El coche de Marco era un todoterreno negro con las ventanas tintadas de un tono tan oscuro que probablemente fuera ilegal. Pero cometer una ilegalidad era mejor que salir ardiendo, supuse. Tampoco es que en aquel momento hubiera muchas posibilidades de ello. Hacía más de una hora que se había puesto el sol, y sólo quedaba la señal de neón de la tienda de empeños iluminando aquella oscura calle.
Salimos con las ruedas chirriando, conmigo al volante, ya que, para Françoise, los coches aún eran toda una novedad, y no le gustaban. Ella iba de copiloto. Yo esperaba que se distrajera con lo que se veía por el parabrisas y no se asustara, pero, a juzgar por la forma en que se agarraba del salpicadero, con los nudillos blancos, el truco estaba funcionando tan bien como lo solían hacer mis planes habitualmente.
Lo cual suponía también un problema, ya que tenía que conducir y echarle un vistazo al mismo tiempo. Era más difícil de lo que parece, dado que las limusinas no son precisamente una imagen inusual en The Strip y se me había olvidado pedirle a Tami una descripción. Así que allí estaba, tratando de dar con dos limusinas juntas, pero todo el mundo parecía viajar solo aquella noche.
Unos minutos después, llegamos hasta una limusina negra parada frente a un semáforo.
—¡Eh, verde significar pasar! —grité, tocando el claxon.
Las puertas del vehículo se abrieron, pero no salió nadie. De ambos lados del coche salieron unos brazos, cubiertos con unas mangas negras idénticas, que cerraron las puertas tras ellos. La limusina avanzó a trompicones unos metros más, se quedó plantada en un cruce y las puertas se volvieron a abrir. Sólo que, esta vez, no se abrieron únicamente las de atrás. Las cinco puertas, incluido el maletero, se abrieron y cerraron por todo el coche, confiriéndole el aspecto de un cuervo extendido tratando de despegar.
—¿Es eso nojmal? —Françoise parecía confusa.
—No. —Pero aquello lo había visto en más de una ocasión últimamente. Uno de los Inadaptados era una niña a la que sus padres habían encerrado con sus fallidos poderes mágicos en un cuartucho, hasta que tuvo edad para marcharse a su «escuela» especial. Conforme iba creciendo, su poder crecía con ella, junto con su fobia a los espacios cerrados. Habíamos tenido problemas con ella en el casino, porque tanto puertas como ventanas y ascensores se negaban a permanecer cerrados cuando Alice estaba cerca.
—¿No podemos adelantaglos? —preguntó Françoise, mirando la hilera de coches que había esperando tras nosotras, la mayoría de los cuales hacía sonar sus cláxones con furia. Un escarabajo nos adelantó a los dos: a la limusina y a nosotras, para pisar el acelerador y salir disparado cruzando la intersección, haciendo parpadear las luces de freno con descaro. Lo siguieron otros coches, pero yo me quedé ahí.
—Voy a echar un vistazo —le dije.
—¿Poj qué?
Todas las puertas se volvieron a abrir y cerrar al unísono.
—Por eso. Creo que Alice puede estar ahí.
Françoise abrió la puerta.
—Voy contigo.
—No. Quédate aquí. Probablemente no sea nada.
—¿Y si es algo guealmente?
—Puedo salir con más rapidez que tú. Además, si sucede algo, necesito que acudas en mi ayuda.
La dejé mirando fijamente el volante con expresión de terror. Si le hubieran dado a elegir, creo que hubiera preferido enfrentarse a los magos. Yo no, así que me acerqué con cautela a la limusina.
Habría tenido que hacerlo de todas formas, dado que las puertas seguían abriéndose y cerrándose aleatoriamente y una de ellas se cerró en mis narices cuando intenté entrar. En lugar de iniciar el juego de la silla, aguardé junto a una que estaba en la parte trasera, hasta que se volvió a abrir y me arrojé al interior.
Dentro, la locura era aún mayor que fuera, con niños chillando, adultos vociferando y alguien gritándole al conductor que pisara el acelerador. Pero estaba en el sitio acertado, ya que en la parte delantera de la limusina estaba Jesse, señalado por una puerta que se había abierto. Estaba tumbado en un asiento tipo banco rodeado de no menos de cuatro magos.
Traté de llegar hasta él, pero una niñita se me abrazó a las piernas y me senté, entonces alguien me dio una patada en la cabeza. No creo que fuera a propósito, dado que no me hizo mucho daño, logrando sólo hacerme una marca en la oreja. Pero, luego, la enorme bota de alguien cayó sobre mi muñeca y aquello sí que me dolió, mucho.
Grité y un hombre me empujó haciéndome caer de rodillas. Un joven asiático americano con gafas de pasta negras me miró.
—¿Quién narices… —Se calló bruscamente. No lo reconocí, pero era bastante obvio que él a mí sí, tenía la expresión de quien sabe que tiene medio millón de euros en la palma de la mano, del tamaño del precio que el Círculo le había puesto a mi cabeza.
La limusina volvió a arrancar antes de que ninguno de nosotros se recompusiera, haciéndome caer de bruces sobre el mago, que se sentó de golpe en el asiento que había junto a un chaval pelirrojo con gafas de cristales de culo de vaso. Cuando el vehículo empezó a zigzaguear bruscamente entre los coches, un montón de cuerda de nailon se deslizó sobre el asiento, a los pies del chico, y empezó a rodearnos a mí y al mago. No tuve que preguntar por qué: el niño se llamaba Alfred, y tenía poderes telequinéticos.
Parecía bastante sereno, pero tenía bien agarrada una mochila muy gastada. Le habría sugerido que se concentrara en atar al mago en lugar de a ambos, pero no podía respirar. Se me estaba escapando todo el aire por la presión que el corsé de nailon ejercía sobre mí, apretándome cada vez más.
El mago empezó a maldecir y a tratar de meter la mano dentro del abrigo mientras yo trataba de impedírselo y de agarrar mi pistola. Pero seguía estando en mi bolso, porque no había querido sacarla a la vista en medio de todos esos coches, y mi bolso estaba fuera de las cuerdas. A nuestro alrededor estaba teniendo lugar una miniguerra, con gritos, improperios y el ruido de cristales rotos. Luego hubo una explosión y, de repente, dentro había mucha más luz. Parecía como si alguien hubiera extraído un par de ventanas.
Un golpe particularmente fuerte nos arrojó al suelo y decidí que ya estaba harta. Me transporté unos treinta centímetros a la izquierda, lo cual me sacó de la trampa, pero las cuerdas se aflojaron, y eso le permitió al mago meter la mano en su maldito abrigo.
No sabía lo que podía llevar, pero, por mi experiencia, no se trataba de nada que pudiera ser utilizado en el interior de un coche repleto de chiquillos. Yo no veía mi bolso, ni me dio tiempo a agarrar mi pistola. No me dio tiempo a hacer nada más que cogerle, cerrar los ojos y transportarme.
Aterrizamos en mitad de la carretera, rodando cerca de la limusina, que se alejaba. El todoterreno casi nos atropelló, hasta que ni más ni menos que Françoise pisó el freno. El neumático delantero quedó paralizado chirriando a medio centímetro de mi rostro. Lo miré, parpadeando, mientras el mago me clavaba el codo en las costillas, tratando de desembarazarse del capullo que lo envolvía.
Françoise se inclinó, acercándose al parabrisas, dijo algo y las cuerdas, repentinamente, lo devolvieron a su anterior estado momificado.
—¡Amojdázalo! —me ordenó, lanzándome un pañuelo. Lo agarré y se lo metí en la boca al mago justo cuando logró sacar la barbilla de las cuerdas. Lo había olvidado; si pueden hablar, son letales. Afortunadamente, a Françoise no se le había olvidado. Subí al coche, ella encendió el motor y nos largamos.
Enseguida resultó evidente que Françoise había averiguado el funcionamiento del freno y del acelerador, más o menos, pero tenía cierta confusión con respecto a cosas como ceder el paso, semáforos en rojo y los límites de velocidad, lo cual significaba que se adaptaba perfectamente a la manera de circular en Las Vegas. La limusina era otra historia, dando bandazos a unas decenas de metros de distancia.
La alcanzamos cuando giró hacia la avenida Sands y comenzó a ganar velocidad. Françoise giró en la esquina demasiado rápido, los neumáticos chirriaron como protesta y pisó el acelerador.
—Acércame lo suficiente para que pueda transportarme dentro —le dije.
—¿Cómo de cejca? —Estaba blanca y temblando, tenía mirada de loca.
—No lo sé. —Jamás había tratado de transportarme al interior de un vehículo en marcha y dudaba que aquello fuera tan fácil. Pero si Françoise podía acercarme a unos treinta o cuarenta centímetros, podría ser viable—. ¡Lo más cerca que puedas!
Ella murmuró algo, pero se deslizó entre dos coches y puso el todoterreno en paralelo con la limusina, lo suficientemente cerca como para que el conductor tocara el claxon. Respiré profundamente y me transporté, aterrizando en el estrecho pasillo central junto al asiento en forma de banco. Tuve medio segundo para comprobar que solo había tres niños en la limusina: Alice, acurrucada como una pelota en el suelo, Alfred en la parte trasera y Jesse, cerca de la parte delantera, sujetado por dos magos.
De repente, tenía cuatro pistolas en la cara, y una de ellas prácticamente me rozaba la nariz. Agarré a Alice y me transporté antes de que les diera tiempo a disparar, aterrizando de nuevo en el banco trasero, junto a Alfred.
—Eso ha estado muy guay —dijo, mientras yo lo agarraba de la pechera de la camisa.
—¡Coge mi bolso! —le ordené, haciendo que los magos giraran la cabeza hacia nosotras. Alfred asió mi deshilachado bolso vaquero del suelo justo cuando los magos estaban lanzando un hechizo y me transporté, saliendo de allí.
Caímos en el asiento trasero del todoterreno, con un niño en cada mano y la fatiga recorriéndome las venas. Françoise me observaba frenética por el espejo. Dijo algo, pero lo hizo en francés y yo estaba demasiado cansada para siquiera tratar de traducirla.
—¡Tienes fuego en el pelo! —gritó, y Alfred empezó a sacudirme la cabeza con su mochila.
Me quité la chaqueta, que aún tenía ese corte elegante, aunque la tela ahora era de estampado de camuflaje. La utilicé para sofocar las llamas mientras Alfred trepaba sobre el asiento hacia la parte delantera.
—Sé conducir —le dijo, serena—. Va a necesitar ayuda para hacerse con Jesse.
—¿Cuántos años tienes? ¿Doce? —pregunté.
Me miró.
—¿Acaso temes que te pongan una multa?
—Con toda certeza…
—Por favor. Llevo conduciendo desde que era pequeño —me dijo, sin sarcasmo alguno.
Decidí que aquella era otra de las cosas de las que Tami no tenía por qué enterarse. Agarré a Françoise de la espalda de su blusa.
—¿Te vale con esto?
Ella asintió frenética, dispuesta a cualquier cosa con tal de salir del asiento del conductor. Entonces, alguien debió de reconocernos, porque apareció un brazo de una de las puertas que batían frenéticamente, arrojando algo en nuestra dirección. Françoise viró con fuerza hacia la derecha, lanzándonos hacia un lateral de la limusina y aplastándole el brazo al que lo había arrojado. Pero era demasiado tarde para impedir que la pequeña esfera negra saltara sobre el capó, una, dos veces y, antes de que le diera tiempo a un tercer bote, me entró el pánico y me transporté.
Me entró tal náusea y sensación de vértigo que tardé un instante en percatarme de dónde habíamos aterrizado: tirados en diagonal en el interior del capó de la limusina. Una gigantesca explosión hizo temblar la carretera tras nosotros, haciendo estallar en mil pedazos el resto de las ventanillas de la limusina y dejando un cráter del tamaño de una piscina infantil en la carretera. De la parte trasera de la limusina también salía humo, como si la bomba se hubiera llevado por delante también el maletero, aunque ni eso ni el hecho de que, probablemente, el conductor no veía nada le había hecho reducir la velocidad al tipo que pilotaba el todoterreno.
No sé si estaba aterrado o si creía que estábamos haciendo una carrera de coches. Pero, en caso de que se tratara de lo segundo, se iba a llevar una sorpresa, porque yo no podía volver a transportarme, apenas si sabía cuál era el camino, todo empeorado por la inconfundible sensación de que el todoterreno empezaba a tambalearse hacia los lados, separándose del maletero.
—¡Françoise! —Esperaba que ella tuviera alguna idea, pero lo único que recibí fue una ristra de improperios franceses de hace cuatrocientos años.
A continuación, los tambaleos, el arrastrar y el exasperante chirriar del metal desaparecieron. El todoterreno se detuvo, aunque la limusina continuó zigzagueando de manera demencial entre los vehículos. En uno de los bandazos, nos encontramos a cuatro metros del suelo, flotando siguiendo el borde de la calzada como la hoja gigante que no éramos.
—Telequinesia ¿te acuerdas? —me preguntó Alfred cuando tocamos tierra.
Françoise salió del coche tambaleándose y tan deprisa que se cayó en mitad de la carretera.
—¡A mí me gustan más los caballos! —exclamó, dirigiéndose, según parecía, al tráfico—. ¡Esta fojma de viajag es un locuga!
Logré extirparme del asiento trasero y me estrellé contra el suelo. Todo era como un borrón enorme y macilento y, como jamás había teletransportado nada de aquel tamaño, (ni siquiera sabía que fuera posible), no tenía forma de saber cuánto tiempo tardaría en recuperar las energías para poder sacarnos a todos de allí. Pero Jesse se encontraba en el interior de la limusina que se desvanecía entre los demás vehículos, y si ni siquiera trataba de rescatarle, no podría volver a mirar a Tami a la cara en mi vida.
—¡Detenlos! —le ordené a Alfred.
—¿Cómo?
—¡Los neumáticos! —Él asintió y miró hacia donde estaba la limusina con los ojos entrecerrados. Por un momento, no ocurrió nada, pero, al instante, las dos ruedas traseras estallaron simultáneamente. La parte trasera, de la que ya estaba saliendo humo antes de aquello, dio contra el suelo, dejando tras de sí un torrente de chispas hasta que se salió de la carretera y se chocó contra un semáforo. Luego rebotó, dio una vuelta de campana y terminó de nuevo en mitad de la carretera.
—¡Vuelve al Dante! —le dije a Françoise mientras rebuscaba en el bolso tratando de dar con mi pistola—. Ayuda a los chicos.
—¿Y quién te va a ayudaj a ti?
—Yo sé cuidar de mí misma. —Habría sonado más convincente si hubiera sido capaz de mantener la mirada. Ella no replicó, tan solo se quedó ahí parada con los brazos cruzados.
—¡Françoise! ¡Por favor!
—Te puedo llevar de vuelta —se ofreció Alfred.
—Pjobablemente, conducigá mejog que yo —accedió Françoise.
Miré primero la limusina, que ahora se balanceaba levemente y luego a Alfred, que me sostuvo la mirada con serenidad. Aquel tío tenía que estar hasta arriba de Prozac o algo así.
—Ve tranquilo, respeta las señales y no hagas nada que pueda llamar la atención. —Bueno, omitiendo el hecho de que todas las puertas del todoterreno seguían persistentemente abiertas—. Ah, y, bueno, dile a Tami que se lo explicaré todo cuando regrese.
Françoise y yo empezamos a correr entre los coches mientras Alfred se marchaba. En realidad, no era tan peligroso como pudiera parecer ya que, debido al enorme obstáculo negro que había en mitad de la carretera, ningún vehículo podía moverse. Los cláxones atronaban y, lo que es peor, la gente empezaba a apearse del coche. La policía no tardaría mucho.
Alfred dio media vuelta, quebrantando todas las normas de tráfico, rodando sobre el césped falso de la mediana y salió de allí antes de que Françoise y yo llegáramos a la limusina. Abrí de golpe la puerta más cercana, la que, en ausencia de Alice, había permanecido convenientemente cerrada, y entré de un salto.
—¡Cassie! —escuché la voz de Jesse, aunque no pude contestar porque tenía a un mago encima y otro estaba tratando de arrebatarme el arma. Todo el mundo pataleaba.
Le di al mago un rodillazo en un sitio delicado y cogí aire.
—¡Jesse, cógeme de la mano! —Sólo tenía una libre, pero me bastaba. La levanté, agitándola desesperadamente.
—¿Y qué pasa con los demás? —preguntó.
—¡Ya tengo a los demás!
—¿Encontraste el otro coche?
Recorrí con la mirada el suelo del coche hasta llegar a él, evitando la cabeza del mago, que había prescindido de la magia para pasar a tratar de matarme por asfixia.
—¿Otro coche? —solté a modo de graznido. ¡Oh, mierda, se me había olvidado que se suponía que había dos limusinas!
—¡Nos separaron para superarnos en número! ¡Dime que ya encontraste la otra!
En aquel momento, me recordó espantosamente a su madre. Mi atención se vio desviada porque dos pistolas me apuntaban al cráneo, pero Françoise dijo algo que los hizo salir por los aires. Entonces, el conductor, no sé cómo, hizo avanzar el coche unos metros, haciéndonos a todos caer hacia atrás.
Me desembaracé del aspirante a asesino, repté tras uno de los magos que había tirado a Françoise al suelo y lo golpeé en la cabeza con la culata de la pistola. Desgraciadamente, en las películas suele funcionar mejor, ya que lo único que logré fue que se cabreara. Al menos, soltó a Françoise para lanzarse sobre mí, brindándome la oportunidad de atizarle con una botella de Pernod aún intacta.
En espacios tan reducidos es difícil emplear escudos, ya que allí resultaba complicado hasta moverse, aunque eso no impedía a los magos manejar armas letales en todas las direcciones. Uno de ellos apuntó con una pistola hacia mí en el mismo instante en que volví la mía hacia él. Nos quedamos inmóviles, mirándonos fijamente.
—Bueno. Esto es un poco estúpido —dije, y Caleb me lanzó una mirada colérica.
—No quiero matarte —dijo, y de veras que parecía sincero.
—Ditto. —Tragué saliva—. Tienes en tu poder a alguien que quiero que me devuelvas.
Me ignoró.
—Los carteles de busca y captura no especifican que tengamos que entregarte viva, aunque lo preferiría.
—Yo no —repliqué, con toda sinceridad. Una muerte rápida por un hechizo o por arma de fuego seguramente sería mucho más agradable que lo que me haría el Círculo si me ponían las manos encina sin testigos presentes.
Frunció el ceño.
—Te someterían a un juicio justo. Si los cargos contra ti no son ciertos…
—Los cargos contra mí son una puta basura —dije espontáneamente.
—¡Cassie! —Jesse se escabulló y llegó hasta mí—. ¡Tenemos que irnos!
—¿Y qué pasa con los otros magos? —Desde luego, no estaba en situación de volverme para comprobarlo por mí misma.
—Françoise y yo los cogimos. ¡Joder, esa mujer sabe pelear!
—No digas palabrotas —le espeté automáticamente.
Caleb frunció el ceño aún más.
—No tengo miedo a la muerte —me dijo, con el arma firme—. ¿Puedes tú decir lo mismo?
Me agarré a la camiseta de Jesse con fuerza y cogía a Françoise del brazo.
—Demonios, no —le contesté, y me teletransporté.
Aterrizamos fuera del coche, lo cual ya era mejor de lo que yo esperaba, aunque el sitio no era precisamente bueno. Yo pretendía caer en el Dante, pero, al parecer, no me quedaba suficiente energía para eso. Y era un problema, porque ni más ni ríenos que la segunda limusina se había acercado y de él salían magos que se estaban dispersando por todo el asfalto. Al parecer, alguien había tenido tiempo de pedir refuerzos.
—Te digo que debería hacerlo yo —me reprochó Jesse.
—¡Cállate!
Volví a tratar de transportarme, pero esta vez no fui a ninguna parte. Y lo que es peor, los magos nos habían localizado. Era como si de todas sus cabezas hubiera tirado un hilo: de repente, todas las miradas estaban clavadas en mí. Me hacía falta un plan, pero no tenía tiempo de idear ninguno. Solo sabía que tener a Jesse a mi lado era la mejor manera de lograr que lo mataran. Le lancé el crío a Françoise.
—¡Llévatelo de aquí!
No hizo ninguna pregunta. Me metió algo en el bolsillo y, simultáneamente, murmuró una palabra tras la cual se produjo un estallido de luz que me deslumbró. Sentí que me arrebataba a Jesse de la mano, escuché pisadas sobre los cristales y se fueron.
Concluí que el mejor modo de ayudarles era ofreciéndoles otro blanco a los magos, uno sobre el que había una recompensa mucho mayor. Antes de que se desvaneciera la luz cegadora, di media vuelta y eché a correr en la dirección opuesta. Para darse de bruces con Marco.
Me agarró de los hombros y me agitó como aun perro, obviamente dispuesto a lograr que me desdoblara. Pero la luz se desvaneció y miró la marea de sombras oscuras que venían hacia nosotros. Lanzó un gruñido, enseñando un trozo de colmillo, y me colocó tras él.
Reboté en el pecho de su amigo que, afortunadamente, había vuelto a estar de una pieza y Marco lanzó el sudario de la oscuridad sobre los magos. Salió volando directo hacia ellos y la nada, en toda su profundidad y oscuridad, hizo que la noche que nos envolvía pareciera mediodía. Pero, en lugar de tener el tamaño de una sábana, ahora abarcaba la mitad de la carretera.
Marco empezó a caminar, pistola en mano, y yo lo agarré del brazo.
—¡Vámonos de aquí!
—Claro —respondió, y la oscuridad empezó a rebanar los escudos de los magos, como si jamás hubieran estado siquiera allí. El compañero de Marco le lanzó una M16—. En un minuto.
Agarré el cañón de aquella pistola, estrafalariamente grande.
—¿Qué haces?
—Esto es pan comido —dijo, con deleite.
—¡No puedes matarlos!
—¿Qué te apuestas?
—¡Marco!
Arqueó una ceja en un gesto que me recordó inquietantemente a Mircea.
—¿Y qué es lo que crees que pensaban hacer contigo?
Aquella era una pregunta más que razonable, pero tampoco era esa la cuestión.
—Estoy intentando que el Círculo quede intacto —le dije, mientras el sudario se extendía sobre el suelo como una bruma oscura. Supuse que los magos estarían tratando de salir de allí aunque, desde donde yo me encontraba, no se veía la más mínima señal. Ni un ruido, ni tiros, ni sortilegios ni luz. Nada.
Pensé que, al menos, nos apartaba del tráfico. Marco me miraba fijamente.
—¿Estás loca? —Por su mirada, realmente parecía que empezaba a planteárselo seriamente.
—Es complicado —contesté, sorprendida por su reacción—. Pero no puedes ir por ahí disparándoles a los magos.
—¿Por qué no?
Era evidente que Marco no pensaba renunciar a la matanza sin una jodida buena razón. Así que le di una, aunque no pareció comprender mi explicación sobre el dios vengativo ni lo del portal hacia otro mundo ni lo del antiguo hechizo que había sobre el Círculo, y que era lo único que lo mantenía cerrado. Para hacerle justicia, diré que, sin embargo, si captó la idea principal.
—¿Me estás diciendo que tienes que proteger a una gente que te quiere ver muerta?
—Exactamente eso es lo que quería decir.
—Esto es una mierda.
—Que es el título que tendrá mi autobiografía, si vivo lo suficiente para escribirla. Entonces, ¿podemos salir de aquí?
—Es exactamente lo que estaba pensando. —La voz surgió a mi espalda y una pistola se clavó en mis costillas.
Giré el cuello lo suficiente para ver el rostro de Caleb. Había dicho que estaba dispuesto a morir con tal de capturarme. Al parecer, no bromeaba cuando lo dijo.
Marco soltó un gruñido, disparando un aluvión de balas que rebotaron en los escudos del mago, amenazando a todo el mundo excepto a él.
—¡Marco! ¡Para antes de que mates a alguien!
—Es mi intención matar a todo el mundo —dijo, y Caleb me llevó a rastras hacia la limusina. No sabía por qué, ya que aquel coche no iba a ir a ninguna parte, pero continuamos dirigiéndonos hacia ahí de todas formas.
Marco nos siguió, pero no pudo atravesar los escudos de Caleb. Rebusqué en mis bolsillos, con la esperanza de que Françoise me hubiera metido una pistola, aunque tampoco sería de mucha utilidad para luchar con un mago. No lo había hecho, pero me había dejado algo, posiblemente más útil. Mi mano se aferró a algo duro, y yo bajé la vista para ver el rostro sonriente de Daikoku mirándome fijamente.
Françoise debía de haberlo cogido cuando cayó la vitrina. Y, como funcionara igual de bien que el sudario, cabía la posibilidad de que me pudiera sacar de aquello. Pero ¿tenía valor para utilizarlo?
Agarré a Daikoku con fuerza, sintiendo que, bajo la fría superficie de mis dedos, irradiaba energía. Fuera lo que fuese aquello, era poderoso y, por lo tanto, peligroso. Pero había demasiados magos de la guerra y sabía que el sudario no los contendría demasiado tiempo y, aunque lo hiciera, Caleb no los necesitaba para llevarme con él. Yo me debatía seriamente sin saber si utilizarlo, cuando la oscuridad se abrió, expeliendo a Pritkin.
Caleb lanzó un hechizo en cuanto Pritkin salió de la línea Ley, pero tuvo que bajar sus escudos para hacerlo y Marco se lanzó sobre nosotros en el mismo instante en que cayeron. Caleb sabía que lo haría y lo lanzó al aire musitando una palabra, aunque, con la distracción, Pritkin tuvo la oportunidad de rodar metiéndose bajo un coche, donde no pudieran verle.
—¡Déjalo, John! —exclamó Caleb—. Yo me ocuparé de su seguridad, pero me la llevo.
Una cabeza con el pelo de punta asomó sobre el techo del coche.
—¡Tú no te puedes ocupar de nada! ¿O acaso has olvidado lo que ocurrió la última vez que el Consejo quiso hacer una reunión?
—Richardson estaba cegado por el dolor de la muerte de su hijo. Eso no va a volver a pasar, tienes mi palabra.
—Nadie duda de tu palabra, Caleb. Es de tu sentido común de lo que dudo.
—¡Hubo un tiempo que confiabas ciegamente en mí!
—También hubo un tiempo en el que utilizabas el cerebro en lugar de limitarte a seguir instrucciones sin pensar —dijo Pritkin, rodeando el capó del coche. Tenía un punto rojo en el centro del pecho, como si sus protecciones hubieran cedido unos milímetros antes de que lo hiciera el hechizo de su amigo—. Ella se viene conmigo.
La respuesta de Caleb fue lanzar otro hechizo. Pero Marco, escondido en silencio en el arcén, estaba esperando a que lo hiciera. En cuando Caleb bajó los escudos, Marco lo agarró y Pritkin me agarró a mí.
Fuimos corriendo hacia la línea Ley que Pritkin había utilizado para venir, pero los magos habían terminado de despedazar el sudario y obstruían el camino. Los ocho. No nos atacaron de inmediato, tenían suficientes dudas sobre si Pritkin era un héroe o un psicópata de utilidad en una situación como aquella. Pero no duraría mucho.
Tenía que pensar en algo, necesitaba un plan, porque venían hacia nosotros y ya no quedaba tiempo. Ni Pritkin podía luchar contra ellos. Me aferré a la fría figura de Daikoku con tanta fuerza que me dolió.
—¡Concédeme la energía para poder transportarnos a todos y sacarnos de aquí! —dije, pronunciando mi deseo.
Esperaba haberlo dicho con suficiente claridad y, a continuación, me limité a desear que, simplemente, funcionara, ya que pasó el tiempo y no ocurría nada. Abrí la mano y miré aquel pequeño objeto, preguntándome si Françoise habría robado uno falso. Entonces, uno de sus minúsculos ojos hicieron un guiño aún más pequeño, y el mundo se partió en dos.