Seguirle la pista a un viajero del tiempo es una tarea difícil aun siendo uno de ellos. Máxime, cuando dicho viajero te tiene totalmente calada.
—¿Podemos hablar? —grité desde detrás de la columna mientras esquivaba una lluvia de balas.
La mujer que me asediaba desde el otro lado del sótano apuntó con la linterna hacia donde yo me encontraba.
—Claro —contestó, con tono amigable—. Quédate quieta un momento.
Sí, vale.
Me llamo Cassie Palmer, y mucha gente cree que me falta un hervor. Mi cabello rubio rojizo, que suele tener el aspecto del de Shirley Temple en mitad de un vendaval, tiene parte de culpa. Mis ojos azules, unas mejillas ligeramente rechonchas y la nariz respingona también tienen algo que ver, aunque la mirada de la mayoría de los hombres no suelen llegar hasta allí arriba. Pero, rubia tonta o no, esto no lo he provocado yo.
Mi arma, una Beretta nueva de nueve milímetros, me ocupaba la cinturilla entera de los vaqueros y me golpeaba insistentemente en la cadera. Lo ignoré. Algunos años después, la mujer de la pistola me iba a dejar un pequeño mensaje que me salvaría la vida. En cierto modo, quería que viviera para escribirlo. Por no mencionar que disparar a la gente es una buena manera de asegurarte de que no quieran hablar contigo, y teníamos que hablar.
—¿Desde cuándo contrata mujeres la Comunidad? —preguntó, más cabreada aún.
Me quedé completamente inmóvil, apoyada en una de las columnas de madera que sostenían el techo. En cuanto a escondites se refiere, aquel era una mierda, pero tampoco es que hubiera mejor alternativa. Los muros del sótano eran de piedra, excepto las zonas que habían sido recubiertas de ladrillo. El techo era plano y de madera, creo que porque también era el suelo del piso de arriba. Y eso era todo, aparte de algunos viejos barriles, un poco de moho y mucha penumbra.
Aun estando vacío, aquel sitio era lo suficientemente grande como para que le hubiera costado dar conmigo si me hubiera estado callada. Por otro lado, si yo no decía nada nos iba a resultar difícil mantener una conversación.
—Mira, evidentemente, me has confundido con… —estaba diciendo, cuando ella salpicó de balas la pared que tenía detrás.
Empezaron a caer sobre mí punzantes partículas de ladrillo y mortero antiguo, y algunas me debieron de rozar la cara, ya que sentí que me caía por el cuello un reguero de sangre. El silencio que siguió a la ráfaga me provocó un pitido en los oídos y me puso de los nervios, por lo que, instintivamente, apreté la mano alrededor de la pistola. La bajé. No estaba allí para abrir fuego sobre ella, me tuve que recordar con severidad.
Aunque aquella idea estaba empezando a cobrar fuerza.
—Creía que no erais más que una panda de gilipollas misóginos con delirios de grandeza —me espetó.
Me quedé obstinadamente callada, lo cual pareció encabronarla. Un par de balas golpearon la madera que tenía a la espalda, haciendo temblar la columna. Me mordí el labio para guardar silencio, hasta que sentí un pellizco firme en la nalga izquierda. Unos segundos después, el pellizco se convirtió en un dolor intenso.
Me llevé la mano a la zona y la noté húmeda y pegajosa, con algo que parecía negro bajo una luz casi inexistente. Me quedé mirándomela con incredulidad. No llevo aquí ni diez minutos y ya me han disparado en el culo.
—¡Me has dado!
—Sal y acabo con tu dolor.
—Sí… para siempre.
Paró un instante para recargar y corrí a refugiarme detrás de un tonel que había cerca. En cuanto a cobertura, no suponía una mejora significativa, así que tuve que agacharme sobre el frío y mugriento suelo para ocultarme. Pero, al menos, las partes más vulnerables de mi anatomía no sobresalían por los lados.
Exploré la raja que había en la parte trasera de los vaqueros. La bala sólo me había rozado, era lo que Pritkin, mi mago de la guerra favorito, llamaría una herida limpia. Probablemente, me hubiera puesto una tirita y me habría dicho que dejara de jerimiquear, (sea lo que sea lo que eso signifique) y hubiera acabado gritándome por haber recibido un disparo. Pero dolía.
Por supuesto, me iba a doler mucho más si me volvía a disparar. Eché un vistazo por encima del barril, con la esperanza de poder decirle algo razonable mientras permanecía temporalmente incapaz de matarme. Pero, en lugar de eso, un movimiento cerca de las escaleras atrajo mi atención. El tenue resplandor de su linterna se reflejó en el cañón de una semiautomática que había surgido de la penumbra, lo cual era un problema, dado que estábamos en 1605 y aquel tipo de pistola aún no había sido inventada.
Y lo que es peor, le apuntaba a la cabeza.
—¡Detrás de ti!
No vaciló. La linterna salió volando rozando la piedra, distrayendo al atacante, que lo voló todo por los aires mientras ella desaparecía entre la oscuridad. Una bala perdida impactó en un pequeño barrilete de madera. Parecía inofensivo, pero debía de contener el equivalente a varios cartuchos de TNT, ya que se produjo una ensordecedora explosión, seguida de una bola de fuego anaranjada que se propagó hasta el techo.
Empezó a llover fuego por todas partes, también sobre la mano y el brazo del atacante. La pistola dio contra el suelo y un hombre saltó del hueco de la escalera, batiendo las manos desnudas contra el fuego y chillando. También dejó caer un farol que empezó a rodar por las piedras dibujando lentas parábolas, iluminándolas intermitentemente, como un estroboscopio.
Era un rubio alto, desgarbado, con rasgos equinos, cuyo rostro estaba parcialmente oculto bajo un sombrero flexible. Llevaba un largo chaleco oscuro, pantalones cortos y una camisa humeante que se estaba deshaciendo rápidamente. Consiguió deshacerse del fuego arrojando el chaleco y arrancándose la camisa, dejando al descubierto un torso blanco y algún pelo chamuscado. Se inclinó para recoger la pistola que se le había caído y una bala le esquiló algún pelo más, esta vez de la cabeza.
Se quitó el sombrero y se quedó mirando el agujero que tenía en la copa, como preguntándose cómo había llegado allí. La mujer se delató al volver a abrir fuego, pero él debía de ser mago, ya que había logrado ponerse las protecciones. Las balas chocaron contra ellas y se quedaron clavadas a algunos metros de su cuerpo, cayendo de los puntos de impacto. Se quedó mirando una que le habría dado justo entre los ojos y lanzó un pequeño grito.
No parecía estar en absoluto acostumbrado a las armas de fuego, porque perdió la concentración. Los protectores desaparecieron con ella y las balas suspendidas cayeron al suelo, repiqueteando en el suelo como las cuentas de un collar. Agarró la pistola con dedos torpes por culpa de la adrenalina e hizo algunos disparos al azar en nuestra dirección hasta que, tambaleándose, cruzó una puerta que había cerca de la escalera. No dejó de gritar ni un solo instante.
La mujer apartó a patadas algunos trozos de madera humeantes y penetró en el aura de luz que desprendía el farol. Cogió la linterna y apretó el botón varias veces, pero no funcionaba, así que soltó un suspiro y se la metió en uno de los bolsillos de la chaqueta que llevaba puesta. Era de lana color camel y parecía abrigar bastante, por lo que pude ver con envidia. Debajo llevaba un vestido de seda color lavanda cruzado por arriba y con mucho vuelo hasta la rodilla. Parecía June Cleaver[1] arreglada para salir, añadiéndole como accesorio el arma de fuego.
Era la primera vez que la veía claramente y tardé unos segundos en corregir mi imagen mental. La última vez que nos habíamos visto había sido en otro viaje en el tiempo, pero ella viajaba en espíritu en lugar de corporalmente y había optado por adoptar la apariencia de una joven. En carne y hueso no tenía un aspecto demasiado distinto. Entre el cabello castaño asomaban algunos mechones plateados y tenía algunas arrugas en torno a los ojos y a la boca. Pero seguía teniendo la esbelta figura de siempre y su semblante (de exasperado divertimento) resultaba inquietantemente familiar.
—Sal. No te voy a hacer daño —prometió.
—¿Quieres decir que no me vas a hacer más daño? —le pregunté, nerviosa.
—Estás escondida tras un barril repleto de pólvora. Si quisiera verte muerta, habría disparado contra él —me informó con retintín.
Daba golpecitos con el pie con impaciencia y había bajado el arma. Eso no tenía por qué significar nada, pero la cuestión era que yo no había llegado hasta allí para esconderme en la oscuridad. Por muy atractivo que aquello sonara. Además, no creo que estuviera bromeando con respecto a lo de la pólvora.
Me empecé a asomar lentamente.
—¿Dónde te he dado? —me preguntó.
—En el culo. —Hizo una mueca con los labios—. ¿A que tiene gracia?
—Si tú lo dices. —Me observó. Mi vestimenta era más apropiada que la suya para arrastrarse por un sótano húmedo, aunque no llevaba ninguna chaqueta. Llevaba puestos unos vaqueros, unas zapatillas de deporte y una camiseta en la que ponía: «Cogí la calle amenos transitada. ¿Y ahora dónde diablos estoy?» y, aun así y por alguna razón, ella iba perfecta, mientras que yo me había hecho un desgarrón en las rodilleras de los vaqueros y tenía los brazos manchados de algo negro. Me llevé la muñeca a la nariz y la olí.
No estaba bromeando.
—¿Estás jugando al escondite en un sótano lleno de pólvora? —le pregunté con incredulidad, sacudiéndome el cuerpo con desesperación.
—Un sótano lleno de pólvora que algún idiota está tratando de hacer saltar por los aires —me corrigió—. Así que ahora estoy un poco tensa. ¿Quién eres y por qué estás aquí?
Había llegado el momento, no sabía muy bien por dónde empezar.
—Es complicado —dije al fin.
—Siempre lo es. —Se dirigió hacia la puerta por donde había desaparecido el plago, pistola en mano—. No eres de la Comunidad.
—Ni siquiera sé lo que es eso —contesté, moviéndome para levantarme—. ¿Es uno de ellos el tipo que estarlos tratando de cazar?
—Es a quien estoy tratando de cazar yo. No sé quién o qué eres. —Enganchó el farol y lo tiró hacia donde yo estaba.
Lo recogí reticente, temerosa de los restos de pólvora que pudiera haber cerca de la llama. Era un pequeño objeto extraño, tenía la forma de una jarra de cerveza, con un cuerpo negro metálico y una puertecita que se podía abrir o cerrar para controlar la llama. Lo abrí del todo, pero no tuvo mucho efecto.
—Soy Cassie. Y, eh… soy… bueno, la pitia.
Se sorprendió. Volvió a recorrerme el cuerpo con su mirada azulada.
—No me lo creo —me dijo, cortante.
La pitia era la vidente principal de la comunidad sobrenatural y, además, también era la persona encargada de mantener la integridad de la línea del tiempo, lo cual hubiera seguido siendo una tarea igual de jodida si hubiera tenido la más mínima noción de lo que estaba haciendo. Pero, dado que no lo sabía, además resultaba ser una tarea extremadamente peligrosa.
Mi asaltante se llamaba Agnes, también conocida como lady Phemonoe, la anterior pitia. Ella era la que me había traspasado este marrón, para después morirse antes de poder enseñarme nada. En consecuencia, me había tirado los primeros quince días de mi primer mes en el puesto tratando de salir de aquello, y el resto intentando salvar la vida. Así que me había llevado algún tiempo comprender lo evidente: ahora era una viajera del tiempo, me gustara o no. La muerte de Agnes no tenía por qué significar que no pudiera enseñarme. Tan solo tenía que hacerlo en el pasado.
No tenía intención de irme tan lejos, pero siempre estaba rodeada de gente que podía reconocerme y tener resentimientos hacia otro viajero del tiempo. Pillarla sola era muy difícil.
Probablemente, no tan difícil como hablar con ella con aquel pensamiento.
—¿Cómo he llegado hasta aquí? —pregunté.
—Supongo que serás la nueva heredera de alguna pitia y estarás dándote una vuelta probando tus poderes —contestó, deteniéndose junto al agujero negro de la puerta—. ¡Uau!, mira, puedo viajar en el tiempo. ¿A que es guay? —dijo gesticulando.
—¡No me estoy dando ninguna vuelta! ¡Y no creo que recibir disparos y que casi me hagan saltar por los aires sea muy guay!
—Yo hice lo mismo unas cuantas veces cuando era joven y estúpida —añadió, ignorándome—. Y casi me matan. Escucha un consejo: vete a casa.
—No hasta que hablemos —le dije con vehemencia—. Y aquí no puede ser. La explosión ha sonado de tal modo que la habrán oído hasta los puertos. ¡Probablemente ya habrá alguien de camino para averiguar lo que ha ocurrido!
—Yo no me preocuparía demasiado por eso —afirmó, quitándose unos pequeños zapatos de tacón color champán—. Estos sótanos datan del siglo once y cuando los reconstruyeron, lo hicieron con intención de que duraran. Las paredes tienen dos metros de grosor.
Ya se me estaban empezando a relajar los músculos de la espalda cuando un tonel salió disparado de entre la oscuridad, dando botes hacia nosotras. Agnes cerró de un portazo y retrocedió, agachada, y yo lo esquivé escondiéndome tras una columna. Al momento, volvió a escucharse una segunda explosión ensordecedora y una lluvia de fragmentos procedentes de la otra puerta saltaron por toda la habitación, atravesando todo lo que se encontraban por el camino.
Un trozo de hierro dentado de una de las bisagras cayó en el suelo junto a mí, hundiéndose en la piedra, a tres centímetros de mi pie derecho. Me moví bruscamente y me quedé mirándolo con los ojos como platos.
—¿Por qué donde quiera que vaya siempre me dispara alguien? —pregunté histérica.
—¿Por tu encantadora personalidad? —sugirió Agnes—. Y, si no te gusta, siempre puedes, oh, no sé, ¿irte?
—¡No me voy a ninguna parte!
Agnes no contestó. Miré desde detrás de la columna y la vi acercarse con cautela a lo que antes era la puerta. La abertura estaba rodeada de fragmentos en llamas de los que salían gases tóxicos que ascendían lentamente en remolinos. Parecía la puerta del infierno; ella se agazapó, echándose a un lado, mirando al interior de la penumbra.
—¿Quién es la Comunidad? —murmuré, uniéndome, a pesar de tener más sentido común que ella.
—Una orden de vagos a los que les encanta jugar con peligrosos hechizos. Por desgracia para nosotras, no siempre vuelan en pedazos cuando practican.
—Lo cual es un problema porque…
—Porque son viajeros del tiempo.
Se inclinó y yo la agarré del brazo.
—Espera. ¿Vas a entrar ahí?
—Ese es nuestro trabajo.
—¡Que le jodan al trabajo!
—Desde luego. —Se desembarazó de mi mano y cruzó el umbral; al apoyar los pies descalzos sobre las viejas piedras, se oyó un eco.
—¡Agnes! —murmuré, pero no hubo respuesta. Escudriñé la penumbra durante un instante, empecé a blasfemar y la seguí.
Había cerrado la portezuela de cristal del farol, pero seguramente se habría abollado al caer y ya no encajaba bien. Por ella se filtraban unos haces de luz sepia, confiriéndole al muro de piedra que me rodeaba un tono dorado, y convirtiendo nuestras sombras en corpulentos monstruos. Inspeccioné de nuevo la oscuridad que inundaba el resto de la habitación y traté de no pensar en tiradores certeros ni en blancos fáciles.
Cuando se produjo el ataque, la única señal fue un parpadeo rojo en la penumbra. Agnes apuntó hacia él, pero, antes de que le diera tiempo a apretar el gatillo, un rayo con la forma de una sangrienta serpiente atravesó la habitación, dándole en el hombro. Giró y cayó sobre mí profiriendo un grito ahogado.
Tiré el farol y la sujeté, al tiempo que cogía mi pistola. Pero sólo logré dar un par de disparos al aire, pues ella me agarró de la muñeca:
—Aquí dentro no.
No protesté porque tampoco tenía blanco al que disparar. La saqué de la parte iluminada, arrastrándola, y la llevé ala sombra de un pilar que había cerca. Ella miró a un lado, pero, a menos que tuviera una vista endemoniadamente mejor que la mía, no vio nada. Agucé el oído, pero no se oyó nada, excepto su respiración entrecortada.
—Puede que le haya dado —susurré.
—No temo tanta suerte.
Su voz sonaba forzada. Y en el hombro del vestido, relució algo líquido.
—Te ha dado.
—Maldita sea, es culpa mía. —Se despegó la gasa color violeta, dejando al descubierto una quemadura con muy mal aspecto—. Le presté la protección a mi heredera para que hiciera un ejercicio de entrenamiento, pero se escapó con algún imbécil. Naturalmente, ni se molestó en devolvérmela.
Me mordí el labio sin contestar. La protección en cuestión era un tatuaje con forma de pentáculo del tamaño de un plato pequeño, que en aquel momento se encontraba entre mis omóplatos. No era efectiva contra las armas humanas, pero resultaba de lo más increíble a la hora de defenderte de un ataque mágico. Mi madre, que fue la heredera de Agnes antes de huir sabiamente a las colinas, me la había entregado. Pero, por alguna razón, no consideré que aquel fuera un buen momento para sacar el tema a relucir.
—¿Sueles ponerte tacones para perseguir a hombres armados? —opté por preguntarle.
Meneó los dedos de los pies, ahora descalzos, haciendo que se agrandara un poco más la carrera que llevaba en las medias.
—Tuve que salir en medio de una cena.
—Podrías haberte llevado un guardaespaldas.
—Sí, ¡no me hacía falta otra cosa! Otro mago. ¡Para que acabe explotando y haciéndolo saltar todo por los aires!, ¡ahorrándole el trabajo a la Comunidad!
—¡Y puede que salvándote la vida!
Apoyó la cabeza en la columna con aire cansado.
—Eso lo puedo hacer sola.
Crucé los brazos, pero no dije nada. Aún tenía la respiración entrecortada y no tenía buen color, no estaba en situación de escuchar sermones. No era la única que había dejado tirado a un compañero.
Pritkin me odiaba a muerte por la misma razón: estaba seguro de que, tarde o temprano, iba a joder algo que no podríamos arreglar. Decidí ahorrarme un disgusto y no mencionarle mi viaje, pero aquella había sido una decisión de la que estaba empezando a arrepentirme de haber tomado. Él llevaba munición de sobra para tres personas, tres personas estilo Rambo. Nos hubiera sido de lo más útil en aquel momento.
Unos instantes después, Agnes trató de ponerse en pie. Se levantó, agarrándose a la columna, con la cabeza inclinada y la frente marcada por el dolor.
—¿Puedes volver a tu año? —le pregunté—. Porque si no es así, yo puedo…
—Hay algo que debo hacer —contestó, irguiéndose y cuadrando sus delgados hombros—. Necesitamos más luz.
—¡Lo que tenernos que hacer es salir de aquí!
—Entonces vete. Nadie te retiene. —Me quedé mirándola un instante, verdaderamente tentada, empecé a soltar improperios y fui corriendo a toda prisa para coger el farol. Para mi sorpresa, nadie me disparó.
Tenía una anilla soldada en la tapa superior, así que cogí una vara de uno de los montones de leña que crujía a nuestros pies y enganché el farol de un extremo. Abrí la portezuela al máximo y alargué el artilugio, quedándome detrás de la columna con Agnes. Esperaba encontrarme un cuerpo derrumbado en el suelo, pero la cálida luz dorada empezó a alumbrar docenas de barriles y toneles.
Algunos de ellos estaban medio enterrados bajo los montones de madera y carbón que casi copaban la habitación, pero otros estaban amontonados, como si esconderlos hubiera sido ya demasiado trabajo. O puede que el problema fuera que aquellos barriles tuvieran filtraciones.
El que teníamos más cerca tenía una grieta en un lateral del tamaño de mi dedo. A su lado, el suelo estaba cubierto de minúsculos granos que chisporroteaban como polvo negro de diamantes. Cuando comprendí de qué se trataba, me tembló la mano y saltaron unas chispas del farol. Me dio tiempo a pensar «¡Oh, mierda!» y las llamas saltaron del suelo, precipitándose hacia la pila de toneles.
Me tiré hacia donde estaba Agnes, nos tiramos al suelo y la onda expansiva pasó sobre nosotras. El ruido ensordecedor me dejó aturdida; a mis espaldas había fuego y una llamarada de calor lo envolvió todo. Muertas, pensé, con una arcada.
Y luego, nada.
Tras un instante de aturdimiento, abrí los ojos y vi una habitación llena de lo que parecía purpurina roja y dorada. Tardé un segundo en percatarme de que se trataba de fragmentos de madera y pólvora en llamas debido a la explosión, congelados en el aire como confeti del Cuatro de Julio. Había un trocito de madera junto a mi mejilla y estaba caliente. Lo aparté de un golpe y se desplazó algunos centímetros, quedando suspendido y fundido como un sol minúsculo.
—Eres como un grano en el culo —murmuró Agnes. Tardé un instante en comprender que había aplastado su cara contra el suelo.
—Por favor. Yo…
—Aléjate de mí.
Rodé hacia un lado y me detuve, parpadeando. A un par de metros había una imagen congelada de las puertas del infierno. Había una bola de fuego suspendida en el aire rodeada de pequeños trozos de madera que antes habían conformado los laterales de un tonel. Había chispas por todas partes, que le conferían a las oscuras piedras un rojo vivo y subrayaban el aspecto noqueado de Agnes.
—¿Qué ha pasado?
—¿A ti que te parece? —me cortó—. ¡Casi lo haces saltar todo por los aires!
—¡No me habías dicho que hubiera pólvora aquí dentro!
—¡Había pólvora ahí fuera! —Agitó un brazo con brusquedad señalando la otra habitación—. ¡Y alguien nos lanzó un barril desde aquí! ¿Qué diablos es lo que quieres, un diagrama?
—Quiero saber lo que está ocurriendo —dije acalorada—. Lo único que sé es que te seguí a un sótano…
—Lo cual no tenías por qué hacer.
—… ¡Y ahora hay un loco que trata de matarnos!
—Al paso que vamos, no tendrá que hacerlo —exclamó Agnes—, tambaleándose al tratar de levantarse. Se le había soltado lo que antes había sido un impoluto moño y el cabello le caía por las sienes y las mejillas. Se le movía delicadamente con la respiración, revelando lo deprisa que latía su corazón. Se llevó una mano a la cabeza.
—Mañana me voy a encontrar condenadamente mal.
—Has detenido el tiempo. —La había visto hacerlo antes; yo misma lo había hecho en una memorable ocasión. Por supuesto, en mi caso, había sido un accidente.
Miró la bola de fuego suspendida.
—¿Qué es lo que te hace pensar eso?
Decidí ignorar la pregunta y saqué la vara. La empleé para apartar las astillas en llamas. Se diseminaban formando un anillo concéntrico cuyo foco era la explosión, como las esporas de un diente de león infernal. Se meneaban cuando las tocaba, aunque ni se apartaban ni caían al suelo. Me quedé mirándolas un instante y un extraño vértigo me asaltó el pensamiento, al pensar en la distancia que separaba mi nueva vida de todo lo que había conocido hasta entonces.
—Mira —exclamó Agnes, señalando la pared más alejada. El mago estaba parado, aplastado contra las piedras, con un grito congelado en la garganta—. Ya te dije que no le habíamos dado.
Mientras hablaba, había empezado a reunir los fragmentos y restos de pólvora prendida en el aire. Parecía muy segura, pero, por experiencia propia, sabía la tensión que una pequeña parada en el tiempo podía suponer.
—¿Cuánto tiempo puedes aguantar?
—El tiempo suficiente si me ayudas. Y, ten cuidado, si nos dejamos una sola… —No hizo falta que concluyera la frase.
Yo iba aplastando las chispas diseminadas, como si se tratara de moscas hechas de fuego, llevándolas hasta el suelo y pisándolas, pero acabé dándome cuenta de que aquello no servía de nada. El tiempo se había detenido, lo cual significaba que podía saltar tantas veces como quisiera sobre aquellas malditas cosas, pero no iban a desaparecer. Decidí ir juntándolas en el faldón de mi camiseta, mientras Agnes se ocupaba de los barriles más próximos a la explosión. Algunos fragmentos en llamas habían entrado por los laterales, prendiendo la pólvora y avivando el fuego de los bordes.
Las ascuas que llevaba en la camiseta desprendían un calor molesto. Al final, decidí quitarme la camiseta y utilizarla como red para retenerlas sin quemarme. Cuando terminé, había hecho una docena de montoncitos chisporroteantes en la habitación vacía de fuera. Para entonces, Agnes ya se había ocupado de los barriles, así que centramos nuestra atención en la gran bola.
Golpeó la bola de fuego con una vara, pero permaneció inmóvil, como las sombras que se proyectaban en el techo y las nubes de humo del aire.
—Yo me puedo ocupar de eso —le dije, asiendo el palo. Para mi sorpresa, me dejó hacer sin rechistar. Por lo poco que la conocía, supe que aquello significaba que nos quedaba poco tiempo—. Una cosa que puedes hacer es contarme qué es lo que está pasando.
—¿De verdad no sabes nada de la Comunidad? —me preguntó, mientras me observaba aporreando la bola, como si se tratara de una monumental piñata. Aquello no resultaba muy elegante, pero parecía funcionar. El barril que había explotado y las llamas que lo envolvían empezaron a desplazarse lentamente a través del aire.
—No sé nada. ¡Ese es el problema!
—No son más que una panda de idealistas que pretenden crear un mundo mejor haciendo viajes en el tiempo. Detener las plagas, las guerras y las hambrunas antes de que comiencen, ese tipo de cosas.
—No suena demasiado mal —repliqué jadeante, mientras la explosión se iba desplazando a trompicones hacia la habitación exterior.
—Quizá deberías unirte a ellos. Aunque no les gustan mucho las mujeres. Puede que tenga algo que ver con el hecho de que las pitias les hayan estado desbaratando los planes durante los últimos quinientos años. Llévalo a las escaleras —añadió cuando me detuve para recuperar el aliento.
Miré la escalera sin mucho entusiasmo.
—¿Por qué? El otro explotó aquí y no pasó nada.
—El otro era mucho más pequeño. Ese podría hacer que el techo se derrumbara sobre nuestras cabezas.
Lancé un suspiro y empecé de nuevo a darle golpes a la cosa abrasadora esa.
—Y tendrías que echarle un vistazo a su manifiesto —continuó, mientras yo me iba abriendo paso por las escaleras—. No a todo el mundo le gusta la idea de vivir en un mundo perfecto en el que, si hacemos algo que a la Comunidad no le guste, puedan retroceder en el tiempo para cambiarlo. A los delincuentes reincidentes los borran del mapa. A las parejas se les niega el derecho a reproducirse, si a sus hijos se les ve como una futura amenaza para la Comunidad.
—Vale. Eso suena algo menos atractivo —admití.
—Y hay mucho más. No les va mucho el libre albedrío. Les da igual que la utopía de una persona pueda ser el infierno de otra —continuó, mientras nos adentrábamos en una gran sala.
Sobre los muros, había frescos de temas bíblicos que alcanzaban el techo. La luz de la explosión dio vida a los colores, haciendo que destellaran los dorados, proyectando una luz tenue sobre el cristal reluciente de las altas ventanas abovedadas. Parpadeé, mirando en derredor como una turista, hasta que Agnes me dio unos golpecitos en la espalda.
—Por allí. —Señaló una puerta que yo no había visto—. Y deprisa. No aguantaré mucho tiempo más.
Dejé de golpear el barril y, en su lugar, empecé a empujarlo. Tenía un extraño tacto esponjoso en el centro, supuse que por la pólvora prendida aún sin quemar, lo cual no aportaba mucho equilibrio. No obstante, logré atravesar la larga y estrecha sala con mi bomba pinchada en un palo y salí al exterior. Había varios edificios de piedra y madera de tres y cuatro plantas en torno a un patio. Las chimeneas despedían humo congelado, como unos dedos blancos que alcanzaban un cielo plomizo.
Hacía un frío desagradable y el aire me golpeó el rostro como si se tratara de una toalla mojada. Tardé un instante en darme cuenta de que estaba lloviendo. Había una cortina de agua suspendida en el aire que destelló con la luz que trajimos con nosotras. Las pesadas gotas, como diamantes tallados en cabujón, pendían del alero de los tejados, y caían hasta alcanzar el suelo, sumergiéndose en los charcos. Resultaba inquietantemente hermoso.
—El río —dijo Agnes jadeante, bien de frío o de agotamiento—. Por allí. —Apuntó a la izquierda, donde una hilera de árboles dispersos bloqueaban la vista.
Al emprender la marcha, oí el chapoteo de mis pies en el barro. Bajé la cabeza, pero no sirvió de nada. Enseguida empezó a caerme agua por la frente, entrándome en los ojos por el impulso de mi propio avance. La lluvia no caía sobre nosotras; nos adentrábamos en ella al correr, dejando tras nosotras un sendero de espacio seco, como la estela de un barco.
Para hacerlo todo aún más difícil, había poca luz. Sólo se veían algunas estrellas entre el cielo nublado y, aunque desprendíamos luz, ésta resultaba escasa. Todo lo que había cerca de nosotras estaba sumido en las sombras.
Aquello era un problema, dado que aquel lugar era un campo de minas repleto de carros, carretillas y cobertizos destartalados. Me tropezaba con todo, resbalando en el pavimento mojado, y la cosa empeoró cuando se acabó la piedra y pasamos a la tierra. Pero Agnes se volvía para echarme una mirada asesina cada vez que me quedaba rezagada, así que me apresuraba a alcanzarla.
Atravesamos una zona más o menos abierta en torno a una valla desvencijada y seguimos por un sendero que llevaba hasta una verja de hierro. A nuestros pies, sin duda, había un río. No veía muy bien, pero el olor resultaba inconfundible: una mezcla de pescado putrefacto, alcantarillado, moho y humedad.
Agnes me dio un empujón.
—¡Deshazte de eso!
Miré a mi alrededor. Un montón de edificios oscuros se agrupaban a lo largo de la rivera en ambas direcciones, aguardando a ser bombardeadas. El único lugar seguro para provocar una explosión era sobre el agua. Pero la vara era demasiado corta para empujar la bola de fuego lo suficientemente lejos como para evitar cualquier mal, y subirme a la verja no serviría de nada. Vislumbré un muro de contención de piedra al otro lado.
Pero tenía que hacer algo. La explosión había empezado de nuevo a expandirse a cámara superlenta. A Agnes se le empezaba a agotar el control del tiempo.
Me volví a quitar la camiseta y envolví la bola llameante con ella.
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.
—¡Improvisar!
La masa incandescente prendió el fino algodón y aparecieron unos cuantos puntos marrones. La camiseta estaba en llamas, pero, con el tiempo aún transcurriendo a cámara lenta, pensé que tendría aún un minuto antes de que se desintegrara. La cogí por los dos extremos, formando un gran tirachinas y giré haciendo un gran círculo hasta que tomé impulso. A continuación, lo solté, lanzando al aire la masa incandescente, que se adentró volteando en la oscuridad.
Llegó hasta el río, la reluciente esfera color rubí se sumergió en las oscuras aguas. Se hundió, iluminando un banco de peces al caer. Entonces, Agnes lanzó un suspiro, el tiempo volvió a su velocidad normal y la explosión submarina lanzó al aire una columna de agua de seis metros.