títulos!
—¡Y casi acaba contigo al menos otras tantas veces!
—Son los riesgos del deporte.
Pritkin asió su gabardina y sus armas mientras los electrodomésticos se tambaleaban y los platos repicaban en el armario. Al echar un vistazo por la ventana supe por qué: había unos rayos de energía explotando uno detrás del otro contra una burbuja de protección que había justo detrás del jardín. Ninguno la atravesó, pero cada uno de los impactos hacía temblar toda la casa.
Marsden abrió la puerta trasera y nos condujo apresuradamente hacia el jardín. Detrás de la zona cultivada había un claro lleno de hierbas que rodeaban una pequeña estructura de ladrillo. Encendió las luces, empezó a tirar de una lona dejando al descubierto lo que resultó ser un reluciente descapotable rojo. Obviamente, era un clásico, largo y bajo, con los guardabarros muy altos y unos extraños faros delanteros que sumaban un total de tres.
—Es un Alfa Romeo Spider —nos informó, con una sonrisa maliciosa—. Es el mejor coche de carreras que se ha construido. Lo compré de fábrica en 1932. —Se sentó al volante y Orion, el perro poseído, saltó al asiento del copiloto. Me resultó algo escalofriante, ya que ni siquiera me había percatado de que se encontrara allí—. ¡Entrad! ¡Entrad! —nos urgió Marsden con impaciencia.
—Sólo tiene dos asientos —indiqué, y Orion ocupaba todo el de delante.
—Cabemos todos —dijo Marsden, con la confianza de quien ya tiene su asiento.
—¿Crees que podemos ser más rápidos que ellos? —pregunté, escéptica, mientras Pritkin y yo tratábamos de estrujar nuestros cuerpos en un volumen negativo de espacio.
—¡Sé que podemos! —gritó Marsden, encendiendo el motor.
El garaje tembló y la puerta se abrió, mostrando a una decena de magos tratando de entrar todos a la vez. Pritkin murmuró algo, y yo vi a varios de ellos atascarse entre unas enredaderas del tamaño de mi pierna. Pero no importaba, porque el resto se dirigía hacia nosotros cuando empezamos a movernos, justo contra la pared del garaje.
—¡Marsden! —grité, pero él pisó a fondo y aquella antigualla avanzó de un salto con un rugido que hizo temblar todo el chasis, lanzándose contra la pared de ladrillo de aspecto muy sólido.
Pero, en lugar de chocar contra los ladrillos, saltamos sobre un haz de luz blanca. Era de una intensidad cegadora, y emitía un resplandor matador que, en comparación, hacía que aquel soleado día pareciera sombrío. De repente, el garaje desapareció tras nosotros.
Me coloqué en el asiento, dejando al perro diablo sobre las alfombrillas, entre mis piernas. Pritkin tomó una posición privilegiada detrás de mí, con el trasero sobre el maletero y los pies enredados en los cinturones de seguridad para evitar salir disparado. Finalmente, los ojos se me adaptaron a la luz y pude mirar por la ventanilla y ver un paisaje blanco, resplandeciente pero frío, provocando destellos como de un diamante en la superficie del coche.
Nos encontrábamos en una línea Ley. Pero aquella hacía que la línea del cañón del Chaco pareciera una carretera comarcal. Era tan ancha que la vista no abarcaba sus bordes. Pero sí pude ver unas sombras oscuras tras nosotros, como minúsculas nubes que oscurecían el sol.
—Ya ves, creo que fue por aquí por donde vine —dije, tratando de que no me temblara la voz.
—¡No te preocupes! —me dijo Marsden, pisando el acelerador—. ¡Gané tres títulos mundiales con este coche!
—Jonas era piloto de carreras —me explicó Pritkin.
—¿Corrías en las líneas Ley?
—Antes. Lo dejé hace unos años.
—Querrás decir que te obligaron a dejarlo —le corrigió Pritkin.
—¿Por qué? —pregunté, con temor.
—La envidia —dijo Marsden, golpeando el salpicadero—. Simple y llanamente.
—Porque es extremadamente peligroso aun para los reflejos de un joven —advirtió Pritkin—. No querían verte saltar por los aires.
—¿Saltar por los aires?
—No hay de qué preocuparse —me aseguró Marsden—. Tenemos escudos.
En aquel momento, me percaté de que el coche entero estaba rodeado de un escudo dorado, extendido a nuestro alrededor como una burbuja de jabón alargada y con un aspecto de similar resistencia. Había visto algo parecido en otra ocasión, una protección mágica que permitía a un vehículo transportar a varios pasajeros para desplazarse por las líneas. Me sentí algo más tranquila… durante unos diez segundos. Hasta que un rayo de energía pasó por nuestro lado, lanzado por los magos que nos perseguían, los mismos que habían derribado el escudo de aspecto mucho más sólido de la casa.
Pritkin se volvió, tumbándose sobre el maletero del coche para lanzarles un sortilegio.
—¿Recuerdas lo que pasó la última vez que alguien hizo eso? —chillé, agarrándolo del cinturón.
—¡La línea Belenus es completamente estable! —me dijo, y Marsden entró en una zona de turbulencias. Si no lo llego a tener agarrado, Pritkin hubiera salido por los aires, llevándose mi cuerpo consigo. Así que caímos hacia atrás con fuerza, Orion aulló y Marsden rió estridentemente como el loco que era.
Algo chocó contra el escudo que nos rodeaba, empujando el coche y provocándome casi un traumatismo cervical.
—¡Marsden! —grité—. ¡Nos están alcanzando!
—¡No por mucho tiempo! —Dio un volantazo a la derecha, y se me salió medio cuerpo del coche. Pritkin me agarró, tirando de mí con tanta fuerza que casi no me moví. Salimos de la línea en una lluvia de fuego blanquecino y plateado, arrojándonos al aire.
Tardé unos segundos en comprender lo que estaba pasando, porque el penetrante frío me atravesó como un puño, cortándome la respiración. Era como si me hubieran envuelto el cuerpo en una vaina de hielo. Traté de moverme, pero no ocurrió nada. Decidí que, probablemente, debería preocuparme por no sentir las piernas, pero estaba demasiado ocupada aterrorizándome ante el hecho de que, aparentemente, no era capaz de respirar.
La mayoría de los sentidos no me funcionaban: todo estaba en el más absoluto silencio, y si había algo de viento, yo no lo sentía. Miré en derredor, pero no había mucho que ver. Las únicas nubes estaban a kilómetros de distancia, y el cielo era de un increíble y asombroso azul…
Comprendí que eran las vistas desde un avión, sólo que no nos encontrábamos dentro de ningún avión. Ni siquiera estábamos en el escudo, porque sólo estaba diseñado para funcionar dentro de una línea Ley. Estábamos a miles de metros de altitud en un coche que no tenía por qué estar allí. Miré a la tierra, tan ridículamente lejana a nuestros pies, pero no pude tomar el aire suficiente para poder gritar.
Entonces, me lanzaron de nuevo a mi asiento mientras Marsden ponía el vehículo en picado hacia el suelo. El viento provocado por nuestra repentina caída me entraba en los ojos y no podía ver nada, ni respirar, ni pensar de puro terror. Íbamos a morir, pensé, sin entender nada, íbamos a morir todos, y, entonces, caímos en otra línea Ley.
Aquella era minúscula y el coche cabía a duras penas, casi rozaba las partes laterales de la burbuja, que se había recompuesto. Durante los escasos segundos que habíamos estado en el exterior, se me habían congelado las cejas, mi piel había adquirido un tono violáceo y juro que los ojos se me habían helado. Parpadeé varias veces, tratando de ver algo, y, finalmente, lo logré: justo a tiempo para ver que entrábamos en un túnel de llamas bermejas.
Había logrado tomar aire, así que lo empleé para gritar, pero el ruido del motor ahogó mi aullido. Una vez agotado el grito y destrozada la garganta, aún seguíamos cayendo. Era como estar en una montaña rusa sin plataforma. El cinturón de seguridad me presionaba los muslos, amenazando con biseccionarme; el perro diabólico flotaba en el aire y Pritkin se agarraba con ambas manos al asiento para no salir disparado hacia la parte superior de la burbuja. Y aún así, entramos.
A continuación, el rojo vivo adoptó un tono carmesí cuando atravesamos una especie de frontera. El coche pasó de una caída casi en horizontal a una inclinación pronunciada, haciendo que se me volviera a salir medio cuerpo. Extendí el brazo en un intento por aferrarme a algo, lo que fuera, por sujetarme, y caímos en un agua helada.
Parte del coche estaba fuera de los estrechos límites de la línea, dibujando un agujero en el escudo. Se me había salido el brazo por el hueco y por él entraba un torrente de agua. Silbaba en contacto con la energía de la línea, arrojándome sobre el rostro una nube de vapor.
—¡Vuelve adentro! —gritó Marsden—. ¡No veo nada!
—¡Eso intento! —gruñí, mientras el impulso del vehículo hacía todo lo posible por arrancarme el brazo.
Pritkin trató de tirar de mí. Pero, con mi fuerza, no funcionó. Me volví, sujetándome al lateral del coche con los pies, y tiré. Mi brazo salió del agujero, el coche volvió bruscamente a la línea, y el perro diablo se escurrió, lanzándome a la cara un montón de pelo mojado.
—El canal —gritó Marsden, con semblante sereno, excepto por la gran energía que desprendían sus ojos—. Y, si fuera tú, yo metería las manos dentro del coche. La energía de la línea tiende a atraer la atención. Una vez me salí un poco del camino y lo siguiente que vi fue a aquel enorme delfín en el asiento del copiloto, aleteando, retorciéndose y golpeándome con la cola. Me costó Dios y ayuda sacarlo de allí. Me costó la carrera.
Me quedé mirándolo hasta que atrajo mi atención una enorme sombra oscura que flotaba fuera de la línea. Apenas se podía distinguir entre las lenguas de energía, pero, fácilmente, tenía el tamaño de una casa.
—Ballena —dijo Pritkin, tras de mí—. Algunos animales son capaces de percibir las líneas; no sabemos cómo lo hacen.
—¡Malditas bestias! —exclamó Marsden—. Por eso murió Cavanaugh. En mitad del campeonato del All Britain en el cincuenta y seis, y una de esas gigantes azules decide romper la línea. Se sumergió justo delante de él. La muy idiota.
—Entonces, quizá deberíamos tratar de dejar a esta atrás —indicó Pritkin.
Aparentemente, a Marsden le debió de parecer bien, porque pisó a fondo. Salimos disparados hacia delante siguiendo un camino retorcido y peligroso, pero la ballena nos seguía de cerca, saltando y zambulléndose, siguiendo el mismo recorrido demencial desde el exterior. Hasta que, de repente, volvimos a dar un salto, dejando tras nosotros el océano junto con la línea Ley.
Yo quedé colgada del lateral del coche, mirando abajo al océano y a la enorme cabeza que se sumergió por un momento entre las olas grisáceas y luego desapareció. Seguimos ascendiendo unos segundos más y, a continuación, empezamos a caer como el pedazo de hierro que éramos. Yo esperaba que surgiera otra línea que nos rescatara, pero no ocurrió nada y las olas estaban tan cerca que podía ver la espuela en las crestas y…
Caímos sobre una brillante línea púrpura y salimos disparados hacia delante justo sobre las olas.
—¿No podemos reducir un poco la velocidad? —exclamé.
Marsden negó con la cabeza, con su blanca melena enmarañada echada hacia atrás a causa del aire.
—Tenemos que coger velocidad. Algunos están saltando hacia nosotros.
Pritkin emitió un sonido que se parecía sospechosamente a un gimoteo, y yo agarré a Marsden del hombro.
—¿Saltando?
—Sí, como una piedra en un estanque. Allá vamos —dijo, y, al segundo, estábamos de nuevo en el fino aire. Algo me golpeó en la cara antes de que me diera tiempo a indicar que los coches de hierro no flotan, luego, entramos en otra línea, esta vez amarilla, de la que salimos en un abrir y cerrar de ojos antes de ser lanzados al aire y dar con una línea color púrpura. Todo transcurrió en unos quince segundos.
—¿Ves? Saltando —dijo Marsden con tono jovial.
Yo no dije nada; temía ponerme a vomitar.
Dejamos la línea púrpura al pie de unos acantilados, girando y dando volteretas entre una atónita bandada de gaviotas y atravesando la espuria de las olas antes de emerger sobre una línea azul. Aquella se dirigía tierra adentro, gracias a Dios, y Marsden me dio un golpecito en la pierna.
—Casi hemos llegado.
—¿A dónde? —chillé mientras volvíamos a volar por los aires.
Yo miraba aturdida un mosaico de campos amarillos, y luego, volvimos a caer sobre el océano plateado de la línea Belenus. Pero, esta vez, estaba bloqueada por la presencia de una enorme masa oscura que se extendía a ambos lados.
—Barrera —dijo Pritkin, un poco chillón.
—Sí, gracias, John —dijo Marsden, y giró el volante. El coche chocó con el lateral de la línea, cayó en picado y se puso boca abajo. Pasamos sin rozar, de milagro, la parte superior de la barrera, dejando medio centímetro de distancia, completando una ágil voltereta tras la cual empezaron a temblarme las manos y se me revolvió el estómago. La barrera se difuminó tras nosotros mientras los vagos se apresuraban a alcanzarnos.
—¿Cómo sabían que volveríamos? —inquirió Pritkin mientras avanzábamos a toda velocidad.
—Uno de ellos debe de ser piloto —dijo Marsden, con semblante irritado—. Yo mismo tracé ese recorrido hace unos años y las jóvenes promesas suelen utilizarlo para practicar. Debería haber tomado una ruta alternativa, pero no hay de qué preocuparse. Enseguida los perderemos.
Señaló al frente. Yo, observaba a los magos que nos perseguían, me volví de nuevo y vi una estela de colores delante de mis ojos. Un fogonazo de luz ardía delante de nosotros, como una cortina de fuego extendida en el mismo centro de la línea. Era casi imposible mirarla directamente. Las llamaradas de energía amenazaban con quemarme la retina, y su resplandor atravesaba incluso las manos que me había colocado sobre los ojos.
—Vamos a coger un atajo —dijo Pritkin.
—¿Un atajo? ¿Por qué será que no me gusta cómo suena eso?
—Sí. Trata de tranquilizarte, Cassie —me aconsejó Marsden. Lo miré fijamente, preguntándome si estaba tratando de hacerse el gracioso. Porque, a pesar de que había cambiado a una marcha más baja, parecíamos estar ganando velocidad, ya que algo parecía estar empujándonos. Me percaté de que Marsden no estaba tratando de evitarlo; había aminorado la velocidad suicida sólo para poder manejarse mejor contra las malignas corrientes que aquella cosa lanzaba.
—¿Qué es eso?
—Un pequeño torbellino —me informó Pritkin. Parecía tenso.
—¿Pequeño? —Aquello parecía una supernova. Y me asaltó una idea más importante—. Espera. ¿Vamos a entrar ahí?
—Oh no. Moriríamos —contestó Marsden con tranquilidad. A continuación, el fenómeno nos atrapó y avanzamos a toda velocidad, a lo que podrían ser más de trescientos kilómetros por hora.
Grité y me agarré de Pritkin, que trataba de lanzar hechizos aun estando girando, volteando y siendo lanzados hacia el lado exterior del fenómeno y entonces…
Calma chicha. Por un instante, nos quedamos colgados en el centro blanco de la vorágine, la energía palpitaba a nuestro alrededor, como el latido del corazón de alguna bestia gigante. Enseguida, estábamos en otro lugar completamente distinto.
Otras veces había sentido el peso del tiempo presionándome, estirándome, hasta que me sentí como si mi cuerpo abarcara todo el planeta. Pero aquello no tenía nada que ver. No había gravedad sobre mí, ni huesos, ni células combándose, ni nada. Era casi como volver al sudario, sólo que éste había provocado la anulación de los sentidos. Aquello no tenía sentidos que anular.
Traté de respirar, en mitad del pánico que amenazaba con apoderarse de mí, pero ni siquiera estaba segura de seguir teniendo pulmones. Traté de extender el brazo, desesperada por sentir, por ver, por oír algo, pero, si tenía manos, no parecían estar conectadas a nada. Por un largo instante, realmente creí estar muerta, que algo había salido terriblemente mal y que nos quedaríamos ahí, ahogándonos en medio de la nada, para siempre.
Hasta que caí de nuevo sobre mi asiento. Ahora no podía quejarme de la falta de sensaciones. En un instante, pasé de no estar segura de poseer piel y huesos, a un cuerpo envuelto de dolor. Lo tenía en todas partes, desde mi cabeza latente a mi trasero amoratado, pasando por el penetrante dolor que irradiaba desde el vientre, donde el cinturón de seguridad hacía todo lo posible por partirme en dos.
Pero el dolor no era el principal problema. Alcé aterrorizada la vista hacia el millar de líneas de energía que se entrecruzaban en derredor: vibrantes verdes y refulgentes dorados, gélidos azules, intensos tonos argentados, estremecedores torrentes del color del ébano, sanguinolentos rojos. Podría haber localizado las líneas aun estando ciega: los tonos bronces sonaban como el tañido de una campana, se podía escuchar el murmullo del azul como un riachuelo, el crepitar del púrpura como el de un rayo, los aullidos del rojo…
—Hemos saltado a la colina de Glastonbury Tor —explicó Pritkin, algo pálido—. El vórtice más grande de todo el Reino Unido.
—¿Saltado?
—Para los trayectos cortos, se coge una línea Ley —dijo Marsden—. Si da la casualidad de que haya una que lleve hasta donde quieras ir. Para los trayectos largos, se coge una línea que conduzca hasta el mayor vórtice más cercano. Todos los vórtices del mundo están interconectados en el plano metafísico, ya sabes, con las corrientes que fluyen entre ellos. Si coges el adecuado, puedes saltar de un vórtice a otro.
Agité la cabeza, atontada.
—Aquí no hay espacio —dijo, intentándolo de nuevo—. Sólo energía, por lo que no existe la distancia.
Intimidada, miré en derredor hacia las corrientes de energía que fluían y nos rodeaban, enroscándose en torno al eje del enorme vórtice. A aquella distancia, era como el corazón de un gigante, y las líneas Ley entraban y salían de él como venas de colores brillantes, y la energía latía a nuestro alrededor en un luminoso giro estroboscópico. Dondequiera que mirara, los colores se mezclaban, reflejándose en todo, pintando el coche en una docena de matices. Era como nos encontráramos nadando en un agua multicolor.
Si el hundimiento de una pequeña línea Ley podía suministrar energía a MAGIA, ¿qué haría algo como aquello? ¿Por qué nadie recogía toda esa energía? —pregunté, asombrada—. Podría darle energía a… todo.
—A lo largo de todas las generaciones siempre ha habido quien lo ha intentando —contestó Marsden—. Pero ninguno de los escudos que hayamos construido jamás puede resistir las fuerzas internas ni siquiera de un pequeño vórtice. —Me lanzó una mirada crítica—. ¿Te has recompuesto ya? Porque me temo que tendremos que dar otro salto.
—¿Otro más? —inquirí, asustada—. ¿Duelen todos igual?
—Una vez que lo hayas hecho varias veces, no. El truco está en aflojar los músculos. —Chasqueó los dedos y el perro diablo hizo una demostración derrumbándose sobre mi pierna con la lengua sacada.
—¿Ves?
—Al menos, esta vez no debería haber nadie persiguiéndonos —añadió Pritkin—. Los escudos individuales no son suficientemente resistentes contra fuerzas tan próximas a los vórtices. Los que nos seguían no deberían haber sido capaces de seguirnos…
No llegó a concluir la frase porque una decena de formas surgieron de la nada, todas apiñadas formando una gran plancha oscura.
—A menos que hayan unidos sus escudos —añadió Marsden amargamente y encendió el motor del coche.
Afortunadamente para nosotros, los aprendices parecían tan aturdidos como yo, lo cual nos brindó algo de ventaja aunque, al echar la vista atrás, comprobamos que algunos ya corrían hacia nosotros. Marsden viró repentinamente a la derecha y con el motor rugiendo, penetramos en mitad de una línea color verde manzana. Esperó a los magos que nos seguían y, entonces, dio marcha atrás.
Éramos libres y nos encontrábamos de nuevo en medio de la nada en la corona de los vórtices por un momento, hasta que nos volvió a atrapar aquella terrible sensación de caída libre. Y Marsden me había mentido, el muy mangón. Dejarme caer no me ayudaba en absoluto. Entonces, nos precipitamos en medio de un mundo bermejo. Pero no era el rojo de una línea Ley; era el resplandor cegador de kilómetros de arena tostada por el sol.
Caímos sobre una serpiente negra de asfalto con una sacudida, un chirrío de neumáticos y un acelerón. Las sombras oscuras de los magos de la guerra cayeron sobre la carretera, tras nosotros; cuatro, no, cinco, que habían logrado seguir nuestro frenético paso. Pero ellos iban a pie y nosotros íbamos motorizados. Marsden los dejó en la cuneta.
Mientras tuve los ojos cerrados, habíamos saltado al vórtice del cañón del Chaco en Nuevo Méjico. Media hora más tarde, saltamos a la reluciente línea azul que llevaba hasta Nevada y hasta el Dante. No transcurrió mucho tiempo hasta que divisamos una enorme mancha negra en el horizonte. Se parecía a la barrera que los magos habían construido, excepto por el hecho de que no había brechas en torno a aquella mancha. Pero sí había otras cosas.
Había haces de luz corriendo de un lado a otro. Los podía ver por el rabillo del ojo, pero no los podía ver directamente. Pero, aún así, sólo el vasto número de ellos resultaba asombroso. Parecían un caleidoscopio de cristal, cambiando constantemente a nuestro alrededor.
Miré atrás a Pritkin, y la expresión de su rostro me bastó para saber que yo estaba en lo cierto.
—Rakshasas —murmuró. Supongo que, en aquella cantidad, hasta mis ojos eran capaces de verlos.
—¿Dónde? —preguntó Marsden.
—Alrededor de la protección. Miles.
—¿Cómo sabían que íbamos a venir? —pregunté, tratando de hacer caso omiso del vello que se me había puesto de punta.
—No lo sabían. Y, aunque lo hubieran sabido, dos de nosotros no habríamos podido alimentar a tantos. —Pritkin miró con inquietud a su alrededor—. Aquello era como cuando se avecinaba una tormenta. Cuando esperan un botín de miles…
—Bueno, mientras permanezcan al otro lado de la protección, no tendremos que preocuparnos por ellos más —dijo Marsden, yendo directamente hacia ellos.
—¿Qué estás haciendo? —grité mientras un muro de oscuridad se alzaba sobre nosotros.
—La protección está diseñada para dejarte pasar ¿verdad?
—¡No lo sé!
—Bueno, pues pronto lo averiguaremos —dijo, mientras un enjambre de puntos negros se separó de la base de la estructura principal. En unos segundos, estaban tan cerca que pude identificarlos: eran magos de la guerra. Al parecer, Saunders se nos había adelantado.
Algunos vinieron directamente hacia nosotros mientras que otros se quedaron en la base de la protección, aguardando a que aterrizáramos, según supuse. Pritkin soltó un sortilegio que lanzó por los aires a los que había justo frente a nosotros, pero volvieron a formar casi instantáneamente y sacudieron el coche con media docena de hechizos. El perro diablo aulló y yo hundí los dedos en su piel, no sé muy bien si para tranquilizarlo o para sujetarlo.
—Jonas… —empezó a decir Pritkin.
—Lo lograremos —dijo Marsden con serenidad.
—¡No si nos atacan con otro sortilegio combinado!
—Sí, pero para hacerlo, tendrán que atraparnos, ¿no?
El coche salió disparado, dirigiéndose hacia la torre negra y el enjambre de magos que había delante.
No me importaban. A aquella velocidad, no les iba a quedar nada que atacar. Nos íbamos a estrellar contra la protección del Dante como insectos en un parabrisas.
Agarré a Marsden del brazo, con los dedos ya sin fuerzas, suplicándole en silencio que diera la vuelta. Él me miró y me dio unos golpecitos en la mano afectuosamente.
—¿Dónde te vas a quedar?
—¿Qué?
—Tú habitación. ¿Dónde está?
—En el ático.
—Bien —murmuró, y chocamos contra el muro de oscuridad.
Grité, Pritkin empezó a lanzar improperios y Marsden se echó a reír y, luego, salimos por el otro lado, y la protección se disolvió como el humo frente a nosotros.
En el Dante, aún era de noche, la luna colgaba pesadamente sobre el casino, con un tono anaranjado. Podía ver el color porque salimos disparados de la línea durante diez segundos, dejando atrás a nuestros perseguidores, hasta que volvimos a zambullirnos en el remolino azul eléctrico. Marsden había conseguido confundir a nuestros jodidos perseguidores, que subían a medida que nosotros bajábamos. Había hecho un buen trabajo conmigo también. Miré a mi alrededor sin expresión en la mirada, sin saber siquiera si seguíamos boca arriba.
Entonces, vi al edificio dirigiéndose directamente hacia nosotros.
—¡Frena! —grité—. ¡Vamos a chocar!
—Tonterías —me dijo, y se sumergió en medio de un bosque de vehículos que recorrían la línea Ley.
El interior de la protección era como un atracadero. Sorteamos un velero con las velas arriadas dentro de su burbuja de protección, adelantamos a un moderno yate de lujo con tumbonas repartidas por su brillante cubierta de madera y a una barcaza con forma de dragón, muy familiar. Era la flota personal de transporte del cónsul chino. Supuse que el resto pertenecería a sus homólogos, algo por lo que no me habría preocupado si no hubiera sido porque estábamos agrupados en torno a la torre equivocada.
La mía.
—¡Oh, mierda!
—¡Uno nunca encuentra aparcamiento cuando lo necesita! —exclamó Marsden justo en el mismo instante en que un sortilegio perforaba nuestra defensa, arrojándonos contra la puerta del balcón. Me dio tiempo a ver un grupo de rostros atónitos mirándonos fijamente y, luego, atravesamos las cristaleras, rompiéndolas en añicos, haciendo saltar por los aires todos los taburetes y destrozando los sillones.
Chocamos contra la pared que llevaba hasta el comedor, pero rebotamos como si estuviera hecha de goma, en lugar de madera y yeso. Volvimos a la habitación, llevándonos por delante un par de macetas y un indio de madera. Durante algunos segundos, la habitación se convirtió en una maraña de colores y sonidos hasta que, finalmente, nos detuvimos junto a los sofás destrozados.
La cornamenta de la lámpara de araña se agitaba con fuerza sobre nuestras cabezas, lanzando destellos de luz por todas partes. Abracé al perro diablo contra mi pecho y miré a Marsden furiosa. Él tenía una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Creía que nos habías dicho que no chocaríamos!
Me dio una palmadita en el hombro y se echó a reír.
—Ha sido sólo un choquecito. ¡Y me encanta hacer una entrada sonada!