2

La mayor parte del agua cayó sobre un barco pesquero cercano que estaba amarrado. Aunque no toda. Me saqué restos de tripas de pescado del sujetador y miré a Agnes. No se percató de ello, dado que ya había emprendido la marcha.

—¿Qué prisa hay? —le pregunté, corriendo para alcanzarla.

—Será otra hora del cinco de noviembre —dijo mientras la luz se alzaba tras nosotras. Miré hacia atrás y vi que en el barco se encendían los faroles. Los marineros se amontonaron en la verja, mirando intermitentemente las olas que los golpeaban y el sushi mutilado que se había desparramado por todas partes, colgando de sus cuerdas.

Me volví y vi que Agnes casi había desaparecido en el camino. Fui corriendo hacia ella, con la lluvia salpicándome el rostro.

—¿Y?

—Guy Fawkes, Guy Fawkes, era su idea, hacer volar por los aires al rey y al Parlamento —dijo.

Se encendió una bombilla en mi mente:

—«Tres barriles de pólvora pertenecerán / a la pobre Inglaterra a derrocar».

Me miró, sorprendida.

—Tuve una institutriz inglesa —le expliqué.

—Entonces ya lo sabes. Hay unos católicos ingleses que quieren volar el Parlamento y cargarse a Jacobo I. No quieren un rey protestante y creen que su muerte devolverá el país al catolicismo. Podría haber funcionado, si uno de los conspiradores no hubiera tenido un familiar en el Parlamento. Recibió una carta advirtiéndole que saliera de la sesión del día siguiente y éste se chivó.

—Y hallaron a Fawkes en el sótano con las pruebas horas antes de que el Parlamento se reuniera.

—Pero la Comunidad está aquí para ocuparse de que, esta vez, lo logre.

—¿Por qué iba a importarles a ellos nada de eso?

Aceleró el paso en lugar de contestar, probablemente como respuesta a los candiles que empezaban a aparecer a nuestro alrededor en todas las ventanas. Echamos a correr, resbalando en el barro y en el cristal mojado, hasta que llegamos a la habitación de los frescos. Se oyeron gritos en el exterior y, jadeante, cerré de un portazo, aunque siguieron oyéndose.

—No les importa. Es su propia historia lo que esperan solucionar —respondió, mirándome y sonriendo. La adrenalina hacía que le brillaran los ojos—. Pero, antes de que pudieran crecer, el Círculo averiguó lo que tramaban y los cazó a todos, excepto a un hombre. Les costó siglos recuperarse. Supongo que piensan que provocar una gran guerra civil le daría al Círculo cosas más importantes de las que ocuparse.

Bajó por las escaleras y la seguí en silencio. Con el Círculo se refería al Círculo Plateado, la mayor asociación mágica del mundo, siendo una organización marco que abarcaba miles de aquelarres. Para la mayoría de los miembros de la comunidad sobrenatural, el Círculo representaba orden, seguridad y estabilidad.

Pero ese no era mi caso.

Situación que tenía mucho que ver con el hecho de que el Círculo, en aquel momento, intentaba matarme, con la esperanza de que una pitia más adecuada ocupara mi lugar. Ellos, por «adecuada» entendían alguien con el cerebro lavado desde la infancia, convencidos de que ellos eran infalibles. Llevan varios miles de años tratando a las pitias como si fueran sus chicas de los recados, y no les gustaba tener en la silla del jefe a una pitia independiente.

—Hablando del Círculo —empecé a decir, pero Agnes me puso la mano en la boca. Habíamos vuelto a entrar en la habitación exterior del sótano y supongo que no quería que alertáramos al mago sobre nuestra vuelta. Menos mal. Tenía la impresión de que el que hubiera un poquito de tensión entre la pitia y sus protectores mágicos era algo normal, pero supongo que todo eso del «te quiero ver muerta» la dejaba un poco alucinada.

Lo que me dejó alucinada a mí fue la reaparición del mago, pálido y con la mirada furiosa, escapando de la habitación de la pólvora a toda leche. Se topó conmigo y yo, instintivamente, lo agarré, recibiendo un puñetazo en el estómago a modo de respuesta. Le di una patada en la rodilla y él gritó, retrocediendo con el puño cerrado, aunque se detuvo cuando sintió la pistola de Agnes junto a la oreja.

—Adelante —le dijo Agnes—. El papeleo para conseguir un juicio es toda una putada.

—¡Tú si que eres una puta! —gruñó.

Me agarré el estómago y le puse mi pistola en la sien, mientras Agnes se sacaba unas esposas del bolsillo de la chaqueta.

—Tengo un problema —le conté rápidamente, antes de que ella se alejara—. Soy una pitia de verdad, pero no sé lo que estoy haciendo y, en mi tiempo, no hay nadie que me pueda ayudar.

—Es un problema —confirmó, cerrando las esposas.

—Ya.

—Buena suerte. —Agarró al mago por el cuello.

—¡No te atreverás a largarte! —le grité furiosa—. ¡Te he ayudado!

—¡Casi haces saltar todo esto por los aires! De todas formas, aunque quisiera ayudarte, hay unas normas.

—¡Que le den a las normas! Has sido tú la que me has traído a este lugar dejado de la mano de Dios…

—No tenía ni idea.

—… ¿y crees que puedes largarte sin más? ¡Tienes una responsabilidad aquí!

Sacudí la pistola y, en mi azoramiento, accidentalmente se me disparó, y un trozo de ladrillo le cayó en la cabeza al mago. Parpadeó.

—Perdonen, señoras, ¿me permiten sugerirles…

—¡Cállate! —le espetamos al unísono. Se calló.

Agnes trató de moverse, pero la agarré de la muñeca, tirando de ella cuando intentó zafarse.

—¿Estás loca? —chilló, era como si hablara a cámara lenta.

El tiempo se tambaleó a nuestro alrededor: en un segundo, volvimos al lugar del que vine, con balas silbando junto a nuestras cabezas; después, estábamos en el futuro, viendo a un grupo de hombres vestidos con túnicas y ridículos sombreros examinando la puerta destrozada. Uno de ellos nos vio y palideció; en un instante, habíamos desaparecido, retrocediendo de nuevo.

Agnes, de alguna manera, logró echar el freno, sacándonos del torrente temporal con lo que juraría que sonó como un pop muy fuerte. Por un momento, nos quedamos ahí, con el color demudado y temblando, de nuevo en el punto de partida, pero con más heridas. No sé ellos, pero yo me sentía como si me acabara de bajar de una montaña rusa, mareada y algo indispuesta.

—Necesito ir al baño —dijo el mago, con voz débil.

Agnes tomó aire profundamente y lo soltó, mirándome.

—Mientes muy mal. ¡Si hubieras sido mi discípula, se te habría ocurrido algo mejor que semejante mentira!

—¿Es que no me has oído? —le pregunté—. No me diste entrenamiento. Ese es el problema. Me encasquetaste este marrón y luego te moriste…

La, la, la. No te oigo. —Se metió un dedo en la oreja, lo cual no servía de nada, ya que la otra mano la tenía todavía agarrando al mago por la camisa.

La miré fijamente. La última imagen que tenía de Agnes era en su heroica muerte para evitar que un iniciado descarriado llenara la línea del tiempo de porquería. En algún momento de mi idolatría, se me había olvidado lo extraña que podía llegar a ser. Por supuesto, si conservaba el puesto tanto tiempo como ella, supongo que no acabaría siendo muy normal tampoco. No era una idea demasiado alentadora.

—¿Qué cojones te pasa? —le pregunté, preocupada por si la última oportunidad que tenía de conseguir un mentor se iba por el desagüe, junto con su razón.

—¿Que qué me pasa? —Se sacó el dedo de la oreja para señalarme—. ¡Se supone que no puedes contarme esas cosas!

—No te he contado tanto… —le contesté, aunque me interrumpió con un gesto furioso.

—¡Me has contado muchas cosas! Tendré una discípula que no eres tú. Has dicho que yo te metí en todo esto, ¿qué le pasa a mi discípula? ¿Muere? ¿Se pasa al otro bando? —Agitaba las manos, golpeando la cabeza del mago contra la pared—. ¡No lo sé!

—Puede que ambas cosas —le aclaré, incómoda. La segunda heredera de Agnes, Myra, se había pasado al otro lado y había empezado a utilizar sus poderes para viajar en el tiempo en provecho suyo y de sus aliados. Agnes se vería obligada a matarla para eliminar la amenaza que suponía para la línea del tiempo, pero moriría en el intento, lo cual dejaría a una novata sin entrenar en el puesto de pitia: a mí.

—¡No me cuentes eso! —susurró, claramente horrorizada.

—Me lo has pedido.

—¡No! ¡No es verdad! Te estaba explicando la cantidad de información que podía obtener de nuestro encuentro si me paraba a pensarlo, lo cual no voy a hacer porque puede que ya ale haya enterado de demasiadas cosas. ¿Y si algo de lo que dices me hace cambiar mis acciones del presente, mi presente, que acabe alterando tu futuro? ¿Has pensado en eso?

—No —dije, haciendo un esfuerzo por controlarme—. ¡Pero eso no cambia el hecho de que necesite que alguien me entrene!

—Las pitias anteriores no recibieron demasiado entrenamiento y, sin embargo, consiguieron apañárselas. Tú también lo harás.

—Eso es muy fácil decirlo. A ti te entrenaron. ¡Jamás tuviste que apañártelas por ti misma!

—Y una mierda. —Se puso la mano con la que no estaba asfixiando al mago en la cadera, en un gesto muy familiar—. Ningún entrenamiento te prepara para un trabajo como éste.

—Pero, al menos, sabes cómo funcionan los poderes. ¡A mí nadie me ha dado ningún manual!

—No hay ningún manual. Si nuestros enemigos hubieran podido descubrir todo lo que sabemos hacer, habrían tenido mucho más éxito en su intento por destruirnos. Y el tiempo no basta para machacar a esos…

Se calló, ya que, en el otro extremo de la sala de la pólvora, una llave había abierto una cerradura. Agnes agarró la pistola y se la puso al mago en la sien con fuerza suficiente para dejarle una marca en la piel.

—Di una sola palabra, haz un solo ruido y te juro que… —susurró. Él parecía debatirse entre su ideología y el instinto de supervivencia, aunque supongo que ganó este último, ya que permaneció en silencio. O puede que no pudiera hablar porque ella lo tenía agarrado por el cuello.

Los tres escudriñamos la puerta inexistente y vimos fuego. Había un hombre de pelo moreno parado en el otro extremo de la habitación. Dejó el farol, que se parecía mucho al del mago, lejos de los barriles, y empezó a moverlos. Iba vestido como el mago, excepto que llevaba un largo abrigo negro y unas botas. Las espuelas tintineaban suavemente en el silencio.

—Fawkes —murmuró Agnes. Le dio un golpecito al mago con la culata de la pistola—. ¿Has cambiado algo?

No dijo nada.

—¡Contéstame!

—Las cosas no se hacen así —contestó, irritado—. ¡No puedes decirme primero que me vas a pegar un tiro si hablo y luego empezar a preguntarme!

Nos quedamos inmóviles mientras el otro hombre se detenía, mirando hacia nosotros, aunque sin ver nada. Donde nos encontrábamos, estaba muy oscuro. Nos habíamos dejado el farol cuando salimos a darnos una vuelta con la bomba, y éste debía de haberse apagado, porque la única fuente de luz provenía del farol de Fawkes. Se detuvo, olisqueando el aire húmedo, donde aún permanecía el olor acre de la explosión. No obstante, tras un instante, volvió al trabajo.

—Tenemos que acabar con esto cuanto antes —murmuró Agnes—. ¿Dónde estaba?

—Estabas diciendo que es difícil echarlo todo a perder. Pero es difícil, no imposible. Algunas cosas pueden cambiar. —En un viaje en el tiempo que hice hace poco, cambié por accidente una pequeña cosa, sólo conocer a un hombre algunos cientos de años antes de lo debido, y el resultado fue desastroso. Casi nos matan a los dos.

—Claro que puede pasar —dijo con impaciencia—. Por eso estamos aquí.

—Pero ¿cómo sé yo lo que puedo y lo que no puedo cambiar sin peligro? —le pregunté, desesperada.

Agnes frunció el ceño.

—¿Qué es todo esto? —preguntó, con tono plano y duro, a juego con el gélido color de sus ojos—. ¿Algún tipo de broma pesada?

—¿Qué? ¡No! Yo…

Tiró del mago y lo colocó a la altura de su rostro.

—¿Habéis reclutado a una mujer para que me engañe? ¿De eso se trata?

Él me miró y luego la miró a ella.

—Sí —contestó lentamente—. Me has pillado.

—¡Tendría que haberme dado cuenta! ¡Sabía que el poder no permitiría que dos pitias se conocieran! —exclamó entre dientes y me apuntó con la pistola. Me quedé mirándola fijamente.

—¡Está mintiendo!

—Si estuviera mintiendo ¡no me lo habrías preguntado! —me espetó—. Ninguna pitia lo habría hecho.

—¿Preguntarte qué? ¡Lo único que quiero es ayuda!

—¡Oh! ¡Yo te ayudaré! —contestó y arremetió contra mí. El mago aprovechó la oportunidad y se fue corriendo a la sala de la pólvora, mientras Agnes y yo caíamos sacudiendo los brazos y las piernas, y ella trataba de esposarme, mientras yo intentaba zafarme de ella, sin que a ninguna de las dos se nos disparara el arma. No fue fácil. Juro que esa mujer tenía un brazo de más, porque, no sé cómo, logró agarrarme de las dos muñecas, mientras un pequeño puño me golpeaba la mandíbula.

—¡El mago está con Fawkes! —exclamé, jadeante, mientras un par de esposas se me cerraban en torno a las muñecas—. ¡Van a volar por los aires todo esto y vanos a morir!

—¡Sí, y si te dejo marchar, moriré más rápido!

—¡No voy a ayudarles!

—Ya lo sé. Te vas a quedar aquí esposada mientras yo me ocupo de esto.

La miré fijamente.

—¡Soy pitia! ¡No te necesito para abrir las esposas!

Se quedó en cuclillas, observándome con aire de mofa.

—Vale, pitia. —Agitó la mano—. Hazlo.

—Vale, ¡lo haré!

—Vale, venga.

Una de las pocas cosas buenas que tiene este odioso trabajo es la capacidad para trasladarme tanto en el tiempo como en el espacio. Lo cual es una forma bastante eufemística de decir que puedo aparecer y desaparecer de un lugar, igual que de un momento, algo que me ha salvado en más de una ocasión. He utilizado esa habilidad para trasladarme a otros continentes, así que escapar de unas esposas era un juego de niños.

Me desplacé un metro hacia la derecha, esperando librarme de las esposas. Una vez hice un truco similar y había funcionado muy bien. Pero, esta vez, las esposas se vinieron conmigo. Agnes se sacudió la falda con recato mientras yo lo volvía a intentar. Mi cuerpo se desplazó un par de metros a la izquierda, pero mis manos permanecieron igual de atadas que antes.

—¿Qué cojones?

—Esposas mágicas —murmuró.

—¡Quítamelas!

—Creía que no necesitabas mi ayuda.

Desde la habitación de la pólvora, oímos unas voces furiosas y el choque del acero.

—Puede que tú sí necesites la mía —le indiqué.

Lanzó un suspiro.

—Algunos días, de verdad que detesto mi trabajo.

Logré ponerme en pie, pero tener las manos atadas me hizo perder el equilibrio. Me caí sobre los escalones, reboté y acabé sentada sobre mi maltratado culo.

—Yo, el mío, lo odio en todo momento —dije, con amargura.

—Vale, eres una pitia.

—¿Pasamos juntas por todo esto y sólo me crees cuando ves mi actitud?

Empezó a manipular las esposas.

—Eso, y el hecho de que la Comunidad no puede desplazarse en el espacio.

—Entonces, ¿por qué me has atacado?

—¡Porque se supone que no deberías estar aquí! ¡Se supone que ni siquiera se puede hacer!

—Puede que también el poder piense que necesito algo de ayuda —le aclaré.

—El poder no piensa. No es un ser dotado de percepción. Sigue un estricto conjunto de normas, como las de cualquier hechizo, ¡una de las cuales es que una no se puede entrometer en una misión que no tiene nada que ver contigo!

—No me estoy entrometiendo —le dije, malhumorada—. ¡Sólo quería hablar! Eres tú la que…

—Y, aunque nadie te lo haya recordado, ¡nosotros somos los buenos! —añadió furiosa, interrumpiéndome—. ¡No vamos por ahí dando saltos en el tiempo!

—¿Nunca? —le pregunté incrédula. Porque, si Agnes no se hubiera saltado esa norma, yo no estaría viva.

—¡Oh, Dios! —Alzó las manos—. Ya estamos otra vez. Todos los iniciados empiezan creyendo que pueden salvar el mundo.

—¿Es que no puedes? Eres pitia. Puedes hacer lo que desees.

Se echó a reír.

—Sí, desde luego, eres nueva. —Tiró de las esposas—. Maldita sea.

—¿Qué?

—Se han atascado.

—¿Qué quieres decir con que se han atascado?

—Quiero decir que no se abren —contestó, paciente.

Empecé a tirar de ellas hasta que creí que se me iban a separar las muñecas.

—¿Por qué no?

—No lo sé. Yo no diseño estas cosas. Sólo las uso.

—¿Qué tipo de filosofía imbécil es esa?

—Tú conduces, ¿no? ¿Sabes cómo funciona un coche?

—¡En términos generales, sí!

—Bueno, en términos generales, sé como funciona esto, pero, por alguna razón, no se abren. —Las manipuló durante otro minuto hasta que, en la habitación de al lado, ya no se oía nada.

—¿Qué es lo que pasa? —susurré.

—¿Temo que explicarte la diferencia entre ser clarividente y saber leer la mente? —Cejó en su intento de abrir las esposas, tiró de mí para que me levantara, y casi me disloca un hombro en el intento.

—Sigo sin fiarme de ti —dijo, frustrada—. Pero si me ayudas con estas dos, te daré alguna pista.

—¿Alguna pista sobre qué?

—¿Qué has venido a pedirme?

—¡Necesito algo más que eso!

—Es difícil.

Nos miramos durante unos segundos, hasta que suspiré y cedí. Una pista no era lo que estaba buscando, pero era mejor que lo que tenía. Y no parecía que fuera a conseguir nada más.

—De acuerdo.

Escudriñamos la puerta juntas, aunque no logramos ver nada.

La lámpara parecía haberse apagado, y el rumor de la pelea había desaparecido, lo cual, probablemente, no era nada bueno.

Sin previo aviso, Agnes empezó a caminar por la habitación en penumbra. La seguí como buenamente pude, pero correr en la más absoluta oscuridad con las manos atadas y el culo destrozado es más difícil de lo que parece, además, había obstáculos por todas partes. Agnes, de alguna manera, lograba sortearlos, pero yo tropecé con unas maderas y choqué con un pilar, arañándome la mejilla y aplastándome los dedos del pie en el proceso.

La perdí de vista mientras trataba de incorporarme y, después, casi la pierdo. De detrás de una columna salió un brazo que tiró de mí.

—Creo que me he roto un dedo del pie —dije, jadeando, y con un profundo dolor que me subía por la pierna.

—¡Cállate! ¡Están en una pequeña habitación que hay por ahí! —Señaló una puerta abierta que estaba ligeramente menos oscura—. El mago no lleva pistola, pero puede que Fawkes sí, así que no nos vayamos a hacernos las heroínas. —Se detuvo un instante.

—Perdona. Olvidaba con quién estaba hablando.

La miré, pero ella no me vio, ya que ya había comenzado a caminar. La alcancé e irrumpimos juntas en la pequeña habitación. El mago estaba sentado sobre un tonel, sujetando un anticuado fusil de mecha. Sus esposas sí habían desaparecido, me percaté de ello con envidia. Estaban en el suelo, junto con una espada y el farol. Fawkes estaba sentado junto a la pared y no mostró sorpresa alguna al vernos; de hecho, no pareció siquiera darse cuenta de que estuviéramos allí. Hechizado.

Todo eso vi en el segundo antes de que Agnes disparara al mago. Las balas le hubieran dado entre los ojos si él no estuviera utilizando escudos. Parecieron molestarle.

—Preferiría que no hicieras eso —dijo él, malhumorado, cuando ella se detuvo.

—No puedes tener los protectores para siempre. —Volvió a disparar—. Y ese fusil sólo tiene una bala.

—Y ¿para quién de vosotras dos será? —contestó, con tono desdeñoso.

Agnes cambió de táctica.

—¿Y cuál es el plan, genio? Porque puedes volar todo esto, pero no serviría de nada. El Parlamento no se reúne hasta mañana por la mañana. Y, a medianoche, los hombres del rey vendrán a joderte la diversión. Por eso fracasó Fawkes, ¿te acuerdas?

—Pero esta vez, cuando aparezcan, se van a encontrar un par de sorpresas. —Señaló con la cabeza una hilera de pequeños frascos colocados sobre un barril. Era el tipo de frascos que los magos suelen utilizar en combate, y la mayoría de los hechizos que contenían resultaban letales.

—Pensaba que tu gente estaba en contra de la guerra —comenté, básicamente para darle a Agnes tiempo para pensar en algo. Yo no podía.

—De todas maneras, dentro de unos cincuenta años va a haber una guerra civil. Sólo estamos adelantando un poco los acontecimientos, y construyendo un mundo mejor, ya de paso.

—¡Puede que en ese mundo mejor no estéis vosotros! Si provocáis ahora una guerra, podría acabar con vuestros ancestros, o cambiar el mundo de manera que vuestros padres jamás se conozcan. ¡Podríais estar suicidándoos!

—No si me quedo en este tiempo.

—¿Te quedarías aquí? —pregunté, incrédula.

—¡A diferencia de ti, yo he arriesgado mi vida para venir hasta aquí! —dijo, con brusquedad—. ¡Pues claro que me voy a quedar aquí!

Agnes me miró.

—Deja de tratar de razonar con este payaso. Venga, hazlo.

—¿Que haga qué?

—Detener el tiempo. Puedo controlarlo, pero no puedo hacerlo dos veces seguidas. Consume demasiada energía.

Me moví nerviosa.

—Eh, ¿Agnes?

—¡Mala suerte tener que ejecutar la misión teniendo que enfrentarte a dos pitias! —dijo, haciendo una mueca. El mago empezó a mostrarse algo preocupado.

De nuevo, volví a sentir que se me tensaban los músculos de la espalda. Por supuesto, puede que fuera a causa de las esposas.

—Eh, hay un… pequeño problema.

—¿Qué problema? Ya lo has hecho otras veces ¿no? —me preguntó.

—Bueno, sí. Pero, todo ocurrió tan deprisa, no estoy segura de exactamente…

—¡Ahora no me vengas con que no lo sabes hacer!

Me estaba mirando, así que le devolví la mirada.

—¡Eh! No estoy entrenada ¿te acuerdas? ¡Por eso estoy aquí!

—¡Por eso eres una inútil! —me gritó, dándome golpecitos en el hombro con la pistola. Su expresión era de furia, pero inclinaba la cabeza de una manera extraña, como si tuviera el cuello roto. Me quedé mirándola un segundo y comprendí que me estaba señalando los frascos del mago. Oh, genial.

Me volvió a dar unos golpecitos, esta vez, en el estómago, y me hizo daño. Me alejé de ella dando tumbos penetrando unos metros más en la habitación.

—Oh, así que, ¿qué? Como no puedo actuar al instante, ¿vas a dispararme? ¿Así funcionan las cosas?

—Puede que lo haga —contestó airadamente—. Una pitia que no puede hacer nada no sirve para nada. La gente de tu época seguramente me dará las gracias.

No sabía cuánto. Retrocedí unos pasos más, a una distancia desde la que casi podía alcanzar los frascos.

—No puedes matar a una pitia, ni a su heredera, de lo contrario, el poder no se traspasa —le recordé—. ¡Hasta yo sé eso!

—Para tu información, mocosa —añadió, apuntándome a la cabeza—. ¡Ya lo he hecho!

Agnes disparó una ráfaga, yo grité y la esquivé, fingiendo solo parcialmente el temor. Me tambaleé y golpeé el barril, volcándolo y tirando los frascos por todas partes. El mago soltó una maldición y me apuntó, pero Agnes agarró la espada de Fawkes, que estaba en el suelo, y lo atacó con ella. Él, instintivamente, se agachó y se cayó de espaldas desde su asiento.

Me arrojé al suelo, tratando de palpar a mis espaldas con las manos fuertemente atadas. Mis dedos dieron con dos pequeños frascos y los agarré. No los veía, pero daba igual, de todas formas, no hubiera podido saber lo que eran. Miré tras de mí y, en cuanto el mago levantó la cabeza, se los arrojé.

El primero explotó contra sus protecciones, desparramando un polvo seco anaranjado, que no pareció tener efecto alguno. Pero el segundo, un líquido azul, se llevó por delante un fragmento de los escudos. Empecé a buscar más frascos de ese tipo. Agnes iba disparando, a la vez que lanzaba de todo: junto a mi cara, pasaron un taburete, una antorcha apagada y una rata muerta, que acabaron aplastados contra los escudos del mago.

Esquivé la rata y entonces lo vi: otro frasco azul, oculto al pie de un tonel. Me agaché con torpeza y rebusqué en el mugriento suelo y, al fin, mis dedos dieron con él. No aguardé a que el mago volviera a nuestro presente, directamente lo arrojé hacia los barriles amontonados.

Por una vez, debí de tener buena puntería. Él lanzó un alarido y saltó de entre los barriles como si estuviera envuelto en llamas. Pasó corriendo por mi lado, desparramando chispas, habiendo salido de su sopor y… ¡oh, mierda!

—¡Está ardiendo! —grité.

Agnes le puso la zancadilla y él cayó, atravesando la puerta a trompicones. Ella se sentó sobre su trasero y le apuntó la cabeza con la pistola. Él se derrumbó cono un saco de arena.

—Querías una pista —dijo jadeante, sacudiéndole las llamas de la espalda—. Pues aquí la tienes. Eres clarividente. Utiliza tu don.

Aguardé unos segundos, pero no añadió nada más.

—¿Eso es todo? ¿Esa es la gran revelación que me puedes hacer?

—¿Qué esperabas?

—¡Algo más! ¡Algo más! Tiene que haber… No sé, ¡algún truco!

—Tú eres el truco —me contestó—. ¿Por qué crees que siempre se elige a las clarividentes para que sean pitias? Si cualquiera fuera capaz de hacerlo, estos idiotas lo joderían todo cada vez que trataran de «mejorar» las cosas. Ellos no pueden ver el efecto que tendrán sus acciones; tienen que imaginárselo. Nosotras sí lo sabemos.

En algún punto entre los ojos, empezó a dolerme la cabeza. Hasta aquel momento, no me había dado cuenta de que había confiado demasiado en que Agnes me ayudaría, pero se negaba.

—Puede que tú sepas cómo hacerlo —repliqué—, pero mi don no funciona así. ¡Hay días que no funciona!

—Puede que tengas que practicar un poco más. Y, respondiendo a tu pregunta anterior, jugar con la línea del tiempo normalmente suele causar más problemas de los que resuelve. Puedes creerme.

—Así que, ¿eso es todo? —le pregunté furiosa—. ¿Eso es todo lo que puedes ofrecerme? ¿Qué no enrede con la línea del tiempo y que confíe en mi don?

—Eso es todo lo que, en realidad, te hace falta. —Agnes le agarró las manos al mago, se las puso en la espalda y se las esposó. Una vez lo tenía bien sujeto, alzó la vista y me miró y, por primera vez, su mirada contenía un halo de compasión—. Tu poder funcionará gracias a tu habilidad natural, ejercitándolo y con el tiempo. Al final, aprenderás sola todo lo que tienes que saber.

—¡Si fuera tan fácil, no se tardarían décadas en entrenar a una sucesora! —respondí rápidamente, antes de que le diera tiempo a volverse.

—Yo no he dicho que sea fácil. Nada en este trabajo lo es. Te he dicho que aprenderás.

—¡Y si no duro tanto tiempo! —grité, pero Agnes ya se había marchado.