5

La terraza seguía siendo sofocante y escalofriante. Lo último se debía, sobre todo, al letrero que se encendía y se apagaba; el parpadeo no seguía ningún patrón, sino más bien era como si fuera a fundirse. El hotel tenía una temática infernal y se suponía que el letrero también tenía que serlo. Una especie de imitación del Motel Bates, que solía ser un poco inquietante. Pero aquella noche, encajaba perfectamente con mi humor.

Pritkin me siguió fuera. No dijo nada, simplemente me pasó una Coca-Cola fría que había sacado de algún sitio. Supongo que el té no estaría listo.

La cogí sin comentar nada, sintiéndome absurdamente agradecida. En realidad no quería hablar. Quería que estuviera allí, pero no estaba segura del porqué. Quizá fuera, simplemente, para tener a alguien con quien beber. La verdad es que en el momento sonaba bastante bien. Me acomodé en el asiento de la tumbona y él se sentó en los pies, y nos quedamos bebiendo el uno con el otro durante un rato.

Al cabo de unos minutos, se apoyó en la barandilla, como si quisiera descansar la espalda, y moví los pies para hacerle sitio. Pero creo que no los aparté lo suficiente, porque una mano grande y cálida cubrió mi pie derecho y lo desplazó ligeramente. Y luego, simplemente, se quedó ahí, como si hubiera olvidado quitarla.

La miré. Las manos de Pritkin eran extrañamente finas comparadas con el resto de él; fuertes pero con dedos largos, huesos elegantes y uñas bien cortadas. Siempre tenían el aspecto de haberse separado de algún refinado caballero, uno al que seguramente les gustaría volver, porque bien sabía Dios que no les iban a hacer la manicura mientras siguieran unidas a él.

Aquella noche estaban manchadas de poción, de verde y marrón, seguramente del encuentro anterior. Me pregunté si las manchas se irían antes de la piel que del pelo. Probablemente.

Eché la cabeza hacia atrás para apoyarla en las tablillas de plástico y miré el letrero de película de terror. En la terraza soplaba una ligera brisa que hacía que el carillón tintineara débilmente. Seguía haciendo calor, pero me di cuenta de que no me molestaba demasiado.

—¿Me vas a contar qué pasa? —me preguntó finalmente.

—¿Por qué crees que pasa algo?

Me lanzó una mirada.

—Estás levantada a la una de la madrugada después de un día que habría dejado fuera de combate a cualquier marine. Estás pálida e inquieta. Y algo desconocido intentó matarte hace unas horas y casi lo consigue. ¿Me he dejado algo?

En realidad, sí se había dejado algo, pero no quería hablar de ello.

Giré la lata entre las palmas de las manos, para enfriarlas, lo cual habría funcionado de no ser porque ya se había calentado. La dejé, pero entonces me quedé sin nada que hacer con las manos. Y eso no era bueno, porque en un minuto, empezarían a temblar otra vez.

Cogí una baraja de tarot vieja y estropeada de la mesa auxiliar.

—Estoy bien —le dije secamente.

—Por supuesto que sí. Eres una de las personas más fuertes que conozco.

Tardé un segundo en asimilarlo, porque lo había dicho como de pasada. Como si estuviera hablando del tiempo o preguntando la hora. Solo que Pritkin no decía cosas así. Su idea de un cumplido era una inclinación de cabeza y decirme que hiciera lo que fuera que hubiera hecho otra vez. Como si normalmente fuera posible.

Pero aquello, sospechosamente, había sonado como un cumplido hacia mí.

Dios, sí que debía parecer estar mal.

Jugueteé con la baraja durante un rato. Era vieja y estaba un poco grasienta, pero me gustaba sentirla en las manos. Me gustaba sentirla.

Pritkin me miró intrigado.

—Es… es una especie de costumbre nerviosa —le dije.

Alargó una mano y le pasé las cartas. Le dio un par de vueltas a la baraja, concentrándose.

—Están encantadas.

—Una amiga la encargó para mí como regalo de cumpleaños, hace mucho tiempo. Es un poco… excéntrica.

—¿Excéntrica?

Cogí la baraja. No intenté hacer una tirada; eso solo significaba buscar problemas. Simplemente abrí las manos y una carta asomó de repente; gracias a Dios, solo una. De lo contrario, se habrían puesto a discutir.

—La luna invertida —me dijo una voz dulce y tranquilizadora, antes de que volviera a meter la carta en la baraja.

—¿Ha sido… ella? —preguntó Pritkin, que parecía un poco desconcertado.

—No se lee de la manera habitual —le expliqué—. Se parece más a… a una veleta mágica. Te informa del clima general para los próximos días o semanas.

—¿Y qué tiempo nos espera?

—La luna invertida indica una pauta o ciclo que está a punto de repetirse.

—¿Un ciclo bueno?

—Si lo fuera, estoy segurísima de que yo no lo vería —murmuré.

Obtuve una ceja arqueada.

—No veo las cosas buenas —le expliqué brevemente—. De todos modos, las cartas se pueden leer de varias formas. Pero, normalmente, la luna invertida apunta a un periodo oscuro, como el lado oculto de la luna, ¿entiendes?

—¿Cómo de oscuro?

—Eso depende. Desde un punto de vista personal, a menudo indica un periodo de sentimientos profundos, confusión, emociones enterradas hace tiempo que vuelven a surgir…

—¿Y desde una perspectiva más amplia? ¿Una perspectiva nacional?

—Gente con propósitos oscuros, orden que se convierte en caos, guerras, revoluciones, motines.

—Bastante oscuro, entonces —dijo secamente.

—Por lo general, sí —admití antes de añadir el desmentido estándar—. Pero el tarot es un indicador, no es algo incuestionable. No se decide nada sobre el futuro hasta que ocurre. Nosotros lo creamos cada día mediante las elecciones que tomamos, buenas o malas.

Pritkin torció los labios con cinismo.

—Pero eso lo hace todo el mundo. Y no todos se esfuerzan por las mismas cosas, ¿verdad?

—No —le contesté, pensando en la guerra. Cogí la Coca-Cola y le di un trago antes de acordarme de que la Coca-Cola caliente sabe a ácido de batería. La volví a dejar.

—Hay un calendario en el frigorífico —le comenté al rato.

Pritkin no dijo nada.

—No sé cómo han conseguido ponerlo ahí. Quiero decir, es de acero inoxidable, ahí no se sujeta nada.

Bebió cerveza.

—Pero ahí está. Y lo veo todos los días. Justo después de levantarme, voy a coger una Coca-Cola o lo que sea y… —Me chupé los labios.

—La coronación. —No era una pregunta.

—Sí.

Algo así. De hecho, eran muchas cosas: los problemas para aprender sobre mi poder, la negativa del Senado y del Círculo a tomarme en serio, la falta de alguna visión útil sobre la guerra y, ahora, el hecho de que alguien intentaba matarme. Otra vez.

Pero la coronación lo resumía. Se había convertido en un símbolo para todo, el maldito desastre al completo llegaba a su punto crítico. La fecha se acercaba rápidamente, el día en que yo, Cassie Palmer, sería presentada como la vidente de las videntes para el mundo sobrenatural. El cual, seguramente, echaría un vistazo y se partiría su colectivo culo.

Y no los culpaba. Dos meses atrás (en realidad, un poco menos), había sido secretaria en una agencia de viajes. Había contestado al teléfono. Había archivado cosas. Había recogido la puñetera ropa del jefe de la tintorería.

En mis días libres, trabajaba leyendo el tarot, porque con unos pocos dólares a la hora no se pagan las facturas. Lo único es que tampoco así podía pagarlas, porque a la gente no le gustaban mis lecturas. Nadie quería conocer realmente su futuro; la gente quería consuelo, esperanza, una razón para levantarse cada mañana. En su momento no lo había entendido; había pensado que hombre precavido valía por dos.

Qué ironía que ahora fuera ese mi trabajo.

—Es una formalidad —dijo Pritkin con firmeza mientras observaba mi cara—. Has sido la pitia desde el fallecimiento de tu antecesora.

—En teoría, pero todavía no he tenido que hacer nada, ¿no?

Frunció el ceño.

—¿Que no has tenido que hacer nada?

—Bueno, ya me entiendes. Nada importante.

—¡Mataste a un dios!

Puse los ojos en blanco.

—Haces que suene como si me hubiera batido en duelo con él o algo así, cuando sabes perfectamente que lo tiramos por un váter metafísico.

Pritkin se encogió de hombros.

—Muerto es muerto.

Solía ser práctico con ese tipo de cosas.

Obviamente, yo también lo era cuando la criatura en cuestión planeaba una política de tierra quemada literal, empezando por mí. Pero aquel no era el tema.

—Yo sólo digo que nadie ha esperado que yo haga algo como la pitia —le expliqué—. Pero la coronación se acerca y sabes que en cuanto termine… ¡Y ni siquiera puedo acelerar la maduración de una maldita manzana!

Me dispuse a levantarme, pero la mano me apretó el pie. Quería andar, necesitaba soltar un poco de la energía nerviosa que casi no me dejaba comer, que no me dejaba dormir. Y justo cuando me digo a mí misma que estoy siendo una paranoica y que todo irá bien, algo intenta ahogarme en la puñetera bañera.

Pero no me levanté porque, de hacerlo, habría perdido ese breve contacto humano. Una contacto que no tendría que existir, porque Pritkin no era de los que tocaban. Me tocaba cuando me entrenaba, cuando tenía que hacerlo, y me agarraba en medio de una crisis. Pero, en realidad, no recordaba que alguna vez me hubiera tocado simplemente… porque sí.

Volví a sentarme. De todas formas, aquella maldita terraza no era lo bastante grande como para pasear por ella.

—Y, sin embargo, según me ha contado Jonas, te transportas con más presteza de lo que lady Phemonoe lo hizo nunca —dijo utilizando el título de reinado de Agnes—. Y el poder es el poder. Si puedes usarlo para un fin, sería lógico que…

—Sí, excepto que no funciona así. Por lo menos, para mí no.

—Sólo ha pasado un mes, mientras la mayoría de las herederas…

—Entrenan durante años. Y eso es justo lo que pasa. No creo que vaya a llegar nunca a ese punto. Y aunque lo hiciera, ¡nadie va a escucharme!

—¿Y por qué no? Eres la pitia.

—No, soy una especie de… de trofeo por el que luchar. Al menos así es como me tratan. Aunque consiga un atisbo de algo, algo útil, algo importante, ¿quién coño va a hacerme caso?

—Según parece, la oposición. Por lo visto insisten en prestarte muchísima atención.

—Ya me he dado cuenta.

—¿Y no te parece extraño? ¿Con el poco poder que tienes?

Me encogí de hombros.

—Sigo siendo la pitia. Matarme sería…

—¿Sería qué? —preguntó—. Digamos que esta noche lo hubieran conseguido. ¿Qué habrían ganado? Cuando el poder te abandona al morir, simplemente pasa a otra huésped, y lo más seguro que a una de las iniciadas. Ahí no hay beneficio para la oposición; de hecho, tendrían razones para verlo como una pérdida. Por el momento, las iniciadas están seguramente mejor entrenadas.

—Gracias —le dije, aunque era verdad.

—Entonces, la pregunta sigue ahí: ¿por qué tú? —preguntó inclinándose hacia delante con esa sensación de agradable urgencia que sentía siempre que debatía. Intenté no tomármelo como algo personal; a Pritkin simplemente le gustaba discutir—. ¿Por qué siguen centrándose en ti?

—¿Por qué lo han hecho durante los últimos dos meses? —contesté—. Apolo…

—Estaba centrado en ti, sí. Pero sólo porque tenía que estarlo. Quería utilizar tu protección del pentáculo como una línea directa a tu poder. Era lo único que le permitía atravesar la barrera y vengarse de aquellos que lo habían expulsado.

Inconscientemente, moví los hombros, estirando la piel entre los omóplatos, donde siempre había estado situada mi protección desde que mi madre me la puso cuando era niña. Aquella cosa grande con forma de platillo nunca había sido bonita y, de algún modo, había acabado torcida y descolgada, como si el tatuador la hubiera hecho tras una juerga hasta el amanecer. Pero siempre había sentido que formaba parte de mí.

Ahora ya no. Desde que Apolo había intentado encontrar un camino de vuelta al mundo que los de su especie habían desgobernado en su momento, a todos les asustaba el tatuaje. Tenían miedo de que pudieran capturarme llevándolo en el cuerpo y permitir así que nuestros enemigos lo utilizaran para extraer mi poder. Así que ahora estaba en una caja de terciopelo en mi tocador, como una joya descartada.

Había pensado que, con el tiempo, me acostumbraría a su ausencia, igual que te acostumbras a no tener un diente que te han quitado. Pero hasta el momento, eso no había ocurrido. Resultaba curioso, nunca había podido sentirla, porque no pesaba más que el tatuaje al que se parecía. Pero notaba su ausencia, podía trazar el camino donde debían estar las líneas, como una marca en mi piel.

—Pero eso tampoco funcionó —le dije, porque Pritkin estaba esperando una respuesta.

—Ahí voy. Sus aliados deben saber que nosotros no te volveríamos a poner la protección. Estás más segura sin un conducto directo a tu poder pegado a la espalda. Y aun así siguen centrados en ti, a pesar de tener otros miles de objetivos.

—Otros miles de objetivos que no ayudaron a matar a su amigo —puntualicé—. Puede tratarse de una venganza.

—Si supieran el papel que desempeñaste, sí. Pero ¿cómo podrían saberlo? El Círculo contuvo cualquier mención a la invasión anulada en la prensa, para evitar el pánico general. Y nadie estuvo allí al final excepto nosotros.

—Estaba Sal —le recordé. Había sido una amiga, o eso había pensado yo, que había escogido el bando equivocado. Más bien, que había sido obligada a hacerlo por Tony, mi viejo tutor, que también resultó ser su maestro. A Sal le había costado su vida y a mí me había dado otra razón para odiar a ese hijo de puta.

Como si necesitara alguna más.

—Sí, pero ella murió antes que Apolo —me recordó Pritkin—. No pudo haberle contado nada a nadie. Obviamente, sus colegas ya deben haberse dado cuenta de que fue derrotado, pero no hay manera de que sepan que tú fuiste la causa.

Negué con la cabeza. Pritkin sabía mucho sobre muchas cosas, pero sus conocimientos sobre vampiros eran… bastante pobres, en realidad. Había aprendido algo de pasar el rato conmigo, pero sus lagunas seguían apareciendo de vez en cuando. Como en aquel momento.

—Sal era una vampira maestra —le dije—. No era muy fuerte, pero lo era. Eso conlleva ciertos privilegios, como la comunicación mental. No sé si pudo contactar con Tony desde el Reino de la Fantasía, pero pudo contárselo a otra persona…

—Digamos que lo hizo, o que de algún modo se enteraron o lo adivinaron. Si suponemos que la venganza es el motivo, ¿por qué ahora? Han tenido todo el mes.

—La coronación está a punto de…

—Y si querían enviar un mensaje, habrían esperado a atacar durante la ceremonia en sí. No ahora, no aquí donde no hay nadie que lo presencie. Donde, aunque lo logren, podría pasar como un trágico accidente, no como una victoria del otro bando.

Me crucé de brazos.

—Vale. ¿Cuál es tu teoría?

—Que puede que esto no tenga nada que ver con la guerra. Que podría ser algo personal.

No tuve que preguntarle a qué se refería. Yo había pensado lo mismo en cuando escuché la palabra «duendes». Porque, además de toda la gente del otro bando en la guerra (el Círculo Negro de los magos oscuros, un grupo de vampiros sin escrúpulos y con quien se hubiera compinchado el dios), también me las había arreglado para convertir en mi enemigo al rey de los duendes oscuros.

Soy así de especial.

—Pero no hay manera de saberlo con seguridad —dijo—. Al menos sin más información. Por eso necesito permiso para marcharme durante un día, quizá dos.

Había muchas cosas que fallaban en aquella frase, pero asimilé la más urgente primero.

—¿Te marchas ahora?

—No tengo elección —me dijo mientras buscaba algo en su abrigo—. Ya he llamado a mis contactos de aquí, pero dada la limitada descripción que tenemos, ni siquiera se arriesgan a suponer con quién estamos tratando.

—Si ya te has puesto en contacto con ellos, ¿por qué…? —Me callé, porque estaba teniendo una idea realmente horrible—. ¡No vas a volver allí!

—Eso es exactamente lo que voy a hacer, Cassie. —Me cogió de la muñeca mientras empezaba a levantarse—. Estaré bien.

—Eso es… ¿Es que no te acuerdas de la última vez? —le pregunté con incredulidad.

Mac, uno de los amigos de Pritkin, había muerto defendiéndome en el único momento que me había arriesgado a entrar en el país de los duendes. Pritkin y yo, junto con Françoise, una humana que había estado metida allí durante años, conseguimos escapar a duras penas, y solo después de haberles prometido a los duendes más de lo que podía entregar.

—Hicimos un trato —susurré furiosa—. Si vuelves, esperarán que lo cumplas. Y sabes que no podemos…

—No voy a exponerme. Solo voy a entrar desapercibido para hablar con algunos viejos contactos.

—¿Y si te pillan?

—No lo harán.

—Pero ¿y si lo hacen?

—Escúchame. La capacidad de poseer a alguien es un talento raro, incluso en el mundo espiritual, y pocos lo consiguen tan fácilmente. Esa cosa, sea lo que sea, debe de ser muy poderosa.

—Sí, pero…

—Si no sé lo que es, no puedo luchar contra él. Y tampoco tú. —Me metió algo en la mano—. Pero esto puede ayudar.

Miré hacia abajo y vi una bolsita fruncida hecha de lino. Había un hilo rojo enrollado en la parte de arriba, lo bastante largo como para usarla de colgante. Lo único es que nadie se tomaría la molestia, porque aquello apestaba como un trozo de Limburger podrido.

—Un amuleto protector —dijo Pritkin innecesariamente, porque yo ya había llevado algo así antes. Lo único es que no recordaba que me fuera de gran ayuda la única vez que tuve que vérmelas con los duendes.

No recordaba nada que me fuera de gran ayuda.

—Si esa criatura es tan poderosa, ¿crees que esto la detendrá? —le pregunté.

—No, pero te dará tiempo. Solo unos segundos, pero es todo lo que necesitas para transportarte. Que tu sirviente vigile mientras duermes; cuando estés despierta, nunca bajes las defensas. Sabrás si se acerca un ataque. De ser así, trasládate inmediatamente, en el espacio o en el tiempo, me da igual. Tú simplemente vete. No puede hacerte daño…

—Si no me encuentra —concluí débilmente.

—Volveré en cuanto sepa cómo manejar esto. Y después trazaremos un plan para matar a esa cosa.

Me quedé mirando la bolsita, el talismán o como se llamara lo que tenía en la mano. Pesaba, como si dentro hubiera algo hecho de hierro. Y estaba ligeramente grasienta, como si el contenido estuviera sudando a través del material. O quizá fuera mi mano.

—¿Y si te ordeno que te quedes? —le pregunté al cabo de unos minutos.

Pritkin no contestó. Levanté la mirada, pero no podía verle muy bien. Se había inclinado hacia delante, apartándose de la sangrienta luz del letrero, y desde el salón solo se filtraba un poco. Pero cuando por fin contestó, su voz era tranquila.

—Me quedaría. Y te protegería lo mejor que pudiera.

Y seguramente moriría en el intento, porque no sabía contra qué estaba luchando. No lo había dicho en voz alta, pero no hacía falta. Había sentido que esa cosa iba tras él. Quizá yo fuera el objetivo principal, pero él también estaba en la lista.

Y eso no era aceptable.

Y tampoco era la alternativa. Me rodeé con los brazos y me quedé observando la noche sin verla. En su lugar estaba viendo otra cara, el rostro alegre, desaliñado y sonriente de otro mago de la guerra, uno que no había regresado. Uno que nunca regresaría.

No me di cuenta de que Pritkin se había movido hasta que se agachó delante de mí. Sus ojos verdes, casi translúcidos, se encontraron con los míos.

—No me iría si no creyera que vas a estar bien —me dijo—. Es poco probable que esa cosa vuelva a intentar el mismo acercamiento, ahora que sabe…

—No estoy preocupada por mí —susurré con malicia. Y nada más decirlo, supe que era la verdad. Al parecer, el antídoto infalible para tu propio miedo es la preocupación por otra persona.

Pritkin pareció sorprendido, del modo en que lo parecía siempre ante la idea de que alguien pudiera preocuparse por él. Me daban ganas de pegarle. Obviamente, en aquellos momentos, quería hacerlo de todas formas.

—No va a pasar nada —repitió—. Pero si ocurriera, tú no me necesitas. Tú no necesitas…

—¡Eso no es verdad!

—Sí, sí que lo es. —Me miró e hizo una mueca—. No sabes disparar una pistola como Dios manda. Pegas como una chica. Tus nociones sobre magia son rudimentarias en el mejor de los casos. Y te comportas como si te estuviera torturando cuando te hago correr más de un kilómetro.

Parpadeé sorprendida.

—Pero he conocido a magos de la guerra que no son tan resistentes, que no son tan valientes, que no son… —Apartó la mirada un momento. Y luego volvió a mirarme, con los ojos verdes ardientes—. Eres la persona más fuerte que conozco. Y estarás bien.

Asentí, porque sonó como una orden. Y porque, de pronto, creí que era así. Y porque justo en ese momento no podía haber dicho nada de todas formas.

Nos quedamos así un rato, hasta que Pritkin se levantó, como si se hubiera tomado una decisión. Y creo que así fue.

Me levanté y lo acompañé a la puerta.

—No me has dicho qué piensas hacer —me dijo parándose en el umbral.

—¿Con qué?

—Con este maldito calor.

La pregunta me sorprendió, porque durante un rato, lo había olvidado completamente. Al igual que el sudor que me chorreaba por la espalda y las costras de jabón secándose en mi piel.

Eres la persona más fuerte que conozco.

Lo miré.

—Estaba pensando que quizá… me daré un baño.