22

Acabé en un jardín sentada en un banco, no sé muy bien cómo, con la fotografía de mi madre en una mano y un pocillo de té en la otra. Era poco británico por su parte, pero Marsden no utilizaba tazas de té. Prefería la cerámica de gres en la que cabía una tetera entera, junto con una saludable dosis de leche y una cucharada colmada de azúcar.

Miré la foto desconcertada, y tardé un instante en centrar la mirada en el rostro correcto. Y, ni siquiera cuando lo hice, había mucho que ver. La foto se había tomado en la ceremonia del nombramiento de Agnes como heredera. Era imposible distinguir si nos parecíamos o no, porque era una foto tomada a bastante distancia, y aparecía rodeada de otras jóvenes y de unos cuantos hombres que supuse serían magos de la guerra.

Era alta, algo que yo no esperaba, y tenía la melena lacia y morena, no rizada y pelirroja. Llevaba un vestido de cuello alto de manga larga y no sonreía. Deslicé el dedo por la fotografía y sentí cómo se iba abriendo un gran vacío dentro de mí. Sentí un leve cosquilleo en la mano en la parte que tenía apoyada. Se supone que yo era una vidente, pero no podía verla. Jamás había podido verla, excepto en el momento de su muerte.

Pritkin discutía de algo a voces con Marsden en el interior de la casa, pero las paredes eran gruesas y no me llegaba nada. Un rayo de sol flirteaba con las nubes, proyectando unos rayos tenues intermitentes. No tenía nada que ver con el calor abrasador de Las Vegas, que te derretía los huesos; éste era agradable. Me templaba el cuello, suave y relajante.

Cerré los ojos y, poco a poco, el sol me fue calmando el dolor de cabeza. Pensé en volver a la cama, pues aún tenía sueño. A una parte de mí no le gustaba la idea, quería mantenerse despierta para preocuparse, inquietarse y asustarse de lo que me acababan de contar, pero, por otra parte, ya estaba cansada. Esa parte de mí deseaba que Marsden hubiera colgado una hamaca en lugar de poner un banco, porque le parecía que una siestecita al sol sonaba muy bien en aquel momento.

El té no estaba mal. Jamás lo había tomado con leche, y era más cremoso y más reconfortante. Le di un sorbo y me quedé mirando un rosal salvaje en combate a muerte con una parra no sé de qué especie. La parra parecía estar ganando la batalla, lo cual no era ninguna sorpresa, ya que tenía el tallo tan grueso como uno de mis brazos. Parecía antigua, casi primigenia, algo que uno no esperaría encontrar en un tranquilo jardín inglés.

Había crecido sobre un antiguo reloj de sol, brotando entre las grietas de la piedra, desdoblándose en torno al pedestal y casi cubriendo por completo el extremo. «Tan solo muestro las horas felices», decía la inscripción. Al menos, eso creo que decían las letras de bronce. Hubiera costado leerlas incluso sin las hojas. La lenta y continua presión de la parra casi había partido la parte frontal en dos.

Me levanté, pensando que un paseo me vendría mejor. Centré mi atención en entrar en el sendero empedrado y cubierto de musgo, teniendo que esforzarme por evitar que se me enredara la maleza en los tobillos.

Había charcos por todas partes y el aire olía a humedad y a verdor. Pero no caían gotas sobre los charcos; al parecer, la tormenta había decidido retirarse un rato.

Pritkin me alcanzó cuando estaba a cierta distancia de la casa, dudando de que fuera muy seguro atravesar los matorrales que llegaban a la altura de la cintura y que bloqueaban el camino.

—San Patricio se deshizo de todas las serpientes ¿verdad? —pregunté.

—Eso fue en Irlanda. Y nunca se me ha dado muy bien la jardinería. Lo mejor sería que volviéramos.

Decidí seguir su consejo, caminando con cuidado por un jardín bien cuidado que había crecido junto a la selva que lo había invadido todo. Me encontré con él en el punto en el que iniciaba el sendero al otro lado de la casa.

—¿Qué quieres decir con que nunca se te ha dado bien la jardinería?

—Creo que hoy día se dice «manazas». Me temo que lo abandoné, dejando que creciera y se asalvajara. Casi todo —dijo agitando la cabeza observando el duelo entre los dos matorrales— es obra de Jonas.

—Espera un segundo. ¿Es que esta casa es tuya?

—Lo ha sido durante cien años.

—Entonces, ¿qué hace Marsden aquí?

—Durante su mandato, vivía en una residencia oficial. Sería lo equivalente a vuestra Casa Blanca o a nuestro número diez de Downing Street. Pero, tras las últimas elecciones, tuvo que abandonarla. Y, tras sesenta años en el puesto, ya no tenía residencia particular. —Pritkin miró en derredor, observando la leve decadencia y, en sus labios, se dibujó una pequeña sonrisa—. En su retiro, decidió probar una vida bucólica y esto antes era una granja explotable. Se la arrendé hace año y medio cuando me mudé a los Estados Unidos.

Permaneció en silencio mientras buscábamos un banco a salvo de la invasión de la flora. Tenía una chimenea a un lado, unos escuálidos nomeolvides al otro y una bonita vista al río. Cerca de nosotros, una mariposa olisqueaba una flor, y sus antenas vibraban con excitación.

—Yo no me habría marchado —le dije—. Esto es muy bonito.

Por un segundo, a Pritkin se le endureció el rostro, pero lo relajó enseguida.

—Estoy pensando en venderlo. Es demasiado grande para una sola persona. Y la razón por la que lo compré ya no existe.

Miré a mi alrededor. Así que aquella era la casa que él había comprado pensando en su esposa. De repente, el tema adquirió interés.

Una de las pocas cosas que Pritkin me había contado sobre su vida fue su intento inicial de llevar una vida normal. En algún momento, en el siglo diecinueve conoció a una chica y se casó con ella. El problema era que nadie se había preocupado de mencionarle lo que le podía pasar a un medio íncubo si se casaba. El resultado fue que el otro lado de su ser despertó en su primera noche juntos, arrebatándole la vida a la pobre muchacha sin que Pritkin supiera cómo detener aquello. No pudo más que verla morir, horrorizado, por su culpa.

Me lo imaginé eligiendo aquel lugar en los meses anteriores a la boda. Probablemente, esperaba vivir unos años de feliz y serena normalidad. Sólo que no fue así.

Me identifiqué con él.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Estoy bien —dije, porque me iba a hacer falta mucha energía para explicarle todas las razones por las que no lo estaba.

—Pues no lo parece.

—Perdona. —Traté de relajarme apoyándome en el seto que había detrás del banco, pero las ranas sobresalían pinchándome la espalda como unas uñas demasiado afiladas. No logré acomodarme y tuve que incorporarme.

—Hay algo que deberías saber —me dijo.

—Ahora no. —Tenía el cerebro saturado con un montón de cosas en las que aún no había tenido ocasión de pensar, de aceptar, de dar con un lugar para ellas en mi propia identidad, donde no hicieran demasiado daño.

—No se trata de malas noticias otra vez —insistió.

Lo miré recelosa. Parecía sincero.

—Vale —dije, cautelosa.

—Jonas exageró un poco con lo de tu padre. Lo que sabemos de él procede de información extraída de los interrogatorios que se han hecho a personajes de tercera fila del inframundo mágico, los tipos que el vampiro que te crió tenía a su servicio. El Círculo Negro los usa como recaderos y son carne de cañón, pero restringe la información que se les facilita. Y toda esa información sobre tu padre nos la dieron años después de su muerte. Probablemente, la mayor parte de lo que contaban no procedía de la experiencia personal, sino de la rumorología y las conjeturas.

—¿Nunca habéis interrogado a un miembro del Círculo Negro?

—No.

—No puede ser. Vosotros sabéis de su existencia desde hace siglos. Al menos habréis capturado a alguno…

—No suele ocurrir, aunque ocurre a veces.

—¿Y ninguno de ellos ha hablado nunca? —No me cabía en la cabeza que la gente que hacía palidecer a los vampiros con sus actos pudiera ser tan leal a sus compinches. Cabría esperar que los hubieran vendido a la primera oportunidad.

—No vivían el tiempo suficiente.

—No te entiendo.

—El Círculo Negro tiene un tatuaje similar al nuestro, pero con un propósito más siniestro. Todos los magos del Círculo Negro se «autodestruyen» a los pocos minutos de ser capturados. Es una de las razones por las que suelen pelear a muerte. Que los capturen, para ellos, significa una muerte segura.

Aquello era horripilante, pero, de una manera sombría, tenía sentido.

—Supongo que el tatuaje será imborrable ¿no?

—Sí. Y, dado que jamás hemos capturado a uno que no lo tuviera, cabe imaginar que debe de ser un requisito imprescindible para ser admitido.

—¿No lo es también en el Círculo Plateado?

—Sí, para la mayoría.

—¿Por qué tú no tuviste que hacértelo?

Sonrió levemente.

—Los aspirantes de sangre mezclada no tienen que solicitar admisión. El Círculo estaba encantando de contar conmigo para que me encargara de capturar a los demonios más peligrosos, pero preferían que no tuviera acceso a su fondo de energía.

—No lo entiendo. ¿No habrías donado parte de la tuya, en lugar de tomarla?

—La corriente de energía puede ir en ambos sentidos. Esa es la principal razón por la cual el Círculo interrumpió la conexión con tu pentáculo: temían que revertieras el sentido del flujo.

—Marsden parece confiar en ti.

—Quizá. Pero es todo el Consejo el que toma la mayoría de las decisiones, y el presidente del Consejo sólo aconseja, determina la celebración de las reuniones y aspectos de ese tipo. Sólo tiene un voto, a menos que haya un empate, y en el tema de mi admisión como miembro de pleno derecho del Círculo, hubo casi unanimidad.

—No son tus mejores amigos, ¿eh?

—En aquel tema, hicieron bien en mostrarse cautos. Pero nos hemos desviado del tema. La nigromancia es ilegal, así como lo son otras manifestaciones de poderes mágicos prohibidas, como los que poseen los niños a los que ayudas. Pero, el simple hecho de que una persona practique la nigromancia no lo convierte en un ser maligno. Ese poder puede ser empleado malintencionadamente, pero ocurre lo mismo con cualquier tipo de magia.

—Me parece que tienes un punto de vista diferente al del Círculo.

—Cuando era joven, el límite entre la magia negra y la magia blanca no estaba tan claro como ahora. La única diferencia era la manera en que se adquirían los poderes y el uso que se hacía de ellos. La energía mágica no es diferente a las otras, se puede utilizar para fines buenos o malos.

—Bueno, mi padre los empleó para fines malos.

—¡Eso no lo sabes!

—Sí, sí lo sé. —Me froté los ojos. No me apetecía explicárselo detalladamente, pero, al parecer aquel era el día de contarse toda la mierda a la cara y nadie me lo había dicho. Por no mencionar que la jodida verdad era más que obvia. Pritkin no era ningún estúpido; no habría tardado mucho en averiguarlo. Prefería que se enterara por mí.

—La energía es la única moneda en el inundo de los fantasmas —le expliqué—. Cuando mueres, el dinero y todas las cosas que puedes comprar, el prestigio, todo desaparece. A los fantasmas sólo les interesan dos cosas: la venganza, o cualquier otra motivación parecida, y la energía. Sobre todo la energía porque, sin ella, se desvanecerían.

—No se desvanecen —me corrigió Pritkin—. Pasan a otros reinos.

—Sí, sólo que la mayoría no quieren marcharse. Y lo que necesitan para poder quedarse es energía. Hay cosas que la generan, como el talismán de Billy, o la pueden extraer de otros lugares que tienen residuos psíquicos importantes. La gente sometida a una gran angustia desprende energía vital como las células de la piel, y en una casa antigua o un cementerio, suele haber suficiente energía para mantener a más de un fantasma. Les gustan bastante los cementerios porque suele haber gente que está padeciendo un gran sufrimiento. Es algo así cono una tienda de ultramarinos sobrenatural, siempre reciben género nuevo.

—No entiendo lo que eso tiene que ver con tu padre.

—Todo. La única manera de conseguir energía vital cuando estás muerto es mendigarla, tomarla prestada o robársela a alguien que la posee. Para un fantasma, eso significa realizar prácticas caníbales con otros espíritus, cosa que hacen continuamente, o tomarla directamente de un donante vivo. Esto último es mucho menos habitual, a menos que el espíritu esté realmente cabreado o desequilibrado, porque atacar a un ser vivo requiere más energía de la que proporciona.

Me quedé en silencio, tras terminar de explicar el manual para fantasmas Iniciación a la vida fantasmal y, por alguna razón, me sentí reticente a continuar con la explicación. Para mí, sabía que los delitos de mi padre no eran míos, que no debía sentirme culpable por ellos. Pero, emocionalmente, era como si hubieran mancillado mi nombre, como si, de alguna manera, fuera culpa mía. Me froté los brazos. De repente, el sol ya no calentaba.

—Así que, como te he dicho, no es fácil conseguir energía vital, por lo que está muy valorada. Es lo único que mi padre podía ofrecerle a los espíritus que trabajaban para él.

—Jonas ha dicho que podía darles órdenes —me recordó Pritkin—. Puede que no tuviera otra opción.

—Jamás había oído nada parecido, pero tampoco soy ninguna experta en nigromancia. Hay gente que cree que los clarividentes son nigromantes de menor escala, pero no es cierto. Yo puedo ver a los fantasmas y donarle energía a los muertos, pero sólo eso. No puedo devolverle la vida a nadie, ni nada parecido. Pero sí sé cosas sobre los fantasmas. Y la mayoría de los fantasmas no pueden ir por ahí recolectando energía sin un suministro regular de la misma.

—Quizá algunos sean más fuertes que otros.

Negué con la cabeza.

—No funciona así. Ya fueras fuerte o débil en vida, una vez muerto, estás muerto. Y los fantasmas consumen mucha más energía que los humanos. Los objetos que encantan sólo suelen proporcionar la energía necesaria para subsistir. Para hacer algún trabajo extra, necesitan energía extra. Como la que yo le doy a Billy.

Y, por primera vez, me pareció una perversidad el hecho de tener tanto poder sobre una persona. Siempre había creído que nuestra relación se basaba en un trato justo: yo le daba algo, Billy me daba algo y ambos nos beneficiábamos del acuerdo. Billy me había salvado la vida decenas de veces, así como yo le había ayudado a sostener su existencia. Quid pro quo. Pero ahora ya no estaba tan segura.

¿Era realmente equitativo que una parte pudiera romper el trato y el otro no tuviera opción alguna? Billy no podía vivir sin mí. Había sobrevivido durante un siglo gracias a su colgante, que le proporcionaba la misma energía que la mayoría de los fantasmas extraían de una casa o de un cementerio. Pero eso era todo, mera subsistencia. Sin recibir la energía que yo le daba, Billy no podía separarse a más de ocho kilómetros y, aún manteniéndose dentro de ese radio, no podía hacer mucho.

¿Cómo sería estar atado a un objeto que puede acabar en cualquier lugar y te arrastra con él? ¿Cómo sería ser tan débil que lo único que puedes hacer es ver la vida pasar, una vida que ya no posees? ¿Cómo había logrado vivir tantos años sin ninguna compañía? Por supuesto, podía hablar con otros fantasmas, si acaso quería asumir el riesgo de que le chuparan la energía. Pero aún así, las conversaciones entre fantasmas solían ser un poco unilaterales.

Como nuestra relación.

Comprendí que quizá le debía a Billy una disculpa, aunque lo que yo parecía poder hacer por él no era mucho. Él era un fantasma; eso yo no lo podía cambiar. Pero puede que pudiera hacer más por mostrarle lo mucho que valoraba lo que hacía por mí. Puede que pudiera hacer algún esfuerzo para no aprovecharme de él.

Puede que pudiera intentar no comportarme como mi padre.

—Donar energía vital no es ningún delito —dijo Pritkin, obviamente sin entender por dónde iba.

—Depende de dónde la saques.

Frunció el ceño.

—Tú utilizas la tuya.

—Porque alimento a un fantasma. A uno. Y, aún así, hay ocasiones en las que Billy depende de su colgante, porque a mí no me queda energía que darle. —Noté en su mirada que empezaba a comprender. Desvié la mirada antes de que él empezara a sentir rechazo.

—Entonces, ¿cuánta energía puede necesitar un ejército de fantasmas? Un solo mago no puede proporcionar energía a decenas, ni mucho menos a centenares de fantasmas hambrientos. Es imposible.

—Se sabe que los magos oscuros le chupan la energía a quien sea —murmuró.

—Y ahora sabemos una de las cosas para las que la emplean, o para las que la empleaban. —Me levanté y, de repente, el banco de piedra me pareció muy incómodo—. Y cuando un mago oscuro atrapa a alguien, corrígeme si me equivoco, ¿no suele exprimirle la energía?

—Sí —dijo suavemente.

—Y extraérsela toda a un humano mágico…

—Le provoca la muerte.

—Así que mi padre era un asesino. Y si le proporcionaba energía a todo un ejército, eso significa que era un asesino de masas. —Y, probablemente, un secuestrador y probablemente un violador. Caminé por un pequeño sendero, y la chimenea empezó a parecerme mucho más interesante—. Eso es magia negra ¿verdad?

Me resultaba muy difícil imaginarlo, porque mi único recuerdo real de él era positivo. Me lanzaba al aire, cuando yo tenía tres o cuatro años, y me escuchaba reír a carcajadas. Se me hacía difícil relacionar a aquel hombre con alguien capaz de matar a una persona para beneficiarse, por el poder que le proporcionaba en el mundo espiritual.

—Si era miembro del Círculo Negro —dijo Pritkin—. Que no sabemos a ciencia cierta que lo fuera. El Círculo ha decidido creer los rumores porque le conviene.

—¿Y si todo es verdad?

—Eso no cambia nada —contestó, inmediatamente.

—Sólo el hecho de que mi padre era un monstruo. —Jamás había creído que fuera un santo, en casa de Tony, nadie lo era. Pero aquello… no. De veras que no estaba preparada para ello.

Sentí unas manos sobre mí, forzándome a darme la vuelta. Los pequeños ganchos en forma de daga de la pulsera que Pritkin llevaba alrededor de la muñeca pasaron sobre mi piel, y me parecieron aceitosos y extrañamente pesados.

La había conseguido en un combate con un mago oscuro, cuando la joya lo abandonó para pasar a mí. Desde entonces, colgaba de mi muñeca tanto si me gustaba como si no, repeliendo todos los intentos por quitármelo. En aquel momento, había supuesto que simplemente acudía alrededor de la mayor fuente de energía, que, debido a mi puesto actual, era yo. Pero ¿y si había otra razón? ¿Y si se veía atraída por el elemento que podía provocar un mal mayor?

—¡Cassie! —Pritkin me apretó las manos con tanta fuerza que me hizo daño. Yo alcé la vista, dolorida y confusa.

—Mi padre es un lord demoníaco —dijo, resueltamente—. Yo te gano.

Pritkin no es muy amable, ni tiene tacto, pero, aún así, a veces logra decir lo correcto en el momento adecuado. Supongo que si hay algo de lo que sabe, es de familias desestructuradas. Eso no arreglaba nada, tenía la sensación de que nada de lo que pudiera hacer pudiese solucionar nada, pero ayudaba. Aun teniendo a Rosier por padre, había salido bien. Mejor que bien, pensé, sonriéndole.

—Gracias.

Ladeó la cabeza.

—De nada, pero si dices una sola cosa sobre entrar en contacto con mi lado femenino, te fulmino.

Y, por primera vez en muchos días, me reí.

—Tenemos que hablar de la oferta de Jonas —me dijo Pritkin unos minutos después.

Nos habíamos quedado sentados observando a Marsden recoger cosas de su jardín salvaje. Se había hecho con un sombrero, según pude ver, y tenía casi todo el pelo aplastado debajo. Parecía casi normal.

—Yo tengo una teoría sobre los magos de la guerra —expliqué—. Cuanto más poder tienen, peor es su peinado.

—Cassie.

—Podrías alegrarme el día diciéndome que Saunders está calvo.

—Y tú podrías alegrarme el mío afrontando esto.

Fruncí el ceño.

—No puedo creer que esté pensando formar parte de un golpe de Estado.

—No parece que haya otra opción.

—¿Y qué pasa con la opción de esperar y ver lo que pasa? Hace unas horas…

—Hace unas horas, yo no sabía lo de las pruebas contra Tremaine. Hace unas horas, no había leído el periódico. Jonas tiene razón. El haber filtrado esa historia es señal evidente de las intenciones del Círculo. Si Saunders planeara colaborar contigo, estaría impidiendo la publicación de artículos contra ti, no fomentándolos.

Sí. Eso me parecía a mí también. Suspiré.

—¿Y qué sabes sobre Marsden?

—Dirigió competentemente el Círculo durante muchos años. Puede parecer intransigente y muy inflexible en algunos temas, prefiere mantener sus opiniones, hasta el punto de que le gusta bastante el secretismo, es irritable y difícil de tratar a veces…

—En otras palabras, es el típico mago de la guerra.

—… Pero, sobre todo, es un buen hombre.

—¿Puede ganar?

Pritkin permaneció en silencio un instante.

—Si me lo hubieras preguntado hace veinte años, te hubiera contestado que sí, pero ahora… no lo sé.

—Dame tu opinión.

—Jonas sabe más cosas, es mejor y tiene más experiencia. Pero su poder se ha reducido en los últimos años. De los dos, Saunders es el más fuerte.

—Entonces, ¿no sería más sensato que el desafío lo lanzara otra persona?

—Sólo un miembro del Consejo tiene derecho a ello. El resto sería despachado por los guardaespaldas de Saunders. Eso, suponiendo que pudiéramos dar con alguien dispuesto a asumir el riesgo. Es un duelo a muerte.

Tragué saliva. Maravilloso.

—Así que es todo o nada.

—Básicamente.

Miré la chimenea y deseé que no me doliera la cabeza.

—Saunders estará en la recepción que el Senado va a celebrar mañana —le dije, finalmente.

Pritkin entrecerró los ojos.

—¿Cómo sabes eso?

—Porque yo también voy a asistir. Mircea lo ha organizado. El Senado planea mi confirmación, sólo que nadie me ha contado cómo lo va a lograr. Supongo que creen que es menos probable que Saunders intente hacer algo delante de ellos.

—Eso podría resultar —dijo, pensativo—. Si Jonas lanza allí el desafío, no sólo lo oirá el séquito de Saunders, sino que también lo hará el Senado. No podrá rechazarlo, y será imposible inventar una coartada.

—Sí. —La única cuestión era cómo se tomaría el Senado que yo provocara una pelea en mitad de su gran fiesta. Y aunque si, por algún milagro, aquello funcionaba… Hice una mueca, aquello se iba a poner feo.

—¿Crees que el Senado pondrá alguna objeción a nuestra asistencia? —me preguntó Pritkin, mirándome.

—¿«Nuestra»? Enarqué una ceja.

—No pensarás que os voy a dejar a ti y a Jonas acudir solos.

—¿Temes perderte toda esa locura? —Me miró sin decir nada—. Yo me ocuparé del Senado —le dije—. Ellos quieren que todo esto termine tanto como nosotros. Tú sólo ocúpate de que el Círculo no intente hacer nada.

—Ya. La parte fácil.

—Pritkin, ¿aún no lo has entendido? A nosotros nunca nos tocan los trabajos fáciles.