Me desperté encadenada a la cama.
—¡Maldita sea!
Mircea estaba de pie, junto al tocador, poniéndose otra camisa vergonzosamente cara. Aquella era fresca, con puños franceses blancos y discretos gemelos. La corbata que se estaba anudando era de un tono dorado perfecto para resaltar el color de sus ojos. Lo miré furiosa.
—Al fin he logrado dar con una manera de asegurarme de que estés aquí cuando vuelva —murmuró.
—No tiene gracia —le dije, tirando inútilmente de las esposas. Resultaba muy difícil tener un aspecto serio, cuando estaba desnuda con el pelo pegado en la cara, sentada sobre un estrafalario tipi indio, pero desde luego, no iba a dejar de intentarlo—. ¡Lo digo en serio, Mircea! ¡Suéltame!
Me lanzó una lenta sonrisa desde el espejo. Odiaba cuando hacía eso.
—Haré un trato contigo —dijo, acercándose a la cansa.
—¡No quiero ningún trato! ¡Quiero que me quites esto!
Me ignoró.
—Pronto iré a Washington para tratar un asunto con el Senado. Llegaré mañana por la noche o la mañana siguiente. Quiero tener la certeza de que estarás bien en mi ausencia.
Lancé un suspiro de desesperación.
—¿Qué crees que voy a hacer? Desde ayer, tengo toda la energía agotada. Estoy preocupada por Rafe y, por si no te has dado cuenta, ¡no tengo ropa!
—Tienes la ropa ahí. —Me señaló un juego de maletas de Louis Vuitton que había en el baño. Supuse que serían suyas, aunque no eran de su estilo. Probablemente, sería algo que Sal habría conseguido, en un intento de evitarme el ridículo—. Y creo que sería una buena idea tomarte uno o dos días de descanso, antes de reunirte con el Círculo.
—¡Estoy de acuerdo! ¡Así que suéltame!
—¿Me das tu palabra de que te vas a quedar aquí hasta que vuelva, descansando y yendo a ver a Raphael?
—Pensaba salir de compras.
—Siempre que te lleves a Marco. —Sacó una tarjeta de crédito de su cartera y me la entregó. Era una American Express platinum con mi nombre impreso. Probablemente, con ella podría pagar hasta una casa, y no le importaría. Por supuesto, no necesitaba ninguna casa, ya tenía una jaula dorada muy bonita.
—No quiero tu dinero, Mircea. Quiero hablar de esto. —Tiré de las esposas. Emitieron un chirrido, a juego con mi estado de ánimo—. Tenemos que llegar a un acuerdo.
—Estoy contigo —dijo, con tono suave—. Tienes que entender que eres un blanco.
—¡He sido un blanco durante toda mi vida!
—No como ahora —dijo.
—¿Y qué pasa con la Cónsul? ¡Yo no veo que a ella la esposes!
—Creo que a Kit le gustaría hacerlo.
—¿También le puso un localizador oculto a ella?
—¿Un localizador oculto? —Por un instante, se postró desconcertado.
—El hechizo de localización. ¡Pritkin dice que llevo uno de Marlowe y otro tuyo!
—Muy amable por su parte contártelo.
—Quiero que me lo quites.
—A Kit le preocupa tu seguridad.
—No me fío de él.
—¿Y te fías del mago? —preguntó, con una sonrisa socarrona, no muy agradable.
—¡Más que de Marlowe desde luego!
—No sabes nada de él —me espetó Mircea, y cambió definitivamente el tono—. Nadie sabe nada de él. Los archivos del Círculo dicen que nació en Manchester en 1920, pero la prueba quedó destruida tras un bombardeo aéreo.
—¿Has estado investigando sobre él?
Y está el detalle de que nos lo encontramos ciento cuarenta años antes de aquello, en París.
Maldita sea. Esperaba que Mircea no lo hubiera reconocido en nuestro último viaje al pasado. Había sido un viaje un poco accidentado y Pritkin, que estaba mucho más joven, tenía un aspecto algo diferente. Pero a los ojos de los vampiros, especialmente a los de Mircea, no se les escapa nada.
—Los archivos del Círculo deben de ser erróneos.
—Los archivos del Círculo no suelen ser erróneos. Y, si éste fuera el caso, ningún mago de doscientos años tiene ese aspecto…
—Uno glamuroso sí…
—¡… ni tiene tanta fuerza! ¡Empiezo a dudar hasta que John Pritkin sea su nombre realmente!
No dije nada. Hacía poco que Pritkin y yo habíamos empezado a llamarnos por el nombre de pila, o al menos, él había empezado a llamarme Cassie. Yo no lo hacía porque Mircea estaba en lo cierto: John no era su nombre. Era un alias que estaba empleando durante este siglo, para ocultar el hecho de que no era un mago de la guerra corriente, ni siquiera antes de romper con el Círculo. Por supuesto, Pritkin era un alias también, pero, no sé por qué, parecía irle mejor, puede que porque así se llamaba cuando lo conocí. Y tampoco parecía muy oportuno emplear su nombre real.
Incluso hoy en día, «Merlín» seguía llamando la atención, especialmente en la comunidad sobrenatural.
Todas las sociedades tienen sus héroes, y Pritkin tenía la desgracia de ser uno de los nuestros. Poco importaba que las leyendas fueran pura ficción, o que la verdad hubiera sido algo más oscura y mucho más lúgubre. Poco importaba que un escritor medieval incluso le hubiera cambiado el nombre mucho más ordinario de Myrddin. Lo único que importaba era que él era una leyenda, y las leyendas se venden caras.
Si se llegaba a conocer la verdadera identidad de Pritkin, provocaría una gran conmoción en el mundo mágico y él se convertiría en un blanco para… bueno, para todo el mundo. Todos los magos oscuros querrían arrebatarle el poder y los magos blancos habrían querido hacerse una foto con él. Teniendo en cuenta lo celoso que era de su intimidad, para él sería un infierno.
Mircea me escudriñaba con la mirada. Su expresión me decía que sospechaba que yo sabía más de lo que contaba, y que le cabreaba que yo no fuera más clara. Sí, como si él no tuviera secretos.
—No es de fiar —dijo, con vehemencia, cuando quedó patente que no me iba a venir a la memoria ningún dato repentino.
—¡Pritkin no me ha esposado a ninguna cama, Mircea! —le recordé—. Así que, por el momento, tiene más puntos que tú, en lo que a confianza se refiere.
Me pareció que iba a decir algo, pero suspiró y miró el reloj.
—Las esposas sólo eran para captar tu atención, nada más. Son fáciles de abrir hasta para alguien con tu poder, una vez sepas el truco. Pero tienes que prometerme que vas a llevar más cuidado. Quédate aquí, donde te puedan proteger. Llévate a dos guardaespaldas siempre que salgas. Y no te pelees con Kit.
—¡Es un espía! Ni se te pasa por la cabeza ese pequeño detalle ¿verdad?
Arqueó una ceja.
—¿Y qué es lo que temes que descubra, dulceaţă?
—¡Sabes perfectamente que esa no es la cuestión! He crecido con los matones de Tony siguiéndome a todas partes.
—Y le guardas rencor por ello.
—¡Por supuesto!
—Ésa es la diferencia que hay entre tú y yo —me dijo, con gravedad—. Cuando era joven, estaba acostumbrado a eso. Jamás iba a ninguna parte solo; era demasiado peligroso. Desde el mismo momento en que nací, me convertí en un blanco para las facciones rivales de la familia, para los nobles celosos, para los invasores. Un rehén en un juego político que amenazaba constantemente con engullirme a mí y a todos mis seres queridos. Eso lo aprendí pronto: la seguridad era mucho más importante que la intimidad.
Lo miré fijamente. Tenía pocas ocasiones de ver a Mircea hablar completamente en serio; bromearía hasta en el lecho de muerte, si es que alguna vez lo tenía. Pero no había rastro de buen humor en su rostro en aquel momento.
—Aún así, quiero que me las quites.
—Haré algunas pesquisas. —Se inclinó hacia mí y me besó largamente—. ¿Tengo tu palabra ahora?
Suspiré.
—¡Sí! Ahora, por favor…
Me recorrió con la mirada y, en su interior, prendió una chispa. Pero abrió las esposas.
—Es una pena —murmuró, agarró la chaqueta, y se marchó.
Pasé el resto de la mañana en la piscina, haciendo largos y evitando al creciente número de maestros que iban entrando. Un flujo continuo de vampiros de ojos dorados de la corte de Mircea en Washington había estado entrando durante todo el día, reemplazando al personal de Alphonse. Algunos curiosos me miraban a través de los ventanales del salón, pero ninguno se iba a atrever a salir a exponerse a la luz de sol y saludarme.
Volví a mi habitación sólo cuando Sal volvió de compras. La ayudé a llevar varias decenas de paquetes a su habitación, y no pude evitar percatarme de que algunos llevaban el sello distintivo azul y plateado de Augustine. Se estaba haciendo tan famoso por las cajas como por lo que contenían. Sal dejó una enorme sobre la cama y la observamos mientras hacía lo propio. Se desembaló sola y se volvió a plegar creando un origami en forma de dragón completo, con sus minúsculas e inútiles alas y unas pequeñas llamitas plateadas saliéndole del morro.
Se acercó tambaleándose hasta el borde de la cama y cayó, mientras Sal sujetaba lo que en principio creí era un saco de arpillera.
—Esto es para ti. Te va a solucionar todos esos problemas que tienes continuamente con la ropa.
Lo miré, reticente.
—¿Sabía Augustine que era para mí?
Sonrió con malicia.
—¿Preocupada?
—Un poco. —Ya tenía bastantes problemas sin que se me volviera la piel azul o lo que fuera que se le hubiera ocurrido esta vez.
—Tranquila. Creía que era para mí.
—¿Y crees que me va a quedar bien? —Sal era ocho centímetros más alta que yo y tenía la constitución de Mae West.
—Tú pruébatelo —me instó—. Es lo último.
No me pareció que aquello fuera lo último. Parecía algo antiguo: una sencilla combinación y una chaqueta hecha de una tela marrón bastante áspera. La intención había sido buena. Me lo puse en el baño y me volví para vérmelo en el espejo.
Tuve que pestañear dos veces, porque lo que estaba viendo no tenía ningún sentido. De repente, llevaba puesta una elegante blusa azul oscuro a juego con una de las bandas de mi habitación. El escote se fruncía con una cinta, el cuerpo era de encaje y llevaba una faldita de vuelo. Era muy mono.
—Se llama «armario en uno» —me informó Sal, abriendo más paquetes. Un origami con forma de león empezó a vagar hacia el borde de la cansa y saltó. Enseguida, lo siguió un águila de papel, que desplegó unas alas de un metro y planeó hasta llegar al tocador.
—No lo entiendo —le dije, observando al dragón saliendo de debajo de la cama, con las garras llenas de lanillas de polvo.
—Se trata de un traje que se transforma adaptándose a las necesidades del que lo lleva puesto, vistiéndote para ir al trabajo, de compras o de cena sin tener que cambiarte. —Recorrió la costura del vestido con los dedos, entrecerrando los ojos—. Creía que usaba algún tipo de seda, pero tiene otro tacto completamente diferente.
—Es genial —le dije, y me mordí el labio—. Pero tiene que haberte costado un montón. —Ya me había comprado varios trajes, ninguno de ellos barato. Y, desde luego, yo no podía devolverle el gesto. Había supuesto que la pitia recibiría algún tipo de salario, pero, sorpresa, no había recibido ni un mísero cheque. Y la reluciente tarjeta de crédito nueva de Mircea estaba allí, en su tocador, donde tenía que estar.
—Las chicas de pueblo tenemos que permanecer unidas. Especialmente aquí. —Miró al otro lado de la puerta. Al principio, no vi a nadie, pero luego localicé la raya de un pantalón impecablemente planchado asomando. Uno de los maestros de Mircea estaba espiándonos y merodeaba por la entrada.
No estaba allí para escuchar lo que decíamos, eso lo podía hacer desde el otro lado de la habitación y, además, había dejado ver una pierna para que supiéramos que estaba allí. Por qué quería que lo supiéramos, no tenía ni idea. Pero sentí que se me subían los colores al aumentar mi presión arterial. Puede que a Mircea no le importara tropezarse con gente el día entero, pero yo no había tenido quinientos años para acostumbrarme a ello. Y se estaba repitiendo demasiado.
Me acerqué a la puerta, furiosa, y asomé la cabeza. Inmediatamente, deseé no haberlo hecho. Era Nicu, el maestro con el que ya había tenido un rifirrafe.
—¿Sí?, ¿te puedo ayudar en algo? —pregunté.
Sus Ojos inexpresivos se encontraron con los míos, me sostuvo la mirada pero, esta vez, no hubo intento de aplastarme.
—Eres la novia del maestro —dijo. Y se detuvo.
No tenía ninguna intención de hablar sobre mi vida privada con un tipo al que apenas conocía. Además, no tenía por qué hacerlo, ya que, desde el punto de vista de Nicu, yo era la novia de Mircea porque Mircea lo había dicho. Lo que yo sintiera era del todo irrelevante.
Suspiré.
—¿Y?
—Tu guardaespaldas no está aquí. —Su voz era de desaprobación.
—El turno de Marco comienza al atardecer —dije, sin entender lo que me quería decir, suponiendo que quisiera decir algo. Puede que aquello fuera lo que un maestro anciano entendía por mantener una charla trivial—. No tengo pensado salir hasta entonces.
—Yo te protegeré hasta que llegue él.
Traté de recordar el sermón de Marco y ser diplomática.
—Eso es estupendo. De veras. Pero, eh, aquí sólo están los hombres de Mircea, así que no creo que…
—Hay otros —dijo, interrumpiéndome. Al parecer, el tema de los modales solo se aplicaba para mí.
—¿Qué?
—Estás en una habitación a solas con una hija del traidor.
Seguí sin entenderlo, pero llegó Sal, sonriendo con frialdad.
—Se refiere a mí, Cassie. Porque el sapo que me hizo traicionó a su maestro y se unió al lado de los malos, dejándonos a Alphonse y a mí, y los hombres más viejos de Tony, bajo sospecha.
—¡Mircea la convertirá en cuanto tema tiempo! —le contesté a Nicu, acaloradamente—. ¡Igual que hizo con Rafe!
Podría haberme estado calladita. Nicu se cruzó de brazos, apoyándose de nuevo en la pared, con sus ojos como monedas fijos en Sal. Obviamente, ya había dicho lo que tenía que decir y había terminado.
—Vamos. —Sal me tiró del brazo, apartándome de Nicu, antes de que dijera alguna estupidez—. ¿No quieres ver lo que me he comprado?
Media hora después, teníamos una colección de animales salvajes desplazándose, arrastrándose y abriéndose paso por el suelo, y Sal volvía a estar de buen humor. Se dio media vuelta en el espejo de cuerpo entero; la seda de su falda abrazaba cada una de sus curvas. Concluí que aquella era la mejor oportunidad que iba a tener.
—¡Eh!, ¿oye? ¿Tú sabes algo de los miembros del Senado que resultaron heridos en la guerra? —pregunté con aire indiferente.
—Murieron cuatro y dos resultaron heridos —contestó Sal, ajustándose la parte de arriba que, de por si, le quedaba como un guante.
—Aunque Marlowe está bastante recuperado, o eso dice. Dicen que recibió varios golpes en la cabeza y que se la venda cuando está solo. Pero puede que solo sea un rumor. ¿Por qué lo preguntas?
Me encogí de hombros.
—Mircea me ha dicho que el Senado está muy atareado últimamente a causa de las bajas, y por eso me preguntaba cuántas habría. ¿Fue herida alguna mujer?
—Sólo Ismitta. —Sal cogió un collar de perlas de triple vuelta y admiró el efecto que hacía con el vestido—. Luchó endemoniadamente, incluso después de que le cortaran la cabeza. Dicen que mató a dos con la cabeza debajo del brazo.
—Pero ¿está muerta?
—Oh, no. Aparte de Marlowe, es la única que ha sobrevivido. Pero, con semejante herida, hasta un maestro de primer nivel como ella estará fuera de servicio una buena temporada. He oído que se ha marchado a África a recuperarse. Allí hay un chamán que dicen que tiene experiencia en este tipo de cosas.
—¿A África?
—Sí. Pero no sé a qué parte. Ella parece etíope.
Entonces, Ismitta no era la mujer de las fotografías. Por lo que la hermosa morenaza probablemente no estaría en su lecho de muerte. Lo cual significaba que no había razón por la cual no pudiera preguntarle a Mircea sobre ella. Por alguna razón, aquello no me hizo sentir mejor.
La diversión acabó con la llegada de un hombrecillo quisquilloso vestido con un traje arrugado, con el ceño aún más arrugado y una enorme bolsa. El reparador que Mircea me había prometido. Al parecer, venía de arreglar las protecciones del casino y ajustarlas a las normas del Senado. Por las sombras que tenía bajo los ojos y la brusquedad con la que hablaba, parece ser que estaba un poco agobiado de trabajo. Pero la cosa cambió tras echarle un vistazo a mi protección, en la parte alta de mi espalda.
—Ah, sí, sí. —Siguió el dibujo con la yema de un dedo, con aire reverencial—. Me han hablado de esto, claro, pero jamás había visto una. Dicen que se perdió hace años.
No me apetecía contarle toda la historia.
—¿Sabes arreglarlo?
—Tendré que quitártela, ¿puedo?
Me quedé en silencio un instante y, a continuación, asentí con reticencia. Jamás se había despegado de mi piel, desde que mi madre me la había puesto, siendo yo una niña. Pero no me servía de mucho en su estado actual.
El mago pronunció un encantamiento y sentí que un hilo de calor recorría el dibujo de mi espalda. Las protecciones mágicas penetran la piel cuando se encuentran sobre el cuerpo, imitando el aspecto de un tatuaje. Fuera del cuerpo, se asemejan a un pequeño amuleto dorado, como el que él llevaba en la palma de su mano.
—Hum. Vamos a ver. —Lo manipuló con un par de instrumentos de extravagante aspecto—. ¿Cuándo empezó a dar problemas?
—Tras salir de la línea Ley.
—No, fue después de que el mago te atacara —me recordó Sal, sentándose con nosotros en el sofá.
—Ah, sí. Lo había olvidado.
El mago frunció el ceño.
—¿Has sido objeto de un ataque mágico?
—De dos. Bueno, algo así. Los dos procedían del mismo tipo.
—Y luego te dispararon las protecciones de MAGIA —dijo Sal—. Y casi te comen. ¿O eso fue antes?
—Creo que ocurrió al mismo tiempo.
—¿Decís que casi te comen? —preguntó el hombre.
—Y luego fue lo del derrumbamiento y el accidente de coche —añadió Sal.
—¿Has tenido un accidente de coche? —Al hombre se le empezó a poner cara de estar pensando que le estábamos tomando el pelo.
—Sí, aunque no tiene importancia —le dije—. Pero parece que la protección ya estaba estropeada en el primer ataque.
—¿Qué ataque?
—El del mago de la guerra —contesté pacientemente.
Cerró los Ojos y respiró profundamente durante unos instantes.
—Vamos a ver si lo entiendo. Has estado en una línea Ley. Cuando saliste, te atacaron. Tu protección aguantó, pero parecía debilitada, entonces…
—Me volvieron a atacar y se cayó. Por eso creo que fue a causa de la línea Ley.
—No es muy probable. De todo lo que dices que te ha pasado, la línea es la que menos probabilidad tiene de haber causado el daño. Ésta es mucho más resistente que la mayoría de los escudos de los magos de la guerra, y hasta ellos…
—No lo entiendes. No estuve en una línea Ley. Estuve en la línea Ley, la que se desintegró ayer. Me lanzaron por una brecha.
—¿Y la protección resistió? —preguntó, con incredulidad.
—Sí. Bueno, lo suficiente para que me diera tiempo a salir.
Le hizo unos cuantos ajustes más, hablando para sí.
—Eres una mujer muy afortunada —me dijo después de un rato—. No se me ocurre ninguna otra protección que pudiera haber resistido una amenaza de tal magnitud. Si no llegas a canalizar el poder combinado del Círculo…
—No lo hice.
—Te aseguro que sí lo hiciste.
Empecé a preguntarme de dónde habría sacado Mircea a aquel tipo.
—¡No, no lo hice! —exclamé, exasperada—. Mi protección estaba diseñada para tomar su poder del Círculo, pero ya no lo hace. Me cortaron el suministro. Un amigo mío la retocó para que tomara el poder de mi energía en su lugar.
El mago metió todas sus cosas en una enorme mochila de cuero.
—Bueno, obviamente, tu amigo no sabía lo que estaba haciendo, porque puede asegurarte que…
—¡Mi amigo es un excelente reparador! —exclamé, acaloradamente.
—¡Y yo soy un maestro con casi sesenta años de experiencia! —replicó con brusquedad—. Y te digo que tu protección está diseñada para extraer su poder del Círculo Plateado. Ahora no lo hace, por supuesto, porque hay que repararla. Pero ayer sí lo hizo, de lo contrario, estarías muerta. —Cerró su maletín airadamente.
—¿Lo puede arreglar? —preguntó Sal.
—Con tiempo. De todas formas, esto no es algo que pueda solucionar aquí. Tendré que llevármela…
Se calló porque ella le había rodeado la muñeca con sus largas uñas, aquel día de color dorado.
—Termínalo.
A él se le puso el vello de punta.
—Le aseguro, joven, que…
—Querido, hace cien años que dejé de ser joven… —le aclaró ella, enseñándole sus relucientes y blancos colmillos.
Él palideció, pero se recompuso rápidamente.
—Sea como sea, sigo sin poder arreglar nada aquí.
Sal me miró.
—¿De veras quieres que este idiota se encargue de la reparación?
—En realidad, no —dije, desanimada. Aquel tipo no me gustaba y, desde luego, estaba del todo segura que no quería que aquel gilipollas se llevara mi protección a ninguna parte. Ya me sentía desnuda e incompleta sin ella. Pero, lo que de verdad no me gustaba, era la idea de volver enfrentarme al Círculo Plateado sin ella.
—Yo me ocuparé de ello —dijo Sal, liberándole de la protección.
Se la metió en el sujetador y dos guardias espeluznantes acompañaron al indignado hombre a la puerta.
—Pero puede que tarden. ¿Serás capaz de no meterte en líos durante un par de días?
—Irónicamente, ese es el tiempo que tengo antes de la reunión con Saunders —le recordé—. Me gustaría sobremanera recuperarla para entonces.
—Veré lo que puedo hacer.
Pasé el resto del día en el ático contiendo, durmiendo y yendo a ver a Rafe cada veinte minutos, hasta que el enfermero humano que tenían haciendo el turno de día se empezó a poner impertinente. Yo entendía cómo se sentía. Cuando cayó la noche, había nadado hasta arrugarme como una pasa, me había hecho la manicura, me había comido todo el helado de la nevera y había echado unas veinte partidas de póker con Sal, perdiéndolas todas.
Eso, a pesar de que Billy Joe se detuvo a darme un par de consejos gratuitos. Se había quedado en los veintinueve para el resto de su fantasmal vida, porque esa era la edad que tenía cuando un par de vaqueros a los que había hecho trampas jugando a las cartas lo metieron en un saco y lo arrojaron al Misisipi.
Para cuando el sol comenzó a juguetear con el horizonte, estaba muerta de aburrimiento y cada vez me costaba más no pensar en la próxima reunión con el Círculo. A la última había acudido de buena fe, sin armas, quitándome el brazalete del que esperaba no supieran nada. Pero la idea de presentarme de esa guisa otra vez no me resultaba muy alentadora, sobre todo ahora que me estaban reparando la protección. No quería llevarme sorpresas. Además, los guardias estaban empezando a molestarme.
Algo antes de la puesta de sol, Marco apareció caminando con aire arrogante. Supuse que estaba haciendo alarde de su poder, pero un par de guardias se mofaron de él. Llevaban despiertos todo el día.
—Tengo que salir de compras —le informé.
—No me voy a quedar esperando en ninguna sección de lencería mientras tú te pruebas modelitos —dijo, muy directo.
—Vamos a ir a comprar armas —dije, cogiendo el monedero.
—¿Qué tipo de armas?
—De las que hacen daño.
Y, por primera vez en mi vida, vi a Marco sonreír.