40

Me levantó de un tirón, y al final me di cuenta de a qué había estado esperando. Las luces de la casa estaban apagadas, dejando a oscuras y en silencio el antes brillante salón de baile. No podía ver bien, pero por lo que podía distinguir, una sólida muralla de gente se extendía a lo largo de la cristalera; sus cabezas oscurecían las paredes más iluminadas del fondo, sus joyas reflejaban de vez en cuando la luz.

Es como las gradas de un estadio, pensé distraída. La única diferencia era que aquella noche no iban a ver una final de fútbol. Sino una ejecución.

—No pueden ayudarte —me dijo—. Pero pueden mirar… cómo se desvanecen todos sus planes, proyectos y alianzas inútiles. Tú mueres, el hechizo cae y mi padre regresa. Y el último legado de esa traidora desaparece para siempre.

No le contesté, principalmente porque me dio un revés y me derrumbó. Y entonces, ya no hizo falta. Porque, de pronto, la oscuridad perdió intensidad y los árboles se susurraron algo, y una luna difuminada y pálida, cual dama coqueta, apareció sobre la montaña. Y de inmediato, todo cambió.

El cielo oscuro rebosaba el color de la plata pulida; la hierba húmeda relucía como diamantes; las montañas y los árboles y todo lo que nos rodeaba estaba bañado de una radiante luz blanca. En el charco en el que me había caído, se reflejaba una trémula esfera luminosa como la que Dino me había ofrecido, pero que en ese momento no había entendido. Nunca había visto algo tan bello.

No desde la expresión entre alegre, dolida e incrédula en el rostro de mi madre cuando me miró fijamente.

Mi madre, que de no haber sido perseguida por los espartos, no habría tenido que huir, no habría acabado con Tony, no habría muerto. Quizá también fueran los culpables de su muerte. La habían conducido a manos del que lo había hecho.

Pero no la habían matado ellos. No habían sido capaces de matarla. Quizá hubiera perdido su poder con los siglos, pero nunca perdió su valor. Se había enfrentado a cuatro de esas criaturas dos veces y había ganado. Y lo había conseguido extrayendo su poder de la misma fuente que yo, un poder que era suyo por derecho de nacimiento.

Igual que lo era el mío.

Mi poder no es algo ajeno a mí, pensé mientras observaba el cielo, maravillada. No me lo había prestado nadie y no se lo había robado a una candidata mejor. No había candidata mejor; nunca la habría. Había manado de Myra en cuanto me vio, como la marea al salir la luna. Porque era mío, era mío; él sabía que era mío.

Yo era la única que había tardado un poco en entenderlo.

Me puse a cuatro patas, cogiendo fuerzas para levantarme. Estaba un poco floja, y la muñeca me ardía. Pero conseguí ponerme en cuclillas.

El esparto me echó un vistazo.

—¿Nos vamos a batir en duelo? —preguntó divertido.

—Esa es la idea.

—¿Con qué fin? Aunque consiguieras ganar, los de mi especie somos inmortales. Mis hermanos vendrían a resucitarme.

—¿Sabes qué? —le dije—. Yo no contaría con eso.

—¿Y por qué?

—Los enviaste una sexta vez a por mi madre, ¿verdad? Para cubrirte las espaldas.

—Sí, ¿y?

—Que no salió bien —dije, y estiré la mano.

Una oleada temporal fluyó por la hierba, agitando la tierra en dirección a él. Se trasformó en un instante, elevándose con una ráfaga de aire que casi me tira al suelo cuando la oleada pasó por debajo. De pronto, un grupo de árboles detrás de donde había estado salieron disparados, a tres y cuatro metros en segundos, pero su altura era dos veces mayor; sus enormes alas taparon la luz al ladearse y girar y bajar en picado…

El suelo explotó a mi alrededor justo cuando me transporté. Acabé en un bosquecillo cercano de pequeños árboles, con la esperanza de estar a cubierto. Pero debió preverlo porque, casi inmediatamente, tuve que volver a transportarme al ver que los árboles estallaban en llamas, inundando el paisaje de una luz estridente y proyectando extrañas sombras que se retorcían por el suelo.

Las observé desde el otro lado de la montaña, donde había aterrizado detrás de un afloramiento rocoso. Iluminaban de fondo la enorme forma del esparto transformado, que se cernía agitando sus fuertes alas. Estaba de espaldas a mí porque seguía de cara a los árboles. Pero no podía quedarme donde estaba. El esparto ya estaba ascendiendo en espiral para tener una mejor vista. En cualquier momento me vería…

Una ola de fuego vino hacia mí antes de que acabara de pensar la frase. Y no se trataba de un llamita que pudiera esquivar. Era un muro de llamas que ampollaba el aire, como un maremoto, en caso de que fuera dorado y carmesí.

Volví a transportarme porque no tenía más opción, pero no podía continuar haciéndolo. Tenía el poder de mi madre, pero no su resistencia. Ya estaba jadeando, esa última oleada temporal había sido dura, y unos traslados más me acercarían al agotamiento. Tenía que conseguir que los que me quedaban valieran la pena. Razón por la que, al volver a transportarme, lo hice atrás en el tiempo.

Normalmente, no era muy buena calculando los traslados de tiempos cortos. Un día podía conseguirlo, o incluso doce horas o así, pero menos tiempo era complicado. A veces funcionaba; a veces no. Vale, la mayoría de las veces no funcionaba. Así que me sorprendí bastante cuando aterricé a la derecha del esparto aproximadamente en el mismo momento que prendía fuego a los árboles.

Pero no me sorprendí tanto como al ver que un segundo dragón aparecía de repente justo por encima de mi cabeza.

Me quedé paralizada, escondida en la sombra proyectada por el cuerpo de mi propio perseguidor. Me imaginé lo que había sido esa sensación de mercurio que había notado antes. Seguramente me había introducido el mismo hechizo que habían utilizado con mi madre.

Lo cual significaba que no podía transportarme en el tiempo, o me llevaría al gilipollas conmigo.

Perfecto.

Lo único que me salvaba era que había mantenido la cabeza levantada, sin mirar hacia abajo, así que no me vio inmediatamente. Quizá porque estaba demasiado ocupado advirtiendo a gritos a su anterior yo. No sabía qué lengua utilizaban, pero si le estaba diciendo adónde estaba a punto de transportarme, mi anterior yo pronto estaría muerta. Y eso significaba que mi yo presente estaría muerta. ¡Mierda!

Por suerte, todo había ocurrido tan rápido que su álter ego no tuvo tiempo de aprovechar la información. Se dirigió chillando hacia mi antigua yo, mi esparto se elevó en espiral buscando a mi yo presente, y yo decidí ir a por todas. A pesar del frío, tenía el pelo pegado a las mejillas, las palmas de las manos me sudaban y los oídos me estallaban. Pensé que quizá me quedaba una oleada temporal más, con suerte.

Ésta tenía que funcionar. Y con la rapidez con la que sucedían las cosas, solo había un modo de asegurarse. Reuní mi poder y me transporté…

Sobre su espalda.

Tenía la esperanza de que no notara unos cincuenta y cinco kilos de más durante unos segundos, teniendo en cuenta que debía pesar unas treinta veces más. Me equivoqué. Aún no había acabado de rematerializarme cuando soltó un bramido de furia que resonó en las montañas circundantes y casi me deja sorda. Y entonces hizo una maniobra de tonel.

Grité, no tenía nada a lo que sujetarme excepto las escamas resbaladizas por la lluvia, que me arañaron las palmas nada más cogerlas. Pero lancé mi última oleada temporal, justo cuando me caía. Vi que se desviaba, vi que cortaba una de las grandes alas, vi que impactaba contra su cuerpo. Pero no me dio tiempo a soltar un taco.

Porque al segundo siguiente, estaba estrellándome contra el suelo… muy fuerte.

Caí de lado y, obviamente, del lado de la muñeca lesionada. Me recorrió un latigazo de dolor, tan rápido e intenso que impidió que saliera un grito de mi garganta. O lo habría hecho si no me hubiera dejado ya fuera de combate. Me retorcí en el barro, el dolor era tan desquiciante que no pude hacer nada, ni siquiera pensar, durante un buen rato.

Y cuando conseguí reunir algunos pensamientos, ninguno resultó ser lo que quería.

Me dije que simplemente me acababan de dejar para el arrastre, que solo había caído de una altura de unos dos pisos, y sobre tierra blanda que acababa de ser revuelta por las garras de esas dos bestias. En un minuto me recuperaría, cobraría fuerzas y saldría de allí. No había nada por lo que preocuparse, no me tenía que entrar el pánico.

Y si me hubiera quedado aliento, me habría reído. Porque si alguna situación era digna de pánico, era aquella.

Al final conseguí aspirar un poco de aire, pero para entonces ya era demasiado tarde. Una sombra cayó sobre mí, una humana, porque el esparto se había vuelto a transformar. Supongo que pensó que no necesitaba el poder extra para acabar con un cuerpo medio muerto, y tampoco ayudaba que yo estuviera en cierto modo de acuerdo con él.

Se paró a mi lado, mirándome desde arriba con esos horribles ojos.

—Lo olvidaste —dijo dulcemente—. Mi padre fue Ares, dios de la guerra.

Y mi madre fue asesinada, pero no lo dije, porque no me quedaba aire. Simplemente salí de mi cuerpo y lo agarré.

No sé si pudo sentir mi mano débil e insustancial en su cuello, pero sí reaccionó como si notara algo. Se tambaleó hacia atrás, agitando los brazos y arañando la nada. Porque en cuanto a mí, ya no me podía tocar.

Pero yo sí podía tocarlo, aunque durante un largo rato, no pareció importar. No estaba pasando nada, como con las malditas manzanas. Y entonces, muy despacio, de un modo casi imperceptible, su cara empezó a cambiar.

Una piel líquida se desprendió de la carne, de los músculos, de los huesos. Los ojos se le pusieron en blanco en las cuencas, el pelo se encaneció y se blanqueó y luego cayó cuando la piel que lo mantenía en su sitio se descompuso. La lengua, una cosa negra e hinchada que le colgaba de la boca, intentó moverse para hablar, para maldecir, antes de que repentinamente se desinflara y desapareciera, retrayéndose en el cráneo como los ojos, como todo lo demás, hasta que los huesos crujieron y se hicieron astillas y todo él voló por los aires como polvo.

Por un instante, simplemente me quedé mirando las huellas de sus pies en la tierra blanda, que rápidamente se llenaron de lluvia. Había funcionado. No podía creer que hubiera funcionado. ¿Había… había ganado? No me sentía como si hubiera ganado. Tenía ganas de vomitar, estaba mareada y desquiciada, como si quisiera echar a correr gritando por la ladera. Lo único es que no podía. Ya no tenía pies.

Me di cuenta de que no tenía nada, excepto una ínfima cantidad de fuerza vital que había conseguido arrancar y llevarme conmigo al salir. Y después de usarla casi por completo en la pelea, estaba a punto de agotarse. Me di la vuelta, me sentía difusa y revuelta y extrañamente… inconexa, como si partes de mí ya estuvieran tratando de irse volando…

Y vi mi pálido cuerpecito tumbado casi a medio camino de la ladera todavía en llamas.

Estaba muy lejos. ¿Cómo habíamos llegado tan lejos? No recordaba habernos movido tanto. Obviamente, no recordaba demasiado, excepto la cara del esparto despegándose.

Me atravesó una ligera brisa con algunas cenizas, y me estremecí. No las noté, estaba empezando a resultarme difícil sentir algo. O concentrarme…

Tenía que moverme. Tenía que volver. Tenía que volver ya.

Comencé a avanzar con un movimiento impreciso y líquido, nada parecido a andar. Y eso no era buena señal, ¿verdad? No había sido así la otra vez en la suite, ¿verdad? No podía recordarlo. Pero no era buena señal; una sensación vacilante y de arrastre me ralentizaba, tiraba de mí. Me di la vuelta, con la esperanza de ver que un trozo de mí misma hubiera caído en la cuenta y estuviera tirando de mí como si fuera una lámina de caramelo.

Pero no. Vi algo peor.

Una enfurecida nube oscura se había levantado detrás de mí y había cubierto medio cielo. Era similar a una nube de tormenta, excepto que las tormentas están salpicadas de rayos, no de plumas iridiscentes. Y sueltan lluvia, no zarcillos de un extraño humo negro.

—No —susurré, consciente de lo que era aquello. Y de que, sin un cuerpo, no era nada más que un sabroso tentempié para cualquier espíritu pasajero.

Y entonces se me echó encima.

Grité, porque esperaba que doliera, pero no. No me dolió. Sin embargo, la sensación de agotamiento aumentó increíblemente, provocando que mi mano reluciera frente a mi cara cuando estiré el brazo con la intención de disipar las espesas nubes negras para ver. Pero no quería que yo viera nada. Si pudiera ver, podría encontrar el camino de vuelta y, una vez dentro de mi cuerpo, tendría no solo su protección, sino también la del amuleto de Pritkin.

Pritkin. Su nombre me provocó dolor, provocó que mi vaga concentración vacilara, y sentí una bofetada punzante en una cara que ya no tenía. El sentimiento… el sentimiento en la batalla te mata. No de vez en cuando, no ocasionalmente, sino casi cada puta vez. «No te pares a llorar ni a gimotear ni a lamentarte; en una batalla no, en una batalla nunca. Eso viene después, cuando estás a salvo, cuando estás en casa. ¿Lo entiendes?»

Lo había entendido. Le había dicho que lo había entendido. Lo había prometido, y ahora tenía que… tenía que… concentrarme.

Sí, tenía que concentrarme. Tenía que volver a mi cuerpo… mi cuerpo. ¿Dónde estaba mi cuerpo? No lo veía. Y ahora sentía un poco de dolor por la sensación de agotamiento que aumentaba y…

La nubes negras estaban por todas partes, impidiéndome casi totalmente ver algo. Avancé, con la esperanza de ir en la dirección correcta y únicamente capaz de distinguir algo fugazmente, alguna estrella, algún árbol y mi cuerpo, que parecía estar cambiando constantemente de lugar. Sabía que no se estaba moviendo, sabía que era yo la que se estaba desviando, pero al parecer no podía pararlo.

Levanté una mano, borrosa, muy borrosa, casi transparente ya. Podía ver la neblina a través de ella, como si casi formara parte de ella, como si se estuviera yendo flotando… y quizá lo estaba haciendo. Quizá ya lo había hecho. Todo se estaba atenuando, cada vez menos visible, y no sabía si era por las nubes que se hacían más densas con la energía robada o porque mi visión se estaba debilitando; en cualquier caso, eran muy malas noticias. Porque ya no podía ver nada en absoluto.

Continué avanzando, tropezándome, con la esperanza de tropezarme literalmente con mi objetivo. ¿Lo reconocería? Pensé que sí, pero ¿qué probabilidades había? Era una ladera enorme y mi cuerpo era pequeño y no podía ver nada…

—¡Cassie!

El sonido era vago e indistinto, como mi silueta, como todo. Ni siquiera estaba segura de haberlo oído, pero entonces volvió a escucharse, un eco débil, pero más fuerte por la derecha. ¿O no? Pensé que sí, e instintivamente me moví en esa dirección.

—¡Cassie! —volvió a escucharse, ahora más cerca, o eso parecía, quizá… No podía asegurarlo. No tenía oídos; ¿cómo iba a escuchar sin oídos? En esos momentos, no estaba segura de que me quedara mucha cosa y me daba la sensación de que mantener algo coherente como un cuerpo podría suponer demasiado para mí, teniendo en cuenta el estado en el que estaba. Vi el destello de una bola plateada borrosa, un lucecita titilante en contraste con un muro de nubes, brillante, muy brillante, en contraste con la oscuridad. Pero, probablemente, solo me lo estaba imaginando. Al fin y al cabo, no podía ver nada. No tenía…

—¡Cassie!

Me sobresalté, porque se había escuchado muy cerca. Realmente cerca. Cerca, cerca, en algún sitio…

Ahí.

Noté un cuerpo, no era el mío, pero me resultaba familiar. Cálido. Tan lleno de vida. Dolido.

¿Por qué dolido?

—¡Cassie! Escúchame. Tienes que fundirte con tu cuerpo. ¡Tienes que hacerlo ya!

Mi cuerpo. Sí. Tenía que volver… pero ¿dónde estaba? Alargué la mano, o lo que habría sido una mano si me hubieran quedado manos, un zarcillo de energía, en cualquier caso…

Y entonces volví a encogerla, lloriqueando por el dolor, cuando algo me arrancó como un trozo de un mordisco. Dios, eso había dolido. Pero me despejó la mente, o lo que quedaba de ella, porque de pronto empecé a recordar. Mi cuerpo… estaba en el suelo.

Me zambullí, y algo me chilló en el oído, un grito furioso, lleno de ansia y dolor y desesperación…

Y entonces volví, pero no en un rápido torrente como lo había hecho antes, sino a diminutos chorritos, aquí y allá. Qué raro, no notaba diferencia al volver. No notaba ninguna diferencia.

Levanté la mirada y observé el cielo, la lluvia que caía resaltada por algunos rayos aislados de luz de luna. No era suficiente para oscurecer las estrellas, que parpadeaban como alfileres brillantes entre los árboles. Ni la luna, que cabalgaba en un mar de nubes, plateando el paisaje. Qué hermoso.

Me pregunté si estaba soñando. Y entonces supe que sí, porque él estaba allí. Unos brazos fuertes me rodearon y me levantaron. Qué hermoso, pensé mirando unos ojos verde claro.

Me sujetó bajo su barbilla abrazándome, y pensé que había algo… algo raro…

Llevaba una camisa demasiado ligera para el tiempo que hacía, de algodón fino con las mangas remangadas hasta los codos, dejando al descubierto sus antebrazos marcados. Sus antebrazos… eso era. Podía ver los brazos que me abrazaban porque no llevaba su viejo abrigo estropeado. Pero Pritkin siempre llevaba… ¿no? La explicación vagaba de acá para allá, se me pasaba por la cabeza como una flecha, como una mariposa… pero no podía… no podía atraparla…

—Cassie.

Unos dedos cálidos recorrieron mi mejilla hasta llegar al cuello. Cálido, muy cálido. ¿Me estaba curando? No recordaba que fuera tan cálido. Pero era agradable… Era…

Brotó un suspiro.

Nos quedamos sentados así durante un rato; yo apoyada de espaldas en su fuerte pecho y él abrazándome con sus fuertes brazos. Era tan firme, tan estable; y entonces sentí como si pudiera flotar. Eché la cabeza hacia atrás y la apoyé en su hombro. Parecía terriblemente difícil volver a levantarla. Levantó la mano, introdujo los dedos en mi pelo y me cogió la cabeza.

Y luego la fue soltando poco a poco mientras volvía a tumbarme con cuidado sobre la hierba.

Su cara apareció flotando sobre mí. Parecía diferente, y no era solo por el abrigo. Llevaba el pelo despeinado, una suave maraña. Su mirada era intensa, las arrugas de su boca estaban profundamente marcadas. Le costaba respirar. Vi como se le escapaba el aliento en una espiral plateada que ascendía hacia un cielo plateado…

A lo mejor estoy soñando, pensé distraída. Quizá no estaba allí de verdad, quizá fuera simplemente un fantasma que había evocado porque no quería morir sola. Pero parecía real, claramente definido por las sombras oscuras, con la curva del cuello y la anchura de los hombros perfilados por la luz de la luna. Sustancial e indudablemente estaba ahí. Entrelacé mis dedos con los suyos y me apretó fuerte la mano.

Pensé que podría escribir unas diez páginas, con ilustraciones, sobre por qué los rasgos de Pritkin diferían de los estándares habituales de belleza, pero eso no cambiaba nada de lo que yo veía cuando lo miraba.

—Qué hermoso —susurré. Cerró los ojos.

Nubes sobrecargadas rompieron con un estruendo y un suspiro y la lluvia cayó como un velo en el horizonte. La estaba observando, fascinada por cómo empañaba las montañas lejanas, por cómo…

Las manos de Pritkin enmarcaron mi rostro. Se inclinó más cerca, hasta que sus pestañas rozaron mi mejilla, hasta que sus labios tocaron los míos.

—Bésame.

Al menos, eso fue lo que creí que dijo. Pero resultaba difícil escuchar. Unas voces murmuraban en mi cabeza, como una colmena llena de abejas zángano, un sonido inarticulado e insistente, creciente y menguante. Deseé que se callaran.

—Cassie. —Apretó los dedos—. Como si lo sintieras.

Y entonces me besó; sentí sus blandos y ligeramente agrietados labios sobre los míos, el roce de su barba de tres días en mi piel, la suavidad de sus dientes, de su lengua. Sabía a café y a electricidad y a energía, mucha energía. Me llenó la boca como whisky, como la mejor bebida que hubiera probado nunca. Me bajó por la garganta, me quemó las extremidades, devolviéndole la vida a cada nervio, llenándome las venas, provocando que el corazón me palpitara con fuerza en el pecho.

De pronto, podía respirar de nuevo, no de un modo superficial, sino profundamente. Lo único es que no quería respirar. Lo quería a él. Levanté las manos y las hundí en su pelo, lo agarré, bebí de él, con ansia, con codicia y con voracidad. Todo era calidez y placer y energía y Dios, oh, Dios, tan agradable.

Gemí y me puse encima de él, ansiosa, muy ansiosa. Me cogió por la cintura, sin acariciarme, sin apenas rozarme. Simplemente sujetándome mientras yo cogía lo que necesitaba. Lo veía en mi mente, igual que a veces veía el poder de la pitia, un brillante rayo dorado que salía de él y se introducía en mí, tan agradable. Y entonces sus manos me apretaron, sujetándome fuerte hasta provocarme dolor, por un último y breve instante…

Y de pronto, había mucha gente, gente por todas partes, corriendo y gritando y… tirando de mí. Separándonos. Intenté quitármelos de encima y en realidad mis extremidades parecían funcionar ya, respondían a mis órdenes. Pero eran vampiros y muy fuertes y…

Y él se había ido. La ladera daba vueltas, los rostros de la gente, las espirales de humo y la lluvia, todo se entremezclaba como en un caleidoscopio que no me importaba porque no quería nada de eso; quería a Pritkin. Conseguí levantarme, pero alguien intentó volver a sentarme; les dije algo gruñendo y me soltaron.

Me tambaleé, desnuda y embarrada y ensangrentada y medio desquiciada, pero él no estaba allí, no estaba allí. Y de repente supe por qué. Él mismo me lo dijo: «variedad humana o demoníaca». Yo le había dado energía para salvar su vida, y ahora él me la había devuelto. Y aunque eso no significaba nada desde el punto de vista humano, excepto emergencia y necesidad y la única solución, desde el punto de vista demoníaco significaba…

Significaba…

—¿Qué has hecho? —grité al aire, porque ya no estaba allí.

Caí de rodillas, gritando de furia, y la tierra tembló. Una oleada temporal agitó el suelo, provocando que las raíces salieran volando, levantando cantos rodados, lanzando una cascada de barro y piedra ladera abajo y obligando a varios vampiros a apartarse de un salto del camino. Demasiada energía, pensé de manera confusa.

Y no me servía de nada, no me servía de nada, no me servía de nada.

Ahorra sí —dijo alguien con aprobación—. Eeesto sí que es una pitia.

Y todo se oscureció.