Me quedé mirando las delgadas facciones ligeramente caballunas y los ojos azul claro del mago que tenía delante de mí, y deseé estar imaginándome cosas. Su aspecto era un poco diferente con un esmoquin bien entallado, en vez de harapos del siglo diecisiete, y el pelo rubio peinado hacia atrás, en lugar de cayéndole hecho un desastre por la cara. Pero era él. Una vez ayudé a Agnes a detenerlo antes de que pudiera cargarse toda la existencia.
Cualquier duda de que fuera él se desvaneció cuando, de pronto, gritó, me tiró la bandeja de un golpe y echó a correr. Una asfixiante y densa nube de humo negro azulado bulló por toda la habitación mientras yo tropezaba hacia atrás. Se escuchó un disparó y luego, un gritó. Y a continuación, todo se ralentizó… literalmente.
De repente parecía como si la habitación se moviera a cámara lenta. Me caí hacia atrás encima de Mircea, mi vestido ondeaba lentamente mientras la bandeja formaba un arco suspendida en el aire. Los vasos se dispersaron, el líquido dorado se derramó y la superficie plateada brilló bajo la luz de las velas durante un largo momento…
Y luego volvió a coger velocidad y cayó sobre el parqué con un estrépito. Pero fue casi imperceptible por el ruido de los rápidos disparos, los cristales rompiéndose y el pánico colectivo de una multitud que no estaba acostumbrada al peligro. Tampoco es que yo estuviera teniendo una reacción muy diferente, y eso que estaba bastante acostumbrada. Me caí al suelo instintivamente, pero Mircea me cogió por la cintura y me levantó.
Fue una suerte, porque la multitud aprovechó ese momento para optar por la mejor parte de la valentía, y hubo una estampida. Las señoras con bonitos trajes y los hombres con esmoquin se olvidaron de la elegancia, se deshicieron del decoro y lucharon por ser los primeros en salir por la puerta. El lugar donde había estado arrodillada hacía un segundo, de pronto se convirtió en un remolino de dobladillos y pisadas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Mircea mientras tiraba de mí para ponerme a su lado.
—Agnes —dije con voz entrecortada. El humo me quemaba la garganta, provocando que me costara hablar, que me costara respirar—. Puede manipular el tiempo durante breves periodos, pararlo… ralentizarlo… y debe haberlo reconocido…
—¿Reconocer a quién?
—Al tío de la Comunidad —dije mientras trataba desesperadamente de localizarlo entre la multitud. Pero el humo dificultaba que viera algo y la mayoría de los invitados eran más altos que yo. Me levanté la falda y me subí a una mesa cercana.
—¿Qué comunidad? —preguntó Mircea, pero no contesté. Ahora podía ver por encima de la gente, aunque no a través del humo. Pero estaba pasando algo por el fondo de la sala. Un fuego mágico iluminaba la bruma en algunos puntos, como luces estroboscópicas en una pista de baile. Y la mayoría de colores eran de la gama de rojos y naranjas: magia ofensiva, hechizos de guerra; no eran los tranquilizadores azules y verdes del final de la gama.
Me bajé de un salto de la mesa y eché a correr.
Mircea me agarró antes de haber recorrido un metro y nos lanzó al suelo justo cuando una maldición extraviada nos pasó por encima burbujeando. Se estrelló contra la ventana que teníamos detrás, provocando que el cristal se hiciera añicos y que el fuego ascendiera por las cortinas de brocado. Más humo denso y asfixiante añadido a la mezcla, amenazando el poco aire que quedaba en la sala.
—¡Suéltame! —dije casi sin aire—. ¡La matará!
—¿Matar a quién?
—¡A mi madre!
—¿Quién va a hacer eso?
—¡El cabrón de la Comunidad!
—Escúchame. —Dos manos cálidas enmarcaron mi rostro y dos ojos oscuros me miraron fijamente. Sentí que el habitual consuelo de la presencia de Mircea volvía a hacer mella, aplacando mis miedos, tranquilizando mis pensamientos… y privándome de mis nervios de punta—. Lo que está sucediendo, al final no ocurre —me aseguró—. Esta noche no pasó nada importante. Les ordené específicamente a mis hombres que…
—No «pasó» nada —le dije furiosa—. Pero sí está pasando algo. Y si no me escuchas…
Pero Mircea no me estaba escuchando. Me levantó mientras discutíamos, me cogió por la cintura y empezó a abrirse paso entre la multitud hacia la salida más cercana.
Y entonces, de repente, comenzó a retroceder otra vez.
Me encontré andando hacia atrás también, incapaz de controlar los movimientos de mi cuerpo a pesar de que eran totalmente contrarios a lo que yo quería hacer. Intenté hablar pero tampoco podía, excepto por algunos sonidos confusos que no tenían sentido. Por un momento me entró el pánico, segura de que volvía a estar poseída. Hasta que vi las cortinas.
Un minuto antes, el damasco granate había sido una frontera en llamas alrededor de la ventana, con bordados sobresaliendo violentamente de la tela que se oscurecía a toda velocidad y gruesas borlas retorciéndose al consumirse rápidamente. Ahora era justo lo contrario. Una tela impecable florecida de llamas que se encogían, se desprendían y se convertían en una bola que regresaba volando a quien las hubiera lanzado.
La multitud que intentaba huir también se movía en la dirección equivocada; un tropel de caras aterradas se iba alejando de mí mientras yo me subía de un salto a la mesa, me bajaba de un salto, me caía al suelo, volvía a levantarme y acababa mirando fijamente a un mago sorprendido con champán en la camisa. Y luego estaba en los brazos de Mircea, de cara a la ventana, como si nada hubiera pasado. Porque todavía no había pasado.
El tiempo vibró y tembló a mi alrededor durante un largo segundo, hasta que volvió a dar marcha atrás. Y esta vez, no lo dudé. Me liberé de los brazos de Mircea y me enfrenté al mago.
Nos caímos peleando de forma confusa, lo agarré de la cintura y luego de la pierna cuando intentó librarse de mí. Tiró algo al suelo y una nube de humo áspero e irritante nos rodeó. Pero aguanté… hasta que una bota brillante me dio una patada en la cara y rodé por el suelo. Para entonces Mircea ya lo tenía cogido por el cuello de la camisa, lo levantó de un tirón…
Y salió despedido como si hubiera sido lanzado desde un cañón.
No vi a Mircea estrellándose contra la pared, levantarse y abalanzarse de nuevo contra su agresor, porque todo ocurrió rapidísimo, no me dio tiempo ni a parpadear. Pero lo vi paralizarse en el aire, en mitad de un giro, cuando el tiempo vibró hasta detenerse. Al menos se detuvo para mí, para Mircea y para todos los demás; pero no para el maldito mago, que se liberó con un simple movimiento de hombros, como si se quitara un abrigo viejo, y se escabulló entre el gentío.
Intenté ir tras él, empujando con todas mis fuerzas el poder que me paralizaba, pero parecía que estuviera nadando en un río de fría melaza. El tiempo giraba lentamente a mi alrededor, provocando que me pesaran las piernas, que respirara más despacio, que no pudiera avanzar. Me alejaba de él. Me alejaba de ella.
Hasta que empujé más fuerte, y me liberé tan bruscamente que acabé espatarrada en medio de la multitud inmóvil, desorientada y respirando con dificultad. Una mujer perdía el equilibrio, rígida como una tabla, manchándole la camisa con su rojísimo carmín al hombre que tenía al lado. Otra se tambaleaba subida a sus altos tacones, pero era incapaz de caerse porque la gente la apretujaba.
A mí también me estaban apretujando, pero era buena señal, porque significaba que también estaban retrasando al mago. Podía ver su cabeza rubia moviéndose entre la multitud, brillando bajo las luces. Era fácil de ver porque superaba por más de siete centímetros a la mayoría de invitados y era el único que se estaba moviendo. Pero aunque lo atrapara, no podría derribar a un mago yo sola.
Y Agnes no podía ayudarme. No sabía qué clase de mierda extraña estaba pasando con el tiempo, pero conocía aquella maniobra. Detener el tiempo era el arma más poderosa del arsenal de la pitia, un triunfo en un juego de naipes. Pero también era una mano única. La última vez que lo había hecho, por casualidad, me había dejado hecha polvo el resto del día.
Y yo era mucho más joven que Agnes.
La idea me aterrorizaba, porque ella conocía las consecuencias mejor que yo. Agnes no lo habría usado si ella o su heredera no estuvieran en grave peligro. Pero esta vez no funcionaría, incluso le podría salir el tiro por la culata. Porque si el mago conseguía liberarse, podía atraparlas mientras ambas creyeran que estaban a salvo y Agnes estuviera debilitada porque su poder estaba desviado a otra parte.
Tenía que seguirlo y tenía que buscar ayuda.
Y sólo había un lugar donde podía conseguirla.
Miré hacia donde Mircea seguía suspendido en el aire, con los ojos color ámbar entrecerrados, mirando fijamente el lugar donde el mago ya no estaba. Lo cogí de la pechera de la camisa, lo único que alcanzaba, y tiré de él. Y como un gran globo con forma de Mircea, se acercó flotando un poco más al suelo. Pero seguía paralizado, seguía inservible.
No había funcionado.
Me quedé allí de pie, con lágrimas de pura furia quemándome los ojos. Odiaba el hecho de no saber cómo utilizar mi poder, de que no importara cuánto estudiara, cuánto practicara; lo que necesitaba siempre era algo que no sabía cómo hacer. Pero si lo había hecho una vez, joder, podía volver a hacerlo. Ningún mago idiota de una secta escurridiza iba a ganarme en mi propio juego.
Agarré la camisa de Mircea, y también agarré mi poder, que se arremolinaba en la densa corriente que circulaba entre nosotros. Y tiré.
Durante un largo momento, no pasó nada. Esta vez ni siquiera se movió, ni un centímetro. Pero aunque no se moviera en el espacio, se estaba moviendo a través de algo. Porque podía sentir la resistencia que lo arrastraba, que tiraba de él, que lo fijaba, mientras yo hacía todo lo posible por sacarlo de ahí.
Era increíblemente difícil, mucho más complicado que en mi caso. Empecé a temblar y el sudor me empapó la cara y, por un segundo, casi lo pierdo. Era como si el tiempo fuera resbaladizo y él estuviera lubricado y, además del esfuerzo físico extremo, había que añadir la tensión de mantener la temblorosa mano cerrada. Pero notaba que el tiempo se desprendía de él, capa a capa, como si estuviera despojándose de algún tipo de piel extraña.
Y entonces, de pronto, me caí al suelo, con ochenta kilos de vampiro alucinado encima.
Mircea se levantó de un salto y, acto seguido, se agachó, mientras yo seguía tirada en el suelo, jadeando y medio mareada. Joder, menuda mierda, pensé. Al parecer, él pensaba lo mismo, porque no dejaba de mirar a todas partes sin su habitual sangre fría. Su sedosa melena caoba le azotaba el rostro mientras asimilaba la multitud inmóvil, las nubes de humo paralizadas y una copa que estaba a medio caer a unos centímetros de distancia, con el contenido derramándose como una cascada de champán.
Alargó la mano dudoso, lo tocó y la retiró bruscamente al mojarse los dedos. Me miró, con los ojos oscuros muy abiertos.
—¿Qué has hecho? —me preguntó asombrado.
—Eso da igual. —Me levanté tambaleándome y preguntándome por qué me sentía como si fuera a vomitar—. Tenemos que atraparlo antes de que la encuentre.
—¿Al hombre que te atacó?
—Sí.
—¿Intenta hacerle daño a la pitia?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque Agnes y yo lo detuvimos en su última misión. Y porque esto es lo que hace la Comunidad, ¡alteran el tiempo! —Y matar a una pitia y a su heredera sin duda lo alteraría.
Y me di cuenta de que también haría algo más. Mi madre seguía siendo la sucesora elegida de la pitia, seguía siendo la buena y pequeña iniciada que conservaba su virginidad hasta la importantísima ceremonia de traspaso. Todavía tenía que conocer al infame que sería mi padre, todavía tenía que fugarse con él.
Todavía tenía que tenerme.
De pronto, noté que tenía la piel muy fría, demasiado tirante, y no parecía que entrara aire en mis pulmones.
—Mircea… —Lo agarré de la manga.
Pero no tuve que explicarle nada, vi que lo había entendido. Nunca había estado más agradecida por aquel cerebro que lo pillaba todo al vuelo y al que rara vez se le escapaban los pequeños detalles. Como el hecho de que si el maníaco conseguía su objetivo aquella noche, no eliminaría a dos pitias.
Eliminaría a tres.
Mircea no hizo más preguntas. Me cogió de la muñeca y echó a andar, abriéndose camino por la multitud inmóvil más rápido de lo que había pensado que fuera posible. Pero la ventaja del mago era considerable y en los pocos segundos que tardé en seguir a Mircea, lo había perdido de vista.
Tampoco ayudaba el espeso humo que flotaba como niebla densa y oscura. Pensé que mejoraría cuanto más nos alejáramos del origen, pero era justo lo contrario. El fondo de la sala era un mar de nubes, más oscuras en algunas zonas y más claras en otras, donde se entrecruzaban líneas de fuego mágico en la penumbra.
Las nubes eran molestas, pero lo que me preocupaba eran los hechizos. Permanecían inmóviles, como tubos de neón en una discoteca ochentera, pero había un montón. Y aunque no se iban a estrellar contra nosotros estando el tiempo como estaba, si los dábamos…
No estaba segura de lo que ocurría, pero pensé que no sería nada agradable.
—¿Puedes transportarnos al otro lado? —preguntó Mircea en tono grave.
—Tengo que ver adónde voy. —Y el humo excluía bastante esa posibilidad.
—Entonces los rodearemos.
—¡No hay tiempo! Él ya está…
—Entonces iré yo —dijo, y me agarró fuerte del brazo al ver que me tiraba al suelo, dispuesta a avanzar arrastrándome por debajo del rayo más cercano.
—Tú no puedes manipular el tiempo, ¡pero él sí! Puede paralizarte y matarte antes de que te des cuenta.
—Correré ese riesgo.
—Vale, ¡pues yo no!
Apretó la mandíbula obstinadamente, y me entraron ganas de gritar.
—Mircea, ¡morirás protegiéndome!
Se quedó mirándome fijamente durante un largo instante, soltó un par de ingeniosas maldiciones y se tiró al suelo a mi lado. Yo me lo tomé como un asentimiento y empecé a avanzar. Pero no era tan fácil como parecía, ni por asomo.
Un rayo brillante chisporroteaba sobre nuestras cabezas, como una barra de helado de frambuesa. Un hechizo congelado; lo bastante frío como para quemar, lo bastante frío como para congelar cualquier trozo de piel que lo rozara. Lo bastante frío como para matar. Me aseguré de arrimarme bien al suelo mientras me deslizaba por debajo.
Avanzar así era ligeramente más seguro, porque la mayoría de hechizos estaban arriba, formando un enrejado brillante sobre nuestras cabezas. Pero aunque el humo fuera menos denso allí abajo, en realidad la visibilidad era peor, con los bajos de los vestidos largos a medio vuelo por todas partes y un bosque de perneras. De todos modos, avancé rápidamente, con cuidado de no volcar ninguna de las estatuas vivientes que había por el camino.
—Pensaba que sólo las pitias podían manipular el tiempo —dijo Mircea detrás de mí.
—Yo también lo pensaba.
—Entonces, ¿cómo lo hace?
—No lo sé —le contesté ofendida—. Agnes no me dijo nada sobre que la Comunidad fuera capaz de hacer algo así. Se supone que ellos viajan en el tiempo, pero dijo que la mayoría son unos fracasados que acaban volando por los aires al intentar lanzar hechizos peligrosos que no pueden controlar.
—Sin embargo, este es diferente.
—No lo parecía —protesté—. Por lo menos cuando Agnes y yo fuimos tras él. Era bastante idiota. No sabía disparar como Dios manda y no paraba de correr dando gritos y tropezándose…
Me callé porque me estrellé contra algo, lo bastante duro como para hacerme daño. Resultó ser una burbuja verde pálido de un hechizo de protección, tan tenue en contraste con los colores brillantes que no la había visto. Debajo había un hombre mayor, con la mano levantada, proyectando un escudo sobre él y la mujer que estaba a su lado. El vestido de noche largo de gasa gris, el pelo blanco y las perlas incoloras combinaban perfectamente con la palidez de su rostro aterrorizado.
—Déjame a mí —dijo Mircea poniéndose delante. No discutí, porque su vista era diez veces más aguda que la mía—. Y háblame de esa Comunidad.
—No sé mucho —le dije arrimándome a sus talones—. Solo lo que me contó Agnes. Me dijo que son una especie de secta extraña. Creen que pueden mejorar la historia, solucionar los problemas de la humanidad, si consiguen identificar dónde la fastidiamos y luego retroceder en el tiempo y cambiarlo. Lo único es que ellos son los que deciden qué fue un error y qué no.
—Fanáticos. —Mircea parecía indignado.
—Ella los llamó utopistas.
—Es lo mismo pero con otro nombre.
—Dijo que podían ser peligrosos…
—Siempre lo son. Cualquiera que no sea capaz de ver más allá de su punto de vista lo es. Cuando un grupo decide que su modo de hacer las cosas es el único que existe, es muy fácil que vilipendien a cualquiera que no esté de acuerdo con ellos. Y cuando alguien ha sido demonizado, caracterizado como lo contrario al bien, matarlo se convierte en una virtud.
Parecía como si lo supiera de primera mano, pero no tuve oportunidad de preguntar. Porque habíamos llegado a la mitad de la sala, donde una mancha de color rojo oscuro se extendía por el suelo, como si alguien hubiera derramado un cubo de pintura. Pero la pintura no se mueve como la tapa de una olla hirviendo ni vierte burbujas de poción al aire. En ese momento se movían lentamente, como gas atrapado en aceite viscoso, pero no permanecerían así mucho tiempo.
—¿Qué es eso? —preguntó Mircea.
—Se está debilitando.
—¿El qué?
—El hechizo. Requiere mucha energía, y nadie puede mantenerlo durante…
—¿Qué hechizo? —preguntó Mircea con dureza.
—Del que nos he sacado.
—¿El hechizo temporal?
—Sí.
—¿Me estás diciendo que el tiempo está a punto de empezar a dar marcha atrás? —preguntó.
—Sí.
—¿Cuándo?
—¿Ahora? —dije mientras observaba una burbuja carmesí que ascendía unos treinta centímetros antes de reventar con un pequeño estallido.
Y ya no observé nada más, porque Mircea me había echado sobre su hombro y había pasado sobre el charco de un salto. Aterrizó con dificultad y jadeó, en parte porque le había dolido y en parte porque habíamos chocado contra una mujer con un vestido de noche largo de color rosa fuerte. La cogí por el pelo antes de que se cayera al charco y Mircea la empujó en los brazos de un mago que había detrás de ella. Y acto seguido, empezamos a correr por encima y por debajo y a través de aquel laberinto a una velocidad temeraria.
En realidad, cualquier velocidad lo era.
Un hechizo se nos cruzó en el camino, chocó contra el escudo de alguien, rebotó y se estrelló contra el parqué delante de nosotros, lanzando cientos de remolinos de astillitas de madera. Otro rayo brillante chocó contra el techo, provocando una cascada de polvo de escayola que caía como nieve, y un tercero explotó rompiendo las cristaleras del fondo de la sala. Y entonces, pasamos por lo que quedaba de ellas y nos encontramos con la oscuridad y el vigorizante aire otoñal y los sonidos nocturnos de la ciudad.
Y con la imagen de un mago que arrastraba a una chica con un vestido azul hortera.
Estaban en mitad de la calle y avanzaban rápidamente, seguramente porque les estaban persiguiendo cuatro magos de la guerra. Debían haber estado fuera, fumando a escondidas o algo así, porque era obvio que no habían sido atrapados por la burbuja temporal. Todavía estaban a una manzana de la pareja que corría, pero entonces aumentaron mágicamente la velocidad; sus siluetas se convirtieron en borrones al correr embalados en la oscuridad, con las manos extendidas y los cuerpos saltando hacia el mago que huía con su prisionera…
Y, de pronto, todo el grupo desapareció en un destello que iluminó los edificios de alrededor como una única luz estroboscópica.
Por un instante, me quedé mirando con incredulidad, porque quizá no lo supiera todo sobre mi cargo todavía, pero reconocía perfectamente un traslado en cuanto lo veía. Y el grupo al completo acababa de huir no a través del espacio, sino a través del tiempo, ignorando la frágil sujeción del momento con la misma facilidad que se pasa por una puerta.
Pero aunque sus cuerpos se hubieran marchado, algo permaneció. Traté de aferrarme a ello desesperadamente mientras Mircea maldecía detrás de mí.
—¿Qué demonios…?
—Todavía puedo sentirla. —Cogí a Mircea del brazo, lo bastante fuerte como para hacerle daño a un humano.
Giró la cabeza en todas direcciones, echando un vistazo a la calle vacía.
—¿Estás diciendo que están escondidos bajo algún tipo de encantamiento?
—No, estoy diciendo que puedo sentirla.
Y quizá incluso supiera por qué. Las titulares de mi cargo tenían que entrenar sustitutas, y uno de los métodos era trabajando sobre el terreno. Pero eso requería ser capaz de localizar a una heredera que se hubiera metido en problemas, sin importar cuándo fuera a ocurrir. Al menos supuse que esa era la razón por la que podía sentir adónde había ido, como un trémulo hilo dorado en mi mente que nos ataba.
Un hilo que se hacía cada vez más fino conforme se alejaba.
—¿Qué quieres…? —empezó a decir Mircea, pero no le dejé terminar.
—Agárrate —le dije. Y me transporté.