8

¿Estás segura de que estás preparada?

Habían pasado siete horas, estábamos varias décadas atrás y yo no estaba segura de nada. Me sudaban las manos, me dolía el estómago y estaba reconsiderando si el vestido que había escogido era el adecuado para la velada. Ya lo había reconsiderado una vez, llevaba el de seda roja, que en la tienda me había parecido elegante y sofisticado. Pero ahora pensaba que quizá tenía demasiado escote y no había tenido tiempo de que lo arreglaran, así que me quedaba demasiado ajustado en algunos sitios y demasiado ancho en otros, y no estaba segura de que el color quedara bien con mi pelo, en especial porque aún no había conseguido quitarme todo el verde, y…

—Estoy bien —dije con firmeza.

Mircea me miró como diciendo que no iba a engañar a nadie. Pero apretó el timbre de la puerta de todos modos. Al menos él parecía sentirse cómodo allí.

Llevaba su oscura melena, lisa y brillante, recogida con una discreta horquilla en la nuca. El esmoquin negro se ajustaba a su ancha espalda como un guante, la tela era suave y lustrosa, como solo puede serlo la lana buena de verdad. Lo había combinado con una camisa de puño francés blanca y almidonada con unos pequeños gemelos de oro que brillaban a la luz. Llevaban grabado el emblema de una casa real, aunque apenas le hacían falta. Nadie lo confundiría jamás con alguien que no fuera él.

Por lo visto, el mayordomo estaba de acuerdo, porque a pesar de no tener invitación, nos invitó a pasar y nos acompañó hasta la fiesta que se celebraba en casi toda la planta baja de una ostentosa mansión londinense. El suelo de parqué relucía, las lámparas de araña brillaban y había suaves cortinas y bonitas alfombras, pero apenas me fijé en nada. Porque al otro lado del salón principal había un mujer bajita y morena vestida de rojo. Y a su lado estaba…

—Es hermosa —dijo Mircea mientras cogía un par de copas de champán de una bandeja que pasaba.

Yo no dije nada. Agarré la copa que me dio, sintiendo una extraña sensación de distancia. Podía sentir el frío cristal en las yemas de los dedos, saborear el sutil mordisco del alcohol, pero parecía lejano, irreal, al igual que la gente que nos rodeaba. Escuchaba el tenue sonido de sus risas y la conversación que llegaba y se alejaba, como las notas que alguien estuviera tocando en un piano lejano. Pero nada de aquello importaba.

Nada en comparación con la chica alta que lucía un vestido largo de etiqueta, estilo horribles años ochenta, y que estaba al lado de la expitia.

El vestido era de raso azul eléctrico con grandes mangas pomposas y un peplo. El cuerpo estaba cubierto de encaje y una hilera de botoncitos adornados con piedras preciosas lo recorría de arriba abajo. Los zapatos estaban teñidos para que hicieran juego. Era realmente horrible, el tipo de vestido que una novia neurótica le pondría a su dama de honor demasiado guapa. Y aun así, le quedaba bien. El azul combinaba con sus ojos y resaltaba su pelo oscuro y su piel blanca. Y cuando se reía, olvidabas por completo el vestido, ni siquiera lo veías.

Porque no podías apartar la mirada de su rostro.

Un brazo me rodeó la cintura.

Dulceaţă, no creo que quieras acercarte tanto.

De pronto me di cuenta de que estaba en mitad de la sala, aunque no recordaba haberme movido. Mircea me apartó a un lado, cerca de una fila de cristaleras que daban al exterior. Al ser de noche, la que teníamos delante era como un espejo, lo cual me permitía mirar el reflejo de la chica sin que fuera tan obvio.

Mircea tiene razón, pensé con la mirada vacía. Era hermosa. Y delicada y frágil y serena.

No se parecía en nada a mí.

—No estoy de acuerdo —murmuró. Un cálido dedo me tocó la mejilla, recorriendo el rastro de una lágrima que no recordaba haber derramado.

—Hay un parecido en la estructura ósea, en la forma de los ojos, el contorno de los labios…

—Yo no lo veo —dije con dureza, mientras tragaba champán y me preguntaba por qué de repente estaba tan evidentemente enfadada.

—Dijiste que estabas preparada para esto —me dijo apretándome contra él.

Noté su fuerte pecho en la espalda, pero sus brazos eran delicados. Me sentí tranquila en su abrazo, incluso sabiendo lo que estaba haciendo. Todos los vampiros podían manipular las emociones humanas hasta cierto punto, pero Mircea podía prácticamente jugar conmigo como si fuera una muñeca. Eran una combinación de talento natural y más conocimiento de mi forma de ser de la que probablemente tenía yo. Pero por una vez, no me importó. Me aferré a la íntima sensación de calidez y confort que me rodeaba como si fuera una manta y me obligué a dejar de ser una idiota.

No sabía por qué estaba reaccionando de aquella manera. Ya conocía su aspecto. La había visto una vez, en una fotografía, una imagen desvaída y granulada tomada de lejos. Pero había sido lo bastante clara como para mostrarme la verdad.

No me parecía a mi madre en lo más mínimo.

—Estoy bien —le dije con un nudo en la garganta, y noté su suspiro en la espalda.

—No estás bien, dulceaţă. Estás enfadada, te sientes perdida, traicionada…

—No hay razón para sentirme traicionada.

—Ella te abandonó cuando eras una niña…

—¡Murió, Mircea!

—Sí, pero su marcha sigue siendo un hecho. Y eso te dolió.

—No me dolió. Apenas tenía cuatro años.

—Te dolió —insistió—. Pero no superas esas emociones, Cassie. Las ignoras.

—¡Eso no es verdad!

—Siempre ha sido así. Es uno de los aspectos definitorios de tu carácter.

Le fruncí el ceño a su reflejo en la ventana, pero si lo vio, no reaccionó. Me quitó la copa de champán vacía de la mano y la dejó en una mesa cercana. Luego volvió a rodearme con sus brazos, atrapándome, aunque no transmitía esa sensación. Yo no quería hablar del tema. Pero, de pronto, tampoco me quería mover.

—¿Recuerdas mi visita a la corte de Antonio cuando eras una niña? —me preguntó.

—Por supuesto. —Se había quedado allí durante un año, desde que tenía once años hasta casi los doce. Había sido una visita larga, incluso para los vampiros. En aquel momento, no había pensado mucho en ello; Tony solía tener visitas, y a mí me había parecido lógico que, con el tiempo, su maestro fuera una de ellas. Fue más tarde cuando me di cuenta de que Mircea tenía un motivo oculto.

Había descubierto que la pequeña vidente que Tony tenía en la corte era la hija de la exheredera al trono de la pitia. Mi madre había evadido su cargo y sus responsabilidades para casarse con un mago oscuro al servicio de Tony. Aquello la excluyó definitivamente de cualquier posibilidad de éxito, pero no marcó ninguna diferencia en cuanto a mí.

—Esperabas que yo me convirtiera en la pitia algún día.

Mircea no se molestó en negarlo. Era un vampiro. Utilizar cualquier recurso disponible dentro de la familia se consideraba una virtud en su cultura, y una posible pitia suponía todo un recurso.

—Sí, pero también resultabas interesante por ti misma.

Resoplé.

—Tenía once años. Ninguna niña de once años resulta interesante.

—La mayoría de niñas de once años no van por ahí hablando con fantasmas —dijo con ironía—. Ni sueltan de sopetón en medio de la cena, sin darle la mayor importancia, que uno de los invitados es un asesino…

—Creo que a Tony le habría dado un infarto —dije al recordar su cara—. Si tuviera corazón, ya me entiendes.

—Ni me conducen a un alijo de joyas de la guerra de Secesión, escondido en una pared, del que nadie más sabe.

—El tipo que lo puso ahí sí lo sabía.

—Desde mi punto de vista, eras una niña fascinante, en particular por el modo en que superabas el dolor. Para ser más exactos, por el modo en que evitabas superarlo.

—Sí que consigo superarlo.

Mircea no hizo ningún comentario, pero una mano me cubrió el puño que había apoyado en la cadera, con las yemas de los dedos sobre mis puntiagudos nudillos.

—Creo que ya llevaba allí un mes —dijo en voz baja— cuando pasé por casualidad por tu habitación. Era tarde y se suponía que estabas dormida, pero te escuché gritar. Entré y te encontré sentada en la cama, abrazándote las rodillas, mirando fijamente la pared. ¿Recuerdas lo que me dijiste cuando te pregunté qué ocurría?

—No. —Había estado viendo imágenes moviéndose por la pared y el techo, como reflejos de faros en una carretera. Lo único es que no había ninguna carretera cerca de la casa de Tony, que estaba muy alejada de un camino de tierra de dos carriles en el campo de Pensilvania. Pero aun así, las escenas habían invadido la habitación, como fotogramas trémulos de una película muda.

En cierto sentido, había sido como una de esas películas, a la que la noche había absorbido la mayoría de colores. Excepto por la sangre. Por alguna razón, había aparecido en brillante y luminoso tecnicolor, contrastando brutalmente con el negro, el marrón y el oscuro gris asfalto.

Pero a pesar de haber sido tan horrible, no había sido especialmente extraño. Había tenido visiones casi todos los días, hasta que crecí lo suficiente como para aprender a controlarlas, hasta que aprendí a no verlas. Probablemente nunca recordaría nada de aquella, excepto que Mircea había estado allí ayudándome a que me deshiciera de ella.

La gente de Tony no hacía eso. A ellos les habían ordenado que no interrumpieran, porque quizá viera algo que podrían aprovechar. Así que había sido la más extraña de todas las sensaciones extrañas, notar de pronto el contacto, la suavidad y la calidez humana, en mi hombro.

—Sólo fue una pesadilla —le dije.

—Dijiste que habías visto un accidente con muchos coches. O, tal y como lo describiste, sangre filtrándose en charcos de aceite; cadáveres destrozados sobre cristales hechos añicos y olor a gasolina, goma quemada y carne carbonizada. A la mañana siguiente, las noticias informaron de un accidente múltiple en la autopista de Nueva Jersey.

—¿En serio? —pregunté con un repentino deseo de tomar otra copa.

—Fue entonces cuando pensé cómo sería crecer como una niña que veía cosas que ningún niño debería ver. Una niña que, cada vez que cerraba los ojos, se encontraba rodeada de dolor, de horror, de muerte…

—Eso es una tremenda exageración.

—Rodeada de visiones que la mantenían despierta toda la noche, temblando de miedo y mirando fijamente una pared lisa.

—No era lisa —dije bruscamente—. Rafe dibujó cosas en ella.

Nuestro artista residente en la corte no había sido otro que el maestro del Renacimiento Raphael, que había sido convertido después de rechazar imprudentemente un trabajo para el prometedor florentino Antonio Gallina. Aquella fue la última vez que rechazó uno de los encargos de Tony, aunque tampoco es que le hubiera hecho muchos. Apreciar el arte requiere tener alma, algo con lo que estaba bastante segura de que Tony no había nacido.

—Sí —dijo Mircea dándome la razón—. Porque yo se lo pedí.

Fruncí el ceño. Eso no lo sabía.

—¿Tú se lo pediste? ¿Por qué?

—Pensé que una niña debía tener algo que mirar además de muerte.

Sus ojos oscuros se encontraron con los míos en la ventana por un instante, hasta que aparté la mirada.

—Quiero otra copa —le dije, pero los brazos de Mircea no se movieron.

—Por supuesto —dijo—. Yo deseo hablar de tus sentimientos hacia tu madre, así que, lógicamente, te entra sed. O hambre. O de pronto te acuerdas de que tienes algo que hacer.

Forcejeé; el abrazo de Mircea ya no resultaba tan reconfortante.

—Suéltame.

—¿Para coger una copa o para evitar la conversación?

—¡No la estoy evitando! —contesté bruscamente. Simplemente no había esperado que aquello fuera a resultar tan difícil.

Mircea y yo nos habíamos colado en la fiesta, si entrar acompañados por un efusivo mayordomo se podía denominar así, porque yo había querido ver a mi madre. Ni hablar con ella ni relacionarme con ella ni hacer nada que pudiera alterar la línea del tiempo. Simplemente verla.

Porque no la recordaba, excepto por esa única y pésima fotografía. Pero una vez allí, verla no era suficiente. Quería acercarme. Quería averiguar si seguía oliendo a miel y lilas, con un toque de pintalabios ceroso.

Quería que ella me viera a mí también.

Pero aún más, quería preguntarle cosas. Por qué había dejado un cargo por el que la mayoría de gente habría matado para casarse con un hombre al que la mayoría de gente habría matado. Por qué me había tenido. Por qué se había muerto y me había dejado con el cabrón de Tony.

Si alguna vez me había querido.

—Suéltame —dije con la voz entrecortada. Mircea me soltó y me aparté; necesitaba espacio, necesitaba aire.

Me rodeé con los brazos y me quedé mirando la fiesta, un dolor casi físico me carcomía por dentro. Tenía el pelo oscuro, como había supuesto por la fotografía, pero no era castaño. Las luces lo iluminaban, y era de color bronce cobrizo, intenso y cálido, tan singular como sus ojos azul zafiro.

Me pregunté si de ahí venían mis mechas rojas, si quizá era de familia. Me pregunté si tenía una familia, primos lejanos o algo así en algún sitio. Nunca había pensado en eso realmente, quizá porque había crecido rodeada de gente que nunca mencionaba a los suyos.

Los vampiros solían actuar como si sus vidas empezaran con la transformación, en vez de acabar en ella. Y en realidad, tenían razón. La mayoría de maestros transformaban a un individuo porque poseía un talento que necesitaban, o la fuerza o la inteligencia o la salud que ansiaban; y nada de eso incluía una familia humana. Pocos eran los que deseaban transformar a un montón de parásitos que no fueran realmente útiles y que pudieran resultar un peligro, ya que un maestro era el responsable de las acciones de sus hijos.

Por consiguiente, la mayoría de familias se quedaban atrás cuando un vampiro bebé se unía a su nuevo clan. Y me imaginaba que, después de un tiempo, uno debe dejar de preguntarse por los que ya han muerto, con los que seguramente ya no tienes nada en común. Después de un tiempo, debes dejar de echarlos de menos.

Lo único es que creía que yo no viviría tanto tiempo.

—Mi madre también era muy hermosa.

Había estado tan sumida en mis pensamientos, que tardé un instante en darme cuenta de que Mircea había hablado.

Y luego unos segundos más para asimilar lo que había dicho.

—¿Tu madre?

Sonrió débilmente.

—Pareces sorprendida.

—Sólo es que… nunca la mencionas.

De hecho, nunca había pensado que Mircea hubiera tenido una madre. Qué idiota, pues claro que la había tenido. Pero, por alguna razón, nunca me lo había imaginado siendo un niño.

Me resultó sorprendentemente fácil.

Las ligeras ondulaciones de su pelo color caoba, en su momento podrían haber sido rizos. Los labios esculpidos, tan sensuales en un adulto, probablemente habían sido un arco de cupido entonces. Y los ojos oscuros y límpidos debían haber sido irresistibles en el rostro de un niño.

—Apuesto a que eras un consentido —le dije, y se rió.

—En absoluto. Mis padres eran bastante estrictos.

—No me lo creo. —Yo intentaba ser estricta con Mircea, de veras que sí, pero por alguna razón, nunca funcionaba. Y dudaba de que alguien hubiera tenido mejor suerte que yo.

—Es cierto —insistió, mientras nos acomodaba en unas sillas junto a la pared. No me quedé en la mía más de unos pocos segundos. Estaba demasiado inquieta, extrañamente nerviosa.

Mircea empezó a levantarse cuando yo lo hice, pero lo empujé para que se volviera a sentar.

—Un caballero nunca se queda sentado mientras una dama está de pie —me reprendió.

Apoyé una rodilla en su pierna para que no se moviera.

—¿Y si la dama insiste?

—Bueno, sería un dilema. —Una mano fuerte me apretó el muslo a través de la seda—. Ya que un caballero siempre accede a los deseos de una dama.

—¿Siempre? —Me lo había dejado en bandeja.

Se rió y me besó la mano.

—Desgraciadamente, no siempre soy un caballero.

—Casi siempre —le dije sinceramente, y le quité la horquilla del pelo.

Una oscura ondulación cayó sobre sus hombros. Levantó la vista y me miró, con risueños ojos oscuros. Siempre había tenido ese extraño fetiche con su pelo, del cual no hablábamos. Pero él lo sabía.

Era como fresca seda marrón rebosando de mis dedos. Y como siempre, tocarlo no podía ser mejor. Me hacía sentir bien, me tranquilizaba. Y en esos momentos, era lo me hacía falta.

—Estabas hablando de cuando eras un niño.

—Ah, sí. Los sufrimientos de la infancia —dijo pensativo mientras me acariciaba despacio el muslo—. Uno de mis primeros recuerdos es me soltaran en la nieve para jugar con ella, completamente desnudo.

—¿Desnudo?

—Bueno, no era tan malo cuando brillaba el sol, pero después del anochecer…

—¿Después del anochecer?

—Resultaba un poco… glacial.

Lo miré fijamente.

—¿Cuántos años tenías?

Se encogió de hombros.

—Tres, quizá cuatro.

—Pero… ¿por qué haría alguien eso?

—Para demostrar mi capacidad a la gente. Yo era el heredero de mi padre y, aunque no tuviera trono que dejarme en esos momentos, él confiaba plenamente en que algún día lo tendría.

—Sí, pero poner en riesgo a un niño…

—La vida es riesgo. Y la infancia, en el sentido moderno, no existía en mi juventud. Al menos para los niños campesinos, que empezaban a trabajar en el campo a los siete años. Y, sin duda alguna, no para los que pertenecíamos a la nobleza.

—No suena muy divertido.

—Un poco sí que lo era. Había teatro de títeres en los días festivos y trineos en invierno. Y a los cinco años ya sabía montar un caballo sin ensillar a galope tendido, al igual que mis hermanos. Bueno, excepto Radu —dijo refiriéndose al más pequeño—. Les tenía un miedo atroz a esos animales y tardó mucho tiempo en hacerse con ellos. Debería haberlo sabido; yo les enseñé a los dos a montar.

—¿A los dos?

—A él y a Vlad —dijo Mircea borrando la sonrisa de su cara. No dije nada, pero maldije por dentro. Ya era bastante raro que Mircea hablara de su familia, y este tema en particular casi seguro le haría cerrarse en banda. Pero para mi sorpresa, esta vez no lo hizo.

—Radu no sabía montar en absoluto —dijo después de unos instantes.

—Yo tampoco —admití. Rafe había intentado enseñarme, pero al final había desistido, desesperado.

—Pero tú no tienes que encabezar un ataque en batalla, dulceaţă. ¡Él sí! Al final, mi padre solucionó el problema atándolo al caballo más grande de la cuadra y prometiendo que permanecería allí hasta que supiera montar correctamente.

—¿Y lo consiguió?

Mircea me miró, dejando al descubierto la larga línea de su cuello al apoyarse en el respaldo de la silla. El gesto expuso una zona vulnerable, una tradicional señal vampírica de confianza.

—Con una prontitud sorprendente.

Bajé la mirada para introducirme en esos aterciopelados ojos oscuros, fascinada por la agradable alegría de su bello rostro, por las arrugas de sus ojos, por su dentadura blanca y regular y el atisbo de la lengua tras ella. Sin pensarlo, dejé de acariciarle la espesa y sedosa melena y bajé la mano hasta la nuca, para deslizarla hacia delante y rodearle el cuello.

La mayoría de vampiros se habrían apartado o, al menos, se habrían inmutado. Mircea simplemente me miró con ojos brillantes, pero ya no eran risueños. Había algo misterioso en esa profundidad, algo feroz y posesivo que me aceleró la respiración e hizo que apretara la mano para sentir su pulso, fuerte y constante, en las yemas de los dedos.

Su corazón no necesitaba latir, por supuesto, pero él sabía que me gustaba, así que rara vez lo olvidaba. Como si siempre se acordara de respirar cuando yo estaba cerca, de parpadear, de hacer todo lo que le hiciera parecer humano, aunque no gozaba de dicho título desde hacía quinientos años. Pero para mí era humano.

Para mí siempre sería humano.

—No deberías mirarme así en público, dulceaţă —murmuró acariciándome el muslo de arriba abajo—. Hace que desee acortar la velada.

—¿Cuánto?

Los dedos apretaron repentinamente.

—Mucho.

Y por un instante, me pareció una idea muy buena. Muy, muy buena. Pero si me marchaba con Mircea en ese momento, sabía cómo iría el resto de la noche. Y no implicaría mucha conversación.

Me chupé los labios y me alejé un par de pasos.

—¿Me estabas hablando de tu madre?

Mircea se quedó callado durante un momento, pero cuando miré hacia atrás, no parecía molesto. En todo caso, su cuerpo parecía haberse relajado, y estaba sonriendo.

—La princesa Cneajna de Moldavia —dijo sin dificultad—. Alta, con el pelo negro y ojos verdes. Radu salió a ella, no en el color, sino en la cierta delicadeza de sus rasgos.

—¿Y tú?

—Dicen que yo me parezco más a ella en el temperamento, aunque yo nunca me he dado cuenta. Ella era más… acalorada. Mucho más excitable. La recuerdo bella y apasionada, orgullosa y ambiciosa.

Me mordí el labio. Pensé que aquello describía a Mircea perfectamente.

—Yo siempre pensé que me parecía más a mi padre —me dijo.

—¿En qué?

Mircea ladeó la cabeza.

—Era el tipo de hombre… prudente, un diplomático, el rey Segismundo de Hungría. Tenía más o menos tu edad cuando lo mandaron como enviado especial a Constantinopla para discutir una posible fusión entre la fe católica romana y la ortodoxa. Nunca ocurrió, por supuesto, pero dejó impresionado al emperador del Sacro Imperio Romano por su tacto y su juicio. —Mircea sonrió—. Aunque, probablemente, no por su piedad.

—¿No era religioso?

—No más de lo que era políticamente conveniente. Mi madre era la devota de la familia. Obligaba a sus pobres hijos a permanecer al cuidado de los dominicos como parte de nuestra educación. —Se estremeció.

Yo sonreí.

—¿No te gustan los monjes?

—Siempre he sospechado de los hombres que pueden darle la espalda por voluntad propia a la más extraordinaria de las creaciones de Dios.

Sus aterciopelados ojos marrones se encontraron con los míos, y algo cálido y eléctrico me atravesó directamente, haciendo que se me acelerara el pulso en la garganta, y en otros sitios. Decidí que realmente quería esa copa. Por suerte, otra de las omnipresentes bandejas flotantes se dirigía hacia mí.

Avancé y alargué el brazo para coger una, al mismo tiempo que lo hacía un hombre por el otro lado. Mi mano rozó la copa, volcándola y salpicando de líquido dorado su prístina camisa blanca. Él me miró y yo a él, con una disculpa en los labios. Y ahí se quedó cuando ambos nos quedamos paralizados y pasmados al reconocernos.

Porque nos conocíamos, y se suponía que ninguno de los dos debía estar allí.