20

Me quedé mirando atónita a aquel extraño anciano, muda. No es que no le creyera; estaba claro que no bromeaba. Es sólo que no me podía imaginar que alguien fuera capaz de planear su propio suicidio con tanta alegría. Nadie en su sano juicio, claro está. Debería haberme figurado que el antiguo líder del Círculo tenía que estar un poquito tocado del ala.

No sé lo que hubiera contestado si Pritkin no hubiera elegido aquel momento para desplomarse sobre la mesa. Tras un rato temblando, acabó con la cabeza entre las rodillas y yo en cuclillas junto a él, acariciándole la espalda lentamente.

—¿Vas a vomitar?

—No —contestó, indignado. Y, de repente, vomitó.

—¡Oh, querido! —Marsden empezó a hacer aspavientos mientras yo le sujetaba la cabeza a Pritkin—. Debería haber caído en que estaríais cansados, después de tanta excitación. Podemos hablar de esto mañana.

—No si tengo… —iba a decir, pero Pritkin me dio una patada—. Quiero decir, sí, claro, mañana.

Tras limpiar un poco aquello, Marsden nos llevó hasta un dormitorio de gran tamaño en el piso superior.

—Hay toallas en el cuarto de baño, y ahora os traigo algo para que os cambiéis. —Calculó las medidas actuales del cuerpo de Pritkin, pensativo—. Hoy he ido a la ciudad a por algunas cosas, pero eres más bajita de lo que esperaba. Bueno, aún así, nos apañaremos.

Me guardé el comentario. Al parecer, la idea de ir a comprarle ropa a una persona a la que pretendía secuestrar no le resultaba del todo extraña. Pero llevarle la contraria a un demente era una pérdida de tiempo. Por no hablar de que estábamos atrapados en su casa hasta que se me ocurriera cómo arrebatarle el dichoso amuleto. O hasta que lograra que funcionara el teléfono. O hasta que viniera algún amigo con algo más de energía que la de un mosquito anoréxico.

—¿Y la mía? —pregunté, cuando Pritkin se arrojó sobre la cansa. Daba la sensación de que ya estaba dormido, a pesar del tanque de cafeína que se había tomado.

—¿Disculpa? —preguntó Marsden, muy cortésmente.

—Mi habitación —aclaré.

Me miró un instante.

—Oh. —Parecía algo desconcertado—. Ah, sí, sí, claro. Bueno, supongo que te puedo meter en… Pero vamos a necesitar sábanas limpias.

Se puso a trajinar. Lo dejé solo y me fui a buscar un baño. Mi impresión de que Marsden no estaba casado quedó confirmada. No había cortinas en las ventanas de cristal opaco, ni alfombrilla en el suelo, pero había una toalla de lavabo que se había secado adoptando la forma de una flor boca abajo, colgando de una llave de paso. Afortunadamente, también había un montoncito de toallas en el borde de la bañera, y una pequeña torre de pastillas de jabón de esas que la gente guarda para los invitados. También había una ducha de estilo muy moderno, un radiador y un armario donde había más toallas.

Y nada más.

Miré en derredor, incluso eché un vistazo dentro del armario, pero no hubo suerte. Al final, abandoné mi búsqueda y fui a preguntarle a Pritkin. Estaba inconsciente, llenando de barro las bonitas sábanas de algodón de Marsden. Lo zarandeé un poco, algo reacia a despertarle, pero no encontraba a su antiguo jefe por ninguna parte y me estaba entrando cierta urgencia.

Abrió un poco un ojo.

—¿Qué?

—Lo siento. Es que… hay un problema con el cuarto de baño.

—¿Qué problema?

—No hay váter.

—Esta casa es antigua —dijo Pritkin, como si con eso, todo quedara claro.

—¿Es que en el pasado la gente no meaba? —pregunté.

Gruñó y se tapó la cara con el brazo.

—Hay un retrete en el pasillo.

—¿Un qué? —pregunté, ya algo desesperada.

—Un inodoro. Está en una habitación aparte.

—¿Por qué? ¿Por qué no está en el…

—Porque el cuarto de baño es donde uno va a bañarse, de ahí su nombre.

—Qué estrambótico.

—No, señorita Palmer —contestó hoscamente—, no lo es. Lo que es estrambótico es que yo tenga vagina.

Jamás le había oído hablar con ese tono, pero no me gustó. Me pareció que ya contaba con información suficiente. Salí corriendo.

El inodoro resultó estar justo al lado del cuarto de baño en un pequeño cubículo. Me alivió comprobar que el hecho de tener que emplearlo como un hombre no me resultó tan traumático como me esperaba. Volví con aire cansado al cuarto de baño y abrí el grifo de la ducha para que se fuera calentando el agua, demasiado exhausta para arriesgarme a meterme en la bañera, por si me ahogaba en ella.

La sucia gabardina cayó al suelo, junto con la pistolera que llevaba atada al muslo, el cinturón bandolera de las pócimas y el jodido cinturón sujeta-pantalones que había utilizado para el torniquete, la pistolera que llevaba bajo el brazo, las cinco navajas y las pesadas botas, adornadas con dos navajas más, lo cual constituía el atuendo habitual de Pritkin. Lo ensucié todo, pero el suelo estaba alicatado y me prometí limpiarlo todo más tarde. Puede que cuando no sintiera que iba a desfallecer.

La simple idea de tumbarme, aun estando sucia, empezaba a parecerme realmente atractiva. Pero no. No podía dormir así.

Tuve que sacarme la camisa por la cabeza con una sola mano, ya que el calor del sortilegio de Caleb había derretido los botones y aún no podía mover el brazo izquierdo. Me miré rápidamente en el espejo, antes de que se empañara y, a pesar de todo, no pude evitar sonreír. Pritkin era la única persona cuyo pelo podía permanecer intacto tras un día como aquel.

Pero lo divertido aún estaba por llegar: intentar quitarme los pantalones vaqueros, aún húmedos, con una sola mano. Resultó más difícil de lo que me esperaba, ya que el vaquero empapado tiende a pegarse. Me choqué con el toallero y casi me caí de culo, un culo que no era el mío, peleándome con ellos. Pero, como Pritkin no había llegado a adaptarse a los calzoncillos modernos, (al parecer, en el siglo sexto no había eslips), eso era todo. A excepción de un montón de suciedad.

Puse el rostro directamente bajo el chorro de agua caliente, a pesar de que me empezaron a escocer cientos de cortes de los que no me había percatado. Tampoco le sentó muy bien a mi trasero, magullado tras haber aterrizado sobre el poste de la valla, ni me alivió el trozo de piel en carne viva del pecho, pero nada es perfecto. Sí que ayudó con el barro, que había cubierto el cabello de Pritkin, y ahora resbalaba por su cuello.

El jabón también me escocía; no obstante, me enjaboné, frotándome bien todo y tratando de no pensar en el hecho de tener vello en el pecho. Y en las piernas, según vi cuando me agaché para frotar entre los dedos de los pies de Pritkin. Había largos pelos que el agua había cambiado de rubio oscuro a castaño claro; había hectáreas y hectáreas de ellos, y no sólo en las pantorrillas. También me subían hasta los muslos, descubrí cada vez más horrorizada. Todos los músculos y nervios de mi cuerpo estaban tensos, preparados para activarse en un abrir y cerrar los ojos sólo con un mal paso. ¿Por qué siempre me acababan afectando las cosas más nimias? Era capaz de enfrentarme a un millar de personas tratando de liquidarme, lo cual no era ninguna novedad, o al ataque de decenas de demonios, o a ex magos de la guerra dementes, o incluso a la sensación de tener la cosa esa colgándome entre las piernas que, desde luego, no debería estar allí. Pero, en aquel instante, no podía, es que no podía con lo de tener tal cantidad de vello.

Ya había poseído otros cuerpos, me recordé a mí misma. Siempre había tratado de evitarlo, con todas mis fuerzas, pero no siempre había sido posible. Entonces, ¿por qué esta vez era tan distinto? Puede que fuera porque, las otras veces que había estado dentro del cuerpo de otras personas, había sido por poco tiempo, y la vez más larga había durado unas dos horas. Puede que fuera porque había estado a punto de morir, de nuevo Y. vaya, a eso nunca se acostumbra una. O, simplemente fuera porque esta vez se trataba de Pritkin.

Sólo había poseído a un conocido una vez, y sucedió por accidente. Había durado sólo unos confusos minutos, y había bastado. Pero esta vez, prometía convertir nuestra relación en algo claramente más raro, y que no tenía visos de solucionarse pronto.

El terrible escozor desapareció repentinamente. Me pasé los dedos con cuidado sobre el brazo herido, añadiendo un poco más de barro y sangre seca al torrente de agua que caía. Pero, debajo, sólo noté que la piel estaba bien, sin señal alguna que indicara el lugar en el que había recibido el disparo. El cuerpo de Pritkin se había sanado como si jamás le hubiera ocurrido nada, y todo en el espacio de una hora. Al parecer, que tu padre fuera un demonio tenía ciertas ventajas.

Por supuesto, también tenía sus inconvenientes.

Era algo para lo que últimamente me había estado preparando.

Los relatos más antiguos eran incompletos y a menudo contradictorios, por no mencionar que cada uno de los escritores que había escuchado la historia había ido añadiendo algunos detalles de su propia cosecha sin escrúpulo alguno. Pero las leyendas más antiguas, antes de que se añadieran los detalles románticos convergían en un mismo punto: todas eran bastante lúgubres.

Tras la muerte de la madre de Merlín cuando éste era un niño, su familia había rechazado a aquel niño mitad demonio. No se sabe cómo, había logrado sobrevivir, convirtiéndose en un fenómeno local que vivía solo en el bosque. Había quien decía que era un loco, otros que un profeta y otros aseguraban que se trataba de un poderoso mago, cuyos poderes mágicos humanos se veían reforzados por su sangre demoníaca. Sin embargo, nadie pareció preguntarse lo que debía de haber sido para él crecer solo, rechazado y considerado como un engendro de la naturaleza.

Y luego, su estancia en el infierno. Una vez, Pritkin me había dicho que, aunque había pasado siglos fuera de la Tierra, él se sentía como si sólo hubiera estado fuera una década. Pero tampoco creía que una década en el reino de Belcebú fuera una experiencia demasiado divertida. Tampoco sabía a ciencia cierta qué le había pasado allí, porque él jamás hablaba sobre lo que había presenciado. Era la persona más introvertida que había conocido jamás, y cualquier conversación con él sobre cualquier asunto remotamente personal acababan con un muro de silencio. Jamás hablaba de los demonios de otra forma que no fuera con desdén y odio, y, desde su vuelta, había perseguido a los más peligrosos sin descanso.

Recordé su rostro descolorido y traté de ignorar la preocupación que me inundó. Pritkin había presenciado acontecimientos imposibles desde niño y, normalmente se lo tomaba bastante bien, pero esta vez era diferente. Antes de conocernos, para él la posesión era algo que asociaba sólo con los demonios más poderosos. Verse atrapado dentro del cuerpo de otra persona, probablemente le recordaba demasiado una parte de sí en la que prefería no pensar. Me pregunté cuál sería su reacción a la mañana siguiente, cuando no hubiera asesinos, ni fatiga para difuminar los efectos de aquello. ¿Por qué me daba la sensación de que no sería buena?

Tras un buen rato, la oscuridad y el agua caliente recorriéndome la piel me fueron aliviando la tensión de un día que, incluso comparado con lo habitual en mi vida, había sido nefasto. Casi estaba ya serena del todo o, al menos, todo lo serena que podía estar metida en aquel cuerpo, cuando un fantasma pegó su rostro en la puerta de la ducha. Solté un chillido y retrocedí de un salto, resbalando con un charquito de jabón. Acabé sobre el trasero de Pritkin, respirando agitada, mirando a Billy Joe.

—¿Pero qué diablos…?

—Es precisamente lo que yo estaba pensando.

Me levanté con dificultad con el rostro desencajado y apoyándome en el grifo, logrando que me cayera un chorro de agua hirviendo. Salí de un salto de la ducha, mordiéndome el labio para no gritar, y cogí una toalla.

—¿Qué haces aquí?

—Tú primero. Porque llevo horas buscándote y, cuando por fin logro dar contigo, ¿qué es lo que me encuentro?

—Siento que hayas tenido tan mal día —dije, con retintín, secándome la piel enrojecida. Maldita sea, dolía.

—No tan malo como el que vas a tener tú cuando vuelvas. La gente está preocupada. Françoise le ha contado a todo el mundo que el Círculo te ha capturado, así que el Senado les ha exigido que te liberen y, claro está, el Círculo les ha dicho por dónde se pueden meter sus órdenes. Cuando me marché, ese vampiro tuyo estaba amenazando con acabar con Saunders si no te liberaba.

—¿Por qué? El Senado sabe dónde estoy. ¡Si me pusieron un rastreador!

—Sí, y el rastreador les indica que estás con el antiguo jefe del Círculo.

Sentí que se me crispaban los nervios.

—¿Se lo han dicho a alguien? ¿A Saunders, por ejemplo?

—Si el Círculo se entera de que he hablado con Marsden, ¡me puedo olvidar de conseguir llegar a ningún acuerdo con ellos!

—Ya. De todas formas tampoco parecía que lo fueras a lograr.

—¿Puedes averiguar si han dicho algo? Es importante.

—Puedo intentarlo.

—De veras que necesito saberlo, Billy. Hay luchas internas dentro del Círculo y no quiero que me pillen en medio. Ya tengo bastantes problemas.

—Ya lo veo. Hablando de eso, Tami me pidió que te recordara, si no estabas muerta o encerrada en una celda del Círculo, que hay un puñado de chavales secuestrados. Y que Alfred no tiene carné de conducir.

—Ya lo sé. Dile que volveré en cuanto pueda.

—¿Y cuándo será eso?

—Depende. Entre otras cosas, Marsden tiene un amuleto colgado del cuello. Lo ha utilizado para traerme hasta aquí.

—Y si no se lo arrebatas, podría utilizarlo para traerte de nuevo.

—Exacto. Así que ¿puedes…

Billy negó con la cabeza, interrumpiéndome antes de que pudiera terminar la frase.

—Imposible, Cassie. He tenido que emplear un montón de energía para encontrarte. No puedo llevar nada conmigo en este estado. Ahora, si pudiera descansar…

—No eres el único que está exhausto —dije, mirando al otro lado de la puerta, sabiendo que había un montoncito de ropa limpia cuidadosamente doblada allí—. Voy a dormir, mañana me tomaré un buen desayuno, y entonces podrás descansar tú.

Billy no dijo nada. Fui a cerrar la puerta y, cuando me volví, vi que me estaba mirando la frondosa masa de pelo de mis manos. Ignoré la sonrisa maliciosa que se le estaba dibujando en la cara y examiné las prendas que Marsden había elegido en su tarde de compras. Imaginé que no se esperaba que me fuera a traer a ningún amigo, porque todo era de la talla de un cuerpo que ya no era el mío. Ninguno de aquellos trapos llenos de volantes y encajes iba a entrar en mi nuevo cuerpo ni aunque me hubiera propuesto poner furioso a Pritkin poniéndomelos.

Me detuve a examinar un pijama. Era lo más sencillo que había, algodón azul oscuro con tan solo un lacito en las tobilleras. Pero ni eso me iba a caber. Pritkin tenía las piernas demasiado musculosas.

—Si el mago te ve con eso, te va a arrancar el culo —dijo Billy, divertido. Aguardó un instante y añadió—: Aunque, pensándolo bien, ya lo ha hecho.

Empecé a sentir un dolor debajo del ojo derecho.

—¡Billy! Lárgate.

—Vale, vale —rió—. Ya sé que estás hasta las mismísimas, ah, no, que no tienes…

—¡Billy!

Se desvaneció, aún riéndose. Me alegraba de que alguien se lo estuviera pasando bien. Concluí que estaba demasiado jodida y cansada como para tratar de hallar una solución al problema de la ropa, me envolví con una toalla y me fui a la cama. No me costó dar con la habitación que me había sido destinada, ya que Marsden había dejado la puerta abierta y la cama preparada en la habitación contigua a la de Pritkin.

Me metí en las frías sábanas y dejé de preocuparme por el hecho de hallarme en una habitación extraña, en una cama extraña. Puede que el cuarto de baño estuviera algo anticuado, pero el colchón era de los buenos. Me estiré, gozando por la manera en que se amoldaba a mi forma, por la manera en que todos los músculos del cuerpo se fueron relajando lentamente… y me dormí antes de que a mi cerebro le diera tiempo a recordarme todas las cosas por las que me debía preocupar.

Me encontraba sola, de pie, en medio de un campo, rodeada de colinas que se perdían en el horizonte. Llevaba puesto un sencillo vestido blanco y parecía feliz y despreocupada. El día era radiante y soleado, y una leve brisa balanceaba la hierba, jugando con el bajo de mi vestido.

Sin saber cómo, empezaron a salir nubes de todas partes, ensombreciendo el día. Sus vientres estaban hinchados y amoratados, inundando todo el campo de una luz infernal hasta donde se perdía la vista. Se oyeron truenos y empezó a llover, pero las gotas tenían el mismo tono arcilloso que las nubes. Y al gusto de los relámpagos en el aire, se unió un sabor ácido, con un toque oscuro de dulzor.

Empezó a caer una lluvia nauseabunda de sangre espesa color escarlata, como los desagües de un matadero, salpicándome la piel, el cabello, mi vestido blanco, y formando riachuelos que me recorrían todo el cuerpo. Me empapó el vestido y empezó a acumularse alrededor de mis pies, filtrándose en el suelo hasta que éste empezó a reblandecerse, se abrió y yo empecé a hundirme. La lluvia seguía cayendo, inundando el suelo, ensanchando la franja que se había abierto, hasta que ya no pude ver nada y me tragó entera.

La marea roja no desapareció, sino que se extendió en todas las direcciones, como las ondas de un lago, cuando se arroja una piedra. Y donde, hasta hacía un instante había habido sólo vida, verdor y vegetación abundante llena de salud, ahora sólo había polvo y decadencia, tornándose todo de un color pardo, retorciéndose y quedándose todo inmóvil.

Me desperté bajo una luz verdosa, la luz de la luna se filtraba entre la parra que cubría la única ventana, a modo de cortinas. Me quedé ahí tumbada, con el corazón agitado, y traté de convencerme de que tan solo se trataba de una pesadilla. Ya me tocaba tener una, y mi subconsciente nunca había sido demasiado sutil.

Pero aquello no me había parecido un sueño, ni siquiera una pesadilla. Ya había tenido suficientes visiones como para saber reconocer una cuando la tenía delante de las narices. Algo iba mal.

Mentalmente, puse cara de exasperación, tratando de que se me calmara la respiración. ¡Claro que algo iba mal! El Círculo intentaba matarme, había dejado a Tami tirada, acababa de estar en un bosque atestado de monstruos y, oh, sí, ¡estaba dentro del cuerpo equivocado! ¡Lo sorprendente sería que algo fuera bien, para variar un poco!

Pero, por alguna razón, la letanía de mis problemas no encajaba y ninguno de ellos se correspondía con las visiones apocalípticas que mis poderes me mostraban continuamente. La ciudad de Las Vegas desolada, una autovía abandonada convertida en un cementerio y ahora, una escena de destrucción conmigo en medio.

Me estremecí en el calor de aquella pequeña habitación, de repente claustrofóbica, sintiéndome mareada y con náuseas, con demasiadas emociones arremolinándose. Desde la destrucción de MAGIA, sentía como si se estuviera formando una tormenta. Algo oculto que no podía ver, que no podía entender, pero, de cualquier forma, algo importante. Algo vital.

Me puse de lado y miré en la oscuridad. Aquella última visión había sido la más inquietante de todas. Porque parecía estar diciéndome que la destrucción partía de mí. Yo no había provocado la tormenta de sangre, pero se había formado sobre mí, casi como si me estuviera utilizando para extender la oleada de muerte.

¿Estaría mi poder tratando de advertirme que si el Círculo lograba matarme, perderíamos la guerra? Desde luego, eso explicaría la devastación. Si perdíamos, no cabía duda de lo que Apolo haría. La comunidad mágica era la causa directa de su destierro y no creo que esta vez fuera a dejar a ninguno vivo. Incluso sorprendería a los magos oscuros, que habían sido sus aliados, con la «recompensa» que les esperaba tras haberle apoyado.

Me puse boca arriba, jodidamente frustrada. Aquella interpretación sí parecía encajar, pero no lograba entender qué es lo que podía hacer yo. ¡Ya estaba haciendo todo lo posible por llegar a algún acuerdo con el puto Círculo! ¡No podía obligarlos a aceptarme, ni forzarlos a que dejaran de mirarse el jodido ombligo, mirar lo que ocurría a su alrededor y hacerles comprender que se encontraban en medio de una guerra! No podíamos permitirnos que se produjeran luchas internas, y eso ya llevaba yo tiempo diciéndolo.

Sólo que nadie parecía escucharme.

Lancé un gruñido y me tapé la cara con la almohada. Desearía que Mircea estuviera allí para dejarme inconsciente. No quería soñar. Sobre todo porque, con ello, lo único que conseguiría sería pasar una noche horrible.

Me volví a despertar con un fuerte dolor. Tenía punzadas en el tobillo derecho causadas por alguna herida que el día anterior no había localizado, molestias en la espalda y en el brazo herido y en mi maltrecha garganta, y todo, en su conjunto, volvía a formar la imagen de un cuerpo otra vez. Un cuerpo con barba incipiente en las mejillas y el pelo aún más de punta de lo habitual.

Fruncí el ceño. El adormecimiento se me empezó a pasar y empecé a explorarme con la mano. Esta dio con el torso de un hombre, terso y musculoso, una amplia escalera de costillas, un abdomen bien moldeado y un…

Me despejé del todo de puro pánico. Me quedé sin respiración y, por un momento, casi me asfixio. No podía pensar con claridad. Aquella experiencia era tan extraña que me nublaba el pensamiento. Porque me habían pasado muchas cosas extrañas en mi vida, pero jamás me había despertado en el cuerpo de otra persona.

Miré por la ventana, tratando de tomar aire, tratando de que el pulso se me calmara para evitar un posible ataque al corazón. Las parras no cubrían demasiado la vista y pude ver un cúmulo de nubes bajas que se desplazaban sin tregua por el cielo. Al menos eran negras, pensé y empezaron a caer algunas gotas de lluvia.

Me quedé unos minutos ahí tumbada, siguiendo el hipnótico rastro de las gotas que caían resbalando por el cristal. Estaba lloviendo, pero había luz. ¿Cómo era el dicho? Que el diablo estaba apaleando a su esposa.

O puede que, simplemente, quisiera que le devolvieran el perro.

Mientras no me mirara el cuerpo, me sentía a gusto. La cama estaba caliente y era cómoda, con sábanas limpias y una buena almohada de plumas. Resultaba tan tentador volver a quedarme dormida de nuevo, olvidarme de todo un ratito más, olvidarme de Pritkin. Porque yo sabía que él esperaba que pudiera solucionar aquel pequeño problemilla, y la verdad era que no tenía ni idea de cómo hacerlo.

Pero, siendo ya de día, Billy estaría al llegar. Tenía que enfrentarme a ello. Tenía que levantarme.

Me concentré en el aire que entraba y salía de mi cuerpo, en el movimiento de mis costillas y de los pulmones, y me dije a mí misma que la mayoría de las partes del cuerpo eran iguales, que la mayoría ya las tenía antes. Un cuerpo es un cuerpo, al fin y al cabo: dos brazos, dos piernas, una cabeza. Tampoco había tanta diferencia, a decir verdad. Me estaba convenciendo de ello, hasta que bajé la vista y recorrí con la mirada mi nuevo cuerpo y vi una cosa, nada pequeña, que no se parecía en absoluto a lo que tenía antes.

Me incorporé rápidamente y choqué con el cabecero de la cama pero, por supuesto, mi nuevo problema me acompañó también. Me quedé mirándolo horrorizada y desconcertada, pero no se iba. Se quedó ahí, formando alegremente una tienda de campaña con la sábana, obviamente encantado de recibir el nuevo día. ¿Y ahora, qué?

Le di un golpecito, tratando de bajarla, pero rebotó y volvió a su posición anterior implacablemente. Lo volví a intentar, empezando a desesperarme un poco, y la apreté hacia abajo. A pesar de la sábana, noté que estaba caliente y dura. Entonces me hizo percatarme de que había otras cosas mal colocadas, como un pecho plano que no se movía al respirar, como la mata de pelo del abdomen, como el vello rubio del trozo de muslo que había quedado destapado.

A pesar de mis palabras de ánimo, aquel cuerpo ya no me parecía más o menos normal. La noche anterior había sido más fácil ignorar aquello, estaba demasiado exhausta e impactada. Pero ahora sí que notaba algunas cosas, como la corriente de electricidad que me recorría el cuerpo, caliente y molesta, haciéndome sudar y temblar. De repente, todo me resultaba excitante, desde el suave beso de las sábanas hasta el cosquilleo del aire que se filtraba por las viejas ventanas.

Jamás había tenido tanta conciencia sobre mi propio cuerpo, sobre la forma en que ocupaba músculos, huesos y piel. Me pregunté si Pritkin se sentiría igual, tan marcado, tan fresco, tan vívido, si tendría aquellas sensaciones exasperantemente familiares, aunque completamente extrañas. Me pregunté si él también se estaría subiendo por las paredes.

Miré mi reflejo en el espejo, y aquello no me ayudó. Las largas pestañas caían sobre mis mejillas ruborizaras y los labios, habitualmente tensos, estaban blandos. Los amplios hombros y sus bonitos brazos eran como siempre, la piel conservaba el calor del sueño, y las señales de la pelea estaban casi completamente curadas. Sólo había algunas líneas rojas y ásperas, que contrastaban con el color dorado de su piel.

Me pasé los dedos por la barba incipiente del mentón, hasta dar con hueco de piel fina que tenía justo detrás del lóbulo de la oreja y llegar al pelo. Tenía unas manos bonitas, los dedos callosos y redondeados, las uñas limadas con forma ovalada y no excesivamente cortas. Me di cuenta de que debía de ser muy fuerte, y me estremecí.

Y el pedazo de carne que tenía debajo de la mano dio un respingo.

Aparté la mano rápidamente, tragando saliva, y la sábana se deslizó. Y ahí estaba, caliente y enorme, provocándome una molestia penetrante y estática. Puede que se pasara solo, pensé desesperada. Contuve la respiración, ya que el pánico me paralizó los pulmones, y se hizo más grande. Larga y gruesa, con un color amelocotonado más oscuro que el del resto del cuerpo, elegantemente inclinado hacia la izquierda. Tengo que acordarme de decirle a Pritkin que tiene un pene muy bonito, pensé histérica, y me coloqué encima una almohada.

Llamaron a la puerta.

La miré, horrorizada y me tapé con la sábana justo antes de que mi propio rostro ceñudo asomara por la puerta.

—¿Te importa? —pregunté, alzando un poco la voz, enojada.

—El desayuno —dijo Pritkin, escueto. Notó la expresión de mi rostro—. ¿Pasa algo?

—¡Nada! Quisiera tener algo de intimidad.

—Estás en mi cuerpo. Poca intimidad podemos tener ya. —Entró, morando la mirada furiosa que le lancé a su cuerpo perfectamente ataviado. Entre las compras que Marsden había hecho, debía de haber ropa de día, porque Pritkin llevaba puestos unos piratas color caqui y una camiseta fruncida angarilla.

—Yo también necesito ropa —le recordé, esperando que fuera a conseguirme algo.

—Marsden me ha dado esto para ti. Es suya, pero, por el momento, te valdrá —dijo, dejando un montoncito de ropa en una mesa que había junto a un pequeño armarito. Luego, se sentó.

—¿Qué haces?

—Tenemos que hablar.

—¿Ahora?

—¿Por qué no?

—Aún… no me he duchado —contesté, de manera poco convincente y, entonces, me acordé: una ducha fría. Eso es lo que hacen los tíos cuando les pasan estas cosas, ¿no?

—Ya te duchaste anoche. Vístete. Tenemos que hablar antes de ver a Jonas. —Cruzó mis piernas cómodamente, y una de las sandalias de tiras le quedó colgando del pie. Ya estaba acostumbrada a sus enfados, a su actitud incisiva o a su desánimo. Me estaba costando acostumbrarme a su habitual impaciencia y a su brusquedad. Pero lo que más me jodía era la desesperante sensación de que Pritkin lo estaba llevando mejor que yo.

—Si me apetece darme otra ducha —le dije, furiosa—, ¡me daré otra puta ducha!

—¿Qué te pasa? —preguntó. Logré no ceder a su penetrante mirada añil. No sabía que fuera capaz de poner aquella mirada. Pero, entonces, dudé que fuera capaz de ponerla cuando era yo quien estaba dentro de mi cuerpo. Y el hecho de que mis propios ojos me estuvieran incomodando me terminó de cabrear del todo.

—¿Que qué pasa? ¿Que qué pasa? ¡No tengo pechos! Tengo otras cosas que no quiero tener. ¿A ti qué cojones te parece que me pasa?

—Ayer me pareció que te lo habías tomado bastante bien.

—¡Tener que correr para salvar la vida hace que deje en segundo plano otros asuntos! La almohada no me estaba sirviendo de nada. Al contrario, lo estaba empeorando, ya que, al parecer, al cuerpo de Pritkin le gustaba la presión, el roce y el calor. Y todo lo demás. Empezaba a preguntarme por qué se levantaba de la cansa.

—Creía que, a estas alturas, ya te habrías acostumbrado.

Había algo en el tono de su voz que me hizo mirarle con acritud. Si de veras tuviera sentido del humor, sospecharía de él.

—No, y tampoco parece que lo vaya a hacer.

Pasó a otro tema.

—Tenerlos que hablar de las opciones que tenemos. Jonas te ha traído aquí por una razón. Quiere que hagáis un trato.

—Sí. Y si el Círculo se entera, estoy muerta. Ya me odian. ¿Qué crees tú que van a pensar si creen que me relaciono con su ex líder medio demente?

—Su opinión sobre ti no puede ser peor, de todas formas —dijo, con sequedad.

—¿De verdad estás sugiriendo que…

—Te estoy proponiendo que no aceptes todo lo que te pida, pero que tampoco te cierres en banda. Si el Círculo insiste en mostrarse tan intransigente, puede que nos sea útil.

—¿Cómo? ¿Desencadenando una guerra civil? ¡Eso provocaría la muerte del doble de magos, haciéndole todo el trabajo a Apolo! —Me revolví, tratando de aliviar un poco la sensación y, accidentalmente, metí el problema dentro de la almohada. Aquella era la peor de las opciones. El corazón se me aceleró, la respiración se me entrecortó y pensé, ¡oh, Dios!

—Puede que no lleguemos a eso.

—¿Y si llegamos?

—Yo sólo te estoy aconsejando que no rechaces completamente a Marsden. Escucha lo que te tenga que decir y dile que te lo pensarás. Mientras tanto, volveremos a intentar llegar a un acuerdo con el Círculo. Si logramos que te acepten como pitia, aunque sólo sea mientras dure la guerra, será suficiente. Cuando las fuerzas de Apolo hayan sido derrotadas, ya nos ocuparemos de nuestros problemas internos.

—Vale. —Dios, aquello empezaba a dolerme de verdad.

—También tenemos que ver cómo vamos a transportarnos de nuevo.

—Estoy en ello. —Por favor, por favor, cállate ya y lárgate.

—¿Cómo? El vendedor dijo que los efectos son irreversibles.

—Nuestros cuerpos no han cambiado, sólo los hemos intercambiado —dije, con brusquedad—. Y tengo cierta experiencia en esto. Suponiendo que no nos mate algún impostor, sádico y psicópata, disfrazado de aliado nuestro, daré con una solución.

—¿Como cuál?

—Ya lo hablaremos luego.

—Preferiría que lo habláramos ahora.

—¡Pues yo no!

Hubo algo en mi tono de voz que debió de llegarle.

—Supongo que no vamos a poder hablar mientras te duchas —dijo, levantándose.

—Pues no.

—Entonces, nos veamos abajo en el desayuno. Y, recuerda, Marsden no es tan despistado como parece.

—Vale, lo que tú digas.

Se dirigió hacia la puerta, se detuvo con la mano en el pomo y me miró con una expresión extremadamente socarrona.

—Y con un poco de agua fresca es suficiente. Preferiría que no me dejaras estéril echándote el agua demasiado fría.

Busqué algo para tirárselo a la cara, pero se marchó. Definitivamente, lo estaba llevando mucho mejor que yo. El muy odioso.