18

Repentinamente, sentí que rodaba a toda velocidad y después, una sacudida que me dejó sin respiración. Casi era la misma sensación que cuando me transportaba, pero la acera se mantenía sólida bajo mis pies y el olor de asfalto quemado y de la magia aún flotaban en el aire. No esperé a que se me pasara el mareo, sólo me limité a asir el cuerpo cálido que había a mi lado y nos saqué de allí.

Inmediatamente, supe que algo iba mal, porque, en lugar de una breve caída libre, como debería haber sido una transmutación al Dante, que se encontraba cerca, me pareció que estaba durando una eternidad, hasta que volví a tomar tierra. Aterricé de pie, pero alguien se estrelló contra mí. No pude ver de quién se trataba, pero el impacto me hizo retroceder algunos pasos. Lo cual no hubiera tenido importancia, si no hubiera sido porque, de repente, bajo mis pies no había nada.

Me caí de culo y me deslicé sobre lo que me pareció un terraplén con gran desnivel y de unos cien kilómetros de longitud. No había árboles ni piedras de las que agarrarse, sólo unas cuantas hierbas resbaladizas y un montón de barro. Uno de mis brazos, en un aspaviento, se enganchó del brazo de otra persona y me aferré a él como si se me fuera la vida en ello, cayendo hasta que acabamos, no podía ser de otro modo, en una charca cenagosa.

El impacto casi me parte por la mitad y se me cerró la boca de golpe. Alcé la vista y me topé con el tenue arco de la Vía Láctea mientras trataba de recuperar el aliento, cuando, justo en ese momento, me cayó exactamente en el ojo una gota de agua. Me la enjugué, pasándome la manga embarrada por la frente. Por supuesto, iba a llover. Claro que iba a llover.

Era lo habitual en mis experiencias al borde de la muerte, vaya si lo era, y normalmente incluía varios gritos por parte de Pritkin dirigidos a mi persona y luego ir a por un sándwich. Y tomar un baño. Y buscar una aspirina. Como en aquel momento, no disponía de ninguna de esas cosas, me conformé con rodar para ver cuál era la fuente de los resoplidos que sentía tras de mí.

Aún no podía ver bien, ya que tan solo nos iluminaba un haz de luz plateado de la luna, pero lanzaba improperios lo suficientemente imaginativos como para que la vista resultara del todo irrelevante. Últimamente, los gruñidos de Pritkin se habían convertido en la banda sonora de mi vida, pero, tras el alivio inicial al comprobar que se encontraba bien, me percaté de que había algo extraño en su voz. Me agité para desembarazarme de los pliegues de su pesado abrigo de cuero que, al parecer, llevaba puesto, y del barro que lo había cubierto, tragándoselo despiadadamente.

Al final, me deshice de él y salí de la charca tambaleándome, chorreando, sucia y exhausta, sólo para encontrarme con mi propia mirada azul llena de ira.

—¿Qué es lo que has hecho?

Clavé la mirada, completamente atónita. El tono de mi voz no era tan agudo, ¿o sí? Mi voz sonaba como la de una niña pequeña. Una niña pequeña muy cabreada. Yo trataba de asumir el hecho de que mi cuerpo estaba ahí sentado, gritándome, cuando una brisa helada me rozó el cuello y las muñecas y trató de filtrarse bajo la ropa. Empecé a arremangarme, pero lo dejé cuando vi las manos que asomaban bajo las mangas. Tras ver aquello, me quedé un instante completamente inmóvil, a excepción de mi trasero, que entró en contacto bruscamente con el suelo.

Un gélido filo al reconocer lo que estaba viendo me revolvió el estómago. Las cosas que asomaban al final de mis brazos eran las manos de un hombre. Para ser más exacta, eran las manos de Pritkin, sólo que, por alguna razón, las llevaba puestas yo. Tras unos segundos de parálisis en los que hasta respirar resultaba difícil, comprendí lo que el cabronazo de Daikoku había hecho.

Yo había pedido poder transportarme, pero aquello no era posible dentro de mi cuerpo. También había deseado llevarme a Pritkin conmigo. Daikoku me había concedido ambos deseos, pero no insuflándome más energía tal como yo esperaba, sino que nos había intercambiado los cuerpos, lo cual me había permitido salir de mi cuerpo, al que no le quedaba ninguna energía, y me había traspasado a otro cuerpo al que le quedaba energía suficiente para sacarnos de allí. De este modo, el dios también se había asegurado de que, necesariamente, me llevara a Pritkin conmigo.

Porque me había metido en su piel.

—¿Qué ha pasado? —me preguntó Pritkin, y me sonó realmente extraño escuchar su entrecortado acento británico saliendo de mi boca. Comprendí que, con mi vista, probablemente aún no hubiera visto la realidad por sí mismo.

Mi mente empezó a buscar desesperadamente algo que decir.

—Esto lo puedo arreglar —dije, finalmente, y mi voz sonó extraña en mis oídos—. Creo.

—¿Arreglar qué? —Lo preguntó con un tono de voz quedo y controlado, lo cual no era nada bueno. Pritkin, cuando está bien, suele hablar alto. Es cuando habla bajo cuando hay que preocuparse.

Iba a contestarle, o al menos a intentarlo, pero me di cuenta de que aquel cuerpo estaba malherido. Me miré el pecho, más que asustada al ver una camisa medio abrasada, el vello corporal chamuscado y una piel irregular y rojiza debajo. El sortilegio de Caleb, recordé. El resultado del inusitado poder curativo de Pritkin había quedado muy logrado, otorgándole a la piel el aspecto reluciente que suelen tener las quemaduras medio sanadas. Sólo que aquella quemadura no estaba medio curada. Dolía como una condenada.

—Me habéis destrozado la valla. —La acusación procedía del hombre con gafas de pasta negras y el peinado a lo Einstein que estaba en lo alto de la colina, mirándonos con desaprobación.

Me percaté de que el objeto duro sobre el que me encontraba era el poste de una valla semienterrado en el barro. Lo extraje de mi trasero de prestado y miré al granjero.

—Disculpe.

—Bueno, ya no tiene solución —dijo el hombre, bastante condescendiente, en mi opinión—. Subid y os daré algo caliente.

—Contéstame —me ordenó Pritkin, y me acerqué lo suficiente para poder ver el puro horror en sus ojos y sentir cómo despertaba su instinto homicida. Yo trataba de pensar en alguna forma de decírselo suavemente, pero el granjero nos apuntó con una linterna y no hicieron falta más explicaciones, porque no es que Pritkin me estuviera mirando a mí, sino que se estaba mirando los senos, que en aquel momento, eran mucho más redondeados de lo habitual.

—¿Qué es lo que has hecho? —El tono aterrorizado de su voz exasperó mis ya de por sí crispados nervios.

—Sacarnos de allí vivos —contesté con brusquedad. Vale, aquella no era la situación ideal, pero tampoco lo era que abrieran fuego sobre ti, que te estrangulen o que el Círculo te liquide mediante un hechizo—. Y, al menos, estás dentro de mí. Tuve que poseer a un vampiro en el pasado —le recordé.

Pritkin parecía haberse quedado aludo, pero su rostro, cada vez más enrojecido, tenía un tono muy subido. Me iba a dar un ataque cardíaco sino controlaba aquello.

—Tienes que tranquilizarte —le dije, con más suavidad. Recordé claramente la primera vez que me sacaron de mi cuerpo traspasándome al de otra persona, y había sido un poco… traumático.

—Estoy tranquilo.

Claro. Por eso parecía como si estuviera repasando su repertorio de ganchos con el puño.

—Sí, sólo que es mi cuerpo el que estás utilizando y trato de llegar a los treinta antes de que me dé mi primer ataque al corazón.

—¿Pensáis quedaros ahí toda la noche? —preguntó el granjero—. ¡Venid aquí antes de que pilléis un gripazo de muerte!

—¿Cómo? —me preguntó Pritkin, agarrándome de los brazos. No me agarraba con la fuerza habitual. Tragué saliva.

—Hay un camino a la izquierda. Está menos embarrado que el sendero por el que habéis bajado —advirtió el granjero, amablemente.

—Es una larga historia —le dije a Pritkin, nerviosa.

—Cuéntame la versión resumida.

—Todo es a causa de un dios japonés con un pésimo sentido del humor.

Pritkin se limitó a mirarme fijamente. Tenía dos grandes círculos oscuros bajo los ojos y mi pelo le caía sobre la cara. Al parecer, mi cuerpo aún no se había recuperado de la pelea. Había empezado a llover con más fuerza, y por las mejillas le rodaban unas frías gotas de agua que acababan colgadas de su barbilla. Evidentemente, estaba sufriendo y, a decir verdad, no me entusiasmaba la idea de volver a un cuerpo con cuarenta de fiebre. Teníamos que salir de allí.

—Volvamos al Dante y allí te lo explicaré todo —le dije, cogiéndolo del hombro. Fue extraño, como si sus huesos fueran demasiado frágiles bajo mi enorme mano nueva, pero no presté mucha atención a ello. Reuní mi energía y nos transporté… más o menos, un metro y medio. Acabamos sentados un poquito más atrás en la ciénaga, cuyas pestilentes aguas casi nos llegaban hasta la cintura. Pritkin estornudó.

—¿Qué ha pasado?

Negué con la cabeza.

—No lo sé. —Escuché que se acercaban unos pasos. Al parecer, el granjero había decidido dejar de tratar de hablarles al par de locos que merodeaban por sus tierras y desapareció de la vista. Pero pude oírle cruzar lo que supuse sería un camino.

—¿Me estás diciendo que no puedes transportarte? —preguntó Pritkin, aparentemente ajeno a que estábamos a punto de tener más compañía.

Lo volví a intentar, sólo para asegurarme, y ocurrió lo mismo. Sólo que, esta vez, Pritkin tropezó conmigo al aterrizar y yo resbalé, dándome un inesperado baño de barros. Me incorporé, sucia y mojada, y escupí un agua asquerosa.

—Eso es lo que te estoy diciendo.

—¡Pero si nos has traído aquí!

—Y parece que estamos aquí atrapados.

Miré en derredor para buscar cobijo, pero ni con la visión de Pritkin se podía ver nada. Aparte de un cobertizo sin paredes con techo de chapa, al parecer demasiado ocupado en caerse a pedazos, sólo había un terreno llano cubierto de hierba apelmazada y más barro. Recortadas en el cielo oscuro, se veían las siluetas en penumbra de lo que podía ser una hilera de árboles, aunque estaba demasiado lejos como para servirnos de nada.

Entonces, Pritkin giró la cabeza bruscamente alzando una mano. Casi en el mismo instante, algo chocó contra su escudo y rebotó, explotando junto al techo del cobertizo. El sonido del choque retumbó por todo el campo, convirtiendo parte del tejado en una llamarada. No me dio tiempo a preguntarle cómo había logrado crear un escudo utilizando mi energía, porque el escudo cayó y Pritkin hizo que me agachara y me empujó tras él. Otra cosa pasó silbando sobre nuestras cabezas, quedando reducida más a una sensación de luz y calor que a una imagen real. Entonces, Pritkin lile hundió la cara en el estiércol.

—¡Por aquí! ¡Aquí hay dos! —oí gritar al sacar la cabeza a la superficie.

Salió disparado un hechizo, explotando justo detrás de nosotros, lanzando un muro de barro al cielo, y todos los postes de la pesada valla se encendieron, como las velas de una inexistente tarta. Me pregunté si los pasos que había oído aproximarse serían realmente los del granjero, después de todo. Luego, me eché a un lado y Pritkin al otro, justo a tiempo para esquivar un tercer hechizo.

Maldita sea, ¡ni siquiera sabía dónde estábamos! ¿Cómo habían logrado mis enemigos encontrarme tan pronto? No me dio tiempo a llegar a ninguna conclusión, porque alguien me agarró por la espalda.

Apliqué uno de los movimientos que Pritkin me había enseñado, que funcionaban mucho mejor con su fuerza y me desembaracé de la mano que me agarraba. Un armario empotrado vestido con una sudadera de Adidas retrocedió tambaleándose. Perdió el equilibrio en aquel resbaladizo suelo y se cayó, aunque el arsenal de armas mágicas que flotaba sobre su cabeza se lanzó en picado hacia mí.

Grité y me cubrí la cabeza con las manos, como si aquello sirviera de algo. Sólo que sí pareció funcionar, porque no ocurrió nada. Alcé la vista y vi la hilera de estacas humeantes flotando frente a mí atravesadas de cuchillos y acribilladas de balas, y Pritkin con una mano extendida y el rostro blanco de la tensión. Entonces, tuve que dar un salto hacia atrás para esquivar un cuchillo, éste asido por la mano de un mago enfadado.

He ahí un mago cabreado; hacer que las armas leviten es uno de sus trucos favoritos, porque le permite a un mago actuar como un escuadrón. Con la sudadera, Adidas no parecía un mago de la guerra, pero sí que peleaba como uno, lo cual venía a significar que me encontraba en serios problemas.

—¡Transpórtanos! —me estaba gritando Pritkin, cuando un cuchillo me desgarró la manga de la chaqueta.

Lo miré furiosa.

—¡Estoy ocupada!

El resto de estacas atacaban a Adidas, mientras yo retrocedía, metiéndome en el lodo, tratando de no caer y de hacerme con un arma. Entonces, de la nada salió alguien y me agarró de las piernas. El nuevo atacante era más alto, flaco como un palo de escoba y fibroso. Nos zambullimos en el suelo, o lo que se suponía era el suelo. Me volví, forcejeé y, de alguna manera, logré ponerme encima, hundiendo su rostro en el barro con una mano, mientras con la otra trataba de dar con la pistola de Pritkin, que había acabado detrás de mí.

Adidas se lanzó sobre nosotros. Me dieron un golpe en las costillas y un puñetazo en la cabeza, pero logré darle a alguno de los dos en el ojo y clavarle el codo al otro en el cuello. Luego, Adidas me dio tal puñetazo, que empecé a oír un pitido, pero la pelea nos había llevado hasta el cobertizo y yo lo metí de un empujón bajo el toldo, que chorreaba.

Él gritó y alguien empezó a soltar maldiciones. Alcé la cabeza, esperando encontrar más problemas, pero me topé con mi propio cuerpo muy cabreado y con mirada iracunda.

—¡Quítate de en medio!

Me eché a un lado justo a tiempo para esquivar el sortilegio que Pritkin le había lanzado a aquel tipo, arrojándolo a él y lo que quedaba del cobertizo por los aires. Quedó patente que nos enfrentábamos aun mago de la guerra, porque logró concentrarse lo suficiente, a pesar de tener el rostro cubierto de un metal líquido, para levantar sus escudos. El golpe lo lanzó por los aires, pero sus escudos amortiguaron la caída y lo protegieron de la lluvia de fragmentos del cobertizo. Observé con pasmo cómo rodaba para ponerse en pie y salió disparado.

Al fin, mis dedos engancharon la funda de la pistola y me levanté con dificultad, pistola en mano, sólo para que el flacucho me empujara y volviera a caer sobre mi trasero. Él también optó por huir, pero en dirección opuesta a la de su compañero. Desaparecieron en la noche antes de que pudiera lanzar un solo disparo.

Pritkin se puso en pie de un salto y salió a toda prisa tras Adidas.

—¡Quédate ahí! —gritó, mirando atrás.

—¡Pritkin! —Ni siquiera frenó un poco. Yo dejé correr al flacucho y salí tras mi cuerpo, que se alejaba a toda velocidad. Sin su fuerza habitual, ni su arsenal portátil, podía conseguir que lo mataran, o mejor dicho, que me mataran.

Con el viento azotándome con fuerza en la cara y la lluvia entrándome en los ojos, resultaba difícil avanzar; por no hablar del chaquetón empapado ni de mi nuevo centro de gravedad, ahora más bajo, ni de mis piernas, ahora más largas. Di un par de traspiés y casi los perdí de vista tres o cuatro veces, pero la visión de Pritkin era mejor que buena y, a pesar de su pesada musculatura, resultaba sorprendente la rapidez con la que su cuerpo era capaz de moverse. Para cuando llegamos a lo alto de una de las colinas que había junto a la arboleda, casi los había alcanzado.

Pritkin y Adidas cayeron por el otro lado. Yo los iba a seguir cuando algo me golpeó el brazo izquierdo. El dolor era tan agudo que no pude sentir ninguna otra cosa durante unos instantes. Entonces, capté un movimiento y me volví justo a tiempo para comprobar que, finalmente, el flacucho no había abandonado la pelea, y sentí la fuerza de su cuerpo saltando sobre mí. Caímos juntos, rodando, lanzando improperios y golpeándonos con las piedras escondidas tras la hierba alta, haciéndonos casi más daño del que nos hacíamos el uno al otro.

Nos estrellamos contra un árbol al pie de la colina y, afortunadamente, fue el flacucho quien amortiguó la colisión, dándose con el tronco en la cabeza, tras lo cual se oyó un sonido mojado y pesado. Se había dado con la fuerza suficiente como para quedarse aturdido o incluso algo peor, pero, en aquel momento, tampoco me importaba demasiado. Yo también me había dado un golpe de refilón y una punzada de dolor me atravesó la sien, extendiéndose por todo mi cráneo, compitiendo con el dolor que sentía en el brazo.

Me lo miré y vi que había otro desgarrón en la manga de Pritkin, por el cual brotaba la sangre, acumulándose y empapando el cuero. Me llevó unos segundos comprender que me habían pegado un tiro. Respiré profundamente para tranquilizarme, me quité el cinturón y me lo até por encima del codo, sobre la herida, utilizando los dientes para apretarlo bien. Si los magos no acababan conmigo, lo haría Pritkin, cuando le devolviera su cuerpo completamente agujereado.

—¿Es que vas a dejar que se enfrente sola a Jenkins? —dijo alguien, tras de mí.

Me giré y me encontré con que el granjero me había alcanzado. La luz se reflejó en sus gafas, confiriéndole el aspecto de un búho sobrenatural y él se agachó para arrebatarle al flacucho su cinturón de pócimas. Parecía terriblemente ajeno al combate mágico que acababa de presenciar. Pero no tenía tiempo para pararme a pensar por qué. Al pie de la colina, una pequeña silueta se enfrentaba a Adidas.

Debería haberme figurado que Pritkin jamás renunciaría a perseguirle sólo por estar desarmado, en un terreno extraño y, sí, encontrándose dentro del cuerpo de otra persona. ¡Maldita sea! Me iban a disparar en el culo otra vez.

Dejé al granjero tal cual estaba y me dirigí a toda prisa hacia donde ellos estaban. La luz opalescente que se filtraba por las espesas nubes era suficiente para mostrarme la pelea encarnizada que se estaba desarrollando. Me estremecí al ver la patada que mi cuerpo recibía en el estómago y deseé que Pritkin hiciera lo mismo que él me había aconsejado y se quitara de en medio. Yo tengo una pésima puntería, pero, a aquella distancia, hasta yo era capaz de dar en el blanco.

No tuve ocasión de comprobarlo. Pritkin recibió otro golpe más, esta vez en la cabeza, y retrocedió unos pasos. Pero, antes de que yo pudiera abrir fuego, dos hechizos iguales explotaron en la noche. Uno, a mis espaldas, tumbó los escudos del mago y el otro, procedente de la mano extendida de Pritkin, lo dejó patas arriba en el suelo.

Por un momento, me pareció ver algunos destellos extraños en torno a él, y de unos colores que no me parecieron reales. Abrí y cerré los ojos, y ya no estaban allí, pero aún pude olerlos, pues desprendían un agudo olor almizclado y pude sentir su sabor en la boca, a la vez agrio, amargo y empalagosamente dulce. Al fin, logré llegar hasta Pritkin y empecé a comprobar sus heridas con demasiado afán como para preocuparme por ninguna otra cosa.

—¿Estás loco? —Lo zarandeé, pero parecía demasiado aturdido para notarlo. A primera vista, no parecía haber perforaciones, pero, al parecer, el codazo del mago casi me parte el cráneo.

—Estoy bien —dijo Pritkin, y hundió la nariz en la tierra.

Lo levanté y le quité las hierbas alojadas del rostro.

—¿Entonces sigues de una pieza? —le pregunté, sólo para asegurarme.

—Dímelo tú. —Sus ojos se clavaron en mi manga empapada en sangre—. ¿Qué es eso?

—Un regalo del flacucho.

—¿De quién?

—Del otro tío.

—¿Dónde está? —Pritkin miró en derredor aunque, con mi agudeza visual, dudaba que pudiera ver nada.

—Está fuera de combate. Por el momento, me preocupa más éste. —Le di con el pie, pero no se movió.

—No tienes por qué —dijo Pritkin, escueto.

Miré la forma completamente inmóvil que había en el suelo y comprendí por qué me parecía extraño. Hasta los cuerpos inconscientes respiran, pero el torso de aquel cuerpo no se alzaba ni hundía.

—¿Lo has matado?

—Eso espero.

—Pero si es un mago de la guerra.

—Ex mago de la guerra. Ha estado al servicio de otros intereses desde que abandonó el cuerpo.

—Pero… ¡si estás en mi cuerpo!

Pritkin se limpió de los ojos una sustancia viscosa y repugnante.

—Tienes habilidades mágicas. El hecho de que no te hayan enseñado cómo emplearlas no significa que no las tengas.

—¡Yo no tengo tanto poder!

—Tienes el suficiente —dijo lacónicamente—. Y el saber ya es la mitad del combate. Aquel hechizo en concreto era suficientemente esotérico como para que él lo desconociera o supiera como responder a él.

Agaché los hombros de Pritkin en mitad del aire de la noche y observé el cuerpo que yacía a mis pies. Aquel tipo había intentado destriparme, lo cual suele erosionar algo mi simpatía por las personas, pero aún me asustaba pensar que mi magia podía hacer algo así: matar a un hombre con tan sólo pronunciar unas palabras. Me estremecí; la adrenalina iba calmándose y se me estaba enfriando el sudor.

—Vamos. —Rodeé a Pritkin con un brazo y me sorprendió lo poco que parecía pesar. De veras que deseaba recuperar mi cuerpo, pero tenía que admitir que envidiaba la fuerza de Pritkin—. Tenemos que salir de aquí.

—Transpórtanos primero —me pidió. Dudé, preguntándome cómo pronunciarlo—. ¡Me habías dicho que podías hacerlo!

—¡Y puedo! Al menos, estoy bastante seguro de que, con un poco de tiempo para pensarlo bien…

—¡Llévanos donde debemos estar!

—¡No es tan fácil! —Yo no era precisamente una experta en experiencias extracorporales, pero lo había hecho las veces suficientes para tener unos conocimientos básicos, al menos en lo que se refiere a devolver mi espíritu al cuerpo que le corresponde. El problema era Pritkin o, para ser más precisos, su espíritu, al cual no sabía cómo reintroducir en su piel. Y, hasta que no lo descubriera, no podía dejar su cuerpo abandonado. No podía dejarlo sin que residiera en él un alma, y la mía era el único disponible en aquel momento.

Se lo expliqué, pero aquello no pareció elevarle la tensión en las venas. Ni tampoco el hecho de que no pudiera transportarme.

—¿Por qué no? —me preguntó, mirándome con enfado. La expresión de aquel rostro me resultaba inquietantemente familiar, a pesar de estar impresa en mi propio rostro, pero no era tan intimidante como lo era normalmente. Posiblemente, porque en aquel momento parecía una muñeca antigua mojada y muy cabreada.

—No lo sé. —La cabeza me palpitaba igual que el codo, y el césped húmedo empezaba a parecerme muy cómodo—. Puede que hasta tu nivel de energía esté demasiado bajo. —Pero la sensación no era la adecuada. Era más como si algo bloqueara mis intentos.

—Inténtalo otra vez.

—Si acabo con un aneurisma en el cerebro, será en el tuyo —le recordé.

—Asumo el riesgo —contestó al instante.

Vaya con el sexo débil. Pritkin, como mujer, era exactamente igual que siempre, incisivo, exigente y paranoico, mirando el mundo con mirada avezada.

—¿Importa mucho si antes descansamos cinco minutos?

—Importa, porque esos dos no estaban solos.

—¿Y cómo lo sabes?

Sacudió la cabeza y seguí su mirada hacia un grupo de formas oscuras que corrían hacia nosotros desde el otro extremo del campo. Aún no estaban lo suficientemente cerca como para identificarlos, pero, junto a nosotros, pasó volando un hechizo, lo suficientemente cerca como para sentir su calor en las mejillas y la conclusión resultó obvia. Magos.

Pritkin me asió la mano y corrimos hacia la arboleda, que se encontraba en la otra dirección. La adrenalina me inundó de nuevo las venas, expandiéndome los pulmones, por los que penetró el frío aire de la noche, haciendo que se desvaneciera la fatiga que se había estado apoderando de mí. Pero Pritkin no estaba tan despierto. Aún con mi ayuda, jadeaba, se estaba poniendo pálido y tenía la cara estremecida de dolor, mientras las hojas nos palmeteaban en la cara y perdíamos la orientación. De todas formas, seguimos corriendo, y escuchando a nuestros atacantes desplegarse tras nosotros, gritándose para asegurarse de que no escapáramos.

Cuanto más nos adentrábamos en el bosque, más silencio había; las viejas ramas se cerraban a nuestras espaldas, y las hojas caídas acolchaban nuestros pasos, silenciándolos. También se iba espesando más y más, hasta que el follaje era tan denso que la luz de la luna apenas lograba filtrarse por él. Me coloqué delante de Pritkin porque yo podía ver el delgado perfil de los árboles oscuros, y dudaba que él pudiera hacerlo. Aunque tampoco resultaba de mucha ayuda.

Las ramas bajas que iba dejando tras de mí le golpeaban la cara. Y tampoco contaba con la protección de la ropa, ya que yo no me había vestido para correr por el bosque. Pero él seguía adelante, tratando de no hacerme bajar el paso, con sangre en la nariz y las manos arañadas y sanguinolentas.

Estuvimos unos diez minutos corriendo y andando alternativamente, cuando chocamos contra el tronco de un árbol, rebotamos y caímos sobre otro que se había partido y obstaculizaba el camino. Yo traté de tirar de él, pero él agitó la cabeza bastante desesperado. La vena del cuello le latía desenfrenadamente y tenía las pupilas dilatadas.

Asentí y me recuperé apoyada en un árbol, introduciendo tanto aire en mis pulmones que me dolió. En la palma de la mano noté la corteza gris y escamosa del árbol y la resina que me pegaba los dedos. Apoyé los hombros en el tronco y solté la pistola, que tenía asida con tal fuerza que me había quedado señalada en la piel. Me tomé unos minutos para respirar y tratar de escuchar por encima del martilleo de mi corazón. Esperaba de veras haberlos perdido, porque Pritkin no parecía capaz de caminar, y mucho menos de correr ni un metro más.

—¿Qué oyes? —susurró, transcurridos unos minutos.

Agucé el oído y sus orejas lo captaron todo: el rumor de la brisa balanceando las copas de los árboles, el sonido de la lluvia precipitándose sobre el baldaquín que nos cubría, el correteo de los animalillos, pero nada más. Había oído los pasos de los magos a lo lejos un instante, pero ni eso se oía ya.

—Creo que estamos solos.

Pero, al decirlo, volví a ver aquellos extraños destellos de nuevo, esta vez, sobre las copas de los árboles. Eran negros sobre la oscuridad añil del cielo, pero con centelleos de colores que no sabría definir. Y, al concentrarme, sentí más cosas: aquí y allá, se escuchaba un siseo que no provocaba el viento y olores casi imperceptibles que no tenían nada que ver con la naturaleza.

—Espera, aquí hay algo.

—¿«Algo»?

—Sí.

Y fue cono si nos hubieran oído. De repente, el implacable frío del invierno más profundo inundó el espacio que nos rodeaba, el aire se espesó y quedó cubierto de sombras irregulares que revoloteaban frente a mí, como una nidada de serpientes. Una pasó sobre mi brazo. Fría, caliente y un millar de contradicciones que mi mente no era capaz de asumir, y ninguna de ellas buena.

—Descríbelo.

—¡No puedo! Los colores son… extraños —dije, tratando de hallar las palabras. Pasaron algunos más y fue ver el mundo a través de un millar de alas de cristal, una cacofonía de imágenes que se precipitaban una tras otra. Yo me agaché y traté de fijar la vista, pero aquello solo pareció empeorar las cosas.

—Tienen el contorno puntiagudo como el de un ave, sólo que no se trata de ninguna ave —dije, impotente—. En los árboles. —Dios, ¿qué serían esas cosas?

—Rakshasas —susurró Pritkin, alzando la mirada.

—¿Qué?

—Demonios —espetó, hurgando en mi abrigo, sacándome algunos objetos del cinturón que llevaba puesto, lastrado de frascos, cada uno envuelto en una pequeña funda de piel, que contenían algunas pociones considerablemente letales.

—Son mutantes.

Me humedecí los labios. Estaría muy bien que se equivocara. Pero dudaba que así fuera, porque, desde luego, si había una cosa sobre la que Pritkin supiera, era sobre demonios. Y no sólo porque fuera el cazademonios más reputado del Círculo, es que había pasado varios siglos en el reino del diablo, por cortesía de su padre, Rosier, señor de los demonios.

Rosier quiso alardear de su hijo mitad humano, un híbrido experimental que otros demonios habían negado que pudiera existir, y se lo llevó al otro mundo sin molestarse en preguntar primero. Ni a Pritkin, ni a nadie más le había gustado la experiencia. Así que había logrado la distinción de ser el único humano al que literalmente habían echado a patadas del infierno.

Yo sólo esperaba que no tuviera previsto retornar.