13

No sé cuándo me dormí, pero desperté con la cabeza apoyada en el hombro de Marco, que alguien había babeado. Mis ojos estaban legañosos y me sentía como si me hubiera atropellado un camión enorme. Tenía los hombros y la espalda llenos de nudos y la cabeza me iba a reventar. Pero Mircea estaba fuera del biombo, con todo el peso apoyado sobre el brazo de Alphonse y Rafe estaba…

—¡Rafe! —Crucé corriendo el pasillo, lo agarré y lo abracé con fuerza, susurrándole cosas que se me agolpaban en el pecho. Aún tenía la sombra de la muerte en el rostro, pero estaba de pie, y la piel que asomaba bajo el camisón azul claro del hospital con el que se había hecho, estaba repleta de cicatrices, pero entera. Las grietas habían desaparecido, el enrojecimiento también, y estaba de pie. Lo veía, y casi no podía creerlo.

—Ha roto su vínculo —dijo Sal, y la mirada que le lanzó a Rafe fue mitad de alivio, mitad de envidia. Le había insistido a Mircea para que hiciera lo mismo por ella y Alphonse desde que había puesto los pies en Las Vegas, pero, hasta el momento, él no había tenido o el tiempo o la energía necesaria.

Rafe no se percataba de nada. Sólo se limitaba a asentir, con aspecto confuso y sorprendido, y completamente exhausto. Me miró, pero no estaba segura de que me reconociera.

—Mi hijo necesita una habitación —le dijo Mircea a Casanova.

—Tengo una preparada. Tus aposentos también están listos, por supuesto. Y la Cónsul ha solicitado audiencia, a la mayor brevedad posible.

—Dile que la veré en una hora —contestó Mircea. Casanova pestañeó e iba a decir algo, pero se tragó las palabras y, en lugar de decir nada, salió de la enfermería en silencio.

En el Dante había dos áticos, uno en cada una de las torres gemelas, y el segundo estaba reservado para el dueño del hotel. Lo mejor que tenían, en mi opinión, era su absoluta inaccesibilidad. Cada una de las suites ocupaba una planta entera, y la única manera de entrar en ellas era a través de un ascensor privado con un acceso mediante código. Y sólo por si a Spiderman le daba por escalar el edificio o un puñado de ninjas caían de un helicóptero deslizándose por unas cuerdas, se nos unieron una decena de vigilantes cuando cruzamos el vestíbulo.

Seis de ellos tomaron el ascensor para adelantarse a nosotros, y el resto aguardamos nuestro turno. Marco, dos guadaespaldas de Mircea, Casanova, Sal y Alphonse vinieron con nosotros. E incluso en el lujoso ascensor, dotado de un asiento acolchado y una deslumbrante lámpara de araña, estábamos apretados. Siempre he estado a favor de la seguridad, pero no se me ocurría forma de que nadie fuera a sacar un arma, si no podíamos siquiera movernos.

—¿De veras nos hace falta un pelotón entero? —pregunté cuando llegamos arriba y las puertas se abrieron.

—Se dio orden de ello después del derrumbamiento de MAGIA: nadie con rango de senador puede ir a ninguna parte sin escolta —me informó Mircea.

—Pero tú eres un vampiro maestro.

—Y tú una pitia —añadió intencionadamente—. En este momento, nuestros poderes nos convierten en blancos fáciles.

—No por mucho tiempo —replicó Casanova, y su voz sonó ahogada, ya que había acabado aplastado tras dos enormes vampiros—. El Senado está trabajando para reforzar las protecciones.

—Las protecciones no tienen ni ojos ni oídos —apuntó Marco—. Jamás podrán reemplazar a un guardaespaldas bien adiestrado.

Puede que no, pensé, pero son mucho menos horripilantes. No sabía cómo serían las nuevas protecciones, pero me imaginé que saldrían de la cantera personal de Mircea. Porque desprendían tanta energía en aquel estrecho espacio, que me provocaba un hormigueo en el cuerpo. Y tampoco se trataba del habitual escalofrío. La energía que había en el ambiente era como una tormenta eléctrica y la que allí flotaba me reptaba por los brazos, causándome picazón en el cuero cabelludo, provocando en mí el deseo de gritar.

Vale, los dos éramos maestros.

Hice un esfuerzo por no empezar a frotarme el brazo, pero cuando el que estaba más cerca de mí me clavó la mirada, me olvidé de todo y me eché hacia atrás levemente. Él sonrió, mostrando ligeramente los colmillos, mientras que el otro me miraba como si yo fuera una de esas cosas pestilentes que crecen detrás del frigorífico. Entonces, las puertas se abrieron y nos desparramamos por el pasillo privado.

Había una maceta con una palmera, una pequeña moqueta alargada y los seis vigilantes que se habían adelantado a nosotros franqueando la única puerta. Uno de ellos se apresuró a abrir la puerta y todos entramos en un gran vestíbulo. Por un instante, sólo miré. A diferencia de mi antigua habitación, que podría ser la de cualquier hotel, aquella era temática. El tema, repetido hasta la muerte, era el Lejano Oeste, o más bien la idea que algún diseñador tenía del Oeste. La lámpara de araña de dos niveles estaba hecha de cuernos, había antiguos lienzos con escenas de vaqueros sobre el papel rojo de la pared; una alfombra de piel de vaca yacía en el suelo, como un charco blanco y negro moteado, y había un aparador, sobre el que se posaba una escultura en bronce que representaba a un vaquero domando un caballo.

Casanova reparó en la expresión de mi cara.

—La Cónsul eligió la suite azul —apuntó, con actitud altiva.

—Ya.

Un viejo vampiro arrugado se dirigió hacia nosotros cojeando, con aspecto preocupado.

La mayoría de los seres humanos se habrían fijado en las manchas de las manos y en los matojos de pelo blanco que las poblaban y le habrían echado unos cien años. Llevaba unos quevedos sobre su larga nariz, a pesar del hecho de que estaba ciego como un murciélago y casi sordo como una tapia. Pero Horatiu había sido el tutor de Mircea en su niñez y era la única persona a la que se había visto regañar al jefe.

—¡El maestro necesita descansar! —anunció Horatiu, inspeccionando el ejército de guardaespaldas que trataban de pasar por la puerta—. ¡Todos fuera!

Tras ser ignorado unánimemente por los guardaespaldas, se dirigió arrastrando los pies hacia uno de los vampiros de mayor envergadura y empezó a tratar de empujarlo hacia la puerta, lo cual tuvo el mismo efecto que una mosca intentando mover una roca, pero Horatiu no parecía percatarse. El guardaespaldas ni se molestó en forcejear, sino que se limitó a poner mirada de resignación y a dejar que lo golpeara con los puños.

—Lo siento —se disculpó Casanova con Mircea y bajando la voz—. Había mandado personal a estas habitaciones, pero Horatiu ha llegado con los refugiados de MAGIA y…

—Échalos.

Casanova asintió.

—Me ha dicho que no eran de fiar. Traté de tranquilizarlo, pero…

—Está bien —murmuró Mircea.

—He dicho que fuera. ¿Estáis sordos? —preguntó Horatiu, recurriendo ahora a las patadas—. ¿Qué les darán para que crezcan tanto? —lo oí murmurar.

Sal suspiró y se encendió otro cigarrillo.

—Los guardias hacen falta para proteger al maestro.

—¿Y para qué se cree usted que estoy yo aquí, señorita?

Alphonse iba a contestar, pero Mircea lo fulminó con la mirada. Se calló.

—Estoy seguro de que Horatiu es perfectamente capaz de ocuparse de mi bienestar —comentó Mircea, con serenidad.

—Luego me haré con algunos más —murmuró Casanova y Mircea asintió.

El vampiro enorme al que Horatiu había estado golpeando cedió terreno reticente, y fue recibiendo empujones hasta llegar al ascensor, momento en que el anciano quedó satisfecho. A continuación, se abrieron las pulidas puertas niqueladas, y salieron de él cuatro guardias más al pasillo ya abarrotado. Horatiu, furioso, empezó a maldecir en rumano mientras que el resto seguimos a Casanova hasta un gran salón. Marco y los dos guardaespaldas que Mircea había traído consigo empezaron a inspeccionar la habitación, buscando intrusos. Me pregunté cómo serían capaces de distinguirlos. Lo del vestíbulo no había sido más que un calentamiento para el diseñador, obviamente perturbado. Cuando diseñó todo aquello, tenía su talento puesto a toda máquina.

Había cabezas colgadas en todas las paredes, desde cabezas de ciervos y todo tipo de animales con cuernos exuberantes, hasta búfalos y renos, incluyendo dos calaveras que franqueaban una televisión de plasma encastrada sobre la gigantesca chimenea. Una alfombra de piel de oso pardo ocupaba el lugar de honor bajo dos sofás de piel de vaca uno enfrente del otro, con una mesita de cuerno lacado, todo iluminado con otra araña de cuernos. En una esquina, había una barra rústica iluminada por un cactus de neón y bordeada por taburetes en forma de silla de montar. En su conjunto, el lugar lograba parecer ostentoso y atrozmente vulgar a la vez.

Mircea vaciló un momento en el escalón de arriba, y se dirigió hacia la marisma de objetos kitsch, con aspecto algo desconcertado.

—Ya estaba así cuando tomé el mando —dijo Casanova, a la defensiva—. Evidentemente, pienso remodelarlo.

—Yo no lo haría. —Sal se dejó caer en el sofá de piel de vaca y dejó la colilla de su cigarrillo en un cenicero con forma de escupidera—. Es diferente.

—Es vulgar —replicó Casanova, con tono cortante.

—¿Acaso no lo es el resto del hotel?

—Basta —dijo Mircea, cruzando el suelo de madera de granero para sentarse junto a ella.

Casanova fue hacia una pared y presionó un interruptor. Se oyó el leve rumor de un motor y, lo que parecía una pared sólida, empezó a retroceder. Se fue abriendo lentamente para desvelar un balcón enorme donde se veía el largo rectángulo negro de una piscina privada, en la que se reflejaba el titilante paisaje de The Strip. De acuerdo, es posible que alguien se olvide un poco de la decoración con semejantes vistas.

Además de la suite del maestro, el ático contaba con tres dormitorios más, uno de los cuales estaba destinada para Rafe. Marco y uno de los guardaespaldas de Mircea habían ayudado a llevarlo hasta allí, sirviéndole de apoyo sin que fuera demasiado evidente que así era. No creo que a Rafe le preocupara demasiado la dignidad en aquel momento. Cuando alzó la cabeza para mirar aturdido en derredor, parecía destrozado, con los ojos pesados y la boca hinchada.

—¿Necesitas algo? —le pregunté, pues lo seguí a su habitación. No me contestó. En cuanto su cabeza tocó la almohada, dejó de estar consciente.

—Una resurrección ya es bastante dura de por sí —apuntó Marco, al percatarse de mi semblante—. Y encima, con las quemaduras… Va a estar así un tiempo.

—Pero se recuperará, ¿verdad?

—Ha sobrevivido al proceso, así que sí. Debería recuperarse.

Escudriñé el rostro de Rafe. Tenía unas profundas cavidades bajo los ojos y algunos mechones lacios le caían sobre la frente. Sus muñecas desnudas, apoyadas sobre las sábanas, parecían frágiles. No me dio la sensación de que estuviera bien.

—Necesitamos una enfermera.

—Sabemos cuidar de nosotros mismos —dijo el guardaespaldas con aire despectivo. Era uno de los que me habían mirado mal en el ascensor. Al parecer, jamás me lo ganaría.

—No lo dudo —repliqué, haciendo un esfuerzo por guardar las formas, a pesar de los nervios que había pasado hacía unas pocas horas—. Pero, teniendo en cuenta el alcance de sus heridas, preferiría que lo vigilara un profesional.

—Explícaselo —le dijo el guardaespaldas a Marco, ignorándome.

—No está permitido que ninguna persona no autorizada entre en las habitaciones de los senadores —me informó Marco—, incluyendo a las enfermeras.

—¡Entonces busca una que esté autorizada! —Noté que las sienes empezaban a palpitarme—. Y supongo que aún debo estar agradecida porque no me trata como a un objeto —le espeté al matón—, pero es de mala educación dirigirte a alguien sin mirarle.

—Cassie… —empezó a decir Marco.

—¡Rafe casi se muere, Marco! Necesita una atención adecuada. No a dos tipos que están demasiado ocupados obedeciendo órdenes a ciegas de…

De repente, me levantaron en volandas, y me topé con dos deslumbrantes ojos asombrosamente dorados, desprendiendo la mirada hipnótica de una serpiente. El matón sonreía, pero en su semblante no había calor alguno, pues su mirada era demasiado inexpresiva, la sonrisa demasiado amable, había demasiada avidez en ellos como para que destilaran amabilidad. Como si fuera un gato que ha arrinconado a algún animalillo y saborea el momento antes de lanzarse a su cuello.

—¿Quieres que te mire, humana? —me preguntó en tono amabilísimo—. Será un placer. —Y el aire de la habitación se volvió eléctrico.

Había visto demostraciones como esa en suficientes ocasiones como para asustarme y quedarme atónita. A algunos de los vampiros que había en casa de Tony les gustaba jugar a asustar a los humanos cuando no tenían nada que hacer y, con los años, ya había descubierto algunas estrategias para enfrentarme a ellos. Pero ni el más fuerte de los matones de Tony tenía ni una pequeña parte del poder del que tenía delante.

De hecho, a pesar de los trucos que había aprendido para mantener la mente clara, estaba empezando a sentirme aturdida. La habitación se oscureció con tal rapidez, que parecía que alguien hubiera apagado la luz. Una asfixiante oscuridad cayó sobre mí, inundándome los pulmones, cortándome la respiración. Los únicos puntos brillantes eran dos ojos color escarlata con unas enormes pupilas negras que casi habían devorado el color dorado. Y lo único que se me ocurría era que Nietzsche tenía razón: a veces, cuando miras al abismo, el abismo te mira a ti.

Alguien me puso la mano en el brazo, aunque apenas la sentía y casi no oía nada. El poder de su maestro me anegaba el cerebro, balbuciéndome en la cabeza, bloqueándolo todo. Se me estaba empezando a olvidar lo que estaba diciendo, y por qué era tan importante. En unos segundos, se me olvidarían muchas más cosas: dónde estaba, e incluso quién era… hasta que no quedara más que una sola idea: obedecer.

Recuerda, me dije salvajemente, clavándome las uñas en las palmas con todas mis fuerzas, y el dolor ensombreció levemente la voz que me hablaba desde dentro de mi cabeza. Miré fijamente aquellos extraños y ancianos ojos, y me sentí demasiado débil para jueguecitos.

—Venga, sí, enséñales a todos el poder que tienes —lo desafié vacilante—. Pero, cuando hayas terminado, ¡quiero una condenada enfermera aquí!

Me sostuvo la mirada un segundo, dos… y luego, parpadeó y desvió la mirada. Y, con ello, la tensión desapareció, las luces se encendieron y el repentino rumor quedó sustituido por el suave aliento del aire acondicionado y los improperios de Marco. Aún tenía el sabor de la bilis en la garganta, ácida y oscura, pero estaba segura de mí misma.

—Ni lo intentes —le dijo Marco a alguien, sujetándome con fuerza suficiente para que yo no me derrumbara—. Es la novia del jefe.

El matón entrecerró los ojos.

—Es humana. —Parecía confuso, y vagamente asqueado—. No me han dicho nada de que…

—Sí. El maestro ha estado muy ocupado. Estoy seguro de que luego se pasará para hacer las debidas presentaciones. Mientras tanto, ten un poco más de cuidado, ¿eh? —Marco empezó a tirar de mí, apartándome del atónito guardia, de vuelta al salón.

Llegamos al pasillo y yo me detuve, pues necesitaba recomponerme un poco la cara antes de ir con los demás. Marco lanzó un suspiro y me fulminó con la mirada, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Y yo decidí que, como ya estaba cabreado, lo mejor sería acordar un par de cosas.

—Tienes que dejar de presentarme así —dije, seria—. No hables de mí como si fuera una propiedad.

—Es lo único que algunos de ellos son capaces de entender.

—Eso díselo a otra. He crecido en una corte de vampiros. Conozco el protocolo. ¡Y no es así!

—Tú creciste en una corte de matones de tres al cuarto con delirios de grandeza —disparó Marco—. Vas a tener que acostumbrarte al hecho de que los criados de Mircea son más viejos y mucho más tradicionales que esos con los que te criaste. Y, por lo que he visto, no tienes ni puta idea de protocolo.

—Lo único que he hecho ha sido pedir una enfermera.

—No es por lo que dices, sino cómo lo dices. No puedes hablarle a un antiguo maestro de la familia igual que a un vampiro reciente o a un humano.

—¡Conozco a vampiros mucho más viejos! —repliqué, ofendida—. Conozco al Senado…

—Y, si no estuvieras relacionada con el maestro y no fueras también pitia… —Marco negó con la cabeza—. No sé.

—Los prejuicios de los demás no son mi problema—le contesté, furiosa. De toda la gente posible, no podía creerme que fuera Marco el que me estuviera dando lecciones. ¿Me estaba diciendo un tipo que se comportaba como un extra de El Padrino que tenía que vigilar mis modales?

—Si no respetas más las normas de comportamiento, los habrá —contestó, con vehemencia—. Muchos de los vampiros viejos son muy susceptibles. Tienen quinientos o seiscientos años, algunos incluso más. Esperan alcanzar el primer nivel, emanciparse para poder ser dueños de su propio destino. Pero aún no lo han logrado. Y la mayoría de ellos ha llegado a la conclusión de que jamás lo lograrán.

—¿Y eso a qué viene ahora? —pregunté, sinceramente perdida.

—Algunos de nuestros vampiros no empezaron con nosotros —murmuró—. Algunos, como Nicu, el que estaba aquí, han tenido tres o cuatro amos. Durante siglos, los han arrastrado de un sitio para otro como ganado, sin tener control alguno sobre quién era su señor o sobre sus acciones, ningún control sobre nada. Lo único que han tenido, y lo único que van a tener, es el respeto a su edad y habilidades. Y si perciben que no les vas a mostrar respeto, reaccionarán.

Tragué, demasiado exhausta para recibir lecciones, pero con la sensación de que pudiera ser que aquella fuera necesaria. En casa de Tony nadie era tan viejo, aparte de él y de Rafe. Y, ahora que lo pensaba, Tony se había mostrado muy susceptible en lo relativo a su dignidad. Siempre había pensado que era debido a su enorme ego, y es posible que así fuera. O puede que aún hubiera ciertas cosas que no había entendido de los vampiros.

—Lo siento —dije, en voz baja—. No sabía que…

—Sí, lo sé, pero tienes que tener en cuenta estas cosas, porque ¿sabes lo que Nicu estará pensando en este momento? Se estará preguntando si es una señal; si el hecho de que la chica del jefe le falte al respeto es la manera que Mircea tiene de decirle que no cuenta con su favor. Se estará preguntando si estará a punto de ser traspasado, otra vez, y llevado a otra corte donde tendrá que pasar los próximos cincuenta años abriéndose paso hasta lograr un puesto respetable. Si es que sobrevive. Se estará preguntando si el hacha estará a punto de caer sobre él.

Miré a Marco fijamente, mareada.

—Hablaré con él. Le daré una explicación…

Marco puso los ojos en blanco.

—Sí, como si eso fuera a servir de algo. No te preocupes por eso. Ya le explicaré que no sabes lo que haces. Pero será mejor que entiendas que, ahora, las cosas funcionan de otra manera. Ya no eres ninguna parásita en una corte por la que nadie se preocupa. La gente se fija en lo que dices, y tú tienes que hacer lo mismo.

—Vale —contesté, sintiéndome diminuta. Dios, ¿podría haber tenido un día peor?

—No soy la persona más apropiada para decírtelo —añadió Marco, con aire de frustración—. Pero, tenemos que buscarte un profesor, y no uno de esos pueblerinos con los que viniste…

—Vosotros dos, podéis entrar —exclamó Sal desde el salón—. De todas formas, os estamos oyendo perfectamente. Y a los de pueblo nos gustaría comentar un par de cosas.

Estupendo.

Cuando volvimos al salón, Casanova se había marchado, probablemente para tratar de lidiar con el caos. Pero Alphonse, Sal y Mircea estaban sentados sobre el sofá de piel de vaca. Mircea y Sal se encontraban a ambos extremos del mismo, y el asiento central estaba ocupado por un almuerzo en forma de joven rubio, lo cual dejaba libre un sillón para mí y los chicos, aunque tampoco es que estuviéramos muy apretados, ya que medía unos tres metros.

Sal y Alphonse se rellenaron las copas en la horrorosa barra, mientras que Mircea se terminaba el postre, al que reconocí como uno de los jóvenes de la cantera de Casanova, que trabajaba en el mostrador de recepción. Nos habían tocado unos cuantos turnos juntos, y me lanzó una leve sonrisa al ponerse en pie, algo tambaleante. Uno de los guardaespaldas lo acompañó a él y al plato principal: un moreno de veintitantos, al vestíbulo.

Sorprendentemente, Mircea parecía cansado, aún a pesar de haber tenido ración doble. Estaba algo recostado, con las manos cruzadas sobre el vientre y la cabeza levemente inclinada hacia atrás. Aquella era una postura de lo más normal para cualquiera. Pero Mircea jamás se relajaba. Normalmente, a su alrededor, había un aura de energía, y no solo por la que desprendía. Aquella noche, estaba notablemente ausente.

Me quedé mirándolo fijamente, tratando de centrar la mirada en sus ojos, no en las marcas de cansancio que tenía junto a ellos. Se suponía que Mircea no se cansaba. Ni enfermaba. Ni podía ser herido. Era una de las cosas por las que me había parecido tan atractivo, incluso cuando era pequeña. En un mundo en el que las alianzas cambiaban constantemente, la gente moría continuamente, Mircea se mantenía estable, fuerte, eterno.

Sólo que no lo era.

Lo cual significaba que, algún día, lo perdería, también.

Siendo honesta, aquella era la razón principal por la que no quería estrechar la relación más de lo que ya estaba. Tener a alguien era lo que precedía a perderlo. Me había pasado una y otra vez. Era más sencillo no desear nada, ni de Mircea, ni de nadie.

El deseo, la necesidad… estaban tan próximos, y la necesidad siempre es dolorosa.

Nos habíamos transportado juntos unas cuantas veces.

—¿Cassie? —Mircea me miraba de un modo extraño. De repente, me percaté de que me había quedado parada, mirándolo.

—¿Cuánta sangre ha tomado Rafe? —pregunté, impulsivamente.

—Es de mala educación preguntar por el Cambio de una persona —me informó Horatiu, tambaleándose con una mesita plegable y una bandeja repleta. Me apresuré a ayudarlo, y no sólo porque la bandeja olía a gloria bendita, pero mi delicadeza sólo conllevó para mí una mirada ceñuda.

—¡Siéntate, siéntate! ¿Es que te has educado en el bosque con los lobos, jovencita?

—En casa de Tony —contestó sal, reclamando su asiento.

—Ah, lo mismo es —dijo Horatiu, tratando de mantener el equilibrio, mientras se peleaba con la mesita plegable.

—No le hagas caso —replicó Alphonse, rescatando mi cena, antes de que diera contra el suelo—. Ese viejo siempre está dando sermones. —Aquello no me tranquilizó demasiado. Por modales, Alphonse entendía acordarse de enterrar todos los cuerpos.

—Este viejo te está oyendo —dijo Horatiu, con aspereza.

—Algo es algo —musitó Alphonse, colocándome la cena en el regazo.

No era consciente del hambre que tenía hasta que olí el bocadillo de ternera asada que le había arrebatado a Horatiu. Iba acompañado de champiñones con cebolla y chili. Lo único mejorable hubiera sido que, en lugar de la ensalada que había en una esquina, hubiera habido patatas fritas, pero no era momento de quejarse.

Empecé a excavar en el plato mientras Sal me miraba, ceñuda. No tardé mucho en comprender por qué. Estaba obsesionada con el aspecto físico o, al menos, eso es lo que siempre había creído. Pero, una vez había conocido a su familia, empezaba a entender su comportamiento. Puede que no tuviera la edad ni el poder de los maestros, pero, desde luego, estaba perdida si no lograba ir aún mejor vestida que ellos.

—Tengo este aspecto porque la Cónsul me echó de mi habitación y me robaron la maleta —le dije, entre mordisco y mordisco.

—Tu maleta está aquí, bueno, se supone. Lo que no pudimos averiguar es dónde estabas tú, ya que no te molestaste en informar a nadie.

—Me pusiste un localizador, ¡sabías exactamente dónde estaba!

—Sabíamos que estabas dentro del hotel —reconoció, como si seguir cada uno de mis movimientos fuera de lo más fácil—. Pero las protecciones interfieren con el hechizo, así que no podíamos estrechar la búsqueda más. Marco sólo logró localizarte cuando saliste al exterior.

—Fue a por una pizza. Ella sola —gruñó, en voz baja. Mircea no dijo nada y se mostraba deliberadamente inexpresivo, lo cual me ponía de los nervios.

—Podría haber sido peor —dijo Alphonse—. Nos tiramos medio día pensando en lo peor. El localizador decía que estabas viva, pero metieron el coche en…

Maldita sea. Lo había olvidado.

—¿Está muy cabreada la Cónsul? —pregunté, inquieta.

—¿Por qué?

—Por lo de su coche. Supongo que sería una pieza única…

—Sólo era un coche —dijo Alphonse, encogiéndose de hombros—, no tiene mucha importancia. Pero a todos nos gustaría saber cómo lograste sobrevivir.

—Es una larga historia.

—De eso estoy seguro. Vi el aspecto que tenía y aposté a que no habría sobrevivido nadie. Que todo habría quedado reducido a cenizas.

Fruncí el ceño. A aquel coche le habían pasado muchas cosas, pero eso no.

—No se ha quemado. Y si así hubiera sido, el agua lo hubiese apagado.

Mircea alzó la cabeza y me miró de una forma extraña.

—¿Qué agua?

—El agua del lago. Ya sabes, aquella en la que acabamos metidos.

Se quedó en silencio por un instante.

—No, dulceaţă, no lo sé. El coche explotó en mitad del desierto.

Por un instante, me limité a masticar. Tragué y bebí algo de vino.

—Explotó —repetí.

—Creemos que le pusieron una bomba a la Cónsul. El Bentley era uno de sus coches favoritos.

La ballena gris que dejamos en el fondo del lago Mead era un Packard, había visto el nombre escrito en la parte trasera en grandes letras plateadas mientras se hundía. Aquello no tenía ningún sentido.

—Nos contó que le había pedido a Raphael que lo sacara y se lo trajera —añadió.

Entonces lo recordé. Rafe me había guardado un asiento en un Bentley negro. Lo vi en la cola de coches. Era una joya pulida en el que se reflejaban las luces de emergencia del aparcamiento. Casi lo había olvidado. Hasta aquel momento, porque no cogimos aquel coche. Lo cogió otra persona. Alguien que ahora estaba muerto.

—Supongo que te transportaste y escapaste de la explosión —me preguntó Mircea, mirándome con mucho interés. Sabía que algo iba mal.

—Cogimos otro coche —dije, confusa. Y si no lo hubiéramos hecho, Rafe no habría acabado en el hospital. Habría muerto. Si llego a volver a tiempo para tratar de salvarlo, lo habría matado.