19

Otra de las criaturas pasó rozándome y algo puntiagudo, como si se tratara de un ala rota, revoloteó pasándome sobre el brazo. Estaba gélido a la par que tórrido y era absoluta y descarnadamente repugnante. Me entraron náuseas y retrocedí tambaleándome. Me mordí el labio para no emitir ningún sonido, pero se me escapó un gritito entre dientes, provocado tanto por el recuerdo de la última vez que me había enfrentado a un demonio como por la amenaza presente.

El corazón se me fue acelerando poco a poco, y la adrenalina se me disparó. No podía volver a pasar por aquello de nuevo; de veras que no podía. Me volví, ofuscada, preparándome para echar a correr sin importarme que los magos pudieran oírme, porque prefería enfrentarme a todo el jodido Cuerpo de Ejército que a volver a sentir aquello encina de mí.

Pritkin me alcanzó. Por un instante, no lo vi a él, sino otro rostro. Me vino el recuerdo de Rosier tocándome y de la pegajosa y estremecedora sensación de su lengua en mi piel, bebiéndose a lengüetazos mi sangre, mientras, lentamente, me iba exprimiendo. De mi garganta nació un grito.

Alguien me tapó la boca fuertemente con la mano, pero era más pequeña y suave de lo que habría esperado; era una mano de mujer. Mi mano. Al tomar conciencia de ello recuperé algo similar al control y miré en mis propios ojos furiosos.

—¡Tranquila! —susurró Pritkin—. Son como los buitres, les atrae el miedo de los que se encuentran cerca de la muerte. ¡Así sólo lograrás que se apresuren!

—¿Los que se encuentran cerca de la muerte?

—¡Silencio! —Miró en derredor y soltó una maldición entre dientes—. ¿Dónde están? Dentro de este cuerpo no puedo verlos bien.

Ojalá tuviera yo ese problema, pensé, histérica, cuando me pareció ver a una de esas cosas deteniéndose frente a mí. Flotaba en el aire, pero me daba la impresión de que «aire» no era la palabra adecuada. Fueran las que fuesen las corrientes que provocaban, no pertenecían a este mundo.

Entonces me di cuenta de por qué yo tampoco los podía ver bien, ni siquiera usando los ojos de Pritkin: no estaban en este mundo, al menos no del todo. Observé, horrorizada y petrificada, cómo aquella cosa entraba y salía, como cuando se ve algo bajo el agua. No tenía sentido; no se ajustaba a algunas leyes físicas de este mundo, como las tres dimensiones y el espectro de colores. Tenía el tamaño de un colibrí y de una casa a la vez, sin una apariencia definida.

Llegó hasta donde yo me encontraba, me dio la sensación de ver una mueca en alguna parte, grité y retrocedí a trompicones. Pritkin soltó un improperio y lanzó algo y, ya sea porque siguió la dirección en la que yo miraba o ya fuera por pura suerte, le dio de lleno. El chillido de aquella cosa me retumbó en el cráneo, y fue como un rugido infinito y ensordecedor que me hizo caer de rodillas, mientras la cosa se retorcía, perdía el control y soltaba maldiciones.

Y, no sé cómo, pude entender lo que decía, supe que me estaba maldiciendo a mí y a Pritkin en una decena de idiomas que yo desconocía; estaba furioso porque este cuerpo aún viviera, aún respirara, aún me protegiera de él.

—No por mucho tiempo —murmuraron un millar de voces guturales que me pusieron los vellos de punta.

Y, en un abrir y cerrar de ojos, dejó de existir.

Apoyé las manos sobre el suelo aturdida, incapaz de respirar, y Pritkin se arrodilló junto a mí.

—¿Hay más? —me preguntó, pero no pude responder porque de mi cerebro solo recibía palabra inconexas, histéricas.

»¡Cassie!

Al fin, logré coger algo de aire y me atraganté al tratar de describirle los destellos que se arremolinaban sobre las copas de los árboles y el arco iris de colores de otro mundo dibujando círculos sobre nuestras cabezas. Como los buitres, había dicho. ¡Oh, Dios!, aquello no podía significar nada bueno. Pero se vio un destello de luz, y un dolor lacerante me desgarró el brazo herido.

Me tiré instintivamente a un lado, mis pies resbalaron y del bosque brotaron conjuros, maldiciones y maleficios. Una bandada de pájaros que se refugiaba de la lluvia salió disparada hacia las copas de los árboles, Pritkin soltó un improperio y las cosas se pusieron feas, pero que muy rápido. Los magos nos habían alcanzado.

Al parecer, me consideraban la principal amenaza, porque tres de ellos se centraron en mí, mientras que sólo uno fue a ocuparse de Pritkin, lo que, en sus condiciones, probablemente era demasiado, aunque poco podía hacer yo al respecto. Incluso continué abriendo fuego al caer sobre el costado derecho e, inmediatamente, rodé para apoyarme sobre una rodilla, tratando de mantener alzada la pistola, apuntando. Muchas de las balas que disparé a quemarropa (con eso tengo muy buena puntería) dieron en el blanco, pero no les hacían nada. Los magos tenía los escudos alzados y las balas rebotaban o eran absorbidas.

Apreté los dientes y seguí disparando, retrocediendo como un cangrejo para ser un blanco más difícil, hasta que mi espalda dio contra un árbol y se me acabó la munición. Traté de quitar el cargador vacío, pero no podía recargarlo, pues no podía mover el brazo derecho que era como un miembro muerto cosido a mi cuerpo. Los magos se dieron cuenta y sonrieron con malicia, me observaron rebuscar con una sola mano en los múltiples bolsillos de la gabardina, tratando de dar con otro cargador.

Evidentemente, era inútil, ya que, aunque diera con alguno, me matarían antes de que lograra colocarlo en su sitio; aun así, seguí intentándolo. Pensé que podría brindarle a Pritkin la ocasión de huir, pero huir no era precisamente lo que estaba haciendo.

Ya se había deshecho del tipo que se había abalanzado sobre él, bueno, al menos, supuse que sería él el que estaba tirado en el suelo del bosque, con la cabeza retorcida en un ángulo muy poco compatible con la vida. Corrió y agarró a uno de los magos que tenía delante, tapándole con fuerza la nariz y la boca para ahogar cualquier sonido. Hizo un movimiento rápido, el mago dio una sacudida y se quedó inmóvil. Pritkin también se quedó quieto, apretando el cuerpo del mago contra sí. Aguardó a que los demás magos dejaran caer sus escudos para prepararse para acabar conmigo, entonces se acercó y alzó la pistola del que tenía agarrado.

Mató a dos de nuestros atacantes antes de que al tercero le hubiera dado tiempo siquiera a darse la vuelta. Pero el mago tenía una pistola y disparó al cadáver del mago que Pritkin tenía sujeto, y se oyeron los impactos sobre la carne, justo antes de que le dispararan en la cabeza. Aquella era la última bala de Pritkin, y uno de los magos, que había sido lo suficientemente avispado para mantenerse apartado, aguardando a la sombra de los árboles, saltó sobre él y le hizo una llave de la que no pudo escapar.

Mi cargador seguía vacío y no creía que fuera a dárseme demasiado bien pelear con una sola mano. La única ventaja era que lo que iba a hacer era tan estúpido que nadie se lo esperaba. Así que procedí, gritando y abalanzándome sobre la espalda del mago que trataba de asfixiar a mi amigo.

—No lo mates —me dijo Pritkin con voz entrecortada mientras el mago retrocedía para aplastarme contra el tronco de un árbol, provocándome un jirón de dolor en el brazo herido. Se me revolvieron las tripas y sentí que se me nublaba la vista. Aflojé lo suficiente para que me agarrara los brazos y me arrojara hacia otro árbol.

—Vale —dije con un hilo de voz, deslizándome sobre el tronco del árbol.

Oí un alboroto, pero estaba demasiado ocupada tratando de colocarme los miembros en su sitio, ya que la mayoría había acabado encima de mi cabeza, como para ver lo que ocurría. Alcé la vista y vi a Pritkin arrodillado sobre las hojas, insignificante frente al mago que tenía delante. La cabeza del hombre cayó sobre mi pecho, y su cuerpo se derrumbó inerte y caliente sobre mis piernas, con el pelo enmarañado de sangre. Tenía los ojos abiertos.

Hubo un revoloteo nervioso sobre los árboles y, antes de que me diera tiempo a moverme, una bandada de cosas sobrenaturales cayó del cielo. Entonces comprendí que eran lo que había visto antes, en la distancia, cuando Pritkin mató a Adidas. Porque esta vez, tenía un asiento en primera fila.

Unas cosas de extraño color descendieron en masa aleteando, dando zarpazos y posándose sobre los cadáveres. Una de las criaturas que había sobre el cadáver que tenía más cerca le rozó suavemente la mejilla con su mano en forma de garra; fue casi como la caricia de un amante y, del rostro del muerto, surgió una réplica fantasmal de él mismo. El nuevo fantasma se incorporó lentamente, confuso y parpadeando, separándose de su cuerpo y reluciendo bajo una luz plateada.

Lo miré, agradecida de poder verlo aun estando en el cuerpo de Pritkin, gracias a mi clarividencia. Nebuloso y aún borroso, tal como suelen estar los fantasmas al principio, se puso de rodillas y luego de pie. Las criaturas se agitaron y se empujaron entre ellas cuando el espíritu se les colocó delante, desnudo e indefenso sin su cuerpo.

Ya había visto miles de fantasmas en mi vida, pero jamás había visto nacer a ninguno, por decirlo de alguna manera. A los fantasmas con los que me solía topar ya les había dado tiempo a aprender cómo funcionaban las cosas y habían decidido la forma que querían adoptar ante los demás. Y también sabían que los límites de su nuevo hogar, ya fuera una tumba o una casa o lo que quiera que desearan poseer, de alguna manera, les servía de cuerpo. Les proporcionaba energía, los protegía y les otorgaba cierta libertad. Porque, sin ella, se quedaban como aquellos espíritus, como unas columnas de energía pura, expuestos y vulnerables con sus antiguos caparazones protectores desplomados a sus pies.

Pero a aquellos fantasmas jamás les daría tiempo a encontrar el camino a casa. Las otras cosas se fueron acercando, apareciendo y desapareciendo de la vista. Con la piel pegajosa a causa del sudor, sentí frío en medio de la oscuridad, los músculos se me agarrotaron, tensos, y sentí un escalofrío de pánico por toda la columna vertebral. Sabía lo que iba a ocurrir. Estaba en el silencio, en las sonrisas hipnóticas que iluminaban los no-rostros, en las manos hambrientas que se extendían para tirar del espíritu, en el deseo puro de aquellos ojos sobrenaturales…

Observé con angustia cómo los nuevos fantasmas lograban percatarse de lo que se les venía encima, cómo sus rostros se desencajaban y sus bocas se abrían para emitir un grito. Entonces, los demonios los atacaron. Se asemejaban a una bandada de buitres, pensé horrorizada, y les clavaban a los fantasmas unas cosas que mi cerebro insistía en llamar zarpas y picos, aunque no lo eran exactamente.

Los demonios destriparon las hermosas almas resplandecientes, mordiéndolas y despedazándolas, reduciéndolas a meros jirones en cuestión de unos segundos. Cada demonio se agazapaba muy bajo sobre su pedazo de alma con aire protector, casi con devoción, mientras los espíritus atrapados gritaban y lloraban, lanzando gritos desesperanzados en la noche indiferente. Incluso cuando aquellas cosas terminaban con su parte y se marchaban, una a una, para desaparecer, las aterrorizadas almas despedazadas continuaban gritando.

Sus lamentos retumbaron en el bosque, su resplandor iluminó la oscuridad durante un instante y, a continuación, todo quedó en silencio. Fue como si hubieran cerrado una puerta de golpe, dejándonos solos con un puñado de cadáveres enfriándose a toda prisa.

Me levanté a duras penas, corrí como pude y di unos cuantos trompicones hasta llegar a donde Pritkin se encontraba sentado sobre la hierba alojada.

—¿Estás herido? —Me salió una voz áspera porque, evidentemente, debía de estarlo.

Alzó una mano ensangrentada. La sangre se mezcló con la lluvia, desapareciendo de la punta de sus dedos, resbalando hacia el suelo embarrado.

—No es la mía —dijo, lo cual me hubiera resultado más tranquilizador si no lo hubiera dicho tan de corrido.

—¿Podría explicarme alguien, si no es mucha molestia, qué es lo que está pasando aquí? —Oí la voz del granjero tras de mí.

—Unos cabrones nos han asaltado, ¿a usted qué le parece? —contesté con brusquedad, sujetando a Pritkin con manos temblorosas. Maldita sea, ahora teníamos que dar una explicación. Aún sentía un martilleo en la cabeza, y no me podía quitar de la miente la carnicería que involuntariamente acababa de presenciar. Yo tampoco estaba para explicaciones. Miré a Pritkin, que parecía un poco aturdido.

—¿Le puedes hacer un barrido de aleatoria o algo así?

—No —contestó, tratando de incorporarse.

—Suelen ser un poco marrulleros con los magos —añadió el granjero, amablemente.

Rodeé al hombre, al mago, furiosa.

—¿Y no podrías haber lanzado un par de sortilegios? ¿O es que se te ha olvidado cómo hacerlo?

—Creo que puedo recordar un par —contestó, socarrón—. Pero me pareció que te las estabas arreglando muy bien sola. —Lo miré fijamente, sorprendida e impresionada por su tono de indiferencia, hasta que me di cuenta de que él no había visto la última parte de los fantasmas. Afortunadamente, sus ojos humanos habían permanecido ciegos.

Él desvió su mirada de búho hacia Pritkin.

—Bueno, bueno. Siempre consigues meterte en situaciones de lo más interesantes. ¿Verdad, John?

Miré en ambas direcciones, a los dos.

—¿Os conocéis?

Pritkin lanzó un suspiro, y se pasó la mano por mis mugrientos rizos.

—Cassie, este es Jonas Marsden.

—¿Marsden? Me suena.

—Debe. Hasta hace un año, él dirigía el Círculo Plateado.

Mirándolo de cerca, el antiguo jefe del Círculo Plateado no tenía el aspecto de un granjero. Por supuesto, tampoco tenía el aspecto de un renombrado mago de la guerra. Su atuendo era normal, acaso algo insulso: un suéter color beis con coderas de ante. No obstante, hubiera llamado la atención en cualquier lugar a causa de su cabello.

Era aún peor que el de Pritkin, aunque por otras razones. Le debía de llegar por los hombros, si no fuera porque insistía en flotar por encima de su cabeza, como si tratara de escapar. Tenía electricidad estática en el cabello cuando no había ninguna electricidad estática. Pero, al menos, lo tenía de un color bonito: de un blanco plateado, en lugar de sal y pimienta. Y, tras los gruesos cristales de las gafas, había unos ojos muy azules.

Lo seguimos a una casa de dos pisos. Las paredes estaban hechas de piedras grises amontonadas, de todas las formas y tamaños, y quedaban sujetas por un techo de pizarra. Estaba ubicada en lo alto de una colina que dominaba el bosque por una parte, y un río por la otra. Parecía bastante normal, excepto por el hecho de que estaba algo escorada hacia la izquierda, como si tratara de huir del jardín descuidado que parecía querer tragársela. Una parte de ella ya había desaparecido bajo una enorme cantidad de enredaderas. Tenía su encanto, aunque estaba semi-hundida, descuidada y era algo extraña, y a pesar de tener una estrella de cinco puntas humeante en la puerta principal, con los trazos oscureciéndose ferozmente bajo unas burbujitas en la pintura verde aún fresca.

—¿Has tenido visita? —preguntó Pritkin, pisando el felpudo en el que ponía «Cave canem».[2]

—¿Volverán? —pregunté, mirando nerviosa a mi alrededor, incapaz de ver si alguien nos observaba escondido tras de la agresiva vegetación.

—Si lo hacen, no entrarán —contestó Marsden, divertido—. Renové las protecciones yo mismo la semana pasada. Hay sangre mía debajo de la última capa de pintura.

Aquel comentario no me tranquilizó en absoluto, como parecía ser su intención, pero estaba demasiado cansada, enojada y asustada como para darle alguna importancia. Al entrar, me golpeé con el marco de la puerta, añadiendo otro moratón a la impresionante colección que ya tenía el cuerpo de Pritkin. Tenía los hombros anchos y yo todavía no me había habituado a los movimientos de su cuerpo, ni al espacio que ocupaba.

Aún más fastidiosa era la sensación de su cuerpo que comenzaba a sanarse solo. Él, normalmente, se curaba casi tan rápidamente como un vampiro, pero había perdido mucha sangre durante la pelea y el proceso parecía haberse ralentizado. En el brazo izquierdo sentía un hormigueo extraño: pinchazos, agujas, cuchillos, calor, como si algo se estuviera moviendo bajo la piel. Me había aflojado el torniquete improvisado en el camino de vuelta, pero no parecía haber servido para nada. Había cruzado los brazos para no rascarme.

Marsden nos llevó hasta la cocina, que era enorme, pero las vigas de madera a la vista, la pintura color azafrán y la chimenea con troncos le daban un aspecto muy acogedor. También había un perro. Éste no era tan acogedor.

Era grande, peludo y gris, y babeaba mucho, detalle mucho menos inquietante que el hecho de que tuviera los ojos rojos.

—¿Qué le pasa? —le pregunté en voz baja a Pritkin mientras Marsden se movía de un lado a otro, preparando las cosas.

Pritkin se detuvo un momento a observar a la criatura con forma de perro que había bajo la ventana. Al poco, entrecerró los ojos y miró a Marsden con ojos acusadores.

—¡Jonas! ¿Qué has hecho?

Marsden se volvió, cafetera en mano, y miró hacia donde miraba Pritkin. Adoptó cierta expresión de culpabilidad.

—Bueno, tampoco tenía más opción. Me obligaron a destruir su forma anterior.

—¡Se supone que tenías que soltarlo!

—¿Después de lo que me costó atraparlo en un principio? —contestó Marsden, desdeñoso—. Ni hablar.

—¿Atrapar qué? —pregunté, mirando al perro con recelo.

—Nada de lo que te tengas que preocupar —contestó Marsden, poniéndome delante un tazón—. Toma un poco de café. —Le di un sorbo y tuve que reprimirme para no empezar a toser. El mejunje de Marsden tumbaba cualquier café espresso, vamos, es que lo dejaba en mantillas. Él se percató de mi reacción—. ¿Pasa algo?

Me froté la barbilla, y la incipiente barba me raspó los dedos. Aparté la mano.

—Preferiría tomar un té —alcancé a decir.

—Ahora ya estoy seguro de que tú no eres John —comentó, y se dio la vuelta para sacar una tetera de la época de la Segunda Guerra Mundial.

Observé al perro mientras mordisqueaba un hueso falso de cuero, al que ya le faltaba la mitad, que se habría disuelto bajo su apelmazado hocico, y juraría que vi algo en aquellos ojos. Algo que me resultaba terriblemente familiar. Me levanté rápidamente y rodeé la silla.

—¡Aquí hay una de esas cosas! —le dije a Pritkin, retrocediendo a trompicones hasta topar con el frigorífico.

—¿Qué cosas? —Marsden pareció intrigado.

—Rakshasas —contestó Pritkin, mirándome—. Y no es eso, aunque sería menos peligroso si lo fuera. Los rakshasas no pueden hacer daño a los vivos. Son animales carroñeros, buscan comida fácil. Les atraen los asesinatos, los campos de batalla y los lugares en los que están a punto de desencadenarse actos violentos. Se dan un festín con los muertos.

Lo miré y cogí el hueso.

—¿Me estás diciendo que aquí hay un demonio y que no puede hacernos nada?

—Oh, desde luego. Es absolutamente inofensivo —Marsden me dio unos golpecitos en el brazo—. Fue mi golem durante muchos años. Pero, cuando «me retiré», el Consejo me obligó a abandonarlo. Me dijeron que yo ya no era un mago de la guerra, y a los civiles no se les permite tener golems. ¿Te lo puedes creer? Dirigí el Círculo durante casi sesenta años, ¡pero no se fían de que sea capaz de mantener como esclavo uno de esos fastidiosos demonios!

—¿Y por eso lo metiste en un perro? —preguntó Pritkin.

—Temporalmente, hasta que solucione un par de cosas. Y parece que está funcionando. Orion ya ha empezado a hacer pipí en la alfombra, pero puede que sea por la edad.

—¿Tienes un perro diablo? —Me volví a sentar, pero apartando un poco la silla. El perro continuó mordisqueando su hueso, ajeno a nosotros.

—Demonio —me corrigió Marsden—. A los magos de la guerra se les permite atrapar algunas de las razas demoníacas incorpóreas, como nuestros sirvientes. Muy útil en el combate, aunque es algo espinoso adquirirlos. Pobre Parsons —añadió, y Pritkin hizo una mueca de dolor.

—¿Quién es Parsons? —pregunté, habiéndome decidido a seguir con el tema.

—Quién era Parsons. Quería atrapar un demonio, ya ves, pero pasó las pruebas por los pelos. Le sugerí que podría dejarlo un tiempo, que se aclarara, por decirlo de alguna manera, pero no tenía ninguna intención de dejarlo. Todos los magos jefes tienen un goleen, se consideraba una señal de prestigio en aquel momento, y él no descansaría hasta que hubiera adquirido uno también.

—¿Lo logró?

Marsden lanzó un suspiro.

—Bueno… en esencia… no. Ya ves, cuando convocas a un demonio, hay varios resultados posibles…

—No atrapó al demonio —dijo Pritkin—. El demonio lo atrapó a él.

Nos miramos, él con la mirada hueca, inexpresiva y seria. No sé bien lo que habría logrado ver sobre el ataque de los demonios a través de mi mirada, pero, al parecer, vio lo suficiente. O puede que, simplemente, estuviera rememorando escenas similares. Y yo creía haber visto situaciones penosas. No me podía imaginar poder vivir con esa visión duplicada del tiempo.

Marsden lo observaba, pensativo.

—¿Sabes qué? Me preguntó si la desaparición de Parsons tuviera algo que ver con el hecho de que la práctica de adquirir golems esté cayendo en desuso. Los jóvenes ya no suelen tenerlos, ¿verdad?

Había visto suficientes magos de la guerra para saber que los locos siempre acaban descubriéndose, tarde o temprano. Estuvo bien que Marsden lo sacara a relucir tan pronto. Miré el teléfono que colgaba de la pared.

—Necesito hacer una llamada —le dije.

—Quieres saber qué ha pasado con los críos, ¿verdad? —adivinó Pritkin.

—Lo que ocurrió fue que creí que podría protegerlos ¡cuando, probablemente, el hecho de estar cerca de mí fue lo que atrajo la atención del Círculo sobre ellos! No me extrañaría que los hubieran secuestrado esperando que acudiera en su busca.

—Posiblemente. Pero eso no significa que los hubieran ignorado de todas formas. Son peligrosos, sobre todo en época de guerra, cuando es posible que los recluten desde el otro lado.

—¡Pero no son malignos!

—Yo no he dicho que lo sean, pero le tienen tirria al Círculo, y otros pueden aprovecharlo.

—Y, en cualquier caso, las protecciones están activadas —añadió Marsden—. Me temo que provocan interferencias en el teléfono.

—Tu amiga ha ocultado a los niños durante años —me recordó Pritkin—. Se las podrá arreglar sola un tiempo.

—No les pasará nada —repitió, extendiendo la mano para asir mi tazón—. Si no te vas a beber eso…

Cogí rápidamente mi café potencialmente letal.

—Ya has tomado bastante. ¡Vas a lograr que me ponga enferma!

—No tendría que esforzarme demasiado. Vamos a aumentar las sesiones de entrenamiento cuando volvamos, estás en peor forma de lo que yo pensaba.

—Al menos no soy adicta.

—Ni yo tampoco.

—¿De veras? —Alcé una mano. Me tenía que concentrar mucho para que no temblara.

—¿Cuándo fue la última vez que te metiste tu dosis de cafeína?

—Teniendo en cuenta el día que he tenido, demasiado tiempo —murmuró, apoyando lentamente su, bueno, mi cabeza en sus brazos.

Tenía mal aspecto. El armario en uno estaba teniendo un día duro. Al parecer, no tenía nada configurado para combatir con demonios, o puede que, simplemente, se hubiera estropeado. Seguía adoptando formas y modelos diferentes, y todas estaban llenas de barro, arrugadas y descosidas por todas partes. El cuerpo que cubrían no tenía mejor aspecto. Un moratón oscuro trazaba su camino por mi mejilla izquierda, haciendo juego con los que me rodeaban la muñeca derecha, como brazaletes.

—Tienes un aspecto patético —le dije.

Con un ojo guiñado, me miró esperanzado, con un mechón de pelo lacio sobre el rostro.

—Aún así, no te voy a dar mi café.

—Me lo debes —musitó, sin molestarse siquiera en alzar la cabeza.

—¿Por qué?

—¡Mírame!

—No te habrían hecho eso si no hubieras ido corriendo tras el tipo que acababa de intentar matarnos.

Pritkin sacudió la cabeza.

—¡Y tampoco estaríamos aquí si no te hubieras ido en busca del Cuerpo por tu cuenta!

—¿Azúcar? —Marsden me puso una minúscula tetera y una taza con un platito delante. En el platito había galletas. De nata y limón. Hum.

Bajé la vista y vi que no tenía café.

Extendí el brazo para cogerlo y Pritkin se apartó de mí, acurrucado sobre su tazón con aire protector.

—Bien —murmuré, concentrándome en mi té. Probablemente, tendría que desintoxicarme una vez que volviéramos. Suponiendo que lo lográramos. Ahora que lo pensaba, me estaba empezando a poner un poco nerviosa con ese tema.

—Ibas a explicarme cómo hemos terminado metidos en el cuerpo equivocado —me recordó Pritkin.

—Prefiero aclarar algunas cosas primero, como por qué estamos aquí. Dondequiera que «aquí» sea.

—Estás en la campiña en las afueras de Stratford, querida —nos explicó Marsden, luego se quedó en silencio—. Oh, eso sí que suena raro, dirigiéndome a John. ¿Puede llamarte Cassandra?

—Cassie. ¿Y dónde está Stratford?

Parpadeó.

Cerca de Avon.

—¿Estancas en Gran Bretaña?

—Sí, el Círculo tiene su sede aquí desde hace siglos. La casa de Shakespeare siempre ha atraído a los turistas, ya veis. A nadie le extraña ver a gente extraña entrando y saliendo. —Le dio un sorbo al té—. Todo el mundo supone que se trata de americanos.

Lo miré, ceñuda.

—Creía que el Círculo tenía la sede en Las Vegas.

—Oh, no. —La simple idea le sorprendió un poco—. Eso no funcionaría en absoluto. Jamás he tenido otro trabajo que no sea en el Cuerpo.

—Nuestra variante en Norteamérica tenía la sede en MAGIA —aclaró Pritkin—. ¿Podemos volver ahora al tema del que hablábamos?

Decidí abordar el asunto, ya que realmente podía hacerlo en aquel momento, y agarré la amenaza de marfil del bolsillo de Pritkin.

—Éste es Daikoku, uno de los siete dioses japoneses de la suerte. —Preferí omitir «buena», dado que, por el momento, no había percibido signo alguno de que lo fuera, y les conté toda la leyenda.

Cuando concluí, Marsden se mordió el labio y Pritkin me miraba con incredulidad.

—¿Has invocado deliberadamente a un potente objeto mágico sin restringir sus poderes antes? —Habló como si realmente no se pudiera creer que lo hubiera hecho—. ¿Es que te has vuelto completamente loca?

—Me pareció mejor que la otra opción.

—Pues no lo era —contestó con dureza.

Pritkin tenía la capacidad de poner de los nervios a cualquiera a velocidad record hasta en el mejor de los momentos, y aquel no era un buen momento. Sentí cómo se me iban crispando los nervios.

—¿Y por qué no?

Un músculo de la mejilla dio un respingo. Ni siquiera sabía que fuera capaz de hacerlo.

—¡Porque los yinns son demonios! Embaucan a los incautos para que hagan un pacto engatusándolos con la promesa de concederles deseos y, en cuanto alguien muerde el anzuelo, ¡lo poseen! Pueden hacer lo que quieran con él, cualquier daño, ¡siempre y cuando cumplan los requisitos técnicos del deseo!

—Pregúntaselo a Parsons —añadió Marsden—. Sólo que no podemos, claro.

Miré al perro diablo, que había abandonado el charco de hueso masticado medio deshecho y se rascaba ahora perezosamente.

—El vendedor me juró que Daikoku no era un yinn.

—¡Y todos sabemos que los vendedores nunca mienten! —La voz de Pritkin rebosaba sarcasmo.

—Hemos sobrevivido ¿no?

—Lo habríamos hecho de todas maneras. Caleb…

—¡Me iba a capturar!

—Yo hubiera hablado con él, si me hubieras dejado…

—¡Oh, venga ya! Estábamos rodeados. ¡Nos apuntaban con sus pistolas!

—¡Con unas pistolas con las que nadie abrió fuego! ¡Trataban de capturarte, no de matarte!

—¿Y cómo lo sabes?

Pritkin dio un manotazo en la mesa con tanta fuerza que se derramó algo de té.

—¡Porque sigues viva!

El pequeño dolor de cabeza que tenía desde hacía como cien años había vuelto y, esta vez, reforzado.

—Si el Círculo me capturaba, podía ser una pena de muerte para mí —le recordé, con aire sombrío.

—Puede que tenga parte de razón, John —interrumpió Marsden. Nos había estado mirando de un lado a otro, como el espectador de un partido de tenis—. De hecho, por eso te convoqué.

—¿Que me convocaste? —La palabra no era muy acertada—. Uno convoca a un fantasma, o a un demonio.

—Y a las pitias. —Extrajo una cadenita por el cuello de la camisa. Tenía un pequeño amuleto dorado.

—¿Otra vez?

—Es un viejo truco —me dijo, acercándole el plato con las galletas a Pritkin, que lo ignoró—. Parece que, en los momentos cruciales, las que ostentan tu cargo tienen la costumbre de estar en cualquier otra parte, ¿o debería decir en cualquier otro tiempo? En cualquier caso, hace unos cuantos siglos, el Círculo mandó labrarlo para poder llamar a las pitias en caso de emergencia. Una vez activado, te traerá hasta nosotros en cuanto trates de transportarte.

Miré horrorizada aquel pequeño objeto.

—Pero, si podéis hacerlo, ¿por qué no me ha llamado el Círculo para someterme al juicio?

—Porque soy un viejo estúpido y lo perdí… Junto con un par de cosas más… después de que me echaran —contestó, poniendo cara de inocente.

—¡Tú has impedido que me pueda transportar!

—No. El amuleto se limitó a traerte aquí cuando intentaste transportarte.

—¡Casi consigues que nos maten!

—Tonterías. John estaba contigo. Y yo no sabía que me iban a atacar en el mismo momento en que llegasteis.

Me quedé en silencio, tratando de reorganizar mis ideas. Yo había supuesto que los magos venían a por mí, como todo el mundo.

—¡Pero si nos atacaron!

—Sin duda, pensando que erais aliados míos.

—Pero… ¿quiénes son?

—No conozco a casi ninguno —contestó Marsden—. Pero su líder era un ex mago de la guerra llamado Jenkins. Fue relevado hace algunos años por meter la mano en las arcas con demasiada alegría. Después se hizo mercenario, uno muy bueno, por lo que parece. Pero jamás pudimos capturarlo.

—Era el hombre al que he perseguido —aclaró Pritkin, escuetamente—. Así que Adidas tenía un nombre.

—¿Por qué quería matarte? —le pregunté a Marsden.

—Evidentemente, Saunders lo contrató para ello. Incluso ahora, le debe de estar costando encontrar a alguien en el Cuerpo dispuesto a matarme.

—Tienes muchos enemigos, Jonas —protestó Pritkin—. Jenkins entre otros. No podemos suponer que…

—¡No seas inocente, John! Si pudiera, Saunders me encerraría y arrojaría la llave, pero teme que el juicio me brindara la oportunidad de hablar en público, y eso no le interesa. ¡Prefiere decir que mis acusaciones son chocheos de un viejo amargado mientras aguarda a que sus hombres me cojan!

—¿Saunders? ¿Estáis hablando del lord protector? —pregunté, tratando de entender algo. Marsden asintió—. Pero ¿por qué el líder del Círculo ha mandado que te asesinen?

—Por ti, querida.

—¡Pero si ni siquiera te conozco!

—Pero sí conoces a Peter Tremaine. Lo sacaste de una celda en MAGIA ayer. Y vino directamente a verme. Parece ser que descubrió la verdad sobre las honorables actividades del lord protector hace seis meses…

—¿Qué actividades?

—… Pero le tendieron una trampa y lo encerraron bajo un falso pretexto para que cerrara la boca. Ahora que es libre, está tan decidido como yo a hacer que se sepa toda la verdad. Y está convencido de que puedes ayudarnos en nuestra empresa.

Me miró, con sus mejillas sonrosadas y sus ojos amables, y el estómago me dio un brinco.

—¿Qué causa? —pregunté, temerosa.

Parpadeó, y el grueso cristal de sus gafas amplió sus húmedos ojos azules.

—Ah, ¿no te lo había dicho? ¡Estamos planeando un golpe!