16

Esto no es algo que se vea todos los días.

Tenía la cabeza metida en un enorme baúl y no me molesté en alzar la vista. Aquella observación podría ser aplicable a casi todo lo que había en la parte de atrás de la tienda de empeños. A diferencia de la parte visible, que ofrecía al visitante los obligados reproductores de DVD, cámaras de vídeo y cajitas repletas de joyas que no hacían juego, la parte trasera estaba llena de objetos para la población sobrenatural de Las Vegas. Pero, como era el dependiente quien había hecho el comentario, supuse que se refería a los dos matones que estaban esperando en la puerta con cara de aburrimiento.

Los fulminé con la mirada y Marco me lanzó un beso.

Listillo.

En un abrir y cerrar de ojos, Marco estaba junto a mí, y el vendedor colgaba de su gruesa zarpa. El tipo parecía aterrorizado, sus gafas de leer habían resbalado hasta adoptar una posición precaria sobre la punta de su nariz.

—¡Eh!

—Te estaba intentando agarrar —dijo Marco, y le abrió la mano al hombre. No sé lo que esperaba encontrar, pero pareció algo decepcionado cuando vio una pequeña cinta métrica. Aunque eso no bastó para que soltara al anciano, al que se le estaba poniendo la cara preocupantemente morada.

—Sí, porque planeaba medirme hasta matarme. —Obviamente, íbamos a tener que mantener una charla sobre la diferencia entre «encargarse de la seguridad» y «comportarse como un gilipollas». Marco se quedó ahí parado—. ¡Marco! ¡Bájale!

—Claro. Me apasiona la idea de ir a lord Mircea con tu cuerpo mutilado en la mano. Tendré suerte si tan solo me mata.

—Ya estás muerto.

—Hay muertos y muertos, princesa —dijo con aire de gravedad, aunque dejó que el hombre se apoyara en sus temblorosos pies.

—Como le estaba diciendo, estos son una rareza —explicó el dependiente, recolocándose la ropa. Tardé unos segundos en comprender que se estaba refiriendo al pequeño broche que Françoise le mostraba—. Las piedras son azules cuando están inertes, pero se vuelven anaranjadas si alguien lanza un hechizo maligno sobre el que lo lleva.

Lo miré ceñuda. Aquello confirmaba mi idea de que las joyas mágicas tenían que ser extraordinariamente feas. Pero Françoise asentía levemente, así que, a pesar de lo que parecía, realmente funcionaba.

Le había pedido que me acompañara para que vieran la mercancía y porque había venido armada tan solo con mi irrisoria tarjeta de crédito. Era una cuestión de orgullo y de lo que me quedaba de independencia, pero limitaba considerablemente mi poder adquisitivo. De todas formas, si había alguien que supiera negociar, esa era Françoise. Tenía un don especial.

—¿Es capaz de impedir una maldición? —pregunté—. Podría convivir con una cosa fea como esa con tal de lograr algo de protección.

—Me temo que no. Pero sí te dice el tipo de hechizo que se ha empleado, lo cual, como usted bien sabrá, es el mejor paso para lograr deshacerlo.

—No es exactamente lo que yo tenía en mente.

—¿Está segura? Porque creo que también tengo una gargantilla a juego, brilla cuando la persona que le echó la maldición se acerca a menos de diez metros. Le puedo hacer un buen precio por el conjunto.

Me vi tentada, pero de librarme de él. Llevaba rondándonos desde que entramos. Por supuesto, era principalmente culpa de Augustine.

Al parecer, el armario en uno sabía que estábamos de compras y se había transformado en un traje de chaqueta con falda muy chic, el cual habría convencido al vendedor de que conmigo se podría llevar una buena comisión.

—Gracias —le dije—, pero busco algo un poco más… proactivo.

—Ah, bien, en ese caso —fue corriendo a una vitrina de metal que había en el fondo—, tengo lo que busca.

Marco se inclinó para susurrarme algo al oído.

—No te dejes convencer. En este sitio tienen fama de ser buenos negociando.

—No tiene ninguna posibilidad.

La puerta de la vitrina se abrió y reveló tras ella varias bandejas abarrotadas con el mismo batiburrillo de objetos polvorientos que había en el resto de la tienda. Ninguno de ellos parecía ser armas, granadas ni ningún otro tipo de armamento conocido, ni ninguna otra cosa de interés. Pero, por la manera en que el vendedor me sonreía, parecía como si nos encontráramos ante la cueva de Alí Babá.

—¡Bueno, esto es todo un hallazgo! —Extrajo un pequeño guiñapo de tela negra del tamaño de un pañuelo y lo arrojó al aire. En lugar de caer, ascendió y empezó a expandirse. En unos segundos, una ondulante pared oscura del tamaño de una sábana levitaba sobre nosotros, hasta que, de repente, cayó sobre nosotros y nos sumió en la más absoluta oscuridad.

Oí a Marco lanzar exabruptos, un sonido furioso que retumbó levemente en la nada que nos rodeaba. Pero el timbre de su voz había cambiado; los sonidos parecían ondularse, cambiando de atronadores a meros susurros, a veces con la misma palabra. Ya no sabía si estaba justo a mi lado o si estaba al otro lado de la habitación.

Las palabras de regocijo del vendedor ahogaron las de Marco, pero sonaban normales.

—El sudario de la oscuridad —exclamó con aire teatral—. Un excelente complemento, tanto defensivo como ofensivo. ¡Lo arrojas sobre el enemigo y lo puedes observar tambaleándose de un lado a otro mientras tú lo atacas con total indemnidad, o te escabulles sin que se dé cuenta!

La oscuridad me envolvió como una manta mojada, húmeda y cálida, casi asfixiante. El aire que conseguí tomar olía a humedad, era denso y extrañamente pegajoso, como si se te pegara a las paredes de la garganta al tragarlo. No tengo claustrofobia, pero, en el húmedo abrazo del sudario, la sentí.

Por muy útil que pudiera resultar, aquello era oscuro por algo más que el color. Me froté los brazos, tratando de quitarme la extraña y sólida oscuridad, luchando contra el pánico, pero no lo lograba. Me mordí el labio, pero no pasaría mucho tiempo hasta que lanzara un grito.

—Magia negra —musitó Françoise, y su voz retumbó de una forma extraña.

—Sácanos de aquí —ordenó Marco—. ¡Ya! —La última palabra sonó tan aumentada en el sudario que casi nos rompe los tímpanos. Pero, un segundo después, la oscuridad se alzó repentinamente, como si me hubieran quitado una sábana de la cabeza. Empecé a jadear y a parpadear en la ahora cegadora luz de la tienda, esperando a que se me habituaran los ojos, mientras un vampiro iracundo le arrebataba el sudario al vendedor.

—¿Es que se cree que tiene alguna gracia? —Al parecer, Marco no era precisamente aficionado a la privación de sus sentidos. Los ojos de los vampiros suelen tener aún más agudeza en la oscuridad que bajo la luz del día, pero ¿por qué me daba la impresión de que dentro de aquella cosa no podía ver mejor que yo?

—Les ruego me disculpen —se apresuró a decir el vendedor—. Pero el sudario es muy antiguo, una rareza. La mayoría de la gente jamás ha oído hablar de él. Hoy en día son muy comunes los hechizos para neutralizar los sentidos, pero son mucho más fáciles de neutralizar que eso. Con un objeto tan inusual es más fácil demostrar lo que es capaz de hacer que explicarlo…

—Con que nos lo explique será suficiente —le interrumpí, y Françoise asintió con expresividad.

—Como desee. —El dependiente pareció decepcionarse al ver que su demostración no había tenido el efecto esperado.

—¿Qué tipo de mierda ilegal vendes? —le preguntó Marco.

—Todo lo que tenemos es completamente legal —me aseguró el hombre, ignorando a Marco—. No tiene por qué preocuparse, no tendrá ningún problema con las autoridades.

—Por lo general, no suelo tenerlos —murmuré, la autoridad encargada de vigilar las armas mágicas era el Círculo Plateado y, aunque me esforzara en ello, ya no podía tener más problemas con ellos.

El tendero me lanzó una mirada maliciosa que contrastaba con su extraño rostro de Papá Noel.

—De todas formas, tenemos algunas antigüedades que no, esto, se ajustan a las prohibiciones actuales.

—¿Como cuáles? —Puede que hubiera alguna antigüedad esotérica de la que ni el Círculo hubiera oído hablar, algo lo suficientemente inusual o extraño cono para darme alguna ventaja.

—Tenemos este precioso artículo. Procede de la finca de un, cómo llamarlo, aventurero. —La pequeña estatua color hueso que me mostró resultó ser una figura de Buda sonriendo. Unas minúsculas grietecillas le recorrían el abultado vientre y eran algo más oscuras que el resto de la figura, como si fueran de marfil.

—¡Daikoku, uno de los siete dioses japoneses de la fortuna!

—¿Y?

—Es un netsuke —explicó Marco, observando el pequeño objeto—. Conocía a un hombre que los coleccionaba.

—¿Un qué?

—Los kimonos no tenían bolsillos. En la antigüedad, los hombres japoneses llevaban un fajín atado a la cintura con un monedero en él. Sólo que ellos no lo llamaban monedero, porque eran hombres ¿entiendes? El netsuke servía para atar las dos cosas: la bolsa y el fajín.

—Esto no es un netsuke —le contradijo el vendedor, con aire desdeñoso—. A decir verdad, antes había muchas tallas de Daikoku, pero sólo eran eso, meros esbozos.

—¿Y en qué se diferencia éste? —pregunté.

—En que éste es Daikoku.

Parpadeé.

—Eso es un dios.

Al dependiente no le gustó el tono que había empleado.

—Un ser antiquísimo —corrigió, con aire despectivo—. En la Edad Media, los campesinos japoneses no conocían otra forma de referirse a él.

—¿Y tú lo tienes en una vitrina?

—¿Cómo consiguió hacejse con él? —intervino Françoise. Realmente, parecía que fuera a comprarlo.

El vendedor debió de pensarlo también, porque se le iluminó la cara.

—El soldado adinerado que les he mencionado antes lo adquirió hace algunos años en Fukushima —explicó—. Creo que se lo robó a otro viajero. Antes se creía que si le hurtabas a otra persona una escultura de Daikoku, éste te daría buena suerte concediéndote un deseo, siempre que no te pillaran en el acto. La tradición popular probablemente surgió de historias reales de proezas de la estatua.

—Como un génie. —Françoise observaba aquel pequeño objeto con aire pensativo.

—Exacto. Sólo que los yinns no suelen ser benevolentes. Eso son cuentos de viejas. Si alguna vez se topan con un yinn encerrado en una lámpara, les recomiendo encarecidamente que lo dejen cono está.

—¿Y no deberíamos dejar a Daikoku también como está? —pregunté con escepticismo.

—Oh, no —se apresuró a explicar el vendedor—. Él no está encerrado. En absoluto. Ésta es sólo la forma que tiene de desempeñar su misión.

—¿Y cuál es su misión?

—Proporcionar abundancia, riqueza y felicidad al mundo.

—¿Entonces por qué no pides tú un deseo y te haces rico? —preguntó Marco, con mordacidad.

Todos nos quedamos mirando al dependiente.

—Eh, bueno, porque Daikoku no siempre entiende… es que uno tiene que ser extremadamente cauto a la hora de formular su deseo. Ha habido casos en los que ha habido malentendidos.

—¿Como cuáles? —Aún no sabía mucho de magia, pero empezaba a darme cuenta de que todo tenía siempre alguna trampa.

—Es sólo que te concede el deseo, pero no siempre de la manera en que el que lo ha pedido hubiera querido. La persona a quien se lo compré tuvo una mala experiencia. El anterior dueño de la escultura contrató a unos mercenarios para que recuperaran su propiedad y estos siguieron al aventurero hasta una aldea del Tíbet. La rodearon y se estaban acercando cuando, pensando que la estatuilla no podía hacer ningún daño, le pidió a Daikoku que lo ayudara a salir de allí. —El vendedor se quedó en silencio, con aspecto incómodo.

—¿Funcionó? —le urgí.

—Por supuesto que funcionó. A su manera. Al fin y al cabo, sobrevivió para vendérmelo ¿no?

—¿Entonces cuál fue el problema?

—Bueno, los magos sabían cómo era el hombre. A sabiendas de eso, Daikoku pensó que cambiar su apariencia sería una buena forma de satisfacer su deseo. Pero no bastaría con disfrazarle, porque los hombres que lo perseguían eran magos, y descubrirían el truco.

—¿Y qué es lo que hizo? —preguntó Françoise, arrugando la frente con candidez.

—Nada. O, mejor dicho, no se limitó a ponerle un disfraz. Le cambió el cuerpo. Y, teniendo en cuenta que si descubrían al hombre, moriría, hizo un cambio lo más… extremo… que pudo.

—¿A qué se refiere? —preguntó Marco.

—Lo transformó en mujer —reconoció el vendedor rápidamente—. En una anciana tibetana, para ser más preciso. Y, por supuesto, una vez concedido el deseo, no hubo manera de devolverle su aspecto original, así que…

—¿Se quedó así? —Marco parecía horrorizado.

—Eso me temo.

—¿Y qué tiene de malo sej una mujeg? —inquirió Françoise—. Eso ega mejog que mogig, ¿no?

—Habla por ti. —Marco se tanteó la entrepierna—. ¡Hay cosas que echaría de menos!

—Sólo por curiosidad, ¿cuánto? —le pregunté al vendedor. Necesitaba saber los precios de lo que estaba viendo allí, de lo contrario, seguir hablando sobre los demás objetos sería una pérdida de tiempo.

Dijo un precio y me quedé boquiabierta.

—¿Cuánto? —pregunté, incrédula.

—Con la guerra, los precios han aumentado sustancialmente —me dijo—. Todo el mundo quiere ir bien armado.

Suspiré mirando todas las cosas que no podía adquirir.

—Supongo que no aceptará la reserva de artículos con pago a plazos.

Él se encogió de hombros, avistando a otro cliente.

—Querida, no pretendo ofenderla, pero, a menos que usted tenga un poder inusual, haría falta un traspaso de poder durante décadas para satisfacer semejante pago.

Se esfumó antes de que me diera tiempo a preguntarle lo que quería decir, pero Marco me miró fijamente.

—¡Ni se te ocurra!

—¿Ni se me ocurra qué?

—Lo sabes muy bien, joder. Cuando esas sanguijuelas te ponen las garras encima, ya nunca sabes cuando te desharás de ellos. Te cuentan que sólo se llevan el cinco por ciento, o el límite legal que sea, pero ¿cómo lo sabes? A menos que te desmayes y te caigas redonda, la mayoría de la gente no se dará cuenta de si se llevan más o mucho más. Luego te ves en un combate en el que te hace falta la plagia y, sorpresa, no te queda nada. Y terminas muerto ¿por qué?, ¿por un puñado de dólares?

—¡Es verdad! —exclamó el otro guardaespaldas, otro tipo nuevo—. Una vez, estuve en un combate con un mago y me dijo que esa era la razón por la que yo le había vencido. No es que no lo hubiera hecho de todas formas, pero me contó que estaba débil porque unos sinvergüenzas le habían arrebatado los poderes. Y decía la verdad, estaba insípido, no sabía a energía.

Me quedé mirándolo fijamente.

—Bueno, quiero decir que hubiera estado insípido si, ya sabes, lo hubiera probado. Cosa que desde luego no hice…

Marco le puso la mano en el hombro y se calló.

—Tú no lo hagas, ¿vale? —insistió.

—Ni siquiera sé de lo que estáis hablando —les expliqué, con impaciencia—. ¿Queréis decir que es posible conectarse a la magia de otra persona?

—Ésa es la idea. Empeñas parte de tu magia por un tiempo a cambio de un dinero. ¿Nunca has oído hablar de eso? Porque la gente lo hace continuamente. Bueno, los magos.

—Creía que sólo los que ejercen la magia negra son capaces de robarla.

—Lo hacen. Exprimen a otros siempre que pueden. Pero con esto no le extraes toda la magia a la otra persona, sólo un pequeño porcentaje. Y, como tienen que dar su consentimiento, es legal. Es una estupidez.

—¿Y quién la compra? ¿Para qué?

Marco se encogió de hombros.

—Si quieres más detalles, pregúntaselo a un mago. Lo único que sé es que se tienen que quedar con un máximo acordado y durante un tiempo concreto. Sólo que, a veces, eso no se cumple. Como te he advertido, es peligroso. El Círculo suele vigilar este tipo de acuerdos, pero con la guerra…

—Entiendo. —Sabía que el Círculo no contaba con el número suficiente de magos de la guerra para vigilar esas cosas, no cuando la mayoría de ellos habían sido reclutados para combatir. Muchas cosas se les escapaban de las manos, incluyendo tareas policiales, como investigar a los propietarios de las tiendas de empeño.

—Maldita sea, chica, ¡si no te hace falta! —continuó Marco—. Lord Mircea puede fijarte una asignación…

—No, no puede —dije, con vehemencia.

—No es una persona tacaña, y tú eres su…

—Si mencionas la palabra «propiedad», te juro…

El teléfono móvil de Marco empezó a sonar, interrumpiendo la conversación.

—Lo siento, no te puedo ayudar —dijo, con aire cortante, y colgó.

—¿Quién era?

—Nadie.

—Parecía Casanova.

El teléfono volvió a sonar, cada vez más estridente. Al final, lo sacó y lo apagó.

—No era él —dijo, mirándome a los ojos con facilidad, lo cual no significaba nada.

Los vampiros son muy buenos mintiendo. No se ruborizan, ni se ponen nerviosos ni transpiran, ni presentan ninguna de las reacciones que tienen los humanos bajo presión. Pero yo sabía muy bien todo lo que una fachada serena podía llegar a ocultar. Normalmente, cuanto más inexpresivos se mostraran, más ocultaban. Y Marco estaba jodidamente inexpresivo. Marco… No me dio tiempo a señalar la mentira, porque Billy Joe entró precipitadamente.

—El Círculo acaba de llevarse a algunos de los chavales —me dijo sin preámbulos—. No sé a cuántos. Se los llevaban cuando me marché. Casanova ha intentado llamarte, pero no lo ha logrado.

Le saqué el teléfono a Marco del bolsillo y pulsé el botón de rellamada.

—¡Eh!

—No empieces —le espeté, furiosa. Le habría dicho unas cuantas cosas más, pero Casanova lo cogió al primer tono—. ¿Qué está pasando? —inquirí.

—Son esos malditos chavales otra vez… —estaba diciendo, cuando le arrebataron el móvil. No me cupo duda de quién se encontraba al otro lado de la línea. Aunque no hubiera oído la voz de fondo. No conocía a mucha gente capaz de atacar a un vampiro con tan pocos escrúpulos. El hecho de que ella midiera metro y medio y fuera humana lo hacía aún más increíble.

—Jesse no está —me informó Tami rápidamente—. El Círculo los capturó a él y a unos cuantos chavales hace un par de minutos. Casanova dice que no le permiten atacar a los magos por el tratado, pero yo no he firmado ningún puto tratado y juro que si le hacen algún daño a Jesse, haré que lo paguen. ¿No creen que están en guerra? Pues cuando haya terminado con ellos, sabrán lo que es estar en guerra…

—¿Dónde han ido?

—¡No lo sé! —Estaba llorando, se le notaba en la voz, pero mantuvo la compostura—. Se fueron por The Strip en dos limusinas.

The Strip estaba a una manzana de donde nosotros nos encontrábamos, y si tenía el atasco habitual, podríamos alcanzarles.

—Está bien, Tami. Vamos a…

—¿Cómo que está bien?

—Porque vamos a traerlos de nuevo aquí. Tienes mi palabra.

Hubo un significativo silencio al otro lado del teléfono. No podía culparla. Le había dado mi palabra otras veces, cuando le prometí que los chavales estarían a salvo en el hotel Dante. Y mira cómo había acabado.

Lo que el Círculo quería de un puñado de fugados en mitad de una guerra, desde luego no lo sabía, pero más tarde me lo pude imaginar. En aquel momento, lo que teníamos que hacer es recuperarlos.

—Te llamo en cuanto sepa algo —le dije, y le devolví el teléfono a Marco—. Vamos.

Me dirigía hacia la puerta, pero alguien me agarró de la espalda.

—¿Dónde crees que vas?

—A por Jesse.

—¿Y cómo pretendes hacerlo?

—Tú conduces —le dije—, y yo te guío.

—Me dijeron que te protegiera, no que me metieran en ningún rescate temerario. Esos críos no son mi problema. Lo eres tú. Y exponerte deliberadamente ante el Círculo no forma parte del plan.

—Ahora sí.

Sus ojos se entrecerraron hasta convertirse en dos rendijas.

—Yo creo que no.

—Entonces déjame que te lo explique de otra manera: Yo voy a ir a por los chavales, tanto si quieres tú como si no.

—Tú no vas a ir a ninguna parte.

Françoise alzó algo a espaldas de Marco y la luz se reflejó en ello. Las llaves del coche. Ni me detuve a preguntarme cómo había logrado meter la mano en el bolsillo de un vampiro sin que éste se diera cuenta. Corrí apresurada hacia la puerta.

Marco me empujó, pero Billy se había imaginado lo que estaba pasando y decidió ayudarme. Tiró la vitrina de armas mágicas, que golpeó otra vitrina que se inclinó a la izquierda y estuvo tambaleándose durante un tenso instante. Luego cayó al suelo, desparramando por todo el suelo su letal contenido.

Algunos de los artículos permanecieron inertes, simplemente se deslizaron o rodaron hasta detenerse a algunos metros. Pero unos cuantos grilletes se arrastraron por el suelo como una serpiente de metal, dejando trazas en el polvo directas hacia el colega de Marco. Él retrocedió dando un brinco, pero lo persiguió siniestramente hasta detrás de un mostrador. Él soltó un gritito y desapareció.

Marco me miró colérico.

—¿Cómo lo has hecho?

El vendedor salió corriendo antes de que pudiera contestar y, de repente, palideció y empezó a retroceder, muy rápido. Miré tras la cabeza de Marco y vi lo que parecía un enjambre de insectos negros saliendo en espiral de un frasco hecho añicos. Uno de ellos se metió en la lámpara del techo, y una de las bombillas se fundió.

Tardé un instante en darme cuenta de que no había explotado; simplemente, ya no estaba. Otra mancha se posó sobre una botella que había en el mostrador, se tambaleó y salió de la existencia como si se hubiera caído en un pozo. O en un pequeño agujero negro, que es el aspecto que empezaban a adoptar las cosas.

Por toda la tienda desaparecían cosas, o partes de ellas, en caso de que fueran demasiado grandes y no cupieran en los agujeros. Aquellas pequeñas amenazas negras tenían tamaños diferentes, pero, a diferencia del sudario, no se dilataban. Una de las aspas del ventilador del techo perdió un fragmento, un antiguo espejo quedó salpicado de agujeros negros y al suelo le faltaban media docena de pedazos circulares de cemento. Miré uno de ellos, que era del tamaño de una taza de té que había cerca de mi pie y, al otro lado, no vi nada, ni cimientos, ni suciedad, ni nada.

Marco me empujó hacia la puerta de la tienda; su compañero reapareció, arrastrándose por el suelo debido a los grilletes, que se habían cerrado en torno a sus tobillos. Una de las manchas más pequeñas se desplazó bajo su mano izquierda, que agitaba descontrolado y, exactamente como ocurría con el resto de objetos, desapareció repentinamente. No hubo sangre, pero tampoco había mano. Sólo quedó carne roja con un hueso blanco, con un corte limpio, como amputada por un cortapastas.

Marco me soltó y agarró al vendedor, que trataba de escabullirse por la puerta que teníamos delante.

—¿Qué narices está pasando? —rugió, mientras iban apareciendo más agujeros en su ahora histérico amigo.

—No le pasará nada —balbuceó el dependiente—. No le ha desaparecido la mano, sólo se ha extraviado.

—¿Extraviado?

—Sí… sí. Está como en cuarentena, en cierto modo; está guardada.

—¿Dónde?

—Eso es un poco complicado —musitó el vendedor, asiendo una revista para hacer aire y barrer un par agujeros. La corriente de aire actuó sobre ellos como si fueran pañuelos de papel, mandándolos rodando uno sobre el otro al centro de la habitación, y acabaron sobre el otro vampiro.

Uno de ellos aterrizó sobre su cara, cortándole en mitad de un aullido y dejando un círculo perfecto donde estaba la boca. Aún se veían relucir algunos molares, uno de ellos con una funda de oro, sobre la enorme herida. Otro le arrancó una parte del pecho, saltándose el corazón pero dejándole en el torso un agujero del tamaño de una pelota de béisbol. Vi una parte de lo que podría ser una costilla y una cosa agitándose rápidamente, que probablemente era un pulmón. No hubo salpicaduras de sangre, ni se filtraron fluidos. Era como si una parte de él estuviera en otra parte y su cuerpo no se hubiera percatado de ello.

No obstante, no parecía muy agradable. Nos miró fijamente, con los ojos cono platos, mientras los grilletes lo arrastraban al interior de la vitrina. La puerta se cerró sola tras él haciendo un ruido sordo.

Marco me soltó, asió la revista y al vendedor, y empezó a tirar de él al centro de la habitación.

—Déjame que te explique lo que va a ocurrir aquí —dijo, pateando todos los agujeros que se acercaban—. Lo vas a traer aquí de nuevo. Ahora. ¡O reuniré todas estas cosas y haré que te engullan! ¿Está claro?

—Por supuesto. Naturalmente, eso supondrá un pequeño coste de rescate… —El pestillo de la puerta chirrió en respuesta a dicho comentario, que Marco aderezó con un par de sugerencias que dudo que fueran anatómicamente posibles. Yo poco podía hacer por el compañero de Marco, salvo esperar que el vendedor fuera capaz de hacer lo que decía. Pero podía ayudar a los chavales. Françoise me puso en la mano las llaves y salimos corriendo.