11

Una retahíla de palabras furiosas en francés fue la respuesta a mi llanada.

—¡Tengo hasta las cuatjo! —me informaron desde detrás de la puerta—. ¡Vete!

Volví a llamar a la puerta, con cuidado, porque una bruja de mala leche no es algo que se deba torear a la ligera. Especialmente, cuando conoce un buen número de hechizos arcaicos, como era el caso.

—Françoise, soy yo.

La puerta se abrió enseguida y, tras ella, apareció una morena terriblemente descontenta. Su larga melena estaba desaliñada, su sofisticado vestido de verano verde y blanco estaba lleno de polvo y tenía una bolsa de basura en la mano. Por la forma que tenía, parecía contener casi toda su ropa.

—¡Cassie! —Abrió los ojos y, un segundo después, me encontré sepultada en un abrazo triturahuesos—. ¡Estaba tan preocupada! ¡Temía que el Cíjculo te hubiega llevado a MAGIA!

—Lo hicieron.

Pego… ¿cómo escapaste? ¡Dicen que ha quedado destjuido!

—Es una larga historia. —Miré la bolsa de basura—. ¿He de suponer que te han desalojado?

Volvió a fruncir el ceño.

—Casanova, dice que el Senado nesesita mi habitasión paga uno de los sigvientes del Cígculo. ¡Así que tengo que igme! ¡Hoy!

—Le está pasando a más de uno.

—Pensaba pgeguntajte si me podía quedaj contigo —confesó.

—Qué coincidencia.

Mais, c’estimpossible! ¡Tú eges la pitia!

—Y a la Cónsul le gustan con vistas.

Françoise soltó un par de comentarios poco compasivos sobre la Cónsul. Como los pronunció en francés, idioma que se supone no conozco, no la contradije. También hay que decir que todo era cierto.

Me acerqué tambaleándome a la cansa. Sólo pretendía sentarme, pero juro que aquel colchón estaba hechizado. Casi me tragó. Traté de quitarme los zapatos, pero el barro los había soldado a mis pies. Concluí que me daba igual.

Me quedé ahí tumbada unos minutos, escuchando a Françoise destrozando la habitación.

—¿Alguna idea? —pregunté al final.

Françoise hizo una mueca.

—Randolph tiene un apagtamento.

—¿Randy? —Abrí un ojo y vi que se había sonrojado un poco—. ¿Alto, alimentado a base de maíz, con pelo rubio de punta y con unos bíceps como piedras? ¿Ese Randy?

—Cuando se entegó de que sus empleados tenían que majchajse me llamó.

Rodé en la cansa poniéndome boca abajo y apoyé la barbilla en la mano.

—¿Ah, sí?

El sonrojo se tornó en rubor.

—Tiene una habitación de sobja.

Ahá. —Y estoy segura que quería que ella se quedara en esa habitación.

Lanzó un suspiro.

—Es muy atjactivo, ¿vejdad?

—Sí. —Si te gustan los surferos trasquilones, Randy es tu hombre. También era una buena persona, para tratarse de alguien poseído por un íncubo—. Y, ¿cuál es el problema?

Françoise me lanzó una mirada.

—¡Sabes muy bien cuál es el pjoblema!

—No va a chuparte la sangre —le aseguré. Para empezar, ella podía hechizarle.

—¡Ya lo sé! —Llenó otra bolsa con la almohada y la manta extra que había en el armario, la lamparilla de noche y la plancha del hotel cuyo cable cayó al cogerla.

—¿Entonces qué es lo que pasa? Y necesitas la cosa esa larga, fina y negra. —Parecía no tener ni idea—. Hace que funcione —añadí, ella asintió y se agachó para coger el cable de debajo de la cansa.

Françoise tenía problemas con los aparatos modernos. Entendiendo por «moderno» todo aquello que hubiera sido inventado después del siglo diecisiete, que es cuando nació y cuando conoció a una panda de magos con aires emprendedores. Los duendes pagarían a precio de oro una bruja atractiva, joven y fértil que los pudiera ayudar con su problema demográfico, pero la mayoría de las posibles candidatas, o estaban muy bien vigiladas o eran demasiado poderosas para hacerse con ellas por medios pacíficos. Pero los magos habían pillado a Françoise en un momento de vulnerabilidad y la vendieron en una subasta de esclavos en el Reino de la Fantasía.

Al parecer, había vivido con los duendes unos años, hasta que encontró la oportunidad de escapar, sólo para descubrir al volver que, en nuestro mundo, habían transcurrido cuatrocientos años. Vamos, que dejaba al Rip van Winkle de Washington Irving en plantillas.

—¿Esto? —levantó el cable.

—Servirá.

Lo metió en la bolsa, se subió a la capea y descolgó un cuadro de la pared.

—Están esas otjas mujeges —me dijo, tirando del cuadro—. Le he dicho que no voy a estar en… ¿cómo se dice? ¿Muchas mujeges paga un solo hombge?

—Un harén.

Oui. ¡No voy a fojmaj ningún hagén! —dijo y tiró aún con más fuerza. El cuadro saltó de la pared, cruzó volando la habitación y golpeó la puerta, haciéndole una hendidura. Françoise bajó de un salto y miró el desaguisado. El marco estaba un poco flojo, pero le debió de dar el visto bueno, porque fue directo a la bolsa.

—Yo sé cuál podría ser el problema. Tiene que alimentar a un íncubo.

—Le he dicho que se deshaga de él —me explicó, haciendo uno de esos gestos típicos de los franceses que significan todo y nada—. Pero, non. «Me ha cambiado la vida» —dijo, imitándole.

—Puede que sea así —dije, con cautela—. Casanova recluta a muchos de sus chicos en los pequeños pueblos donde piensa que tienen poco futuro.

Ahoga está aquí —dijo, enfadada—. Ya no lo necesita. ¡Cjeo que es a las mujeges a lo que no quiere genuciag!

Traté de hallar alguna respuesta, pero tenía la cabeza demasiado saturada, demasiado descontrolada. Había un montón de pensamientos y sentimientos que no quería analizar luchando por ver la luz. Me preguntaba si Mircea seguiría sintiendo lo mismo, ahora que el hechizo ya no nos mantenía unidos. ¿Querría a otras mujeres? ¿O acaso ya tendría a una?

Él procedía de una época en la que era normal tener una mujer que hiciera de anfitriona, y una o dos amantes con las que jugar a otras cosas. Y jamás había estado en su corte en el estado de Washington. Y eso, a pesar de que él se había enterado de mi existencia cuando yo tenía once años, tras una llamada de Raphael, su títere infiltrado en la corte de Tony.

Mircea era el amo de Tony lo cual, por la ley vampírica, le permitía quedarse conmigo. Poniéndonos en lo mejor, quizá esperara que yo heredara el puesto de pitia y les ofrecería a los vampiros la oportunidad de controlar ese tipo de energía. Poniéndonos en lo peor, yo era clarividente, y las que lo éramos no llegábamos a una docena. No obstante, él había decidido dejarme crecer en casa de Tony, en lugar de llevarme a la corte con él.

Yo siempre había supuesto que lo había hecho para asegurarse de que el Círculo no se enterara de mi existencia. Tenían interés en todo el que poseyera poderes mágicos en general, y en los clarividentes en particular, y podrían haberle dado problemas. La corte de Tony tenía un perfil muy inferior a la de Mircea, por lo que era más segura. Pero ahora me preguntaba si también habría alguna otra razón.

Una hermosa razón de ojos negros.

Gruñí y me eché un brazo sobre los ojos. ¡Maldita sea! Cuando se trataba de Mircea, sólo surgían preguntas, jamás respuestas. Aquello empezaba a durar demasiado.

Me dolían la cabeza y el cuerpo, y sólo quería dejar de pensar un rato. Pero había algo en aquellas fotos que me perturbaba. De súbito, me di cuenta de que Mircea no aparecía en una sola foto, lo cual me pareció extraño, teniendo en cuenta la cantidad de fotos que había. Yo había supuesto que era él el que las hacía, pero, que yo recordara, la mujer no miraba a la cámara en ninguna de ellas. Era como si ella no se diera cuenta de que se las estaban haciendo.

Así que, ¿qué diablos estaba pasando? ¿Había pagado a alguien para que hiciera las fotos por él?, ¿para que la siguiera? Y si así era, ¿por qué? ¿Por qué no tomarla, si estaba tan embelesado? ¿Por qué iba un vampiro maestro a necesitar seguirle los pasos a nadie?

Sólo se me ocurrían un par de razones, y ninguna de ellas me parecía muy probable. ¿Acaso ella pertenecía a otro maestro o a otro miembro del Senado? En ese caso, sí, él podía negarse a renunciar a ella. Pero los maestros siempre le han seguido la pista a sus sirvientes, y Mircea era perfectamente capaz de remover cielo y tierra con tal de conseguir lo que quería. Si tan motivado estaba, habría dado con algo o con alguien que el maestro hubiera aceptado a cambio de aquella mujer.

Así que, ¿acaso habría sido ella también senadora y lo habría rechazado? Aquello parecía aún menos creíble. La mayoría de los vampiros concebían la sexualidad como otra mercancía más con la que comerciar. No me imaginaba a ninguna senadora rechazando las insinuaciones de Mircea, cuando probablemente le reportarían una importante alianza política. Los vampiros casi siempre pensaban en términos de pérdidas y ganancias, también en lo relativo a las relaciones íntimas. Y, rechazándolo, no habría beneficio posible.

Así que sólo me restaba una idea, y no me gustaba precisamente. Hacía poco, el Senado había sufrido algunas pérdidas derivadas de la guerra. ¿Podía ser que la mujer de las fotografías fuera una de las senadoras que habían muerto? ¿Sería aquel álbum algún tipo de tributo que Mircea había hecho a su amor perdido?

La idea de que pudiera haber estado fingiendo interés en mí estando de luto por alguien a quien había aneado durante décadas, quizá siglos, me dejaba físicamente deshecha. Y lo que más me dolía era que a él ni siquiera le había hecho falta seducirme para conseguir tenerme a su lado. Yo ya estaba ahí. Sólo que él no se había percatado.

—¿Qué te pasa? —preguntó Françoise, con voz preocupada.

Me di cuenta de que no la había estado escuchando, pues estaba demasiado ocupada pensando en mi desastrosa vida amorosa. Me incorporé y traté de mostrarme inexpresiva, pero ella enarcó una ceja. Maldita sea. Hacía mucho tiempo que tendría que haber aprendido a controlar la expresión de mi rostro con naturalidad. Pero había perdido la práctica.

—Nada. Es que… creo que sé cómo te sientes.

Se mostró sorprendida.

—Lord Mijcea, ¿tiene otja novia?

—No lo sé. —Me levanté y empecé a caminar, pero los malditos tacones me hacían daño. Me volví a sentar—. No sé nada. Nunca hablamos.

Pourquoi pas?

—Últimamente está siempre fuera, por asuntos del Senado. Y, cuando lo veo, tiene tantas cosas en la cabeza que es difícil sacar el tema de nuestra relación. —Ante la posibilidad de una guerra, la política, y la amenaza de un mundo sobrenatural a punto de explotar, aquel tema resultaba algo trivial. Pero la consecuencia era que, no sé por qué, había acabado casada, al menos desde el punto de vista de los vampiros, con alguien de quien apenas sabía nada.

Debegías hablaj con él —aconsejó Françoise, mirando la lámpara del techo. Afortunadamente para el Dante, estaba atornillada al techo.

—Sí. —Sólo que cada vez que lo intentaba, hablar no era precisamente lo que acabábamos haciendo. Por no mencionar el hecho de que no tenía ni idea de cómo sacar el tema de una ex amante recientemente fallecida. O lo que quiera que fuera.

Françoise arqueó una ceja e iba a decir algo, cuando un golpe en la puerta me salvó. Ella alzó los brazos, se volvió y la abrió rápidamente. Ahí estaba Randy, con aspecto avergonzado, en la medida en que un tipo ataviado con unos vaqueros negros apretados y una camisa ajustada marcando músculo podía estarlo. Bueno, creo que era una camisa. Podría llevarla hasta pintada.

—¿Qué haces aquí?

Él se encogió de hombros, tensando un montón de músculos.

—He pensado que podría ayudarte a llevar tus cosas. Adonde vayas —añadió, en cuanto a Françoise se le ensombreció el rostro.

—Aún no hemos decidido dónde ij —contestó, tratando de mostrarse indiferente.

—Creo que conozco un sitio —le dije, levantando mi dolorido cuerpo de la cansa.

Unos minutos después, Randy, Françoise, sus bolsas de basura y yo llegamos a lo que en otro tiempo había sido una barra de bar en la cuarta planta del hotel. Recientemente, había sufrido un desafortunado incendio y aún estaba en obras. La planta reconstruida olía a barniz y el cemento de las paredes aguardaba aún la pintura. Probablemente, era el único lugar tranquilo de todo el hotel.

Desgraciadamente, tranquilidad era lo único que el almacén del bar tenía que ofrecer. Aquello era minúsculo, no había baño y tuvimos que mover algunas cajas de guirnaldas de plástico y paquetes de especias para hacer sitio y meter la segunda cansa. Pero era habitable. Lo sabía porque, hacía no mucho, aquella había sido mi habitación.

—Vale. Es… acogedor —dijo Randy, mirando en derredor.

—Esto era un trastero.

—Nunca se me habría ocurrido. —Lo fulminé con la mirada y él se encogió de hombros.

—Al menos, nadie os va a echar de aquí. —No, no lo creía. Ningún vampiro que se preciara se metería allí por nada del mundo.

—Me gusta —proclamó Françoise, tratando de circular por el pasillo de alrededor de un centímetro de ancho que quedaba entre su cama y la pared.

—Es sólo algo temporal —prometí.

—Sí. Lord Mijcea buscagá algo paga ti. —La vi eliminando mentalmente mi cama.

Había pensado en la habitación de al lado. Era más pequeña, pero mucho más colorida que aquella, con una vidriera que representaba una batalla y que ocupaba toda la pared. La ventana había sufrido un desafortunado percance, (cosa que, últimamente, ocurría con bastante frecuencia cada vez que yo aparecía), y aún no la habían reemplazado. Habían grapado en el hueco una lona con una impresión similar, pero no aislaba del calor. Tenía que preguntarle a Casanova para cuándo estaría lista la nueva vidriera.

Pero aquello podía esperar. En aquel momento, había asuntos más apremiantes. Dejé a Françoise para que se acomodara a su gusto y cogí prestada la llave de su antigua habitación. Con suerte, me daría tiempo a darme una ducha antes de que me volvieran a echar.

Me desperté unas horas después, al oír un golpe y un grito. El segundo comenzó en un falsete y concluyó en un tono barítono, que me bastó para saber que no provenía de Françoise, aun antes de que sonara la blasfemia. Me tensé, abrí los ojos de par en par y vi una enorme sombra de dos metros y medio acercándose a mí. Grité.

—Querida, ya sé que es la misma peluca del año pasado —dijo alguien con tono cortante—. Pero es de Liza. Es intemporal.

Extendí la mano y se encendió la luz del techo, y la sombra resultó ser una mujer de dos metros y medio frotándose la espinilla. Parte de su altura se debía a la mencionada altísima peluca negra y la otra parte a las plataformas de dieciocho centímetros. El resto del paquete venía envuelto en una funda ceñida y lo suficientemente corta como para considerarla una camisa hecha de pajaritas negras con lentejuelas. Se le tensaba a la altura de unos hombros más anchos que los de la mayoría de los hombres, dejando al aire unas piernas muy musculosas. El efecto general era el de un jugador de rugbi disfrazado de mujer.

—¿Quién eres tú? —pregunté con tono estridente.

Me llevó un minuto darme cuenta de lo que era, porque se trataba, en efecto, de un jugador de rugbi disfrazado de mujer.

Pareció sentirse insultada.

—Querida, ¿dónde vives? ¿En la Luna? Soy Des Fasada.

Me limité a mirarla.

—¿Una de las tres Des?

Negué con la cabeza.

—Antes éramos «Las dos Des», pero se unió otra más…

No tenía ni idea de lo que me estaba hablando, pero, tras un vistazo rápido, supe que quienquiera que fuera, no tenía pinta de ir armada. A menos que llevara un arma debajo de aquella enorme peluca. A decir verdad, que podría llevar una AK-47 debajo y nadie se daría cuenta.

—¿Qué haces en mi habitación? —le pregunté, algo más calmada.

—Esto ya me lo sé: llevas varias copas de más, buscabas el baño y has entrado aquí. Está bien, querida, pero esta no es tu habitación.

—Sí lo es, desde este mismo momento —repliqué, malhumorada, mirando a mi alrededor.

A Françoise no se la veía por ninguna parte, probablemente estaría con Randy. Él la había invitado a cenar y ella, a su vez, me había invitado a mí, pero Randy me había lanzado una mirada de corderito degollado a espaldas suyas y, de todas formas, estaba demasiado cansada para comer. Por no hablar de que la única ropa limpia que tenía era una camiseta del Dante y unos pantalones deportivos que me había comprado en la tienda de suvenires para ponérmelos para dormir. Nadie había sabido decirme dónde estaba mi equipaje y Françoise usaba dos tallas más que yo

—¿Qué quieres? —pregunté, peinándome con los dedos.

—No hay por qué ponerse insolente. Y si no quieres despertarte en el almacén sin saber cómo has llegado hasta allí, deja la botella.

—¡Yo no bebo! Y sé perfectamente cómo he llegado hasta aquí. Estaba… ¡espera un momento! —Me detuve, la miré a ella y luego la puerta aún cerrada con el pestillo echado—. ¿Cómo has entrado?

Des no me estaba escuchando. Había extraído de su enorme escote un teléfono móvil con incrustaciones y hablaba por él, sujetándolo con sus uñas pintadas color carmesí.

—Ponme con Des Cocada —dijo, y se quedó en silencio un instante—. ¡No me vengas con esas! ¡Dile que deje de emperifollarse y que coja el maldito teléfono! —Se produjo otra pausa y puso los ojos en blanco—. ¡Qué tonta de los cojones es Des Cocada! —me dijo—. Debería llamarse De Crepita, la muy zorra debe de andar por los sesenta. Ningún maquillaje va a ocul… hola, Des, preciosa…

El estómago me rugió, lastimero, un contrapunto a la palpitación que sentía en la cabeza. Lo último que había comido había sido en el desayuno, con Mircea y eso fue… ni siquiera estaba del todo segura. Hacía mucho. Me puse a buscar mis zapatos.

—Bueno, no lo sé ¿ah sí? —preguntó Des—. La única persona que hay aquí, aparte de mí, es una borracha sudada con la ropa arrugada…

Me miré y luego la miré fijamente. Me lanzó un beso, pero no se disculpó. Encontré un zapato bajo la cama de Françoise, pero no encontraba el otro por ninguna parte. Había desaparecido, como un calcetín en una secadora.

Des estuvo gruñendo al teléfono un rato más y, luego, colgó.

—Han aplazado el ensayo y ni se han molestado en avisarme. —Me miró mientras yo gateaba por el suelo—. ¿Qué estás haciendo?

—Tratando de encontrar el otro zapato. —Le mostré el que había localizado y ella me lo arrebató soltando un chillido.

—¡Oh, Dios Santo! ¡Es una sandalia estilo gladiador de Jimmy Choo!

—¡Ajá! —Sal las había elegido. Eran un poco llamativas pero, al menos, todas esas correas las habían mantenido fijas a mis pies. De otra manera, a los moratones se habrían unido unas plantas de los pies completamente laceradas.

Des levantó la sandalia con delicadeza, poniéndola a la altura de su cara. La parte superior se había estropeado un poco tras mi última peripecia, y el tacón estaba cubierto de barro y había perdido la tapa. Acarició los laterales con cuidado.

—Oh, pobrecita, pobrecita mía.

En otro tiempo, a mí también me había gustado la moda, tanto como mi escueto presupuesto me permitía. Pero, últimamente, me interesaba más poder correr con los zapatos en cuestión, que el nombre que hubiera escrito en la caja. Y jamás había acunado un zapato.

—Es sólo un zapato —dije, con impaciencia.

Lo apretó contra su enorme pecho, mirándome furiosa.

—A la gente como tú no le deberían permitir vestir de marca. —Colocó una enorme pantorrilla en la cama y una de sus largas uñas señaló sus relucientes plataformas rojas—. ¿Ves éstas? Tienen cuatro años y ni un solo arañazo. ¡Y no son de marca!

—Ha sido un día duro.

Agitó la cabeza con tanta fuerza que casi se le cae la peluca.

—Eso no es excusa. A todas nos ha pasado, pero una primero se quita los zapatos de diseño y sólo entonces, echas la pota.

—¡No estoy borracha!

Estaba demasiado ocupada mimando la sandalia como para escuchar.

—Podría comprarme unas como éstas.

Miré sus pies, de unos cuatro metros.

—No creo que tengan de tu número.

—¡Oh, venga ya! ¿Qué representa un poquito de sangre? Me vendaría los pies cono una geisha si me las pudiera permitir…

—Pues yo las cambiaría por unas playeras y una buena comida —murmuré, alcé la vista y me topé con unas gigantescas pestañas postizas aleteando frente a mí, como unas mariposas furiosas.

—¿De veras? —me preguntó Des, casi conteniendo la respiración.

—Sí. Si no consigo comer algo pronto, me voy a…

Me empujó contra la pared, la atravesé… y continué cayendo. Empecé a deslizarme por lo que parecía un tobogán acuático, sólo que sin agua. En su lugar, había una mancha borrosa de colores y se oía un estruendo, a continuación, caí cabeza abajo en una alcoba. Tenía el suelo de madera sin lijar, las paredes de estuco y una cabina con un cartel de «no funciona».

Había una cosa marrón llena de barro justo frente a mi nariz. La cogí.

—¡Mi zapato!

—Mi zapato —dijo Des, dando un traspié y saliendo del muro que había tras de mí. Me lo arrebató de las manos—. Unas playeras y una comida, ese era el trato ¿no?

—Sí, pero… —Miré la pared de la que acabábamos de salir—. ¿Había un portal en mi habitación?

—¿En serio? —Des se asomó por unas cortinas rojas de terciopelo que había frente a la alcoba.

—¿Por qué?

—Porque esto antes era una discoteca donde bailaban no muertos —miró por encina de su enorme hombro—. ¿Cómo crees que los metían y sacaban? ¿Haciéndolos atravesar la planta principal del casino para que pudieran jalarse un par de turistas por el camino?

Fruncí el ceño.

—No puedes ir por ahí contando esas cosas. Me acabas de conocer. Podría ser normal…

—Scrim.

—¿Qué?

—Todas, Des Cocada, Des Pechada y yo. Todas somos scrims.

—¿Y qué más da? —Los scrims eran magos que no emitían demasiada energía mágica. Sus habilidades variaban desde los que eran muy buenos magos, a los que no podían ni lanzar un simple hechizo. Como los Inadaptados, no eran muy populares en la comunidad mágica, pero tampoco los encerraban, porque nadie los percibía como una amenaza.

—Los scrims podemos detectar la magia —explicó con impaciencia. Somos como sabuesos cuando captamos un olor, nos atrae como la moda a las travestis y, por cierto, las zorras esas con las que trabajo matarían por esos zapatos. Literalmente. Puedes acabar con un tacón de aguja clavado en el cuello. Tenemos que ir con cuidado.

—Mira, sólo quiero un sándwich…

—Te crees que todo gira a tu alrededor, ¿verdad? —susurró—. Esto es un acto de piedad. Tengo un amigo que puede restaurar estas bellezas y devolverles todo su esplendor, pero tengo que pasarlas sin que esas brujas las vean. ¡Oh, mierda! ¡Por ahí viene una!

Des cerró las cortinas de golpe y se metió los zapatos en su ya de por sí excesivamente rellena delantera. Acababa de hacerlo, cuando la cortina se volvió a abrir mostrando tras ella a una «mujer» alta y demacrada, ataviada con un vestido de malla negro transparente, unas pegatinas de lentejuelas tapándole los pezones y unos provocativos pantalones de satén. Llevaba un pintalabios violeta; en sus largas pestañas postizas llevaba unas plumas también violeta y su inexpresivo rostro evidenciaba un exceso de bótox.

—Eso ya estaba pasado de poda en los ochenta —dijo, arrastrando las palabras, mirando con recelo los pechos, ahora ultrapuntiagudos, de Des.

Des me rodeó los hombros con un brazo.

—Mira querida, esta es Des Fallecida…

—¡Des Cocada! —exclamó, con tono cortante.

—No te emociones tanto, cari. Se te puede descolgar la frente.

Alguien se echó a reír y se acercó lentamente ocupando el amplio espacio que el escuálido cuerpo de Des Cocada dejaba. «La» recién llegada era una afroamericana de dos metros con una peluca rubia, ataviada con un vestido rojo largo de lentejuelas por el que se desbordaban sus amplias curvas.

—Es lo que le estaba diciendo. Podríamos llamarla Des Compuesta.

Con ese comentario se ganó la mirada furiosa de su compañera de número.

—Como si tú nunca te hubieras retocado. ¿Tienes más de cuarenta y ni una sola arruga?

La nueva se recorrió el cuerpo con las manos, cubiertas con unos guantes largos rojos de satén.

—Y todo es natural, nena. ¿No has oído eso de que la negrura nunca arruga?

—¿Vamos a ensayar o no? —preguntó Des Cocada—. ¡Estrenamos en dos días!

—Voy a tomarme algo primero —le dijo Des Fasada, tirando de mí y haciéndome pasar por el minúsculo espacio que quedaba entre las dos drags.

—¡Unos kilos más y lo que se va a arrugar es tu culo, que te va a explotar con ese vestido! —se oyó tras nosotras, mientras entrábamos en un oscuro bar.

Estaba ambientado como un salón del Salvaje Oeste, con una barra larga, mesas redondas de madera, serrín en el suelo y un par de puertas batientes antiguas. Las atravesamos y entramos en una ciudad fantasma. O, al menos, la idea que tenían en el Dante de lo que es una ciudad fantasma.

La mayoría de los casinos de la ciudad tendían a huir del pasado decadente de Las Vegas, pero allí no. En el Dante habían puesto interés en mantener su fama de ser la patria del mal gusto, la excentricidad y lo salvaje. «Cuanto más excéntrico, más temible», rezaba el lema del Dante.

En un principio, la ambientación general del casino consistía en varias versiones del infierno, como bien ilustraba el vestíbulo. Pero, con el tiempo, habían introducido un batiburrillo de elementos sobrenaturales. Cuantas más cosas hubiera para distraer la vista, menos probabilidades había de que alguien se diera cuenta de que no todas las actuaciones eran trucos.

Y en ningún sitio era tan evidente como en la pista principal del casino. Las veredas de madera crujían y rechinaban, aunque nadie las pisara. Había amarraderos por todas partes para unos caballos fantasmales que sólo aparecían reflejados en los escaparates de cristal ahumado frente a los que se encontraban. Había un depósito elevado de agua en un extremo, con un hombre ahorcado balanceándose suavemente bajo una brisa inexistente. Y el cielo estaba perpetuamente oscuro, aparte de unos cuantos relámpagos falsos que resplandecían ocasionalmente.

Por supuesto, aquello era Las Vegas, lo cual significaba que los locales de madera añeja estaban atestados de carteles de neón con forma de cactus fluorescentes, copas de martini parpadeantes y esqueletos bailando claqué. Había un cartel publicitario que rezaba: «Gasta y arrastra» en el exterior del salón del que acabábamos de salir. Había turistas por todas partes.

—¡Mira eso! —Des estaba indignada—. No haría una de esas colas ni por unas rebajas del setenta y cinco por ciento en Saks en la Quinta Avenida, cuanto menos por un taco de Tombstone.

—Me da igual. En este momento, cualquier cosa que me pueda meter en la boca me vale.

—¡Oh, cariño, si fueras hombre! —suspiró, y me metió en la vorágine de la avenida principal.

No sólo estaba más concurrida de lo habitual, también estaba todo más asqueroso. Junto con los turistas vestidos de camisetas chillonas y los empleados del Dante vestidos de traje y con la cara pintada había un gran número de mirones pálidos y elegantes observando el tumulto con ojos cansados. Los sirvientes de los senadores habían llegado en masa y la medianoche era la hora de la comida. Y aquella calle era un bufé andante.

—Eso es ridículo —exclamó Des, mientras la gente trataba de posar con ella. Supongo que creían que era una de las artistas que aparecían por todas partes para hacerse fotos con los turistas. Sólo que éstas llevaban una versión gótica de la indumentaria del Lejano Oeste, no iban con las pajaritas brillantes de Des.

—La verdad es que podría llamar al servicio de habitaciones.

—De ninguna manera. Un trato es un trato. —Localizó un hueco entre la muchedumbre y tiró de mí hasta él.

Desembocamos en una estación de tren llamada Última Parada. Se trataba de una churrasquería repleta de conductores con la cara pintada de blanco, unas ojeras muy marcadas y el pelo estilo Bitelchús. Entre otras cosas, en el menú había Chuletones de Tickets Picados, Filetes Terminator y Costillas Sin Retorno. Olía suficiente como para que mi estómago se quejara sonoramente, pero aquel lugar estaba hasta la bandera y la cola daba la vuelta a la esquina.

Des me aparcó junto al cartel del menú.

—Conozco a uno que trabaja en la cocina. Quédate aquí. Vuelvo enseguida. —Zigzagueó entre la multitud como una excavadora con tacones, echando a los turistas a los lados.

Me apoyé en el cartel, tratando de evitar ser atropellada, observando a la gente que pasaba. Unos minutos después, vi una morena con un vestido de satén con encajes negros y burdeos paseándose por la calle, flirteando, riendo, posando para hacerse fotos, y acercándose cada vez más a tres vagabundos quizá demasiado pálidos.

La artista se detuvo cerca del grupo para colocarse bien una liga, sonriéndoles con coquetería. Obviamente, le encantaba que la miraran, y la gente lo hacía con descaro. Expandió aún más la sonrisa cuando la rodearon y no se apagó ni cuando empezaron a acariciarle los brazos. Y seguía sonriendo cuando empezaron a alimentarse de ella.

Era una forma de hacerlo, succionarle la sangre a través de la piel, convirtiéndola en moléculas tan pequeñas que ella ni se daba cuenta, pero tres para una era demasiado. Tres vampiros hambrientos podían desangrar a un ser humano en menos de un minuto, y ya empezaba a tambalearse. Miré a mi alrededor, pero no había guardias de seguridad por ninguna parte. Maravilloso.

Crucé la calle a toda velocidad antes de que me diera tiempo a detenerme a pensaren algo, justo al mismo tiempo que se acercaba un vampiro maestro en el sentido contrario. Agarró a la chica y la arrojó hacia un grupo de turistas japoneses. Afortunadamente, empezaron a hacerse fotos con ella mientras los miraba aturdida, con las mejillas blancas, bajo un generoso sonrojo.

Suspiré aliviada. Al parecer, el Senado tenía su propio sistema de seguridad y él parecía estar bastante cabreado. El maestro levantó en volandas a uno de los tres delincuentes, agarrándolo por sus costosas solapas, lo miró con una ligera curva en los labios, lanzándolo con facilidad contra el depósito de agua. Hubiera estado bien, si no hubiese sido porque la torre era falsa y no contenía agua alguna. No estaba diseñada para soportar la fuerza de un vampiro de ochenta y dos kilos a ciento cincuenta kilómetros por hora, de lo cual dio muestra evidente chirriando y derrumbándose sobre la muchedumbre.

Por un instante, nos miramos a los ojos y, por su mirada, noté que me había reconocido. ¡Mierda! Fui corriendo hacia la acera más próxima, tratando de salir de su campo de visión y transportarme, suponiendo que pudiera. Pero había infinita gente y a nadie le apetecía dejarme pasar. Miré atrás y vi a los magos casi encima de mí. Cambié de planes y me escabullí hacia la torre. Puede que si me escondo debajo

Del lateral de aluminio de la torre salió un brazo que tiró de mí. Pero no terminó allí. Hubo un momento de confusión y, entonces, salté sobre un balcón que colgaba de la fachada de una falsa tienda de alimentación.

—¡Te dije que te quedaras allí! —exclamó Des, apartándose un rizo suelto de la cara.

—¿Qué has… ¿Cuántos portales hay aquí?

—Nunca los he contado. Se instalaron un puñado para un espectáculo de magia y nadie se ha molestado en cerrarlos. No utilizan la magia, a menos que estén activados, así que… —Se encogió de hombros—. De todas formas, te he conseguido una hamburguesa «Al final de la línea» y unas patatas fritas. ¿Te vale?

Cogí una bolsa aceitosa que olía a cielo bendito.

—Desde luego —contesté, con fervor.

—Vale. Vamos avanzando. Ahora, quédate aquí mientras voy a buscar un par de zapatillas.

—Entendido. —El balcón era más de decoración que otra cosa, y solo tenía unos metros de ancho. Tendría que comer de pie, pero, en aquel momento, no me importaba.

Des asintió con la cabeza y atravesó el lateral del edificio, sin cuidarse de miradas ajenas, aunque no parecía que hubiera ninguna. La multitud se había quedado obnubilada con los magos, que examinaban con recelo la torre derrumbada. Uno hundió un brazo con cautela en el lateral, que desapareció hasta el hombro y reapareció en el lado del portal en el que yo me encontraba.

Lo sacudió por un segundo, y estuvo dos veces a punto de dar conmigo mientras estiraba el cuello para ver por dónde salía. No me vio, pero alguien entre la muchedumbre sí lo hizo y me señaló. El brazo me agarró, yo me eché atrás y el brazo agarró la bolsa con la hamburguesa. Y desapareció.

—¡Maldita sea!

El mago sacó mi almuerzo por su lado del portal, lo dejó en el suelo como si temiera que contuviera algo contagioso, y le lanzó una bola de fuego. La multitud aplaudió encantada, aparentemente concluyendo que se trataba de un espectáculo improvisado. Yo casi lo hubiera matado.

—¡Eso era mi almuerzo, imbécil! —grité, justo antes de que él atravesara el portal.

Apareció frente a mí, sorprendiéndome y yo, instintivamente, lo empujé. Él cayó hacia atrás, saliendo por el portal, tambaleándose y aterrizó sobre su trasero. Su mirada se tornó furiosa y confusa, y sacó un arma.

Por un momento, no creí que fuera a hacerlo. Había doscientas personas delante; no creía que se fuera a arriesgar a matar a alguien solo para intentar sacarme de allí dentro. Los del Círculo nunca habían destacado por su sensatez, pero tampoco estaban tan locos.

Entonces apuntó con la pistola, no a mí, sino a la torre derrumbada.

Me aparté justo cuando empezó a disparar a quemarropa hacia el portal. Una bala pasó por mi lado y me alborotó el pelo, destrozando una señal iluminada al otro lado de la calle. Aún estaba mirando las chispas y el cristal roto cuando él volvió a entrar, y esta vez me agarró.

Me entró el pánico y me transporté y, como él aún me tenía agarrada, me acompañó en el viaje. Aterrizamos en el techo del edificio de enfrente; bueno, mejor dicho, él aterrizó. Yo me quedé colgada en mi lado y, para mi sorpresa, él me dejó marchar.

Yo me transporté en el aire y volví al lugar de donde había partido, mareada y con el estómago revuelto. Transportar a dos personas sin haber tomado nada y sin haber dormido más de cinco horas me había dejado hecha polvo. No creía que fuera a ser capaz de volver a hacerlo, lo cual se convirtió en un problema cuando apareció el otro mago prácticamente encima de mí.

Hice lo único que podía hacer. Lo agarré de la chaqueta, lo hice girar y caer por el portal antes de que le diera tiempo a maldecirme. Salí rodando de la torre poco después, en mitad de la calle, añadiendo otra tanda más de moratones. La multitud aplaudía mientras yo trataba de levantarme.

—Lo hacen con dobles —oí exclamar a alguien—. La chica del balcón era mucho más rubia.

—Supongo que cuidarán ese tipo de cosas —dijo otra persona.

El mago salió del portal y llegó hasta mí, dándome una dolorosa patada en las costillas. Al otro lado de la calle, su compañero saltó del techo y se dirigió hacia nosotros caminando entre la muchedumbre. Me levanté, le di una patada a los restos aún humeantes de mi almuerzo, arrojándoselos al mago a la cara y eché a correr.

—¡Por aquí! —Vi a Des agitando la mano; su peluca sobresalía por encina de todas las cabezas. Una mano agarró mi sudadera por la espalda, pero Des tiró de mí elevándome sobre las cabezas de los presentes y la mano me soltó. Ella se dio media vuelta, entró en el aseo de señoras y me empujó contra el armario de la limpieza. No me dio tiempo ni a coger aire y atravesamos una pared.

Un segundo después, estábamos en mi habitación. Aterricé en la cama, pero Des se dio en la espinilla con el lateral del cabecero de la cansa.

—Joder, ¡la segunda vez, hoy!

Yo me quedé ahí tumbada, preguntándome quién sería la próxima persona que aparecería. Pero no apareció nadie. Supongo que los magos no habían sido capaces de atravesar el tumulto de mujeres indignadas de la cola.

—¡Toma! —Des arrojó una caja de zapatos sobre la cansa y se sacó mis sandalias del sujetador—. Dios mío, lo que hay que hacer para estar guapa —dijo, apretándolos contra su enorme pecho. Y desapareció.