Traté de llamar al servicio de habitaciones, pero como a los diez minutos seguía comunicando, me puse mis playeras nuevas y me decidí a salir.
Hay cosas que jamás me gustarán de Las Vegas: el sol implacable que se refleja en la arena, el cristal y el cemento dondequiera que uno mire. Que el perfil de la ciudad esté cambiando constantemente y que las construcciones y las trampas para turistas parezcan surgir y desaparecer de la noche a la mañana, como si la ciudad entera estuviese proyectada a cámara rápida. Y las hordas de turistas que están constantemente rodeándote. Pero también hay que amar un poquito los sitios que ofrecen pizza y cerveza para llevar a medianoche.
Volví a entrar en el Dante por una entrada lateral, con la intención de encontrar un sitio tranquilo para hacer un picnic. Pero, al parecer, había otra persona con otra idea en mente. Una enorme mano salió del descansillo de una escalera y me agarró de la cintura.
—Si quieres un poco de pizza, podrías pedírmela, al menos —le dije a Marco.
Me lanzó una mirada colérica, con los ojos rojos, pero no replicó. Sólo se limitó a respirar con dificultad y a ponerme un teléfono en la oreja.
—¿Cassie? ¿Estás ahí? —preguntó una voz.
Maldita sea. Era Mircea. Y ni siquiera tenía pensado qué explicación le iba a dar… sobre un montón de cosas.
—¿Qué es lo que le has hecho a Marco? —le pregunté, decidiéndome por empezar con una buena ofensiva.
—Le he asignado un destino permanente como guardaespaldas tuyo. —La voz habitualmente suave de Mircea era ahora de hielo.
—Me refiero como castigo.
—Eso mismo.
Me quedé mirando fijamente el teléfono y colgué.
Casi al instante volvió a sonar.
Se lo lancé a Marco y seguí caminando. Me siguió.
—Tienes que cogerle el teléfono al maestro.
—¿Si no qué?
Hubo una breve pausa.
—Se va a cabrear.
—Ya está cabreado.
—Conmigo.
Alcé la vista y vi que Marco estaba temblando. Tenía la cara pálida y los ojos casi se le salían de las órbitas. Parecía aterrorizado.
En aquel momento, no sentí mucha simpatía por Mircea.
El teléfono sonaba.
Marco me lo pasó y lo cogí.
—¿Qué?
—He pensado que quizá querrías saber que Raphael está en la enfermería.
Me detuve.
—¿Por qué?
—Los médicos me han dicho que se está muriendo. —Mircea dijo algo más, pero no lo oí. Ya había tirado el teléfono y la pizza rodaba por las escaleras.
No sé cómo llegué hasta el vestíbulo, ni sabría decir el nombre de la persona que me explicó cómo llegar. Me resbalé y tropecé con una mesa por el camino y casi me caí, pero logré agarrarme a ella con ambas manos y sostenerme en pie. Soltando improperios, iba a empezar a correr de nuevo, pero choqué contra un enorme vampiro.
Alphonse, el que había sido el jefe de los secuaces de Tony, me puso en pie. Como era habitual, llevaba su cuerpo de dos metros ataviado con un traje a medida. Éste era de color canela oscuro con listas color ciruela y, como alfiler de corbata, tenía un rubí del tamaño de un huevo de codorniz. Llevaba un par de anillos también de rubíes y otros tantos destellaban en la muñeca de su novia de toda la vida, Sal. El traje era holgado para poder ocultar la media tonelada de armas que llevaba, aunque no las necesitaba. Entre él y Sal, podrían haber armado a un pelotón entero.
Sal iba de rojo, a juego con los rubíes, con un vestido ajustado pensado para atraer la atención sobre sus generosas curvas y desviarla del ojo que le faltaba, perdido hacía mucho tiempo en un salón, en un altercado con otra «acompañante».
—Ojalá supiera quién ha sido, para poder destrozarlo —dijo ella, a modo de saludo.
—¿Lo has visto?
—Sí. —Sal se pasó un brazo por la cara, emborronándose el rímel. La miré fijamente; nunca la había visto tan nerviosa. Ella se percató y sonrió con aire sombrío—. Al final, acabas encariñándote con la gente, después de un siglo y medio de relación.
—No está tan mal —añadió Alphonse—. ¿Has entrado? —Señaló con el pulgar unas vistosas puertas que había al final del pasillo.
—No. Me acabo de enterar de…
—Nosotros también. Esos gilipollas no le han dicho a nadie que está aquí, y él estaba demasiado débil para hacerlo. Vamos a ver si podemos llevarlo a una habitación privada.
—¿Cómo… cómo está? Mircea me ha dicho algo…
—Mal —dijo, inexpresivo.
—Si quieres verlo, será mejor que vayas ya —añadió sal, desolada.
Corrí.
Casanova me había dicho que habían tenido que cancelar las convenciones, pero yo había supuesto que sería porque necesitaban los salones. Así era, pero no era sólo por las habitaciones. Las lámparas de araña de cristal de murano del salón de baile principal, que en otro tiempo habían iluminado desfiles de moda, alumbraban ahora una hilera tras otra de camastros. Los veía difuminados a través de las cristaleras de las puertas principales, pero no llegué hasta ahí. Y era porque el salón tenía un nuevo elemento: dos guardias armados.
Eran vampiros, pero no formaban parte de las fuerzas de seguridad de Casanova. Yo los conocía a todos y ellos me conocían a mí, pero aquellos tipos no hicieron amago alguno de quitarse de en medio.
—No se permite la entrada de humanos —informó uno de ellos, sin molestarse siquiera en mirarme.
—Correré el riesgo —le dije, pero él ni se inmutó—. Mi amigo está dentro. —Ni una palabra, ni siquiera una mirada—. ¡Se está muriendo!
Nada.
—Viene conmigo —dijo Marco, saliendo de la nada.
—Humanos no —repitió el vigilante con el mismo tono tajante aunque, al menos, Marco logró establecer contacto visual—. Son órdenes del Senado.
—¿Es que ha habido problemas? —preguntó Marco, con aspereza.
El vampiro se encogió de hombros.
—Ataques indiscriminados. Algunos de los heridos estaban fuera de sí. Las enfermeras dicen que lo tienen todo bajo control, pero el Senado no quiere incidentes, lo cual significa que no quiere visitas de humanos.
—Bueno, ¡pues esta humana está de visita, tanto si le gusta al Senado como si no! —le espeté furiosa.
—Mantenla a raya o lo haré yo por ti —le dijo el guardia a Marco.
—¡Al diablo con todo! —exclamé, me transporté al interior, y por poco me atropella una enfermera con un carrito. Había más de una decena de ellas yendo de un lado a otro, remendando a los pacientes, como equipos de mecánicos reparando sus coches de carreras. A uno de los pacientes le cambiaron las sábanas, le ahuecaron la almohada, le rellenaron la jarra de agua y le suministraron sus medicamentos en aproximadamente el mismo tiempo que tardé en pestañear.
De pronto, tenía al vigilante franqueándome. No lo había visto entrar, pero lo vi detenerse cuando la mano de Marco cayó sobre su hombro. Marco me echó el pelo hacia atrás para mostrar las dos pequeñas marcas que tenía en el cuello.
—Pertenece a lord Mircea.
La mirada del vigilante se tornó más cordial.
—No la dejes demasiado suelta —le advirtió.
—Sí. Me lo suelen decir mucho. —Marco me puso la mano en la espalda y se apresuró a llevarme al pasillo más cercano.
Nos detuvimos ante uno de los camastros, exactamente idéntico al resto, que había junto a una pared. El paciente con formas humanas, que yacía desnudo sobre unas sencillas sábanas blancas, estaba cubierto de pies a cabeza de grietas y ampollas, y su piel relucía por las pomadas que no parecían hacerle ningún efecto. Sus tobillos desnudos y peludos y sus largos pies sonrosados parecían relativamente indemnes, pero el resto… Era como si lo hubieran hervido vivo.
Sus zapatos, pensé con la mirada vacía, como su cinturón, que le había dejado una franja pálida en la cintura, el duro cuero de sus zapatos le había protegido los pies de lo peor. Pero las livianas prendas veraniegas y las finas sábanas de algodón con las que se había envuelto no habían servido prácticamente de nada. Puede que lo que podrían haber sido quemaduras de tercer grado hubieran quedado sólo en quemaduras de segundo grado en algunas partes, pero era difícil de saber. Un ser humano no podría haber sobrevivido a semejante agresión. Rafe estaba tan desfigurado que, sin la ayuda de Marco, jamás le habría reconocido.
Sin embargo, él sí me reconoció.
—Cassie. —Apenas fue un susurro, como si tuviera los pulmones quemados. Me cedieron las piernas y caí de rodillas.
—Dicen que permaneció expuesto al sol durante horas —Marco parecía estar sobrecogido y muy consternado.
No contesté. El torrente de adrenalina que me inundó hizo que me pareciera que la habitación vibraba a mi alrededor, pero no había adónde ir, ni nada que hacer. Traté de coger aire, quizá con demasiado ímpetu, quizá demasiado rápido, me atraganté y sentí que Marco me agarraba con más fuerza.
—¿Por qué se ha hecho esto? —pregunté en voz baja—. Se podría haber quedado atrás… había un refugio.
—He oído que volviste con varios magos.
—Escaparon con nosotros.
—Sí. La gente colabora cuando sus vidas están en peligro. Pero, cuando las cosas se calman, vuelven a lo de siempre.
Recordé la conversación que Caleb había mantenido con Pritkin. ¿Acaso la habría oído Rafe y había concluido que no podía confiar en ellos? El estómago me dio un vuelco cuando comprendí lo que aquello implicaba. ¿Había acabado así por mi culpa?
Rafe nos miró con los ojos entreabiertos, pero tenía los labios tan hinchados que no pude entender lo que decía.
—Creo que quiere que le demos sus gafas de sol —tradujo Marco—. ¿Sabes cuáles son?
—Son unas de Gucci —murmuré.
Marco las encontró en una mesita que había cerca y trató de ponérselas a Rafe, pero no hubo manera de colocárselas sin hacerle daño. En cuanto le tocaban la piel en carne viva, él se estremecía, soltaba un bufido y Marco se las quitaba inmediatamente. Supongo que aquello explicaba por qué no llevaba el camisón del hospital, así como la ausencia de sábana para cubrirse. No podía imaginarme que nada le pudiera rozar sin que él enloqueciera de dolor.
Marco aún trataba de resolver el problema de las gafas, cuando oí un gemido lloroso, me volví y vi a Sal mirando fijamente a Rafe, con su pálida piel enrojecida. Por las mejillas le rodaban las lágrimas, pero no pareció importarle; se limitó a alzar el brazo para limpiarse la cara sin desviar la mirada de la cansa. Jamás en toda mi vida me había sentido tan agradecida, porque Sal estaba llorando; Sal lo hacía, así que yo no tenía que hacerlo.
—Nos han dicho que no debemos… moverle —me dijo Alphonse, que estaba detrás de Sal. Las palabras no pronunciadas «no va a sobrevivir» quedaron en el aire.
—¡Eso son chorradas! —exclamó Sal, agarrando a uno de los camilleros en un movimiento viperino—. ¿Por qué no lo curan?
—No… no hay nada que hacer —contestó el vampiro. Parecía joven, aunque aquello no significaba nada, pero emitía poca energía. Y no se le daba muy bien controlar la expresión de su rostro. Miró a Rafe e hizo una mueca—. Hemos llamado a los sanadores para que lo vieran, pero han dicho que el daño era demasiado grande. Que sólo su maestro podría…
—¡Su maestro ha escondido su cobarde culo en el Reino de la Fantasía! —gruñó sal, clavándole las garras al vampiro en el brazo—. ¡Piensa en otra cosa!
—No hay otra cosa —sugirió el vampiro, empezando a mostrarse aterrorizado—. P… por favor… pertenezco a lady Halcyone. Si la he ofendido…
Sal lo soltó con una mueca de asco, y él se escabulló. Por la expresión de su cara, había tenido suerte de que su ama y protectora fuera miembro del Senado. Pero tenía razón. Los vampiros o se sanaban ellos mismos o no sanaban, razón por la cual me preocupaba tanto que Rafe no hubiera caído en un trance de sanación aún. O, puede que lo hubiera hecho y ya hubiera salido de él sin lograr nada. Una espiral de temor me revolvió el estómago.
Lo miré fijamente, recordando lo callado que había estado durante todo el camino de vuelta y la forma en que había desaparecido en el vestíbulo. En aquel momento, debería haberme dado cuenta de que algo iba mal; y si no entonces, luego, cuando me había dado una ducha. La punta de la nariz y las mejillas se me habían quemado con el sol lo bastante como para escocerme al contacto con el agua. ¿Cómo no había caído en que Rafe debía de estar mucho peor? Con crema protectora antirradiación nuclear o no, los vampiros de los niveles inferiores al primero jamás debían exponerse directamente al sol. Todo el mundo lo sabe; hasta los que no se han criado en una corte vampírica. ¿Cómo podía haberlo pasado por alto? ¿Cómo podía haberme acostado y permitir que aquello ocurriera?
—Por favor, Rafe —supliqué, con la voz rota—. Por favor…
Sal agarró a alguien, al parecer, una sanadora del Círculo y la trajo a rastras hasta la cansa. Tenía la melena arremolinada bajo la barbilla, y unos rasgos bronceados y hermosos. Aun así, lograba no estar nada atractiva.
—¡Suéltame inmediatamente! —exigió la mujer—. ¡Esto es un escándalo!
—Parece que tenemos conceptos distintos de lo escandaloso —le espetó Sal—. Haz algo por mi amigo o te mostraré cuál es mi concepto.
La mujer enrojeció, adoptando un aspecto atroz.
—Hemos hecho lo que hemos podido. ¡La medicina convencional de poco sirve cuando el cuerpo sobre el que se ejerce ya está muerto!
—Entonces trae algo no convencional.
La discusión continuó, pero yo dejé de escuchar. Algo que no fuera convencional. Se supone que aquella era mi especialidad. Yo era la que había heredado ese poder, el que se supone que podía servir para solucionar los problemas. Pero aquello no sabía cómo arreglarlo.
Traté de reunir mis poderes, pero no vinieron a mí. Y, el tratar de reunirlos acabó tal como lo hacía siempre: con un dolor de cabeza para mí y con los poderes huyendo como un potrillo asustado. Así que traté de razonar, pero aquello tampoco resultó de ninguna ayuda.
Podía retroceder en el tiempo y advertir a Rafe, decirle que se marchara con Marlowe y los demás. Pero no creí que lo hubiera hecho… lo conocía muy bien y, aunque lo hiciera, sólo conseguiría condenar al resto de los ocupantes de nuestro coche a morir. Habíamos logrado escapar a duras penas con Rafe al volante. Jamás lo habríamos logrado sin los reflejos de un vampiro. Y él era el único vampiro que se había quedado con nosotros.
Tiene que haber algo, pensé desesperada. Algo que se me hubiera pasado por alto, algo que no hubiera…
Mis poderes interrumpieron mis pensamientos. Habían decidido regresar para vengarse. La clínica improvisada desapareció repentinamente, y fue reemplazada por una visión tan potente que no era capaz de ver otra cosa.
Caminaba por una autopista agrietada invadida de matorrales desérticos. No me topé con nadie, pero, al llegar a la cima de una colina y otear en la distancia comprobé que no estaba completamente sola. La carretera no solo estaba resquebrajada y cubierta de matojos, era un cementerio.
La luz del sol se reflejaba opaca en las superficies de coches, camiones y todoterrenos cubiertos de polvo. Estaban alineados en filas, como en un atasco oxidado, hasta donde me alcanzaba la vista. Y, aunque la mayoría de los vehículos eran de modelos nuevos, daba la impresión de que llevaban medio siglo sin moverse.
Empecé a caminar entre la chatarra, pero los coches estaban pegados unos a otros, por lo que concluí que sería más fácil caminar sobre la arena. Pero, al salir de la autopista, empecé a notar el suelo extraño. Estaba seco y me achicharraba los pies, y encima había una capa de polvo que crujía de una manera extraña bajo las suelas de mis playeras.
Entendí la razón con un segundo de retardo, y aparté los pies. Los huesos sobre los que aterricé estaban tan secos y quebradizos que se rompieron en mil pedazos. Había huesos por todas partes, estaban esparcidos como las conchas de una playa apartada. Al fijar la vista al frente, vi que la arena estaba salpicada durante kilómetros de esos fragmentos blancos y quebradizos.
Tras un minuto, seguí caminando por el laberinto; a mi paso crujían los fragmentos de los cristales de los parabrisas rotos. Algunos coches estaban como calcinados, pero no parecían seguir un patrón, aquello no era producto de un ataque. Puede que algún cristal hubiera hecho efecto lupa, prendiendo el combustible que se hubiera filtrado por el chasis de algún vehículo destrozado. Los esqueletos ennegrecidos de metal retorcido salpicaban el horizonte, moteando con manchas oscuras el campo amarillo, como las manchas de un leopardo.
Incluso los coches que no habían ardido estaban destrozados, con montones de arena y matojos que ocultaban cualquier pista de la que se pudiera deducir lo que había pasado. De cuando en cuando, me topaba con alguno con ventanas aún intactas, pero tenían tal capa de suciedad acumulada que resultaba difícil ver el interior. El polvo y el óxido habían estropeado las bisagras.
Lo intenté con una decena de los coches mejor conservados hasta que encontré uno que pude abrir a duras penas. Salió una exhalación de aire viciado, cono el aliento de una tumba, y algo se movió en el interior. Retrocedí lanzando un chillido.
En el asiento del conductor aún yacía un cadáver disecado, sujetado por un cinturón de seguridad casi completamente decolorado por el efecto del sol. Al forzar la puerta, se desgarraron los restos, haciendo que la cabeza se separara del resto del cadáver, y cayó al suelo del coche. La cara quedó mirando hacia mí, convertida en cuero por el calor seco, y de debajo de una gorra de béisbol se desprendieron unos mechones de cabello, que enmarcaban una boca petrificada en un aullido.
Me aparté tambaleándome, pero dondequiera que mirara, veía lo mismo: más coches como tumbas, cociéndose bajo el sol. De ahí procedían los huesos, comprendí tristemente. Los animales entraban en los coches que no quedaban sellados y…
Me agaché, apoyando la mano en un guardabarros, con la cabeza entre las piernas. Por un instante, pensé que iba a vomitar. Pero no ocurrió nada, tan solo se me pasaron las náuseas y logré fijarla mirada, en lo que quedaba de una placa de matrícula cubierta de polvo.
Se me aceleró la respiración, y el corazón empezó a latir con fuerza en mi pecho. Traté de quitarle el polvo de una patada, pero era una costra, así que empecé a rascarla con las uñas. Finalmente, logré descubrir una pegatina que reflejaba el año. Entonces, la miré, y los tonos se conjugaron en un borrón de colores primarios, una pegatina roja, el polvo amarillo, el cielo azul.
Era la fecha de aquel mismo año.
La visión se difuminó bruscamente, y me dejó tratando de coger aire, presa de un ataque de pánico. Unas manos me agarraron de los hombros y no me pude desembarazar de ellas. Oí voces, pero estaba histérica, hiperventilando, y no podía entenderlas. Hasta que una nueva voz pronunció mi nombre, y aquella simple palabra se deshizo en un cálido tono dorado que me envolvió como una bendición.
—Todo saldrá bien, Cassie —murmuraba Mircea una y otra vez mientras me acariciaba la espalda y el cabello. Y yo trataba de decirle que no sería así, que no saldría bien. Porque mis poderes seguían mostrándome pesadillas, en lugar de las respuestas que tan desesperadamente necesitaba. Porque no comprendía lo que trataban de contarme. Porque Rafe se estaba muriendo y no había nada que pudiera hacer para impedirlo.
—Pero sí hay una cosa que puedo hacer, dulceaţă —dijo, logrando comprenderme de alguna manera—. Al menos, puedo intentar algo. Pronto estaré contigo.
—¿Pronto? ¿Qué estás… —Abrí los ojos y me encontré medio tumbada sobre el regazo de Alphonse, que me agarraba de las muñecas, mientras Sal y Marco me miraban fijamente. A Mircea no lo veía por ninguna parte.
Antes de que me diera tiempo a decir nada, fuera se produjo un alboroto. Las puertas se abrieron y dos enormes vampiros vestidos con trajes negros entraron.
—¡Ya está! ¡Ya basta! —exclamó la enfermera—. ¡Hay claras instrucciones en lo relativo a las visitas!
Los vampiros la ignoraron y registraron la zona, inspeccionando incluso a los pacientes que había en torno a Rafe con recelo, tirando de un par de grandes mamparas blancas. Hacía tiempo que nadie las utilizaba, aunque tampoco creo que les importara mucho.
—Tenemos poco espacio y están obstruyendo los pasillos —nos informó la enfermera—. Al menos dos de ustedes deberán marcharse.
El «Claro» de Marco significaba «cuando el infierno se congele». Sal y Alphonse ni se molestaron en contestarle. Ahora tenían la atención centrada en la puerta principal con la intensidad de dos sabuesos captando el olor de una presa.
Los vampiros terminaron de colocar las mamparas rodeando la cama de Rafe, dejándonos completamente cercados, aparte de la cara que miraba hacia la puerta. Tomaron posiciones a ambos lados de la abertura y uno de ellos murmuró:
—Todo despejado.
—No pueden irrumpir aquí —balbuceó la enfermera—. Voy a llamar a los de seguridad… —Se detuvo y se volvió, viendo que la puerta se volvía a abrir.
Entró Mircea.
Miró en derredor y, con un rápido vistazo pareció comprenderlo todo: las hileras de camastros, los camilleros que se apresuraban, tratando de fingir no estar pendientes de lo que estaba ocurriendo, las cansas con manchas de ungüento, y se acercó para sentarse junto a Rafe.
Mircea lo observó un instante y se volvió hacia la enfermera, que lo miraba atónita.
—Gracias por los excelentes cuidados que le ha dispensado a mi pariente —le dijo—. No olvidaré su comportamiento.
La ironía entrelazaba sus palabras, pero ella no la captó.
—No… no… no hay de qué. De veras. Ha sido un placer hacer todo lo posible —dijo, y aún estaba hablando cuando Mircea caminó tras ella y la hizo salir del biombo tranquilamente.
Nadie siguió insistiendo en echarnos, ni hubo ninguna otra interrupción. Tampoco creo que Mircea se hubiera percatado si la hubiera habido. Su atención estaba fija exclusivamente en Rafe, que parecía sumido en un dulce sueño.
—¡Raphael! ¡Escúchame! —exclamó con la vehemencia de un látigo, exigiendo obediencia. Y, en algún lugar entre la bruma del dolor que lo había envuelto, Rafe lo oyó. Abrió casi imperceptiblemente los ojos, apenas un brillo entre la piel en carne viva—. En este momento, el propio proceso podría acabar contigo —le informó Mircea—. ¿Qué quieres hacer?
No tenía ni idea de lo que Mircea estaba hablando, pero, obviamente, Rafe sí lo entendía. Dijo algo, pero fue incomprensible. Su voz sonaba apagada, rota y yo, de repente, me sentí agradecida de no entender nada. No quería saber lo que aquellos leves sonidos rotos significaban. Una mano se cerró formando un puño de aspecto dolorido y lo apretó con una fuerza terrible sobre la blanda superficie de la cansa.
—Entonces debes estar dispuesto a luchar —respondió Mircea—. La vida no es un regalo, Raphael; es un desafío. ¡Tienes que estar a la altura!
La mirada de Mircea se había iluminado y sus ojos brillaban como caoba en llamas, adoptando un color dorado y bronceado. «Confía en mí» rogaban, salvajes y orgullosos, e infinitamente irresistibles. Aquella era la mirada que me llevaba a tomar las decisiones más estúpidas imaginables, que desembocarían irremediablemente en un desengaño. Lentamente, casi imperceptiblemente, Rafe asintió.
Y Sal tiró de mí para que me levantara y saliera de la mampara. Miré a mi alrededor y me encontré rodeada de la familia. Sal y Alphonse estaban ahí, junto con Marco, los dos vigilantes de seguridad y Casanova, que había logrado parecer afable y agotado a la misma vez.
—¿Qué estás haciendo? —dije, forcejeando mientras Sal tiraba de mí, llevándome hacia la entrada—. ¡Suéltame! ¡Quiero quedarme con Rafe! —Había levantado la voz tres octavas en aquella corta frase, lo cual significaba que estaba más cerca de perderla de lo que creía.
Traté de deshacerme de ella, pero, por supuesto, no sirvió de nada, aunque pude escuchar sus palabras antes de tratar de transportarme.
—Es privado —dijo tajantemente.
—¿Qué es privado? ¿Qué está pasando?
—Mircea va a tratar de romper el vínculo de Tony con Raphael —dijo Sal, mordiéndose el labio—. Normalmente, no sería muy difícil, pero teniendo en cuenta lo débil que estaba Rafe…
—¿De qué estás hablando? ¿Qué más da quién sea su maestro si no puede salvarlo?
—Ya has oído lo que ha dicho el camillero. Tiene demasiados daños como para poder hacer nada, tampoco creo que se hayan molestado mucho hasta que hemos llegado. Le echaron un vistazo y concluyeron que era un caso perdido.
Se sentó de golpe en una de las sillas que Alphonse y Marco habían traído e hizo que me sentara en la otra. Estábamos junto a una pared cerca de la entrada, en una de las pocas zonas sin camastros. Habían apartado un revoltijo de equipamiento médico, sillas de ruedas, camillas y portasueros. Inútiles en aquel momento. Como nosotros.
—¡No entiendo qué van a conseguir cambiándole de maestro! —Sentía inquietud, enfado y una extraña tensión en el pecho, como si no pudiera respirar bien. Como si solo pudiera hacer algo; explotar.
—Mircea hizo a Tony, pero Tony hizo a Rafe —dijo sal, lacónicamente—. Y la sangre es la vida.
Llevaba toda la vida oyendo aquella frase; era un mantra entre los vampiros. Pero, en aquel momento, no entendí por qué lo pronunció.
—¡Pero a Rafe no le está ayudando su sangre!
—Porque es de Tony —replicó Sal, como si yo estuviera siendo demasiado lenta—. No tiene el poder suficiente para poder sanar semejantes heridas. Pero Mircea no es Tony.
Alphonse resopló.
—Ni de coña.
—Adquirimos nuestra fuerza en parte a través de nuestras propias habilidades y en parte las recibimos de nuestro maestro —me explicó sal, extendiendo el brazo para coger un cigarrillo. Se dio cuenta de que había dos bombonas de oxígeno cerca y se detuvo, con aire de frustración—. Cuanto más poderoso sea el maestro, más poderosos serán sus sirvientes. Si a Rafe le queda fuerza suficiente para absorber la sangre de Mircea, para permitir que él sea su nueva fuente de vida, sanará.
—¿Y si no lo logra?
—¿Tú qué crees? —dijo con sequedad, obviamente harta de tanta preguntita. Alzó la vista y miró a Alphonse—. Necesito una copa.
—Manda a Marco —dijo él, acomodándose apoyado contra la pared, con aspecto de pretender quedarse así permanentemente—. Si el maestro lo logra, se quedará muy débil. Y, en este momento, todo el mundo ya debe de saber que está aquí. Si alguien quisiera atacarle, este podría ser el momento.
—Ha traído guardias con él —dijo Sal.
—Dos. —La voz de Alphonse destilaba desaprobación—. Tengo a diez más en camino, y no me moveré de aquí hasta que no lleguen.
—Tengo vigilantes —añadió Casanova, con aire ofendido—. Por no mencionar a los matones que el Senado me ha mandado.
Por una vez, Alphonse se abstuvo de hacer ningún comentario sarcástico sobre la calidad de la caballería de Casanova.
—Y ahora tienes más.
Sal me miró y yo le devolví la mirada, desafiante. Yo tampoco iba a moverme de allí, hasta que supiera qué iba a pasar con Rafe. Ella suspiró.
—Iré yo. Este puto sitio es deprimente. ¿Qué os traigo?
En cuanto se marchó, me acerqué a Alphonse.
—¿Cómo va a debilitarse un maestro de primer nivel por convertir a alguien? ¡Si lo hacen constantemente!
Alphonse apoyó la cabeza en la pared. Por un instante, creí que ni se molestaría en contestar. Pero entonces, me miró y yo debía de parecer muy desesperada, porque suspiró.
—Para un maestro, convertir a un humano sin poderes no es ningún problema —me explicó—. Tres mordidas sucesivas del mismo vampiro y ya está. Pero Rafe ya estaba convertido.
—¿Y?
—Así que, para romper el vínculo, Mircea tiene que extraerle a Rafe toda la sangre de Tony y reemplazarla con la suya. Normalmente, es agotador, pero no es difícil. La sangre de un maestro de primer nivel es jodidamente potente, así que no tarda mucho. Pero Rafe está tan mal, que Mircea va a tener que transferible energía extra sólo para que pueda sobrevivir al cambio.
—Y eso significa quedarse con muy poca energía, lo cual es muy peligroso —adiviné, deseando no haber preguntado nada.
Alphonse miró ceñudo a dos celadores que merodeaban por allí cono dos adolescentes encandilados desde que Mircea había aparecido. Enseguida, dieron con un lugar mejor en el que estar.
—El maestro va a perder una gran cantidad de energía tanto si funciona como si no —murmuró—. Estoy aquí para ocuparme de que no tenga que pagar por ello.
No parecía haber mucho más que decir, después de aquello. Los tres nos quedamos ahí sentados, en silencio, inmóviles y, en el caso de los vampiros, sin respirar siquiera. No podría decir lo que sentían Casanova y Alphonse, porque habían adoptado el rostro inexpresivo que utilizan los vampiros cuando no necesitan impresionar a los humanos. Pero yo estaba nerviosa, triste y me sentía completamente inútil.
Por alguna razón, mi cerebro se puso a pensar en los regalos que Rafe solía traerme cuando iba de viaje. Siempre eran muy meditados, adaptados a lo que en aquel momento necesitara. Cuando era una marimacho traviesa, me regaló un casco de gladiador romano de plástico y una espada a juego, con la que yo solía perseguirle por los pasillos de la granja de Tony. Cuando era adolescente y quería aparentar más edad, me traía perfumes de París, en frascos de tamaño infantil, pero que contenían fragancias para adultos. Y justo antes de escapar de casa de Tony, Rafe me había pasado mi primer carnet de identidad falso.
Jamás me había pedido nada a cambio, ni jamás me había parecido que esperara ni quisiera nada. Probablemente, era la única persona de mi vida de la que podía decir eso. Y ahora, se estaba muriendo.
Yo no suelo ser una persona violenta. Había visto tanto dolor durante mi niñez, que para mí había perdido todo su glamur, incluso antes de que todo Dios empezara a atacarme. Así que, en unos minutos, supe identificar la sensación que me inundaba las mejillas y se retorcía en mi estómago. Ignoraba quién estaba tras el ataque de aquel día, ni siquiera estaba segura de que hubiera algún responsable. Pero sí sabía una cosa.
Si alguna vez lo averiguaba, lo mataría.