6

¿Los duendes? —Françoise parecía dudosa.

—Es una teoría —le dije, cuando otro tío me dio un codazo en las costillas.

Era la tarde siguiente. Mircea estaba en Nueva York, haciendo cosas importantes para el Senado. Pritkin estaba en el Reino de la Fantasía, arriesgando su vida para encontrar información. ¿Y dónde estaba yo?

Estaba de compras.

Pero, al menos, no estaba disfrutando.

Le lancé una mirada de odio al tío maleducado, pero creo que ni siquiera se dio cuenta. Me había puesto unos vaqueros anchos y una sudadera para tapar los moretones y me había recogido los rizos verdes en una cola de caballo mal hecha. Aquella mañana, no me había molestado en maquillarme al levantarme, así que las ojeras y el moretón del pómulo eran perfectamente visibles.

Obviamente, ni en el mejor de mis días podía competir con Françoise, que era alta, morena, bella y muy, muy francesa. Y en aquel momento, también estaba desnuda, lo cual explicaba por qué me estaba costando tanto acercarme a ella para preguntarle algo.

Françoise acababa de conseguir trabajo como dependienta en la tienda del diseñador para el que hacía de modelo de vez en cuando. Su tienda pija era la joya de la corona de la avenida principal del hotel, fundamentalmente porque había rechazado acompañar la temática «Lejano Oeste conoce infierno» en la que estaba basado el resto del lugar. Augustine era mejor que todo eso.

Y también era bueno vistiendo a sus modelos como bailarinas de estriptis para atraer a más clientes. Françoise y las otras tres bellas sílfides que en esos momentos estaban trabajando vestían su última creación que, hasta donde yo podía decir, no era un vestido en absoluto. Se parecía más a una cinta de raso de cinco centímetros de ancho —roja, en su caso— enrollada en el cuerpo y que acababa en una floritura detrás de la cabeza.

Obviamente, estaba trucada para cubrir zonas estratégicas; no importaba cuánto se girara o se torciera al bajar cosas de las estanterías que tenía detrás para la multitud de clientes que salivaban, porque no mostraba nada. Pero aquellos tipos tenían grandes esperanzas. Y mientras siguieran allí, comprarían cosas de la chabacana línea para turistas de la que Augustine se burlaba, pero que nunca llegaba a retirar.

Le eché un vistazo a las camisetas y encontré una con el dibujo de un muñeco con los ojos saltones que parecía hecho polvo. Abajo ponía: «Hay demasiada sangre en mi sistema cafeínico». La cogí para Pritkin, aunque sabía que seguramente nunca se la pondría, solo por ver la cara que ponía.

Suponiendo que volviera a ver su cara. Suponiendo que…

Saqué la camiseta de la percha y me ordené a mí misma dejar de ser una idiota. Si había un tío que pudiera cuidarse a sí mismo, ese era Pritkin. Y él conocía el Reino de la Fantasía mejor que la mayoría. Estaría bien.

Estaría bien, o yo misma lo mataría.

—Cuando puedas, necesitaría que me ayudaras —le dije a Françoise mientras me devolvía la tarjeta de crédito.

—¿Ayudajte?

—Necesito hablar contigo. Y necesito un vestido.

Me lanzó una mirada.

—Ya tienes un vestido. O lo tendjías si alguna ves viniegas a una pjueba. Cada día que non vienes, hases que se ponga más… —Hizo un gesto con la mano para indicar una palabra que no le salía—. Salaud.

—¿Gilipollas? —supuse.

—Eso también.

Nos referíamos a Augustine y al vestido que, supuestamente, estaba diseñando para mi investidura. Digo «supuestamente» porque no lo había visto. No me había enseñado ni un bosquejo ni un modelo, ni siquiera me lo había descrito. Faltaba poco más de una semana para la ceremonia y lo único que había visto de mi traje hasta el momento era un montón de papel marrón, de ese con el que se hacen los patrones.

Teniendo en cuenta mi anterior historia con Augustine, aquello me ponía nerviosa. Iba a tener que ponerme delante de los líderes del mundo mágico sin linaje, falta de entrenamiento y escasa de habilidades. No podía permitirme parecer una cutre también.

—Estoy haciendo boicoteo hasta que tenga más detalles —le dije.

—¿Todavía non lo has visto? —Françoise parecía perpleja.

—No.

—¿Se lo has pedido?

—Por supuesto, pero no me lo va a enseñar. Dice que yo no entendería el proceso artístico, o algo así. De todas formas, me temo que si consigue la oportunidad de probarme el maldito traje, me hará llevarlo, sin importar lo que parezca…

—Augustine es un buen diseñadog —protestó.

—Y me odia. Sabes que es verdad.

Françoise no me discutió. Simplemente frunció los labios y puso los ojos en blanco y, como era francesa, consiguió que el gesto resultara sexi. Un tipo que había cerca gruñó.

—Si lo viegas, cambiaguías de opinión —me dijo.

—Quizá. ¿Puedes pedírselo por mí?

Non cjeo que eso sijva de mucho —dijo Françoise pensativa—. Es muy estjicto con sus diseños.

—¿Pero? —dije, porque estaba claro que había un pero en su tono.

Pego en estos momentos está comiendo…

—¿Y?

Sacó algo de un cajón y se lo descolgó del dedo.

—Y tengo sus llaves.

Le hizo un gesto a otra de las chicas para que la supliera y, en menos de un minuto, ya habíamos pasado el mostrador del fondo y habíamos entrado en los probadores, donde tuve que pararme para ocuparme de mis perseguidores. Los dos vampiros de ojos dorados habían estado merodeando cerca de mí toda la mañana, fingiendo formar parte del paisaje. No lo estaban haciendo especialmente bien. Todo el mundo llevaba pantalones cortos y camisetas, por respeto a la ola de calor de cuarenta y ocho grados, mientras ellos imitaban a los Men in Black.

Aun así, teníamos una tregua; yo fingía que no me daba cuenta y ellos no se acercaban demasiado. Pero ya estaba bien.

—Fuera —les dije bruscamente.

—Primero tenemos que inspeccionar.

—Entonces hacedlo y marchaos.

—¿Por qué? —preguntó uno de ellos. Era uno de los nuevos y no sabía cómo se llamaba—. ¿Qué estás planeando hacer ahí?

Parpadeé sorprendida por su pregunta.

—Es un probador. ¿Qué crees que estoy planeando hacer?

—Eso no explica por qué tenemos que irnos.

—Porque quizá vaya a probarme algo de ropa.

—¿Y?

—¡Y puede que tenga que desnudarme!

Simplemente se quedaron mirándome un momento.

—Eres consciente de que ya te hemos visto, ¿verdad?

—¡Fuera!

En cuanto se marcharon, Françoise abrió la puerta del taller de Augustine y entramos corriendo. Se parecía mucho a él, un extravagante despliegue de exceso creativo, que en este caso implicaba rollos de telas caras, cubos de adornos valiosos, montones de pieles lustrosas y un surtido de cosas brillantes. Había mesas llenas de telas, pizarras cubiertas de esbozos y algunos maniquíes a medio montar que parecían víctimas de guerra arrinconadas.

Pero no veía ninguna máquina de coser ni herramientas no fabulosas. Simplemente un par de alfileteros con forma de tomate que zumbaron alrededor de nuestras cabezas en cuanto entramos. Como si supieran que se suponía que no teníamos que estar ahí.

Françoise los espantó con la mano y se alejaron volando hacia la pared del fondo, donde se acurrucaron con aspecto amenazador. A continuación, Françoise descorrió una cortina y yo me olvidé inmediatamente de ellos y de los vampiros e incluso de mi cuerpo dolorido. Porque Augustine era un cabrón, pero era un cabrón brillante.

—La línea paga esta pjimavega —dijo Françoise con un ademán digno de una presentadora de televisión.

Yo no dije nada, porque mi boca estaba ocupada manteniéndose abierta. Vale, quizá lo había juzgado mal. Porque, obviamente, había estado ocupado.

Reconocí algunos de sus básicos: un vestido de tubo color carne con abanicos de encaje negro bordados que se abrían y se cerraban cada pocos segundos; un grupo de chocantes vestiditos de papiroflexia que se rehacían constantemente adoptando nuevas formas y una selección de vestidos tipo columna adornados con piedras preciosas, parecían rubí líquido, zafiro y diamante, este último tan brillante que costaba mirarlo.

Pero la verdadera temática de aquella temporada eran, obviamente, las estaciones.

Un vestido largo azul claro estaba estampado con un remolino de hojas otoñales: rojizas, doradas y color tierra cálido. Pero no es que las hojas simplemente se movieran, sino que no veían la necesidad de quedarse realmente en la tela. Se desprendían de la prenda y salían volando en avalancha, arremolinándose alrededor del vestido en un último, breve y eufórico baile antes de desvanecerse finalmente.

Lo mismo ocurría con un vestido largo de color blanco reluciente que se despojaba de brillantes copos de nieve cada vez que lo tocaba, y otro verde césped con las mangas hechas de cientos de mariposas revoloteando. Pero la verdadera sensación era un quimono rosa palo con un paisaje japonés pintado a mano en la seda.

Françoise había estado observándome con una divertida inclinación en sus labios rojos.

—Es bueno, ¿vegdad?

—Es bueno, sí —dije en voz baja, mientras el quimono relucía de forma seductora bajo las luces.

Habría sido bonito por sí mismo, pero el paisaje estaba trucado para que cambiara al observarlo. La nieve se derretía de las ramas desnudas de un árbol, que echaba hojas y luego delicadas flores rosas y blancas. Se quedaban ahí, temblando, hasta que salían volando de la superficie del vestido movidas por la brisa estival.

Pero a diferencia de las imágenes de los demás vestidos, estas no desaparecían casi inmediatamente. Se quedaban flotando durante un largo rato, creando una especie de estela que desaparecía gradualmente como a un metro por detrás del vestido. Y cuando cogí una con la mano, juro que era tan suave como un pétalo, con peso y cuerpo, antes de esfumarse.

—Este es uno de los encajgos espesiales paga la seguemonia —dijo Françoise alargando la mano para darle la vuelta a una etiquetita que había en la percha.

—¿Es… es mío? —pregunté, prometiendo con fervor a todos los dioses que me plantearía ser una firme devota si ponía mi nombre. Con ese vestido sí podría parecer la pitia. Podría comerme el mundo con ese vestido.

Non —dijo Françoise mirando de reojo la etiqueta.

—¿De quién es? —pregunté respirando un poco más fuerte. Y preguntándome si dicha persona podría estar abierta al soborno. Todavía quedaba una semana y media para el gran día. Quizá Augustine podría hacer otro vestido para…

—Ming-duh —leyó Françoise retorciendo el gesto—. O como se diga.

—¿Qué? —Le arrebaté la etiqueta y me quedé mirándola, esperando que simplemente hubiera destrozado la pronunciación. Pero no. En la etiqueta ponía el nombre de la jefa de la Corte vampira de Asia Oriental.

Joder.

—Pero… pero si es china —protesté—. ¿Por qué quiere llevar un quimono?

Françoise se encogió de hombros al estilo francés.

—Tú queguías llevaglo —señaló—. Y, además, ella es la jefa de los vampigos japoneses, ¿vegdad? Quisá sea, ¿cómo se dise? Diplomasia.

Miré el vestido, que había vuelto a empezar el ciclo hasta el invierno. Continuaba siendo igual de hermoso, a pesar de la relativa desolación. Las ramas negras hacían un bello contraste con la seda rosa nácar, y en la que cruzaba de lado a lado la falda, se había posado un carraco para arreglarse delicadamente las plumas.

Su belleza desesperaba e incluso dolía, y no había modo alguno de que yo llevara algo que pudiera hacerle competencia. No me habría preocupado mucho si fuera para otra persona. Pero Ming-de no era simplemente una de las vampiras más poderosas del mundo, sino también una de las mujeres de las que sospechaba firmemente había sido amante de Mircea.

Y por si fuera poco, también era como una llamativa y delicada muñeca de porcelana. Incluso con su ropa normal, hacía que mi uno sesenta y tres de estatura pareciera amazónico y chaparro, y que mi tono rubio rojizo pareciera desteñido y ordinario. Y con ese…

Vale, era oficial. Mi vida era una mierda.

Françoise se fijó en mi expresión y frunció el ceño.

—Todavía non hemos visto tu vestido —señaló—. Quisá sea incluso mejoj.

Negué con la cabeza.

—No lo será.

—Eso non lo sabes —dijo con impaciencia, mientras revisaba los demás vestidos y llenaba el aire de una nube de magia multicolor.

Había un montón, parecía que el negocio estaba en auge, y no sabía cuándo volvería de comer Augustine. Así que me introduje para ayudarla.

—Me he pasado por aquí por dos razones —le dije mientras pasábamos etiquetas frenéticamente.

Vraiment? Qu’est-ce que tu veux?

Le expliqué los acontecimientos de la noche anterior.

—Quería preguntarte sobre lo que dijo Pritkin —dije finalmente—. Tú estuviste en el Reino de la Fantasía un tiempo, ¿verdad?

—Demasiado —dijo misteriosamente.

Dudé porque no quería hurgar en viejas heridas, ya que el viaje de Françoise al Reino de la Fantasía no había sido por elección. Una de las cosas en las que acertaban las viejas leyendas era el deficiente registro reproductivo de los duendes, lo cual haría pensar que no importa demasiado para unos seres que viven tanto tiempo como ellos. Pero, al parecer, este no era el caso, porque no tenían escrúpulos a la hora de secuestrar a alguien que pensaran que podría ayudarles un poco.

Pero Françoise no cambió de tema.

—Solo vi un poco de las tiegas de los duendes de la luz antes de escapaj —me contó—. Pero he oído muchas cosas sobje ellos. Y conosco bien la cojte de los duendes oscugos. Y nunca he escusado que un duende posea a alguien.

—Yo tampoco —admití—. Siempre pensé que eran de carne y hueso, como nosotros. Bueno, más o menos.

—Lo son. Y no hay espíguitus en su mundo, y tampoco fantasmas. Así que, ¿cómo podjían poseej?

—No lo sé. Pero Pritkin parecía bastante inflexible.

Qu’est-ce que c’est «inflexible»?

—Seguro. Estaba bastante seguro.

—Inflexible —repitió, dándole vueltas a la palabra en la lengua con aire pensativo—. Me gusta esa palabja. Es divejtido decijla, ¿no?

—Supongo. —Me callé un momento para echarle un vistazo a un traje de noche de seda carmesí que estaba haciendo algo extraño: simplemente estaba colgado en el perchero. Le di un golpecito, pero ni salió nada volando ni se transformó en otra cosa. O Augustine no se había puesto a juguetear con él todavía, o lo había diseñado para sus clientes no mágicos.

Era bonito y bastante clásico, con un escote pronunciado que acababa en un pequeño cinturón adornado con piedras preciosas y un dobladillo con volantes. Lo aparté.

—Entonces, ¿nunca has escuchado ninguna historia, leyenda o algo así de que los duendes puedan poseer a alguien? —le pregunté.

Non. Soy inflexible. —Parecía satisfecha de sí misma—. ¿Qué dijo Pjitkin?

—No mucho. Sólo que pensaba que podía ser un duende.

—Yo cjeo que non —dijo, y frunció el ceño. Había llegado al final del perchero y no habíamos encontrado ninguna etiquetita blanca con mi nombre.

—¿Es posible que no haya empezado todavía el mío? —me pregunté.

Non. Ha estado tjabajando en el encantamiento dugante semanas. Es de lo único que habla.

Sus brillantes uñas rojas tamborilearon sobre la superficie de una mesa durante un momento; luego levantó la mirada y sonrió.

—Pues clago. Todavía debe tenejlo en la pajte de atjás.

—Creía que esto era la parte de atrás.

Negó con la cabeza.

—Su tallej pjivado está ahí detjás. —Señaló con la cabeza hacia una puerta pequeña que no había visto, sobre la que se cernían los alfileteros.

—Bueno, vamos. —Comencé a avanzar, pero me agarró del brazo.

Non puedes. Está pjohibida la entjada, excepto paga los empleados.

—Pero no se va a enterar.

—Está vigilada. Se entegagá. Y esas cosas lansan alfilegues —dijo señalando a los Tomates de la Muerte.

—Entonces, ¿cómo…?

Entjagué yo y lo sacagué.

Asentí y puse las manos en la espalda para que no me temblaran. No sabía por qué estaba tan nerviosa. Vale, sí lo sabía. Porque todo aquello se me estaba escapando totalmente de las manos.

Normalmente, la ceremonia para poner en el cargo a la nueva pitia no era gran cosa. La lista de invitados generalmente incluía un puñado de dignatarios de los grupos más importantes de la comunidad sobrenatural: vampiros, weres y el Círculo Plateado. Solía consistir en un breve acto de encuentro y saludos, a veces seguido de una cena. La última vez hubo una pequeña sesión fotográfica. Y eso era todo.

Avancé rápido hasta el presente.

La última vez que había visto la lista de invitados, había casi dos mil nombres. Eso incluía a la élite del mundo vampiro, que de repente tenía un renovado interés en la pitia, ya que yo era la primera en la memoria de todos que no era una iniciada criada en el Círculo. También ayudaba que estuviera saliendo (o casada, a sus ojos) con uno de los miembros más antiguos del Senado vampiro de Norteamérica.

Si añadíamos a eso la guerra, que tenía a todo el mundo más preocupado que de costumbre por la política, y el hecho de que, en esos momentos, yo era la preferida de la prensa sensacionalista, la sencilla ceremonia se convertía de pronto en el mayor espectáculo del mundo. Y para hacer que el asunto fuera todavía más divertido, alguien había decidido que transmitir la maldita ceremonia en directo podría ayudar a levantar la moral. Así que, además de toda la gente que habían conseguido embutir en el territorio de Mircea, se esperaba que por lo menos la mitad de la comunidad mágica la sintonizara gracias a un sencillo hechizo.

Deseaba con todas mis fuerzas llamar para decir que estaba enferma. Pero como eso no era posible, al menos necesitaba vestir el cargo. Por una vez en mi vida, necesitaba de verdad tener buen aspecto.

De pronto pensé que Françoise se había marchado hacía mucho. Mucho, mucho tiempo. En realidad, estaba empezando a preocuparme cuando por fin apareció, con la cara un poco pálida.

—¿Qué pasa?

Non… non cjeo que Augustine haya empesado todavía —me dijo.

Fruncí el ceño.

—Pero tú dijiste que…

—¡Sé lo que dije! Pego… debe ij atjasado. —Empezó a cerrar la puerta, pero encajé el pie. Los amenazantes tomates descendieron un poco más.

—Déjame verlo.

Negó con la cabeza.

Non, Cassie. Vraiment

—Déjame verlo.

Non cjeo que quiegas vejlo.

—¿Tan malo es?

Simplemente me miró, con los ojos oscuros muy abiertos.

—Me equivoqué. Te odia.

—Françoise, ¡apártate!

La aparté y pasé, ignorando los alfileteros kamikazes y el zumbido estático de una protección. Y ahí estaba, en solitario esplendor, en un maniquí de modista en el centro de la habitación.

Por un instante, simplemente me quedé mirando, sin estar segura de lo que estaba viendo. Porque no parecía un vestido. Parecía un manojo de perchas de alambre que habían pillado una borrachera con un montón de bolsas de papel. Bolsas de papel baratas. De esas marrones que te dan en la tienda y que se han reciclado más de dos docenas de veces. No solo era espantoso, era penoso. Un penoso vestido de bolsas de papel marrón con lo que parecía…

—Ay —dijo Françoise débilmente.

Yo no dije nada. Entrecerré los ojos y me acerqué. Y vi una cáscara de plátano haciéndose pasar por una hombrera, una hilera de tapones de botella en una cuerda como collar y una lata ahuecada como hebilla de cinturón. Había posos de café en el hombro y vino tinto en la cadera y lo que parecía un ratón disecado sujeto con alfileres al canesú. Era como si todo aquello se hubiera revolcado por un contenedor antes de…

Y entonces lo entendí, y la estupefacción se convirtió en furia.

—Vale —dije con la voz ligeramente temblorosa—. Yo destrocé uno de sus trajes; bueno, un par, en cumplimiento de mis deberes y sin tener yo la culpa. ¿Y él me hace un montón de basura como traje? ¿Es eso?

Françoise simplemente me miró, con un gesto de verdadera lástima.

—Hay una tajjeta.

Y la había, prendida al maniquí encima de la rata disecada. La arranqué de un tirón y la miré fijamente.

Pensé que con éste te ahorraría tiempo. Tendrás tu verdadero traje cuando esté terminado, ni un segundo antes. Y sal de mi taller. —A.

Insulté creativamente al creativo genio hasta agotarme.

—Eso no ha estado bien —dijo Françoise dándome la razón—. Pego ¿qué le vamos a hacer?

Durante un momento, simplemente me quedé allí de pie, imaginando la cara de Augustine si apareciera llevando el modelo de otro diseñador. Pero no conocía a otros diseñadores, al menos a ninguno que fuera mágico, y no era algo que pudiera salir a buscar por ahí. Y, francamente, dudaba que alguien más fuera a hacerle frente a la competencia a la iba a enfrentarme.

Necesitaba un vestido, y necesitaba uno bueno. Afortunadamente, estaba rodeada de ellos.

—¿Cuánto tiempo falta para que vuelva? —pregunté rápidamente.

Françoise entrecerró los ojos.

—¿Poj qué?

—Porque me apetece comprar algo.