Cuando me desperté me encontraba tumbada en un asiento trasero, flanqueada por dos hediondos hombres teñidos de rojo. Tremaine y Caleb parecían miembros del Blue Man Group, pero en otro color, completamente cubiertos de una gruesa pasta roja de pies a cabeza. Polvo y sudor, entendí cuando logré centrar la vista. Y yo tampoco tenía mejor pinta.
Sentía los pulmones como si los tuviera cubiertos por tres centímetros de polvo del desierto y me costaba respirar. Logré toser, lo cual era bueno y malo a la vez, ya que me abría un poco las vías respiratorias, pero una vez empecé, no pude parar. Tosí, eché los pulmones por la boca, me atraganté y tosí un poco más, hasta que creí que se me salían las tripas.
Me hubiera venido bien un poco de agua, pero no había. Porque aún no estábamos fuera de peligro. Me incorporé entre el escaso hueco que había entre los dos magos y miré por encima del asiento. Un hombre rojo, que a duras penas pude reconocer como Rafe, iba al volante. El velocímetro marcaba ciento cuarenta, a pesar de que las paredes del estrecho túnel bermellón que atravesábamos a toda velocidad apenas distaban medio centímetro del coche por ambos lados.
Pritkin iba de copiloto, pero no se volvió para mirarme. Me eché para atrás y traté de no mirar aquel túnel casi hipnótico que pasaba como una flecha frente a nosotros. Escuché un ruido sordo en la distancia y las paredes se estremecieron. Nadie dijo nada, pero Tremaine se agarraba al tirador de la puerta con fuerza suficiente para resquebrajar la capa de barro que le cubría la mano.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté cuando cesó el temblor.
—Otro de los niveles ha caído sobre nosotros —contestó Tremaine, con voz de estar ahogándose.
—Hemos tenido que usar un montacargas para bajar de nivel y evitar ser aplastados —añadió Caleb. Su voz no mostraba emoción alguna, pero abría y cerraba los puños continuamente sobre sus muslos.
—Ahora sólo queda el nivel del Senado bajo nosotros —replicó Rafe. Tenía el mismo tono de voz de siempre, aunque me percaté de que agarraba el volante con más fuerza de la habitual—. Y está completamente inundado. Me temo que esto es lo máximo que podemos bajar.
Pritkin seguía sin articular palabra.
Nos encontrábamos en una especie de coche bulboso de los años cincuenta, grande y gris y, probablemente, hecho de hierro. Lástima que no fuera a aguantar varios miles de toneladas de piedra.
—¿Cuántos niveles nos quedan encima? —pregunté, aunque no estaba segura de querer saberlo.
—Ése era el último que quedaba —contestó Tremaine, y se le escapó una risilla antes de cerrar la boca.
—¿Puedes transportarte? —inquirió Pritkin de súbito, con la voz entrecortada a causa de la tensión.
—¿Por qué?
—Le dijiste a Caleb que podías transportarte. ¿Era verdad? —Me enojé los labios y vi que me observaba a través del espejo interior—. Mentías.
Tremaine puso cara de sorpresa, como si le sorprendiera que una pitia hiciera algo así. Evidentemente, no conocía a Agnes. Caleb le puso una mano en la cabeza.
—No debería haberte dado el golpe para meterte en el coche.
—¡Sí! ¡Hiciste bien! —exclamó Pritkin con brusquedad.
Rafe se limitó a suspirar.
—No deberías mentir, mia stella —me reprochó y, a continuación, pisó a fondo.
El coche salió disparado, y su motor de alto consumo escupía carburante por los túneles a lo que el velocímetro indicaba eran ciento sesenta kilómetros por hora. Decidí dejar de mirarlo. Sólo esperaba que fuera suficiente.
A semejante velocidad, ni los reflejos de un vampiro bastaban, por no mencionar que no estoy completamente segura de que el coche cupiera por algunas partes del túnel. Por nuestro lado, pasó un montón de polvo y piedra, junto con los retrovisores y parte del guardabarros trasero. El resto quedó arrastrando, haciendo tantas chispas en el suelo de piedra como para prender fuego, si hubiera habido algo que quemar.
Entonces, algo golpeó el panel que había detrás de mi asiento con tal fuerza que lo sentí en la espalda. Me erguí para volverme y encontré el puño de un hombre asomando por la tapicería.
—¿Quién es ese? —pregunté, asomándome por abajo para verlo mejor.
—El hombre al que el jefe tuvo que disparar —me explicó Tremaine, mientras la misteriosa mano me rodeaba la garganta.
Caleb extrajo una pistola y, con la culata empezó a golpearle la muñeca a aquel hombre. Se oyó un alarido y la mano desapareció. Me incorporé, cuidándome de apartarme del respaldo del asiento.
—Creía que había muerto —comenté.
—Aún no —contestó Caleb.
—¿Lo metiste en el maletero?
Se encogió de hombros.
—Éste era el último coche.
Nos embutimos en una parte especialmente estrecha, y todos nos echamos al centro, ya que las puertas de ambos lados se retorcieron cono una lata en el puño de un gigante.
—¿Quién diseñó este túnel? —grité, cuando los cristales de las ventanas se hicieron añicos.
—Hacía años que no se utilizaba —dijo Rafe. Pisó a fondo y salimos disparados a una zona mas ancha, en un estallido de caucho y cristal.
—¿Y eso?
—Lo cerraron en los treinta, después de que se creara el lago Mead. El lago bisecó la antigua ruta.
—¿Qué quieres decir con que lo «bisecó»? —No obtuve respuesta, porque hubo un rumor, chirridos y otra nube de polvo a nuestra espalda. Y, de repente, salimos a la deslumbrante luz del sol.
De improviso, el coche empezó a rodar con suavidad, sin otra tracción que la del viento que se arremolinaba entrando por las ventanas desnudas. Comprendí la razón cuando giré el cuello y miré hacia atrás, pues vi una pequeña nube sobrevolando el lateral de un acantilado. El acantilado por el que acabábamos de tirarnos.
—¡Oh, mierda!
Caímos unos cinco metros y nos dimos de bruces con un peñasco del tamaño de un Volkswagen Escarabajo, traqueteando hasta caer en una destellante masa de agua. El coche era del cincuenta y cinco, por lo que no tenía airbag, y yo ni siquiera llevaba puesto el cinturón de seguridad. Deberíamos haber muerto. Pero Tremaine, de alguna manera, logró rodearnos con una protección rudimentaria, que apareció en cuanto dimos con el peñasco, y que al menos absorbió algo el golpe.
Sobrevivimos; el coche no tuvo tanta suerte. Pero, al menos, se hundió lo suficiente como para que pudiéramos deslizarnos por las ventanillas y para que Caleb sacara a Rojo del maletero. Lo consiguió dándole una patada al panel que lo separaba del asiento trasero y creo que a él también le dio un par de patadas. No sé si sería por eso, o porque el tipo no sabía nadar, pero no nos dio ningún problema mientras subíamos a la superficie.
Los móviles no funcionaban muy bien después del chapuzón, así que no nos quedó más opción que hacer una excursión por el lago Mead. En una dirección, kilómetros de tierra polvorienta, matorrales y lejanas colinas purpúreas desprendían una luz apagada. En la otra, había imponentes acantilados de arcilla roja con estratos de mineral blanco que llegaban hasta la orilla del agua. Poca vegetación había para suavizar aquel austero cañón, confiriéndole al lugar cierto aire extraterrestre: una gran masa de agua en un paisaje casi baldío, como un lago lunar. Pero, con el cielo color cobalto y el color cerúleo del río, no se podía negar que resultara algo estremecedor.
Yo caminaba pesadamente por la zona menos profunda, cerca de la orilla, y los tacones, que milagrosamente seguían atados a mis pies, se quedaban aprisionados entre las rocas del fondo, amenazando con tirarme. No me importaba. Miraba de un lado a otro, en una especie de sobrecogimiento. Todo estaba abrasadoramente caliente y asombrosamente hermoso.
Tardé unos instantes en percatarme de que todos me miraban con una expresión extraña. Empecé a reír, casi con frivolidad. Lo habíamos conseguido, cubiertos de polvo, con las caras rojas y chorreando, pero estábamos vivos. Rafe esbozó una sonrisa de oreja a oreja y, un segundo después, hasta a Caleb se le abrió una rendija en la boca y sonrió.
Finalmente, llegamos hasta un aparcamiento de camiones. Casi todas las plazas de aparcamiento dibujadas con líneas blancas estaban vacías, y en ellas sólo había gravilla arrastrada por el viento. Era verano, y poca gente asocia cincuenta grados centígrados de temperatura con unas divertidas vacaciones estivales.
Había tolvaneras que se arrastraban por la arena como pequeños ciclones en miniatura, mientras los tipos abrían uno de los camiones que permanecían allí todo el año. Parecía de la misma época que el coche: minúsculo y redondeado, con los laterales de aluminio blanco y una pequeña batea cubierta. En un intento por decorar esta última, había una especie de enredadera de madreselva enmarañada con una campanilla de viento hecha de tenedores viejos.
Se agitaron bajo el fuerte viento que venía del lago, la puerta se abrió y por ella salió Rafe.
—No hay teléfono —me dijo. Yo me encogí de hombros. No esperaba que lo hubiera. Llevaba en la mano una gran botella amarilla y blanca que resultó ser un protector solar—. He dejado dinero en el salpicadero —me informó, como si temiera que pensara mal de él por robar.
—Protege del ochenta por ciento de los rayos UVA —leí. Lo miré, escéptica—. ¿Crees que esto servirá de algo?
—En este momento, probaré lo que sea —afirmó, untándose cara y manos con la crema. A pesar de que, por el camino, se había quitado la mayor parte del polvo, Rafe seguía rojo. El sol del mediodía es un infierno para los vampiros.
—Toma. —Pritkin asomó la cabeza desde el camión y me entregó una botella de agua templada. Dado que ya me había tragado dos litros de agua nadando hacia la orilla, se la pasé a Rojo, que parecía débil. Puede que el disparo de Pritkin no hubiera sido letal, pero aquel tipo había perdido mucha sangre. Necesitaba ayuda médica y todos necesitábamos librarnos del calor.
Transcurrido un minuto, apareció Tremaine con unas tumbonas de plástico.
—Voy a ir caminando a la ventanilla de venta de billetes para ver si tienen algún teléfono que funcione —anunció.
—¿Vas con él? —le preguntó Caleb a Pritkin mientras Rafe y yo levantábamos a Rojo del asfalto y lo colocábamos en una tumbona.
—No pensaba. ¿Por…?
—Haya pasado lo que haya pasado, no deja de ser un convicto.
—También hay una orden de detención sobre Cassie y sobre mí —apuntó Pritkin—. ¿Pretendes entregarnos a las autoridades a nosotros también?
—Lo único que pretendo es hacer mi trabajo —replicó Caleb—. ¿O también creéis que debería soltar a este? —Le dio un golpecito a Rojo con la rodilla. Rojo empezó a escupir agua y lo miró con un destello de esperanza en los ojos—. ¿Dónde ponemos la línea, John?
—Sabes lo que hizo.
—Y también sé lo que dicen que hiciste tú.
—Y pensaba que me conocías lo suficiente como para no creerlo.
Los dos hombres se enfrentaron con las miradas durante un largo minuto, mientras Rojo y yo los observábamos, y Rafe se seguía embadurnándose de crema solar factor ochenta.
Caleb espetó:
—Tienes que acompañarle. Tienes que acabar esto. Si ha habido un error y ella es la pitia legítima, la gente tiene que saberlo.
—Entonces, díselo —dijo Pritkin con brusquedad—. Nada de rumores inciertos ni de comentarios de los superiores, sino lo que tú has oído, lo que has visto y lo que has vivido. Aunque no te sorprendas si acabas en una celda por tomarte la molestia.
Él y Tremaine partieron sin decir nada más, y Caleb se apoyó en el camión con los brazos cruzados y la mirada sombría, vigilando a su prisionero. No sé por qué. Ninguno de nosotros iba a ir a ninguna parte.
Rafe volvió a entrar y salió unos minutos después con un par de sábanas blancas con las que se envolvió. Sus rizos rebeldes y su sonrisa abierta le daban el aspecto de un beduino. Un beduino con la cara untada de crema y con gafas de sol de marca.
—¿Dónde te compraste esas gafas? —le pregunté.
—En Roma. Son de Gucci.
—Muy bonitas —miré a Rojo—. Los vampiros tienen coagulante en la saliva que les ayuda a cicatrizar. Si sigues sangrando, Rafe puede detener la hemorragia.
Rojo le lanzó a Caleb una mirada aterrada.
—¡Mantén esa cosa alejada de mí! ¡Conozco mis derechos! ¡No puedes dejarle que se alimente de mí!
—Te ha ofrecido su ayuda —dijo Caleb suavemente.
—¡Sí, a ayudarme a chuparme unos litros! ¡Los conozco muy bien!
—Creo que la hemorragia ha cesado, mia stella —dijo Rafe, irónico—. Y no acostumbro a succionar esa, eh, parte en concreto.
—¿Qué parte?
—Pritkin le disparó en el culo —le explicó Caleb, sin rodeos.
Miré a Rojo con algo más de compasión. Me sentía identificada.
Una ráfaga de viento levantó algo de arena, lanzándola contra nuestros rostros, haciéndome toser y enredándola en nuestros cabellos, confiriéndoles cierto tono rosado. Me aparté el pelo sudado del cuello y deseé tener una diadema. Dios, qué calor hacía.
Afortunadamente, Pritkin no tardó mucho en volver, acompañado de un hombre mayor en un carrito de golf. Creo que aquel hombre tenía la impresión de que habíamos sufrido un naufragio y que necesitábamos que nos llevaran de nuevo a Las Vegas. Ya había llamado a un taxi para nosotros.
—¿Dónde está Tremaine? —preguntó Caleb.
—Esperando al taxi —contestó Pritkin, inexpresivo.
Caleb frunció el ceño, pero, por mantener las apariencias, se guardó su opinión. Él y Rojo se metieron en la parte de atrás del carrito del golf y Pritkin se montó delante, dejándonos fuera a Rafe y a mí, que tuvimos que seguirles a pie.
—Eso no ha sido muy caballeroso —señaló Rafe mientras observaba cómo se alejaban.
Yo no dije nada. Tardarlos cinco minutos en atravesar el camping, subir una pequeña colina y cruzar la carretera hasta llegar a la ventanilla. Caleb y Rojo estaban dando una cabezada en el carrito de golf. Tras la ventanilla había un hombre, por lo que se veía fascinado con los cordones de sus zapatos, que había atado haciendo unas bonitas formas con ellos. A Tremaine no se le veía por ningún lado.
—¿Pasa algo? —pregunté.
—Quizá nos queden unos quince minutos antes de que despierten —me informó Pritkin—. Peter ha ido a la autopista para buscar un medio de transporte.
—Creía que venía un taxi.
—No podemos permitirnos esperar tanto. McCullough lleva puesto un localizador; todos los presos lo llevan por precaución. En este momento, el Cuerpo estará preocupado y habrá enviado a un equipo para recogerle. Con la suerte que tenemos, seguro que llegarán en cualquier momento.
El Cuerpo era el brazo armado del Círculo, esto es, la oficina central de magos de la guerra. Definitivamente, prefería que nos marcháramos de allí antes de que aparecieran los colegas de Pritkin. Pero hubo otra cosa que me llamó la atención.
—¿Un localizador? —me sacudí el polvo de los ojos—. ¿Quieres decir que, vaya donde vaya, sabrán dónde está?
—Básicamente.
—Pues no se lo veo.
—Es un hechizo, no un objeto físico —dijo Pritkin con impaciencia—. ¿Hay algún motivo para tanto interés?
—Sí. ¿Puedes mirar si yo llevo uno?
Me dio una botella que había cogido del frigorífico del cobrador de la taquilla y se roció la cara con otra.
—Sí. Llevas tres.
Echó a andar por la carretera tan deprisa que Rafe y yo tuvimos que correr para seguirle el paso.
—Espera un momento. ¿Cómo lo sabes?
—Uno de ellos es mío.
—¿Me has puesto un localizador oculto?
—No es para escuchar tus conversaciones, señorita Palmer. Sólo informa de tu posición, lo cual, teniendo en cuenta la cantidad de gente que pretende secuestrarte o asesinarte, es una precaución bastante razonable.
—Si es tan razonable, ¿por qué no lo habías mencionado?
El agua y el sudor le habían conferido a sus pestañas, habitualmente claras, un aspecto oscuro y espeso, que subrayaba el color de sus ojos cuando los movía.
—¡Porque quería que funcionara! Cosa que no habría ocurrido si hubieras persuadido a la bruja de que te lo quitara.
—Se llama Françoise y, ¡joder, claro que me lo hubiera quitado!
—Razón por la cual no te lo dije.
Si hubiera estado menos cansada, me hubiera puesto lívida. Tal y como estaba, a lo más que llegué fue al disgusto.
—Donde me crié, en casa de Tony, me tenían constantemente controlada —le conté—. Por los guardaespaldas, por la institutriz, siempre por alguien. No tenía ninguna intimidad. ¡Pero ni Tony llegaba al extremo de lanzarme un hechizo!
—Sin duda no tenía a nadie lo suficientemente competente para lanzarlo —señaló Pritkin, dando zancadas.
Grité tras él.
—Has dicho que uno era tuyo. ¿No te preocupa que haya otros dos grupos siguiéndome?
Rafe se aclaró la garganta.
—Eh, Cassie…
—¿Fue Mircea el que me los puso? —imaginé.
—Y Marlowe, creo.
—¿Por qué? ¿Temía que Mircea no se lo contara todo?
Rafe se mostró sorprendido.
—Todos tenemos el mismo deseo, mia stella: protegerte. Y, hace poco, perfeccionamos el hechizo. Es mucho más difícil de detectar, ni siquiera los magos pueden.
—¿Entonces por qué no quitáis el viejo?
—No sabíamos que el mago también estaba planeando lanzarte uno a ti. Y si alguien te raptara, supondrían que tendrías un hechizo.
—Así que dejasteis el original para darles algo que eliminar, con la esperanza de que no siguieran buscando más.
—¡Exactamente! —A Rafe pareció agradarle que lo hubiera entendido con tanta facilidad. Aunque él no me entendiera a mí en absoluto. A veces, se me olvidaba que Rafe, que se había encariñado de la ropa y los coches modernos, la música y el arte, casi más que ningún otro vampiro que yo conociera, había nacido en el mismo siglo que Mircea. No me sorprende que no comprendiera que yo presentara objeciones a que siguieran todos mis movimientos. A las mujeres del pasado, probablemente, sí les gustaría.
Pritkin me miró. Lo entendió; sólo que no le importó.
—Me podrías haber pedido permiso —indiqué, tratando de controlarme porque estaba demasiado cansada para cualquier otra cosa.
—Has reconocido que podrías haber hecho que lo retiraran.
—Si me hubieras explicado que lo habías hecho por seguridad…
—Sí, ¡como te importa tanto la seguridad! —Se volvió hacia mí—. De hecho, te importa tanto que me mentiste deliberadamente para quedarte en una situación que sabías que era peligrosa. ¡Por nada!
—¿Por nada? —Sentí que me ardía la cara por algo más que las quemaduras del sol—. ¡Me dio la impresión de que necesitabas mi ayuda!
—Hasta que liberamos a los prisioneros, sí. Después, no podías hacer nada más y no tenías por qué quedarte. ¡Deberías haberte ido cuando te dije que lo hicieras!
—No se abandona a los compañeros a su suerte.
—¿Tampoco si la alternativa es quedarte para morir con ellos? ¡Sí! ¡Así es! —Estaba furioso, pero tenía el rostro sereno, crispado y pálido.
Lo volví a intentar.
—Me preocupa tu seguridad. Pero no siempre puedo hacer mi trabajo y…
—Ese no era tu trabajo. ¡Rescatar a esos prisioneros no tenía nada que ver con la línea del tiempo! ¡Si hubiera sabido que eras tan tonta como para casi llegar a morir por ellos, jamás habría aceptado ayudarte!
—Puede que no fuera cosa mía, pero era culpa mía. Si no hubiera asistido a aquella reunión…
—Entonces no sabríamos que hay un problema con las líneas.
Fruncí el ceño.
—¿De qué estás hablando? La batalla…
—No tendría que haber tenido ese efecto. Si las líneas fueran tan inestables, no nos servirían de nada. Alguien o algo debe de haber debilitado la integridad estructural de la línea antes de la batalla.
—¿Alguien? ¿Crees que fue deliberado?
—No lo sé. Pero jamás había oído que algo así pudiera ocurrir de manera natural, y el hecho de que la brecha destruyera MAGIA es muy sospechoso.
Pensaba en el increíble poder de una línea Ley, en todas esas hectáreas de brillante energía en movimiento y no me lo podía creer.
—Pero ¿cómo?
—No lo puedo explicar. Nadie tiene semejante poder. Ni las sombras, ni siquiera nosotros.
—Apolo sí. Y si hay alguien que tenga razones para querer destruir MAGIA, ése es él.
Pero Pritkin no parecía respaldar mucho aquella idea.
—Si pudiera enviar semejante cantidad de energía a sus seguidores, lo habría hecho hace mucho tiempo y hubiera destruido al Círculo desde el principio. Afortunadamente, sólo tú posees lo que queda de su poder en la Tierra.
La conversación se interrumpió en aquel punto, porque habíamos alcanzado a Tremaine y, con él, su concepto de paseo. Nos lanzó una mirada de disculpa.
—Parece que todo alimento que no llega a los estómagos de los turistas se convierte en pienso de alta calidad para cerdos —explicó—. Y el señor Ellis recicla aquí los desechos de varios casinos. Ha accedido amablemente a llevarnos al Dante cuando vuelva a por otra carga.
—Me pilla de camino —repitió el anciano con tono alegre—. Acomodaos donde podáis. Los bidones están vacíos, no dañaréis nada.
Vacíos, al parecer, es un término relativo. Los restos de comida que salían por los laterales de media docena de bidones negros de plástico se unían a los desechos secos que traqueteaban por la parte trasera de la camioneta. Estábamos a unos cincuenta grados sin atisbo de sombra, obligando a Rafe a cubrirse hasta la cabeza con las sábanas.
—¿Estás bien? —le pregunté, preocupada. Rafe era un vampiro maestro, pero sólo de cuarto nivel. El sol no solamente le quitaba toda la energía, sino que también podía herirlo, o incluso matarlo, en cantidades suficientes.
—Lo justo —me dijo, aunque su voz parecía quebrada. Por fortuna, solo estábamos a unos cuarenta kilómetros de la ciudad.
—No lo entiendo —le dije a Pritkin, que negó con la cabeza incluso antes de que yo pudiera formular una pregunta.
—Aquí no.
—No creo que nos oiga —respondí, señalando al conductor con la cabeza. Por la radio se oía a Johnny Cash a todo volumen, y eso desde donde nos encontrábamos nosotros. El sonido en el interior de la cabina debía de resultar ensordecedor.
Pritkin se limitó a mirarme, así que me volví hacia el mago de la guerra amable.
—No entiendo qué es lo que detuvo a esa cosa. Una vez que había una brecha en la separación entre los mundos, ¿por qué no continuó hasta el final de la línea? Es como tirar del hilo para agrandar una carrera en las medias.
Tremaine miró con nerviosismo a Pritkin, que musitó algo, pero contestó a la pregunta.
—Lo único que se me ocurre es que la apertura de la línea Ley en MAGIA tenía suficiente energía como para sellar la brecha. Siguiendo tu ejemplo, sería como encontrarse un nudo en mitad de la carrera.
—Pero ¿y si con eso no hubiera bastado? ¿Qué habría ocurrido?
—La brecha hubiera seguido agrandándose hasta alcanzar un vórtice suficientemente grande para detenerla.
—¿Y dónde hubiera sido eso? —pregunté, con un mal presentimiento.
—La línea donde surgió la erupción va desde MAGIA directa al cañón del Chaco, donde hay un enorme vórtice, un cruce de más de veinte líneas. Es uno de los más poderosos de este hemisferio.
—¿El cañón del Chaco?
Pritkin hizo una mueca.
—Nuevo Méjico.
Lo miré fijamente un instante, con la certeza de haber entendido mal.
—¿Nuevo Méjico? ¿Me estás diciendo que esa cosa hubiera continuado miles de kilómetros?
—Derrumbando todos los edificios mágicos, atravesando tres estados —concluyó, tenso.
—Y muchos otros que no fueran mágicos —añadió Tremaine, con aspecto horrorizado—. Incluso algunos humanos pueden percibir la energía que una línea Ley muy poderosa desprende. Tradicionalmente, muchas estructuras humanas han sido construidas en torno a las líneas, aunque los constructores no supieran por qué.
Pritkin asintió.
—Si hay alguien que haya dado con la forma de perturbar las líneas, podría ser desastroso. Tanto para nosotros como para la población humana.
Pensé en la llanura devastada, la muerte y la destrucción que habíamos dejado atrás.
—Creo que ya lo ha habido —dije, en voz baja.
Al menos, no tuve que preocuparme por los magos de la guerra que podrían seguir pululando por el casino. Para cuando volviéramos, nuestros amigos más cercanos no nos habrían reconocido. O se habrían apartado a diez metros de nosotros.
Me quité un trozo de wanton reseco del pelo, le di las gracias al conductor y bordeé una larga hilera de taxis hasta la entrada principal. A pesar del hecho de que estábamos cubiertos de basura y dejábamos un rastro de polvo del que el propio Pig Pen de Snoopy hubiera estado orgulloso, nadie se detuvo a mirarnos. Aquel lugar era una casa de locos.
Cientos de turistas abarrotaban el mostrador de la recepción, gritando y agitando papeles frente a los habitualmente serenos empleados del Dante, que parecían algo estresados. Había maletas apiladas en el suelo y sobre los carritos portaequipajes saturados, mientras los botones corrían de un lado para otro, tratando de atenderlos a todos. Los niños lloraban y amenazaban con caer en el río Estigia. El sobrecargado sistema de refrigeración trataba de bajar la temperatura a unos treinta y dos grados. Y una bandada de nuevos clientes desesperados atestaban el bar del vestíbulo.
Durante un minuto, vi una escena doble, el bar destrozado que había visto en mi visión se superpuso sobre la imagen real. Agité la cabeza y desapareció, dejándome mirando a un hombre musculoso que tenía agarrada de la cintura a una de las camareras vestidas de lentejuelas. Ella pataleaba y gritaba, no precisamente de placer, pero al senador no parecía importarle. Él había nacido en la antigua Roma, y allí el trato que se le daba a las mozas de los bares era ligeramente diferente. Afortunadamente, la belleza sureña que tenía a su lado no estaba de buen humor. Lo miró fijamente, frunció el ceño, y le atravesó la mano con una varilla de cóctel. La miró con desaprobación mientras se la extraía, aunque no soltó a la camarera.
—¿Qué está haciendo aquí el Senado? —le pregunté a Rafe, pero comprobé que había desaparecido. Miré a mi alrededor, pero no lo vi entre el tumulto—. ¿Adónde ha ido Rafe? —le pregunté a Pritkin.
—Se marchó en cuanto llegamos —me explicó, mirando a la docena de vampiros, maleta en mano, que esperaban el ascensor.
Ninguno de ellos era Rafe.
—¿Dijo adónde iba?
—No. Pero, probablemente haya ido a registrarse. Parece ser que al Senado y a sus sirvientes les han dado instrucciones para que se reúnan aquí.
—Parece más bien que se vayan a mudar.
—Es que es así —dijo Casanova, acercándose a toda prisa—. Y, ya de paso, me arruinan a mí. Tenía reservas para tres convenciones esta semana y dos más para la semana que viene, ¡y me han ordenado que las cancele todas! Oh, y te sacan del ático. La Cónsul tiene más categoría que tú.
—¿Desde cuándo? —pregunté.
—Desde que este establecimiento lo dirige un vampiro y ella es la presidenta del Senado.
—¡Hay otros hoteles! ¿Por qué tiene que quedarse aquí?
—Los otros hoteles no están tan bien vigilados, ni tienen un portal para entrar al Reino de la Fantasía. Bienvenida a MAGIA 2 —dijo, asqueado.
—Lo siento —le dije, porque parecía esperar que yo dijera algo.
—Necesito algo más que eso, como la tarjeta para entrar en el ático. Nuestra máquina ha sido confiscada. —Captó mi expresión—. No vas a montar una escena, ¿verdad?
—Pues tengo ganas de montar una escena —reconocí. Casanova exclamó algo en italiano que no voy a repetir—. Y eso no te va a ayudar.
Me lanzó una mirada inquisitiva.
—Entonces, ¿qué pasa con todo esto? Estaba pensando desalojar a esos niños famélicos que me encasquetaste…
—¡Son huérfanos! —dije, furiosa.
—Todos no.
—¡No tienen adónde ir!
—Lloro por dentro.
Lancé un suspiro.
—¿Qué es lo que quieres?
—Ya te lo he dicho. Vete del ático, tranquilita y con amabilidad, y ya encontraré algún sitio donde colocar a los niños.
—Yo me voy del ático tranquilita y con amabilidad y a ellos los dejas donde están —respondí. Estaba demasiado cansada para aquello, pero si no explicaba las cosas, Casanova los pondría a dormir en los contenedores del callejón de atrás. Y tampoco podía conseguir habitaciones para ellos en ningún otro sitio.
Los chavales en cuestión se hacían llamar los Inadaptados porque su magia había optado por manifestarse de manera anormal, asegurándose de que jamás se adaptaran en la comunidad sobrenatural. Los que tenían poderes más peligrosos habían sido confinados a una serie de «escuelas» que el Círculo había creado, en donde se suponía que les enseñaban a controlar sus, a menudo peligrosos, poderes. Pero la mayoría jamás demostraría tener el control suficiente exigido por las normas del Círculo, lo cual significaba que jamás se graduaban. Ni salían.
Tamika Hodges, una amiga mía y madre de uno de los Inadaptados, había tratado por medios legales de que soltaran a su hijo. Cuando eso falló, había empleado una técnica más directa y fue a por él. A la vez, liberó a algunos de sus amigos, colocándose la primera en la lista de los más buscados del Círculo, justo al lado mío. Con la ayuda del Senado, hacía poco había logrado llegar a un acuerdo que la eximía de sus numerosos delitos. Pero el trato no incluía a los chavales, razón por la cual estaban escondidos en el Dante hasta que las cosas se arreglaran con el Círculo. Al paso que iban las cosas, iban a permanecer allí una buena temporada. Suponiendo que Casanova no los echara a la calle.
—¡Están ocupando dos suites muy bonitas! —protestó.
—¡Son ocho, nueve si contamos al bebé! ¿Qué pensabas hacer, meterlos en el escobero? —Se mostró receloso—. O se quedan donde están o no hay trato —dije, sin más.
—¡Muy bien! Pero me debes una.
Antes de que me diera tiempo a hacer el comentario que aquello merecía, mis ojos se toparon con los de una exquisita y alta criatura al otro lado del vestíbulo. Y los pobres harapos cubiertos de suciedad y basura, que era lo que quedaba de mi vestido, empezaron a chillar como una bocina. Con fuerza suficiente para atraer todas las miradas.
—¡Haz que se calle! —gritó Pritkin.
—¿Cómo?
Trató de lanzar una especie de hechizo, pero no pareció tener efecto alguno.
—¡Probablemente, el Cuerpo sigue aquí! —me informó, cono si yo pudiera hacer algo.
Y entonces, la situación empeoró.
—¡Asesina! —gritó Augustine, alzando un brazo, señalándome y, por tanto, atrayendo las miradas que aún no tenía sobre mí—. ¡Asesina!
—¡Quítatelo! —me ordenó Pritkin, agarrando el dobladillo.
—¡Con Cuerpo o sin él, no voy a correr desnuda por el puto vestíbulo!
—Toma. —Tremaine se quitó la gabardina reglamentaria de todos los magos de la guerra y me la entregó. A él le llegaba por la mitad de la pantorrilla, lo cual significaba que a mí me arrastraría, pero no me apetecía protestar. Me la puse, tratando de no pensar en el público repentinamente pendiente de mí.
—Acaban de llegar dos equipos a la puerta principal —nos avisó Tremaine.
—Dámelo —me ordenó Pritkin. Me desabotoné el vestido chillón con dedos trémulos y lo dejé caer a mis pies, sintiéndome un poco exhibicionista. Pritkin lo agarró y él y Tremaine partieron, agitándolo alzado sobre las cabezas de la multitud y atrayendo la atención de los magos de la guerra, por el momento.
Me agarré firmemente la gabardina y corrí en la dirección opuesta, hacia las taquillas de los empleados. Por suerte, llevaba casi un mes trabajando en el casino, así que tenía mi propia taquilla. Por desgracia, lo único que había dentro era un corsé de lentejuelas y unos tacones de ocho centímetros.
La cerré de un portazo, vigilando la puerta, y me mordí una uña. Varios de los empleados se me quedaron mirando, fijándose en mi cara quemada, en el pelo enmarañado y en mi mugriento cuerpo envuelto en una gabardina. Ciertamente, necesitaba una ducha, pero darme una en aquel lugar estaba del todo descartado. Lo único que había peor que el Círculo me atrapara era que el Círculo me atrapara desnuda. Necesitaba cargar las pilas, algún sitio en el que pudiera cambiarme de ropa, darme un baño, un sitio seguro. Y sólo se me ocurría un lugar.
A veces, es de gran ayuda tener una amiga bruja.