—Toma —Sal me puso una copa en la mano. Por el olor, supongo que era un güisqui solo.
Miré la mesita mientras daba un sorbo, pero lo único que veía eran cientos de coches destrozados ardiendo bajo un cielo raso. Y, a su alrededor, un paisaje desolador y vacío, lleno de huesos. ¿Habría sido aquello la forma que mis poderes tenían de decirme que estaba apunto de pifiarla del todo? ¿Acaso habría estado tratando de advertirme de la muerte de Rafe?
Me gustaba aquella idea, porque, en ese caso, no había por qué preocuparse por las visiones. La crisis había pasado, Rafe había sobrevivido y, por una vez, habíamos esquivado la tormenta. Pero, por mucho que lo deseara, había algo en aquella idea que me inquietaba.
Podía entender lo de los coches quemados, teniendo en cuenta lo que le había pasado al Bentley. Pero ¿por qué no se habían limitado mis poderes a mostrármelo y punto? Enseñarme la explosión real hubiera sido mucho más fácil que tener que descifrar un extraño paisaje lleno de vehículos oxidados. Y además, ¿por qué mostrarme el Dante destrozado cuando lo que yo tenía que hacer era impedir el ataque a MAGIA?
Estaba harta de descodificar los mensajes que me llegaban con pesadillas en vez de con palabras. Aquella era otra de las razones por las que detestaba mi don. De vez en cuando, te viene una imagen nítida y reconocible. Como en mi decimocuarto cumpleaños, cuando me vino la imagen de la muerte de mis padres por culpa de un coche bomba. Completa, con sonido y en tecnicolor. Aquellas visiones eran desagradables, pero, al menos, eran mejores que las místicas, que podían significarlo todo o nada. La mitad de las veces, no las entendía hasta que ocurrían los acontecimientos, o cuando era demasiado tarde.
—¿Cuántos han sido ya? ¿Es ya el tercer atentado contra la Cónsul en el último mes? —preguntó Sal.
—Es un problema constante —confirmó Mircea—, incrementado ahora sin el vasto sistema de protecciones de MAGIA.
—Y por su negativa a esconderse —dijo Sal, con gesto de aprobación.
Mircea se frotó los ojos. Empezaba a reconocer aquel gesto.
—Sí, y aunque nos ha permitido identificar a varios traidores, es… desesperante.
—No puede comportarse como una cobarde y esconderse —señaló Sal—. La Cónsul es un símbolo. La gente bebe de su valentía.
—Ella lo ve también así. Kit dice que le va a salir una úlcera por su culpa.
Sal frunció el ceño y se inclinó hacia delante, poniéndose repentinamente seria.
—¡Ella es consciente de que no se puede quedar ahí sentada y esperar a que todo se solucione solo! Que uno tiene que desencadenar los acontecimientos.
—Creía que le gustaba la gente terca, poderosa y complicada —interrumpió Alphonse.
—Le gusta ese tipo de gente, pero viva —añadió Mircea, con agudeza.
Fingí no percatarme.
—¿Cómo es posible que le pusieran una bomba en el coche? —pregunté—. ¿Es que sus sirvientes no los vigilan?
—Sí —dijo Mircea con gesto severo—. Parece que hay un traidor.
—¿Cuántos ha conseguido reclutar la jodida corrupta esa? —preguntó Alphonse, enojado.
«La jodida corrupta esa» era Myra, la anterior pupila de Agnes, que se había puesto de parte de Apolo. Había averiguado cómo debilitar los vínculos entre los maestros vampiros y sus sirvientes, utilizando su habilidad para retroceder en el tiempo y emponzoñar a los aspirantes a vampiro. Los vampiros a los que se convertía estando enfermos o moribundos no solían obedecer tan fervientemente a sus maestros. Horatiu, por ejemplo, estaba en su lecho de muerte cuando Mircea lo transformó, pero lo único que se le ocurría hacer con su libertad era decir constantemente lo que opinaba.
Otros habían encontrado pasatiempos más peligrosos.
—No puede haber muchos más —dijo Mircea, como si, realmente quisiera creerlo—. Myra tenía como objetivo a los principales sirvientes del Senado, debilitando sus vínculos para poder persuadirlos de que traicionaran o mataran a sus maestros. Y, al paso que vamos, ¡en poco tiempo se habrán rebelado todos!
—¿No deberíamos aislarlos o algo así, al menos hasta que las cosas se calmen? —sugerí. No me gustaba la idea de uno de esos maestros apuñalándolo por la espalda. O en cualquier otro sitio.
Mircea negó con la cabeza.
—Por desgracia, los más valiosos para nosotros son los que deben estar bajo mayor sospecha. Y, en este momento, necesitamos a nuestras huestes.
—Sí, pero si son peligrosos…
—Sería más peligroso privarnos de su apoyo —dijo, con firmeza—. Y puede que ya sepamos quién es el traidor. Uno de los sirvientes de mi corte trató de asesinar a uno de mis seres queridos hace poco. Fracasó y lo ajusticiaron. Pero, durante meses, formó parte de mi personal en MAGIA. Hubiera tenido tiempo suficiente para tenderle una trampa a la Cónsul.
Y mucha otra gente también, pensé, aunque no lo dije en voz alta. Conociendo a Marlowe, habría removido cielo y tierra para investigarlo. Alguien casi había logrado asesinar a su líder justo delante de sus narices. Aquello debía de escocer.
—¿Qué pasaría con la guerra si muriera la Cónsul? —pregunté, bastante segura de conocer la respuesta.
—Nuestra participación se vería muy restringida mientras se la sustituía. Podrían tardar meses, dado que nuestra ley permitía a cualquiera con estatus de primer nivel aspirar al puesto. Lo cual incluía a los maestros de otras cortes. Y muchos de ellos opinan que, de los humanos, lo único que necesitamos es su sangre.
—Ahí entra en juego nuestra alianza con el Círculo —dije, inexpresiva. Y, posiblemente, la guerra. Vacié mi copa, agradeciendo el calor que me atravesó todo el cuerpo. De repente, tenía la piel fría.
A petición de Mircea, pasé los siguientes quince minutos contándoles a todos el día que había tenido. No me interrumpió, pero no parecía muy contento. Y, en lugar de darle vueltecitas al vaso, como solía hacer, se bebía de verdad el líquido ámbar que contenía.
—Haré que examinen tu protección —dijo cuando concluí—. No me gusta que estés sin ella.
—Sí. Sobre todo teniendo al Círculo tras de mí.
—Sí, con respecto a eso —dijo Mircea, aceptando el ofrecimiento de Sal a rellenarle el vaso—. El lord protector me ha llamado esta tarde para preguntarme por ti.
—Qué amable por su parte —dije, clavando el tenedor en un tomate. Algo que no era una sonrisa curvó una de las comisuras de Mircea—. Me aseguró que el mago Richardson había actuado por su cuenta y sin su consentimiento, movido por el deseo de venganza.
—¿Y cuál es su excusa esta vez?
—Me pidió que te trasladara sus disculpas… y que organizara otra reunión lo antes posible.
Sonreí. Llevaba mucho tiempo esperando la ocasión para utilizar una de las palabrotas más originales de Pritkin. Y, aquel era, desde luego, un momento inmejorable…
Los labios de Mircea hicieron una mueca.
—Sabía que dirías eso, razón por la cual acepté de tu parte celebrar la reunión.
—¿Qué?
—La tradición establece que el reinado de una pitia no comienza oficialmente hasta que esta sea confirmada en una ceremonia presidida por el lord protector del Círculo —dijo, con tono apaciguador.
—¡No me importa la tradición!
—Pero a la comunidad sí. Para que te acepten como pitia, necesitas la legitimidad que la ceremonia te otorgaría.
—¡Esta mañana no pensabas lo mismo!
—Sí que pensaba así. Pero se desaconsejaba celebrar la reunión por motivos de seguridad. Kit había oído que podía haber problemas.
—Dato que podrías haber compartido conmigo.
Mircea arqueó una de sus expresivas cejas.
—¿De veras te habrías perdido semejante ocasión?
—No lo sé. ¡Pero hubiera estado bien haber tenido elección!
—Lo tendré en cuenta.
Seguro que sí. Cuando se quedara sin esposas.
—Aún así, no pienso reunirme con el Círculo —dije con rotundidad—. Y ni quiero ni necesito su bendición. Díselo de mi parte si quieres.
—El Senado se ocupará de tu seguridad.
—No es posible. ¡No podéis creeros todo lo que os cuentan!
—No lo hacemos. Por eso hemos acordado celebrar la reunión durante la recepción de los cónsules visitantes. —Mircea hizo una pausa y, por primera vez en toda la noche, sus Ojos brillaron con su ardor habitual—. Con los seis.
—¿Los seis? —Alphonse se atragantó con el güisqui; el resto, se limitó a mirarlo fijamente.
—Es la primera vez en la historia que convocan a los seis Cónsules con una diferencia de sólo dos días —confirmó Mircea. Su voz era firme, pero tenía las mejillas sonrojadas. Hacía falta mucho para hacer que un maestro de primer nivel perdiera el control. Pero una noticia cono aquella era suficiente. Puede que la Cónsul hasta hubiera pestañeado.
—Trabajas rápido —dije—. Esta mañana, sólo tenías a dos.
—Parece ser que la tragedia de esta mañana convenció a los senados de que esta guerra es distinta a todas las que hayamos visto.
—Y se habrán cagado —añadió Alphonse—. Aunque eso no lo van a reconocer.
Mircea sonrió casi imperceptiblemente.
—Se han sorprendido, algo poco habitual en ellos. Sus cortes también están construidas cerca de líneas Ley.
—Temen que lo que ha pasado pueda ocurrir de nuevo —desentrañé.
No parecía muy preocupado.
—Siempre existe esa posibilidad, desde luego. Pero las líneas llevan miles de años en uso y jamás había ocurrido una catástrofe semejante. Suponemos que fue todo un trágico accidente.
—¿Un accidente que tuvo que ocurrir justo encima de MAGIA?
—Si la línea era inestable, se podría haber producido una grieta en cualquier parte. Pero parece que el enfrentamiento fue el desencadenarte y ocurrió ahí. En unos días, sabremos más, cuando las turbulencias remitan lo suficiente para poder iniciar una investigación.
—Así que, si no hay peligro, ¿por qué se van a reunir los Cónsules?
—Pueden que les parezca que la amenaza es más grave de lo que realmente es —explicó, inexpresivo.
—¿Y no crees que se van a enfadar un poco cuando averigüen que no lo es?
—Los informes iniciales suelen ser engañosos. Y para cuando tengan una respuesta concluyente, la reunión ya habrá tenido lugar.
Sonaba como si Mircea supusiera que, si tenía la oportunidad de reunirse con ellos cara a cara, podría hacer que se pusieran de su parte. Y puede que así fuera. Pero no me hubiera hecho mucha gracia mirarlos a todos y decir: ¡Perdón, pero todo era una broma!
—Pritkin cree que alguien saboteó la línea —le comenté.
Mircea frunció el ceño. Dado que aquella era la reacción que solía provocar en él el nombre de John Pritkin, hice caso omiso.
—Conseguir abrir una brecha requeriría una enorme cantidad de energía. Más de lo que cualquier alianza mágica conocida posee. Nuestros expertos están convencidos de que fue causada por un fenómeno natural.
—Esperemos que así fuera —dije, fervorosamente.
—¿Y dónde se van a reunir los cónsules, ahora que MAGIA no existe? —inquirió Sal.
—Aquí. Casanova se está ocupando del alojamiento y se están reforzando las protecciones. —Me miró—. Esto no puede salir de aquí, por cierto.
—¡Yo no soy ninguna bocazas!
Mircea sonrió.
—Eso va por todos.
Sí, pero me había mirado a mí.
Entró Horatiu, seguido de un vampiro con atuendo hospitalario. El enfermero, supuse. Nos miró con inquietud y saludó levemente con la barbilla, agachó la cabeza y pasó apresurado. Y, por primera vez en toda la noche, me tranquilicé. Un médico vampiro sabría cuidar de Rafe.
Cuando me giré, Mircea se había puesto en pie. Aquella pareció ser la señal de conclusión de la reunión, porque, en un momento, todo el mundo había desaparecido. Por una vez, hasta Marco encontró otro sitio al que ir.
Y me dejaron a solas con Mircea.
Yo me dirigí hacia la puerta, pero una mano me agarró de la camiseta, por la espalda.
—Un momento —dijo Mircea, con aire quedo. Yo lancé un suspiro, pero no forcejeé. Teníamos que hablar.
Me llevó a su suite, y me quedé muerta al ver una verdadera joya de diseño. Un enorme tipi indio americano de piel de color crema, con bisontes marrones pintados a mano y flecos con abalorios estaba colocado sobre la cama a modo de colcha.
—¡Oh, Dios mío!
—Me estoy empezando a poner nervioso —comentó Mircea, arrojando su chaqueta sobre una silla tapizada con piel de gamo. Sobre ella, colgaba una cabeza de alce con enormes cornamentas sobresalientes. Sus ojos de cristal brillaban de una manera extraña bajo la tenue luz. Mircea le echó un vistazo a la habitación, con una expresión, mezcla de repulsión y fascinación.
—Creo que, llegados a este punto, sólo puedo decir una cosa.
—¿Y bien?
—Yiiiha —dijo, con severidad, y me tiró como a un ternero en un rodeo. Y ahí estaba yo, tirada boca arriba sobre el tipi con un vampiro avanzando lentamente sobre mí, hasta que comprendí lo que estaba pasando.
Pensé que aquello era una injusticia. Mientras que yo estaba cansada y desgreñada y tenía un aspecto desaliñado, Mircea parecía un actor porno especialmente elegante. Tenía el pelo alborotado, pero con estilo, la camisa suficientemente desabotonada para mostrar parte de sus pectorales y los pantalones del traje le marcaban primorosamente sus musculosos muslos. Por el contrario, yo llevaba la sudadera arrugada con la que había dormido, con una mancha de tomate de la pizza de regalo. Y eso a pesar de no haberme llegado a comer ninguna pizza.
Tampoco es que me importara demasiado el aspecto de mi ropa, teniendo en cuenta lo poco que me iba a durar puesta. Los pantalones del chándal salieron volando, y acabaron colgados de uno de los cuernos del arce, y unas manos templadas se deslizaron sobre mi cuerpo para levantarme la camiseta. Me quedé sorprendida por la rapidez con la que todo estaba ocurriendo y por el eléctrico hormigueo que me recorrió el cuerpo.
—¡Se supone que estás cansado!
—Lo estoy. Razón por la cual no te estoy abroncando por haber estado a punto de provocarme un ataque cardíaco. —Mi camiseta fue tras los pantalones. Al menos, los falsos globos oculares del gano quedaron tapados. No podía decir lo mismo de mí.
—Los vampiros no tienen ataques cardíacos.
Mircea hizo un fugaz movimiento de ceja con aire travieso y me quitó las bragas.
—Buena puntualización.
Abrí la boca para contestar, pero puso mi rostro entre sus manos, y rápidamente su boca empezó a buscar la mía con avidez. Y, no sé cómo, mi ingeniosa respuesta fue un patético sonido gutural. A diferencia de lo acostumbrado, no hubo pausados juegos de seducción esta vez; Mircea me besaba con pasión.
—Sabíamos que estabas en MAGIA —me dijo, unos instantes después, mientras yo trataba de recordar cómo se respiraba—. Pero, con las interferencias que hacía la brecha, no había forma de saber dónde estabas, ni si te había dado tiempo a salir.
—No permanecí dentro mucho tiempo —dije, tratando de centrarme.
—Dulceaţă, estuviste allí dentro dos horas. —Por un momento, cayó la máscara. Por un momento, pareció… hambriento de una manera que no sabría definir. No era aquel deseo depredador que había visto en otras ocasiones, era algo más, como una necesidad. Como si en su interior se hubiera abierto un enorme hueco aquella mañana.
Mis manos le habían alborotado el cabello. Extendí la mano y le acaricié. Me pregunté si aquel día habría perdido algún amigo, si alguna de las personas que no habían logrado escapar de MAGIA serían de su familia. Entonces, recordé que Radu había estado en apuros. Y había sido suficientemente grave como para que Mircea se marchara en mitad de una delicada negociación.
—Mircea… es Radu…
—Está bien. Te manda saludos. —¡Sentí un gran alivio!—. Su casa sufrió algunos daños, pero eso le ha brindado la excusa perfecta para redecorarla. Creo que empleó el término «rococó». —Miró la cabeza del arce e hizo una mueca con la boca—. Y eso que aún no ha visto este lugar.
—¿De veras crees que le gustaría esto?
—Tiene un gran olfato para la ironía y el absurdo —me explicó, mientras se quitaba la camisa—. Le encantaría.
—Entonces dile a Casanova que no lo eche abajo.
—Yo mismo me ocuparé de ello —murmuró Mircea. Se oyó caer la camisa, sonó una cremallera y una pierna se deslizó entre las mías en una vertiginosa carrera, piel sobre piel. Sus dientes atraparon la suave piel de mi cuello y me trazó la vena con la lengua—. Dulceaţă, ¿estás familiarizada con el término «uno rapidito»?
Yo me eché a reír. Había un millar de razones por las que yo no debería estar allí en aquel momento, pero ninguna de ellas parecía importar, comparadas con la aplastante y única razón por la que sí debía estar. Estábamos vivos, los dos vivos, junto con nuestros seres queridos. Parecía un milagro.
—Sí, pero no creía que tú lo estuvieras. —A Mircea le gustaba hacerlo lenta, sensual y prolongadamente. O, al menos, eso había creído, basándome en las escasas experiencias anteriores.
—Estoy familiarizado con un gran número de cosas que estaría encantado de… —De repente, se quedó inmóvil.
Su rostro adquirió el aspecto distante habitual de cuando se comunicaba con otros vampiros que se encontraban en algún otro punto. Yo no sabía cómo lo hacían; puede que, simplemente, tuvieran un oído mucho más fino, aunque no creía que fuera por eso. Igual que no creía haberme imaginado su voz en mi cabeza cuando estaba en la clínica.
Mircea cerró los ojos y su voz sonó irritada.
—Esta guerra se está volviendo muy… inoportuna —exclamó, rodó sobre la cansa y salió de ella.
—¿Qué pasa?
—Me han convocado —me informó, quitándose lo único que le quedaba puesto mientras se dirigía al baño. Su voz parecía tranquila, pero tenía los músculos tensos al caminar.
Se metió en la ducha, la mampara era de cristal y no se tomó la molestia ni de cerrar la puerta del baño. El agua confirió a su cabello un color azabache y un aspecto sedoso, y empezó a caer de su cabeza. Se arremolinaba en sus cejas arqueadas, resbalando por sus oscuras pestañas, hasta caer en cascada por sus mejillas, mojándole los labios. Otros minúsculos arroyos le caían por los hombros y el pecho en fascinantes riachuelos, hasta rodar por la tersa musculatura de su vientre y muslos, y concentrarse en torno a sus pies.
Un instante después, el vapor empezó a difuminarlo todo, pero, para entonces, yo ya estaba junto a la puerta de la ducha, envuelta en una sábana. Sequé con la mano el cristal para poder verle los ojos.
—¿Cuándo fue la última vez que te tomaste el día libre?
—Hoy. Me he apartado de mis obligaciones por asuntos familiares… hasta que el desastre me ha hecho volver antes de tiempo.
—Un día libre, Mircea. No un día ocupándote de otras cosas.
—Hay muy pocos senadores y demasiados asuntos pendientes como para poder disfrutar de muchos momentos de asueto estos días, dulceaţă.
Se apartó del chorro para enjabonarse, volviéndose para coger una esponja que había en un banco que había dentro, en una esquina. El movimiento provocó una pequeña cascada que le recorrió la espalda y los tersos músculos que había más abajo. La boca se me quedó un poco seca.
Se detuvo y me lanzó una sonrisa mirando sobre su hombro.
—¿Me frotas la espalda? —me pidió, inocentemente.
Yo me mojé los labios me quedé donde estaba.
—Dile a la Cónsul que espere, puede que lo haga.
Una de sus cejas húmedas se movió.
—¿Quieres que te mencione?
—Venga. Me debe un favor.
No me respondió al instante, sino que se limitó a añadir jabón en la esponja, y comenzó a frotarse el cuerpo tranquilamente con ella. Yo sabía lo que pretendía, pero mis ojos se limitaron a ignorar la orden de mi cerebro, que les ordenaba que se apartaran de donde estaban clavados. En lugar de ello, siguieron a la afortunada esponja, mientras esta se deslizaba por su bello torso y sus brazos, recorriendo la piel sedosa del interior de sus muslos y resbalaba por sus ingles, hacia zonas aún más interesantes.
Abrí la puerta y metí el pie antes de darme cuenta siquiera.
—Yo no creo que ella entienda lo de tu asistencia —dijo, con una traviesa sonrisa dibujada en el rostro.
Yo le miré frunciendo el ceño y saqué el pie.
—Ése es el problema. Que tiene que entender que yo no soy su chica de los recados.
—Nadie piensa eso —dijo, apaciguándome, guardando silencio mientras se deshacía de aquellas fascinantes burbujas.
—No me trates con condescendencia, Mircea.
—Ni se me ocurriría. —Y sí, ya no había duda alguna. Aquella era una sonrisa de satisfacción. Al parecer, aquel jueguecito le divertía.
Ya le enseñaría yo lo que es divertirse.
Dejé caer la sábana y me metí con él, sentándolo en el banco. Me puse frente a él, observando los innumerables artículos de aseo.
—¿Qué haces? —me preguntó, entrecerrando los ojos perezosamente.
—Tú me lavaste el pelo. Lo menos que puedo hacer, es devolverte el favor. —Conseguí rozarle la mejilla con uno de mis pechos al inclinarme para coger el champú. Apoyé una rodilla en el banco y lo enjaboné, haciéndole abrir las piernas para tener más espacio. Él se limitó a observar, aunque su mirada se tornó alerta, acechando salvaje, divertida y ávida.
—La Cónsul actúa como si yo fuera una de sus vampiras —dije, masajeando su cabeza entre la espuela—. Siempre me está dando órdenes y espera que la ayude con unos planes que ni se molesta en explicarme. ¡Hoy he sacado por ella a un hombre de la cárcel y ni siquiera sé quién es!
—¡Sacaste a un montón de gente de la cárcel! —Sus manos se detuvieron en mi cadera, y me acarició con los pulgares.
—¡Esa no es la cuestión! Soy su aliada, no su sirvienta. Y eso tiene que entenderlo. —Extraje la alcachofa del soporte y me apoyé en él mientras lo aclaraba—. Y hay un par de personas que también tienen que entenderlo.
—Yo no te veo como mi sirviente, dulceaţă.
—Pero no me cuentas nada. —Le di un golpecito con firmeza y la sonrisa de satisfacción se esfumó. Ahora me tocó a mí sonreír.
—Este mes has vivido experiencias que habrían destrozado a una persona menos fuerte que tú. Ya has tenido bastante.
—¿No crees que eso lo tengo que decidir yo?
—Obviamente, eso es algo que tenemos que hablar —contestó, pero conteniendo algo la respiración.
—Creía que no tenías tiempo.
—Si sigues haciéndolo, así será.
—¿Haciendo qué? —pregunté, frotándome con él suave y dulcemente.
Se le cortó el aliento e hizo un movimiento tan rápido que no pude seguirle con la mirada. Pero, no sé cómo, acabé contra la húmeda pared de la ducha, había burbujas flotando en el aire y Mircea estaba entre mis piernas. Sus manos, aún enjabonadas, resbaladizas y casi descontroladas, se deslizaron rodeándome la cintura, apretándome contra él. Durante un instante, vi que sus ojos ambarinos se entrecerraban y destellaban llenos de intención; al momento, sentí todo el peso de su cuerpo deslizándose sobre mí, dentro de mí, profundamente, de forma tensa y caliente.
Lancé un gemido y mi cuerpo se dilató para acogerlo, pero, enseguida, mi voz estaba ocupada dándole órdenes cada vez que él me daba una sacudida: «Más fuerte», «más» y «no pares». Cada movimiento me provocaba un punzante placer que me recorría toda la espalda, dejándome los músculos flácidos e indefensos. El instinto le ordenó a mis manos que se deslizaran a lo largo de los marcados músculos de su espalda, clavándole ligeramente las uñas y recorriéndole las nalgas, acariciándolo. Y la habitación, de repente, se emborronó, deshaciéndose en ondas, como las del calor sobre el asfalto.
Me esforcé por mantener los ojos abiertos; no me quería perder ni un solo segundo. Y, por unos minutos, incluso logré mantener mi determinación. Hasta que la sensación del agua cayendo por su torso y sobre mi piel, combinado con la sensación de sus movimientos dentro de mí acabó con mis nervios. Todo se convirtió en un borrón de calor y deseo, de palabras susurradas como una caricia, de manos y bocas imprimiendo en braille el deseo sobre mi piel cálida y húmeda. Finalmente, mis ojos se cerraron mientras era saboreada, devorada, poseída.
Sus fornidos brazos me rodearon cuando su ritmo comenzó a desfallecer, y sus manos mojadas resbalaron sobre mi rostro, mis pechos, mi cintura, hasta que tomó aire entre dientes y se inclinó, cuando todo acabó. Todo se tornó blanco ante mí, y todo mi cuerpo se condensó en un solo foco de placer. El orgasmo, que me hizo encoger los dedos de los pies, me recorrió el cuerpo entero, dejándome temblando y riendo, mirando al techo mientras él terminaba en un frenesí de movimientos en staccato.
Y alguien llamó a la puerta.
Mircea soltó una ristra de improperios en rumano, con la cabeza en mi cuello y su cabello húmedo cayendo sobre mis pechos. Tras un momento, agarró una enorme toalla turca de un estante y me envolvió con ella. Me apoyé en la pared, con las rodillas flácidas y sin aliento, y él abrió la puerta.
—¿Sí?
Era uno de los maestros de rostro inexpresivo, irradiando desaprobación.
—La Cónsul quería estar segura de que habías recibido su mensaje —murmuró.
—Dile que estaré con ella en un momento —dijo Mircea, cortante, y le cerró la puerta en las narices.
—Marco dice que no puedes hacerle eso a un maestro anciano —le informé, mientras se secaba con abruptos movimientos furiosos.
—No deberías seguir los consejos de Marco a pie juntillas. Él mismo es uno de esos de los que te estaba hablando, ya ha llegado al máximo de sus poderes. Y creo que le está costando asumirlo.
—Tampoco pasa nada por ser un poco educado.
—Es evidente que aún tienes que conocer mejor a la familia. Yo soy el que está aterrado por ellos, no al contrario, te lo aseguro.
Mircea se dirigió al dormitorio y empezó a colocarse la ropa sin su elegancia habitual. Le seguí y me senté sobre el tipi.
—¿Cuándo vas a volver?
—No volveré hasta dentro de unas horas. —Se detuvo para darme un beso rápido—. Duerme un poco.
—Lo intentaré. —Estaba exhausta, pero mi cerebro parecía incapaz de desconectar. Cuando las endorfinas desaparecieran, probablemente, me quedaría bien despierta, mirando al techo, repasando mi siempre creciente catálogo de horrores. La idea no me resultaba muy agradable.
—¿Quieres que te ayude? —me preguntó, sentándose a mi lado.
Asentí. Lo que fuera, con tal de no ponerme a pensar en los acontecimientos de aquel día, ni en el estado de Rafe… Mircea me rodeó con los brazos y una ola de paz fluyó sobre mí, mejor que cualquier droga. No esperaba que aquello pudiera tener un efecto tan rápido. Tenía un millón de cosas que contarle, preguntarle… y, de repente, no podía pensar más que en una. El sueño se fue arrastrando, inundando mi miente, mi cuerpo se tornó pesado y no pude volver a abrir los ojos.
—Ya ha acabado; todo el mundo está a salvo —lo oí murmurar. Sus brazos se tensaron repentinamente—. Incluso tú.
No tenía ni idea de lo que quería decir con aquello, pero ya estaba a la deriva. Mircea me recorría la espalda con una mano, mientras la otra, pesada, se encontraba en mi nuca. Solté el aire y dejé que el peso me hiciera caer.