23

Cuando volvimos, Marsden tenía harina hasta en los codos; estaba haciendo pasta casera, dándole forma con un rodillo.

—Voy a hacer lasaña para comer —nos informó—, ¿queréis quedaros? —A pesar de que acababa de desayunar, mi estómago prestado empezó a rugir embarazosamente. Lo miré disgustada y Marsden se echó a reír—. ¿Debo tomarme eso como un sí?

Pritkin subió al piso de arriba a por sus armas, y yo me senté en la mesa a escuchar las historias que Marsden me contaba sobre Agnes. Historias poco creíbles.

—Se quedó contigo —le dije—. No estuvo liada con César.

—Debo admitir que aquello no me lo tragué…

—No es posible que se pudiera transportar tan atrás —expliqué—. La habría matado.

—Oh, te aseguro que sí que podía. Viajó aún más lejos en más de una ocasión.

—Pues no sé cómo. Lo más lejos que me he transportado ha sido hasta el siglo XVI, pero fue en espíritu. No sé si podría hacerlo tan lejos con el cuerpo.

Golpeó la mesa con el rodillo y resonó como si fuera un mazo.

—¿Has sido capaz de transportarte en el tiempo con el cuerpo? —Parecía sorprendido.

—Eh, sí.

—¿Y por qué lo hiciste?

—Porque, cuando me transporto en espíritu no me puedo quedar el tiempo suficiente para poder hacer nada. Soy como un fantasma sin nada que poseer, la energía se me termina en unas horas y temo que volver. Por no mencionar que tratar de hacer algo sin un cuerpo es muy…

—¡Pero puedes poseer otros cuerpos! Eres pitia. ¡Puedes poseer a quien quieras! Esa es la razón por la que tienes ese poder, ¡para que transportarte sea menos peligroso!

No contesté, pero pensé en la herida que Agnes tenía en el hombro. Al parecer, no se lo había contado todo a Marsden. Probablemente, no había querido preocuparlo, pero obviamente, había viajado con su cuerpo un par de veces. Puede que hubiera misiones en las que poseer a otra persona fuera demasiado peligroso. Que dispararan a la persona a la que estaban poseyendo podría fastidiar la propia línea temporal que estaba tratando de arreglar. O puede que, como a mí, no le gustaran las posesiones.

—¿Y tú cómo sabes eso, Jonas? —preguntó Pritkin desde la escalera, con su vieja gabardina colgada de los hombros.

—Se lo oí decir a lady Phemonoe —dijo Marsden, asiendo un cuchillo y una tabla de cortar y poniendo sobre ella unas cuantas cebollas.

—Es extraño que no se lo contara nunca a nadie más —dijo Pritkin, entregándome sus botas. Las cogí agradecida. El verano en Gran Bretaña es muy diferente a julio en Nevada y tenía los dedos de los pies helados.

Marsden parecía un poco elusivo.

—Sí, bueno, es que estuvimos trabajando juntos mucho tiempo y… ella confiaba en mí.

Pritkin entrecerró los ojos.

—¿Tanto como para soltarte secretos tan antiguos?

—Tampoco solíamos tener conversaciones muy profundas. Fue solo… que se le escapaban cosas sueltas.

—¿Qué se le escapaban cosas? —repitió Pritkin, y hubo algo en su tono de voz que hizo a Marsden sonrojarse.

—¡John!

—Jonas, ¿te estás poniendo colorado?

—¡Es que hace calor aquí dentro! —exclamó Marsden, irritado—. Podrías haber instalado un extractor o algo. —Tenía abierta una ventana, pero la mayor parte del aromático vapor había optado por quedarse dentro de la cocina.

—Eso es un poquito difícil teniendo paredes de piedra —contestó Pritkin, con sequedad—. Y te estás desviando del tema.

Marsden me miró.

—¿Sabes qué?, creo que me hace falta un poco más de albahaca. Cassie, ¿te importaría?

—Oh, sí me importaría —contesté, clavando los codos en la mesa y mirándole con expectación.

Lanzó un suspiro y echó las cebollas a la olla que había puesta en el fuego, dándonos la espalda en el proceso.

—Ella era… éramos… buenos amigos y buenos compañeros.

No fue tanto lo que dijo como la forma en que lo dijo.

—¡Uau! —exclamé, impresionada—. Tú y César…

Marsden echó unos champiñones en un escurridor con algo más de fuerza de lo necesario.

—Sí, bueno, si tú lo dices. Pero, esa no es la cuestión ¿no? La cuestión es que lo has estado haciendo mal, chiquilla.

—Sí. Hay que ver. Habiendo recibido mis treinta segundos de entrenamiento.

—¡Tienes suerte de seguir viva! —dijo severamente—. ¿Tienes alguna idea de la cantidad de enfermedades que podrías haber contraído en el pasado? ¿De cuántas veces podrías haber ingerido algo que, siendo perfectamente inocuo para la gente de la época, a ti te habría matado? ¡Eso, suponiendo que el mago oscuro al que persigues no te mate primero!

—¿Acaso importa eso mucho? —pregunté, nerviosa—. ¿Lo de que los magos viajen en el tiempo?

—Consume una cantidad extraordinaria de energía y hay pocos capaces de conseguir o controlar tanta. La mayoría de los que lo intentan acaban muertos mucho antes de que tengamos siquiera que preocuparnos por ellos. Nos dejan tranquilos para que podamos ocuparnos de otras responsabilidades.

—¿Como cuáles?

Marsden, con un movimiento samurái, cogió unos cuantos ajos.

—Muchas cosas. Ya hemos hablado de la gente que estará esperando a que les leas el futuro y les aconsejes.

—Ver el futuro es… problemático.

—No obstante, la gente va a querer que lo intentes, así como que presidas la corte de la pitia y supervises a los iniciados; es uno de los principales deberes de una pitia.

—Sé que me voy a arrepentir de habértelo preguntado, pero, ¿qué es exactamente la corte de la pitia?

—Es una corte de mediación para las disputas de mayor nivel entre la comunidad sobrenatural. Por ejemplo, si el Consejo del clan de los weres tuvieran una disputa con el Senado vampírico que no fueran capaz de resolver ellos solos, pueden venir a ti en un intento por evitar un baño de sangre. La pitia puede actuar de mediadora en estos casos porque sólo ella puede ver cómo terminará el conflicto si no se resuelve.

Tragué saliva. Genial. Otra cosa más que no sabría hacer. Tampoco es que importara mucho. La mitad de la comunidad sobrenatural me quería muerta, y la otra mitad me consideraba su títere. Ninguno de los dos grupos iba a escuchar ni una puñetera palabra de lo que yo dijera.

Y, en cuanto a los iniciados, no se me ocurría ninguna situación en la que yo pudiera ir a pedirles su opinión. Myra había resultado ser nefasta; no me hacía ninguna falta tener a toda una corte aguardando a que yo actuara. Ni intentado ayudarme a hacerlo.

Alcé la vista y encontré que Marsden me miraba con suspicacia.

—Por favor, dime que no es la primera vez que oyes hablar de todo esto —me rogó.

—Vale, pues no te lo digo.

El cuchillo golpeó la tabla de cortar con fuerza suficiente para partirla. Lo dejó, mirando furioso a Pritkin.

—¡Tendrías que habérmela traído antes de que todo esto pasara! ¡Necesita entrenamiento!

—Lo habría hecho, si me hubieras dicho que estabas dispuesto a dárselo.

—Lo habría hecho, si me hubieras comentado que andabas por ahí con la nueva pitia. ¡Antes siempre me mantenías informado sobre este tipo de nimiedades!

—Espera un segundo. —Agarré a Marsden por la muñeca para que dejara de trocear lo que quiera que estuviera troceando—. ¿Tú podrías entrenarme?

—No de la misma forma en que Agnes podría haberlo hecho. Yo te puedo contar lo que he visto y observado durante décadas, pero yo no temo tu poder. No puedo ayudarte con las posesiones, por ejemplo.

—Detesto las posesiones.

—Pues pareces estar llevando ésta bastante bien.

—Éste es un intercambio de cuerpos, no una posesión.

—Pura semántica —dijo, brusco.

—No. No lo es —contesté, rotunda—. No hay nadie dentro de mi mente y no se le está haciendo daño a nadie.

Marsden me miró con impaciencia.

—Siento que la idea te haya resultado desagradable, ¡pero estamos hablando de tu vida!

—No, estamos hablando de otra persona.

—Razón por la cual necesitas entrenamiento. Los demás iniciados no cuestionan la necesidad de tener que realizar acciones desagradables de vez en cuando.

Sí. Seguro que no. Al Círculo le gustaban los jóvenes con el cerebro lavado desde la infancia. Seguramente, se meterían en una hoguera si el Círculo se lo ordenara, sin cuestionarlo jamás. Pero ese no era mi estilo. Y si Marsden y yo íbamos a trabajar juntos, tenía que entenderlo.

—Yo no temo derecho a robarle a nadie parte de su vida, ponerlo en peligro para protegerme a mí misma y seguramente dejarlo traumatizado para siempre —le dije, en voz baja.

—Estás exagerando —insistió, con terquedad—. Y es por el bien común.

—Lo cual tiene mucho sentido, siempre que seas tú al que van a joder por el bien de los demás.

—¡Tú no tienes por qué cuestionar un sistema cuando ni siquiera sabes cómo funciona!

—Pero Apolo sí que lo sabe —indicó Pritkin. Había permanecido en silencio durante nuestra discusión, sentado junto a una mesita cerca de la pared, limpiando sus armas de manera mecánica. Pero, al parecer, había estado al tanto, porque su voz tenía un tono muy claro—. Él está preparado para actuar dentro del status quo y tendrá un plan de acción para responder a cualquier movimiento que hagamos siguiéndolo. Si queremos vencerlo, tendremos que aprender a pensar de otra forma diferente.

—¡Tú mantente al margen, John! —le ordenó Marsden, con brusquedad.

—¿Por qué? —le pregunté—. Tiene razón.

Marsden me miró exasperado.

—Las normas están para protegerte…

—Pues a Agnes no la protegieron.

Por primera vez, Marsden parecía realmente furioso. Supongo que no estaba acostumbrado a que le contradijeran.

—¡Fue envenenada por culpa de la incompetencia del Círculo! De todas las razones que tengo para despreciar a Saunders, ¡esa es la de más peso! Mientras yo permanecí en mi puesto, ella siempre estuvo protegida. Igual que lo estarás tú cuando yo regrese a mi lugar.

Le puse la mano en el hombro. Tenía los músculos duros a causa de la tensión y de la pena. Me di cuenta de que la echaba de menos. Quería honrar su memoria ayudando a cumplir su último deseo: que yo la sucediera. Pero él quería hacerlo a su manera.

Pritkin y yo cruzamos las miradas.

—Con respecto a eso… —dije.

—¡Es perfecto! —anunció Marsden cuando terminé de explicar el plan—. ¡Mejor de lo que me hubiera atrevido a imaginar!

—No te emociones demasiado —le aconsejé—. Aún no hay trato. Puedo introducirte, pero quiero algo más que una confirmación.

—¿Qué quieres entonces? —La expresión del anciano no se inmutó, pero sus ojos azules normalmente adormilados se tornaron de repente más avezados.

—El Círculo dirige varias escuelas. Quiero que las cierre. Permanentemente.

Arrugó la frente.

—¿Qué escuelas?

—Las escuelas que tiene para niños con disfunciones en sus poderes mágicos. El Círculo ha estado encerrándolos durante años sin que hayan hecho nada malo, y eso incluye el periodo de tu mandato. Eso tiene que acabarse.

Marsden ya estaba negando con la cabeza antes de que yo terminara de hablar.

—Las escuelas de las que hablas son una desafortunada necesidad. A mí tampoco me gustan, pero no hay otra opción. ¡Nosotros no encerramos a los que son inofensivos, sino a aquellos niños que tienen dones muy peligrosos!

—Tiene que haber una solución mejor.

—Si la hay, yo no he dado con ella. Si nadie los supervisa, son un peligro hasta para ellos mismos y para todas las personas que haya cerca de ellos. —Declaró con total rotundidad.

—¿A cuántos has conocido?

—¿Disculpa?

—Es una pregunta muy simple. ¿A cuántos has conocido? ¡Porque yo he tenido a nueve en el Dante durante una semana y el hotel ni ha ardido, ni ha saltado por los aires ni ha sufrido nada más grave que el hecho de que las puertas de los ascensores no se cierren!

—Eso es porque has tenido suerte. —Su tono era desdeñoso, cono si yo no supiera de lo que estaba hablando.

—También viví con un grupo de estos niños durante dos años cuando era adolescente. Yo no digo que jamás hubiera ningún problema, pero nadie mató a nadie, ni se le prendió fuego a ningún edificio. Y los vecinos jamás notaron nada raro como para molestarse en llamar a la policía.

—Perdóname, Cassie, pero me cuesta creer lo que estás diciendo —declaró, tratando de mostrarse paciente conmigo, lo cual me cabreó. Yo no era la que se estaba mostrando terca.

—Te he preguntado que cuántos niños de esos has conocido.

—A ninguno. Sin embargo…

—¿No te parece que ya va siendo hora de que conozcas a alguno?

Me miró largamente.

—Quizá. Pero entenderás que no puedo prometerte nada. Para dar un paso como ese, necesitaríamos la aprobación del Consejo, y aunque en el pasado tuve control sobre él, ya no lo tengo.

Aunque suene extraño, me tranquilizó el hecho de que no cediera automáticamente a mi petición. Si lo hubiera hecho, me habría preocupado que sólo estuviera tratando de conseguir lo que quería, y que se olvidaría de los chiquillos cuando recuperara el mando. Pero, aún así, quería algo menos vago.

—Lo entiendo. Pero quiero que se trate este tema, y muy seriamente, en el Consejo. Quiero ver un gesto de buena voluntad por tu parte. Cuando hayas recuperado el poder, debes darme la custodia de los niños a los que el Círculo secuestró ayer.

—Creía que ya los habías rescatado.

—Sólo a algunos. Quiero a los demás. No son muchos —añadí, porque su rostro seguía mostrando una negativa.

—Soltaré a los niños capturados en la última incursión —cedió, al final—. Y plantearé el tema de los centros educativos al Consejo. Pero no puedo obligarles a nada. La decisión final la deben tomar ellos.

No me bastó, pero me gustó el hecho de que se negara a prometerme algo que sabía no me podía conceder.

—Entonces, parece que hay acuerdo.

Sólo nos quedaba una cosa por discutir, pero Pritkin no estaba facilitando las cosas.

—¡Si quieres que se cumpla, tendrás que bajar los escudos! —le dije, exasperada.

—¿Estás segura de que va a funcionar? —preguntó puede que por décima vez.

—¡Sí! —Traté de mostrar la mayor seguridad posible, pero no pareció muy convencido—. Fue idea tuya ¿te acuerdas?

Pritkin se había negado a que Billy lo poseyera, ni siquiera por un momento, así que habíamos pasado al plan B. La idea era que Billy se metiera dentro de mí y expulsara a Pritkin. Y, como el cuerpo de Pritkin sería el único presente sin escudos, a su espíritu no le costaría encontrar el camino a casa.

Tendría que funcionar. Debía funcionar. Pero no lo haría si Pritkin se negaba a bajar los escudos que había instalado en torno a su cuerpo.

—Tiene miedo a exponerse de esa manera con un fantasma hambriento rondando por aquí —dijo Billy, con sonrisa maliciosa. Claramente, le divertía la situación—. Probablemente, estará lamentándose de no haber sido más amable la última vez que nos vimos.

—¡Billy!

—¿Qué? ¿Qué ha dicho? —Pritkin miró tras él, con la mirada desconcertada. Y, vale, puede que no estuviera llevándolo mejor que yo.

—¿No te acuerdas? —dijo Billy—. Cuando estuvimos en el Reino de la Fantasía, yo le poseí y él empezó a darse bofetadas para sacarme. —Refulgía con la energía que yo le había suministrado y había ganado confianza.

—No ha dicho nada —le contesté a Pritkin.

—Quiero decir que, si me hubiera dado un puñetazo, no me hubiera importado, pero una bofetada…

Pritkin se levantó y se fue hacia la escalera. No pudo hacerlo, porque Marsden se había colocado en medio para bloquear el paso si surgía la necesidad.

—Quítate los escudos —le dije, suavemente, apartando a Billy con disimulo—. Sólo será un segundo.

—Eso es lo que me da miedo —musitó Pritkin, mirando en derredor. Tenía la voz rota, como siempre que estaba muy preocupado y trataba de ocultarlo, el tono que solía sugerir que me agachara porque, normalmente, implicaba que alguien iba abrir fuego sobre nosotros. Miré a mi alrededor, nerviosa, pero no había nadie.

Marsden le dio un golpe a Pritkin en el hombro.

—¡Tío, eres un mago de la guerra! ¡Arriba ese ánimo!

Y, para mi sorpresa, tras un instante, Pritkin aceptó.

Billy entró y soltó todo el aire, aliviado. Puede que esto funcione, después de todo, pensé, justo antes de que Pritkin empezara a convulsionar.

—¡John! —Marsden lo agarró, pero Pritkin se apartó temblando. Uno de sus puños chocó con la baranda, golpeando el teléfono y tirándolo antes de que a Marsden le diera tiempo a sujetarlo por los hombros.

—¡Tranquilo! Estás en mi cuerpo —le recordé. Obviamente, no podía oírme. Tenía la mirada perdida, se puso pálido y empezó a sudar, y los nudillos se le tornaron blancos, apretados sus dedos en los brazos de Marsden.

Jamás lo había visto tan fuera de control. Pritkin solía torearse las cosas con tanta calma que ponía a los demás de los nervios.

—Billy, ¡vamos!

—¡No puedo hacerlo si sigue rechazándome! —dijo Billy, sacando la cabeza por el pecho de Pritkin.

—Se está resistiendo a la posesión —le dije a Marsden.

—¡John, escúchame! —Marsden lo zarandeó—. ¡Tienes que dejarle!

Pritkin no respondió, sólo siguió haciendo aspavientos, tratando de soltarse, como alguien poseído por algo mucho peor que un tramposo torpe. Y no solo se resistía físicamente. Algunas partes de Billy sobresalían por partes extrañas: salía un pie por un muslo, un brazo por el pecho y la cabeza de Billy salió por un hombro.

—Necesito ayuda —jadeó Billy—. ¡Lo estoy perdiendo!

—¡No puedo abandonar este cuerpo hasta que él no esté libre! —le recordé.

—Si no lo haces, no podrá liberarse. Distráele el tiempo suficiente para que pueda expulsarle y tú puedas guiarle hasta su cuerpo.

No me gustaba la idea, pero tampoco tenía una mejor. Y, si no lo hacíamos en ese momento, tenía el presentimiento de que iba a pasar mucho tiempo hasta que pudiéramos pedirle a Pritkin otro intento.

—Cambio de planes —le dije a Marsden—. Tengo que ayudar a Billy.

—¡Creía que habías dicho que el cuerpo de John morirá sin un alma!

—No si se trata solo de unos segundos. Si tardo más, regresaré. —Me tumbé en el suelo para que el cuerpo de Pritkin no cayera cuando lo abandonara—. ¿Listo? —le pregunté a Billy.

—¡Y esperando! —dijo bruscamente, tratando de resistir.

Mi cabeza de prestado golpeó el suelo. Me concentré y, tras un momento, mi espíritu se elevó y el rostro del cuerpo que había debajo de mí se quedó relajado. Había hecho algunos avances en el último mes, lo cual significaba que ya no salía disparada como un cometa fuera de control. Así que hubiera sido fácil llegar hasta Pritkin, si éste no le hubiera dado un rodillazo a Marsden en una parte sensible y hubiera salido disparado hacia las escaleras. ¡Maldita sea!

Salí flotando tras él y lo alcancé cuando puso el pie en el primer escalón. Pero una cosa era alcanzarlo y otra conseguir entrar en su cuerpo. Los escudos de mi cuerpo estaban de nuevo alzados y operativos a un nivel que no sabía que pudieran alcanzar. Yo me protejo con fuego, no con agua, pero era el espíritu de Pritkin el que estaba proyectando la barrera mental, y caí en un océano infinito de suaves olas ondulantes.

Salí a la superficie, tosiendo y escupiendo, pero a Billy no se le veía por ninguna parte. Y yo no sabía cómo cruzar aquella coraza. A diferencia de la mayoría de los escudos, no había ni desgarrones ni rendijas. Sólo agua azul que se extendía hasta el horizonte en todas direcciones.

Comprobé que, sumergiéndome, sólo lograba empeorar las cosas: ahora sólo estaba rodeada de un mundo informe índigo sin puntos de referencia. Desplazándome a ciegas en la oscuridad, pude sentir el crujido de mi espíritu que empezó a batallar con el océano, y vastas cantidades de agua se empezaron a arremolinarse a mi alrededor, en una marea espumosa. Luego, el océano empezó a girar, una fuerte corriente me tragó y volví a toda prisa a la superficie en lo que a duras penas pude ver era un chorro gigante de agua. Conseguí salir a la superficie, nadando hacia arriba a velocidad de vértigo, y continué hasta llegar a la cocina.

Tardé un instante en comprender que acababa de ser exorcizada de mi propio cuerpo.

—¡Lo tengo! —dijo Billy. Y, al instante, la forma pálida y trémula de un hombre fue expulsada de mi cuerpo, dando a parar a la cocina.

La mayoría de los espíritus suelen mostrarse completamente confusos durante unos minutos, tratando de emplear los sentidos de un cuerpo con el que ya no contaban para entender el mundo. Y, a pesar de ser medio demonio, parecía que Pritkin no actuó de forma diferente; flotó, expuesto y aterrorizado, en lo que probablemente sería una absoluta sensación de soledad. Traté de asir una mano inmaterial, pero la retiró, con el rostro horrorizado.

Me percaté de que no me podía ver. No sabía si el espíritu que lo acababa de tocar era el de un amigo o el de un depredador. Traté de llegar a él mentalmente, de hacerle saber quién era, de decirle que me siguiera, pero sentí una presencia que, de golpe, me dejó temblando. No procedía de él.

Algo venía en dirección a nosotros, removiendo el mundo espiritual con la fuerza de un torbellino. Me asaltó la conciencia como la chispa de un rayo y con el murmullo hambriento de un relámpago. Vi un titileo por el rabillo del ojo y percibí una esencia fría y quebradiza en el aire.

Me sobresalté, y el temor me asaltó como un puñetazo. Me quedé helada, con toda la forma presa del terror. Rakshasas. Lo habían visto, lo habían sentido, y venían a por él… teníamos que salir de allí, salir de allí, ya…

Traté de agarrar a Pritkin, pero su espíritu se me escurrió como una hoja al viento. Lo seguí, consciente de lo que ocurriría si no volvíamos a la protección de un cuerpo. Pero, antes de que pudiera alcanzarlo, la tenue membrana entre los dos mundos se tambaleó y algo salió de ella.

Lo primero que vi fue una criatura de cabello bermejo, puede que de casi dos metros, que apareció de repente entre la penumbra en lo alto de la escalera. Tenía la forma esbozada de un hombre, pero aquello no habría engañado a nadie que lo hubiera visto. Por supuesto, nadie en esa situación se habría quedado para echar otro vistazo.

Tenía un rostro sustentado por unos delicados huesos y unos brillantes ojos negros con una elegante nariz romana. Imposible contar más, ya que la mayoría de sus rasgos estaban ocultos bajo una máscara sanguinolenta. La sangre también relucía sobre su poderoso cuerpo desnudo, salpicando su piel dorada con motas oscuras, como si la recorriera un torrente incesante de sangre. También tenía sangre bajo las uñas, le teñía los labios, enmarañándole su largo cabello enredado. La expresión de su mirada no era humana, ni siquiera animal. Era pura hambre feroz.

Tras el líder, apareció otro, al que le sucedieron rápidamente otros cuatro más. Eran machos y hembras con formas humanas, pero con sonrisas salvajes, y todas eran un cruce infernal de belleza animal y ferocidad pura. Se repartieron por las escaleras en una maraña retorcida de piel manchada de sangre, rodeándome e interponiéndose entre mi cuerpo y el de Pritkin.

—Aquí hay uno muy apetecible —canturreó el líder, extendiendo el brazo para agarrarme. Una mano blanda me rozó la mejilla y yo ale estremecí de pura repulsión. Sonrió y su manos me asieron por la nuca, acercándome a su terrible rostro.

—Ésta vive —les acució una de las criaturas—. Puedo oler su aliento.

—Sí.

—Prohibido —dijo otro—, protegida.

—No. —El líder recorrió mi espíritu con la mano y una uña en forma de garra afilada como una cuchilla se hundió en mi interior. Por un instante, no sentí nada. Hasta que un desgarrador dolor me recorrió la espalda y sentí que me ardían todas las venas, prendidas y rasgadas; era absolutamente penetrante—. Como el traidor, ésta es nuestra.

—Probar su sangre —exclamaron unas voces procedentes de todas las direcciones—. Hambre. Dánosla…

—Empiezo yo —gruñó el líder. Y, sin preguntar, supe que, con aquellas criaturas, no había posibilidad de llegar a un trato, ni de que aceptaran un soborno, o escucharan mis plegarias. De mí sólo deseaban una cosa: y ya lo estaban tomando.

Bajé la vista y vi que ya le habían hecho un tajo a mi espíritu y que algo pálido y absolutamente distinto a la sangre estaba empezando a salir de mí. Energía, comprendí, bajo la bruma del dolor. Iban a extraérmela toda.

El grupo maulló hambriento, pero no se movió. El líder me pasó la lengua por el pecho, como un amante, lamiendo la energía derramada. Pero fue la posterior risa entre dientes lo que me provocó el pánico más allá de toda razón. Si estuviera dentro de mi cuerpo, habría provocado que la adrenalina me helara las venas, haciendo que el aire se me quedara helado en los pulmones. De repente, ya no me podía mover, incluso cuando el líder ladeó la cabeza, cerró los labios sobre la herida que había hecho y empezó a succionarla.

Dolía, oh, Dios, como el ácido en la piel, como mil puntas de espino que me rasgaran los huesos. Pero, peor que el dolor, fue la amarga sensación de pérdida. Saber que me habían robado una parte de mí, que la había perdido como la gota de agua que se disuelve en un frío mar oscuro. Perdida para siempre.

El líder me miró y se mojó los labios sanguinolentos.

—Saben mejor vivas —dijo, y dejó paso a la manada.

Cuando me arrojaron al suelo, me sentí exactamente como si volviera a poseer un cuerpo. La fría piedra bajo mi espalda aumentó la abrasadora agonía que sentí mientras ellos me abrían en canal. Yo gritaba al sentir las afiladas mordidas, pero, dondequiera que mirara, solo encontraba otro rostro ávido. En unos segundos, mis heridas despedían unas débiles ondas brumosas. Las succionaban lentamente, abandonando mi forma, adhiriéndose a las manos del grupo, rodeándoles los brazos.

Vi, horrorizada, cómo la lamían a lengüetazos, chupándose los dedos como un niño con un helado medio derretido. Pero no era suficiente. Estaban hambrientos y aquello sólo había sido un aperitivo. Lo querían todo.

—¡No es presa legal! —oí decir a alguien, alcé la vista y vi que se trataba de Pritkin, abriéndose paso en el festín, aún medio ciego y, probablemente, extremadamente confuso.

—Lord Rosier nos la ha dado —dijo el líder, encogido sobre mí con celo—. Como hizo contigo.

Algunas criaturas rompieron la formación y se dirigieron hacia Pritkin, pero éste las evitó y lanzó su débil forma directamente sobre el líder. Por una milésima de segundo, el grupo se olvidó de mí, sorprendidos de ver a alguien arrojándose hacia la muerte en lugar de huir despavorido. Me soltaron y saltaron sobre Pritkin, y yo retrocedí, enviando mi conciencia al cuerpo que yacía inmóvil en el suelo.

Entre un pensamiento y el siguiente, me desperté entre convulsiones y el aire me rasgó los pulmones, que se hallaban tensos y secos, sedientos de aire. Bajo mis párpados, fuertemente cerrados, explotaron unos puntos rojos y violetas, y logré tomar aire a trompicones, tosiendo y jadeando. Todo me dolía. Era como la gripe: una fuente no identificada de dolor, y una omnipresente sensación de enfermedad.

Por un segundo, no pude entender lo que me ocurría. Había estado fuera del cuerpo sólo un minuto; el cuerpo de Pritkin no podía haber sufrido daño alguno en tan poco tiempo. Entonces, lo recordé: los ataques espirituales se manifiestan en el cuerpo una vez el espíritu retorna. Si esas criaturas lo habían destrozado salvajemente, no importaría si lográbamos devolverle a su cuerpo. Porque, de todas formas, moriría.