4

No recuerdo haberme quedado dormida, pero debí hacerlo. Porque lo siguiente que supe fue que me desperté en una habitación oscura y silenciosa enredada en unas sábanas calientes. La cabeza estaba a punto de estallarme, tenía la boca completamente seca y por un breve y agobiante instante de pánico, pensé que volvía a estar poseída. Porque nada parecía moverse.

Al final me di cuenta de que simplemente estaba muy, muy dolorida. Parecía como si el efecto de las pastillitas de Marco se hubiera pasado, excepto por la sensación de atontamiento que me obligó a intentar encender la luz tres veces. Supuestamente, la temperatura de la suite se podía controlar, pero sin duda había algo que no iba muy bien.

Tras sudar durante unos minutos entre unas sábanas ya húmedas, renuncié a dormir y salí de la cama. Me puse a toda prisa una camiseta sin mangas muy gastada, que en su momento había sido morada pero que ahora era de un malva pálido, y unos viejos pantalones de atletismo cortos y anchos. Luego salí tambaleándome de la habitación en busca de una aspirina y agua fría.

No encontré ninguna de las dos cosas.

La luz que llegaba del pasillo proyectaba largas sombras en el cuarto de baño, provocando que los cristales rotos brillaran como si hubiera hielo derramado. El suelo seguía húmedo y la alfombrilla estaba en medio hecha un gurruño, como un animal herido. Los espejos eran lo peor. El de la derecha estaba rajado, pero el de la izquierda estaba totalmente destruido; se veían trozos de la madera de la parte de detrás, que ridiculizaban la valiosa estructura. Como cicatrices en el rostro de una mujer bella.

De pronto me di cuenta de que me temblaban las manos y las metí bajo las axilas. Mi seguro y bonito baño ya no parecía tan seguro. En realidad, tampoco es que lo hubiera sido antes, pero lo parecía.

Y ahora ya no lo era.

Me di la vuelta y recorrí el pasillo.

Cuando encendí la araña de luces del segundo baño de la suite, las baldosas negras y blancas reflejaron la luz con un frío efecto cromado. Había lujosas y suaves toallas amontonadas por todas partes, y todas de un blanco cegador. La encimera de mármol negro relucía y los artículos de tocador de cortesía seguían envueltos en papel de celofán; tan prístino como si acabara de marcharse el servicio doméstico.

O como si no hubiera pasado nada.

Me relajé un poco, me lavé la cara y las manos y luego utilicé uno de los cepillos del casino para lavarme los dientes. Mi reflejo mostraba bolsas bajo los ojos, ausencia de color en la piel y un caso verdaderamente épico de pelos de recién levantada. Toqué uno de los mechones más largos y vi que estaba duro y ligeramente verde.

Por un momento me pregunté qué coño me había echado encima Pritkin. Y luego me pregunté cómo me lo iba a quitar. Con un baño, obviamente, al menos para empezar.

Apenas había acabado de pensarlo cuando me dio el primer escalofrío, lo bastante intenso como para agarrarme con más fuerza al lavabo. Me quedé mirando la reluciente bañera blanca que tenía detrás, reflejada en el espejo de cantos dorados, y me dije que me estaba comportando como una estúpida. Era una simple bañera; no podía hacerme ningún daño.

Pero mi cuerpo no estaba escuchando.

Los escalofríos se convirtieron en temblores y me senté antes de caerme. Apoyé la espalda en el armario, me abracé las rodillas y me dispuse a esperar a que desaparecieran. Por lo menos allí no hacía tanto calor. Nadie utilizaba ese baño; los vampiros tenían sus propias habitaciones y se duchaban allí, y las visitas utilizaban el cuarto de aseo alejado de las habitaciones principales. Así que nadie se había preocupado de poner una alfombrilla sobre las frías baldosas de ajedrez.

Pero no sirvió de mucho. La puerta del armario se movía conmigo, acompañada de pequeños chasquidos cuando el imán del cierre se enganchaba y se soltaba, se enganchaba y se soltaba. Al final me separé un par de centímetros y paró, pero los temblores no.

Obviamente, sabía por qué era. Había pasado la mayor parte de mi adolescencia huyendo de mi tutor homicida, Antonio Gallina, que me había educado desde los cuatro años. Las videntes (las de verdad, no las de feria) no crecen en los árboles, y cuando Tony descubrió que uno de los humanos que trabajaba para él iba a ser padre de una vidente en ciernes, simplemente me cogió. Después de quitarse de en medio a mis padres del modo más definitivo posible.

Tony pensó que había borrado sus huellas, pero olvidó algo muy importante: vidente. Mis padres murieron en una gran bola de fuego naranja y negra, por cortesía de la bomba de un asesino. Y diez años después, sentí la oleada de calor en mi rostro, olí el humo, saboreé el polvo en mi boca.

Me escapé un hora después de tener la visión, sin muchos preparativos y sin destino, y el estrés no tardó en alcanzarme en forma de ataques de pánico.

El peor lo había tenido en una estación de autobuses, cuando creí estar segura de haber visto a unos de los matones de Tony entre la multitud. Ya tenía el billete, lo había comprado y lo tenía en la mano, pero de pronto no podía recordar adónde se suponía que iba. En el billete ponía el número de autobús; eso lo sabía. Pero me temblaban las manos y mis ojos se negaban a enfocar, y cuando por fin conseguí leerlo, no tenía sentido. Como si las palabras estuvieran escritas en un idioma que no entendía.

Aquella vez tuve suerte. Al final perdí el autobús y también al matón de Tony; en caso de que fuera él. Nunca lo descubrí, pero tuve el presentimiento de que no. Incluso para los tipos no demasiado inteligentes que Tony contrataba habría resultado difícil perderme, estando como estaba en medio de la estación temblando como una hoja.

Llevaba años sin sufrir un ataque de pánico; pensaba que se me había pasado con la edad.

Pero creo que el miedo no se pasa con la edad.

Al final, los temblores disminuyeron, cerré los ojos y apoyé la cabeza en la impecable madera. Estaba molida, pero sabía que no iba a dormir. Al menos en ese estado. Pero tampoco me apetecía hacer otra cosa, excepto darme un baño, y eso estaba descartado.

Aunque, en realidad, lo necesitaba. Me dolía todo el cuerpo, el pelo me apestaba y me picaba la piel, seguramente por el jabón seco que no había tenido oportunidad de quitarme. Lo único es que no me apetecía enjabonarme. Sería como si alguien me estuviera tocando, por todas partes, breves roces de unos dedos ásperos como la lija examinando mis defensas, como si intentaran encontrar una entrada…

Una mano me tocó el brazo y grité, pegué un salto y me golpeé la cabeza contra la parte de debajo de la encimera. Traté de alejarme, pero alguien me había cogido de los brazos y no podía soltarme. Sentí que se estaba formando otro grito, un chillido agudo y desesperado en el fondo de la garganta, hasta que escuché que alguien decía mi nombre…

Levanté la mirada y me encontré con los sorprendidos ojos negros de Marco.

Dejé de forcejear y simplemente me quedé respirando durante un minuto. No estaba segura de quién estaba más asustado, si él o yo. Al final me cogió, me metió debajo de su enorme brazo y me frotó la cabeza de un modo que seguramente pensaba que era delicado. En realidad parecía como si me fuera a arrancar otra capa de piel, pero me dio igual.

—¿Estás bien? —me preguntó con cautela.

No sabía qué contestar, porque estaba claro que no.

—Perdona por lo del otro baño. Íbamos a limpiarlo, pero pensamos que dormirías hasta por la mañana.

Asentí pero no levanté la mirada, porque no podía controlar el gesto.

—Tendrás que decir algo —me dijo al rato—. Porque si no, habrá llamadas telefónicas y médicos y todo tipo de dramas, y creo que ya hemos tenido suficiente…

—Me duele el culo —solté. Era completamente estúpido, pero cierto. Además, le arrancó una sonrisa a Marco.

Había estado agachado a mi lado, pero en ese momento se sentó, encajando de algún modo su enorme cuerpo entre el lavabo y la bañera. Era grande y estaba caliente, pero también parecía desprender una solidez tranquilizadora. De pronto, resultaba imposible creer que algo malo podría pasar con Marco cerca.

—Pues estamos igual —dijo en tono familiar—. El maestro por poco me arranca la cabeza.

Tardé un instante en asimilarlo.

—¿Que qué?

Marco se rió, provocando que su pecho retumbara como un tambor.

—Así está mejor. Ya tienes algo de color en la cara.

—¿Me estás mintiendo?

—No, pero me gusta cabrearte. Es tan lindo.

Simplemente me quedé sentada durante un momento porque, como era habitual, me sentía como si tuviera que ponerme al día.

—¿No me has mentido?

Negó con la cabeza.

—Entonces, ¿Mircea te ha echado la bronca?

Asintió con la cabeza.

—¿Y por qué coño te ha echado la bronca?

—Por drogarte.

Tardé un instante en darme cuenta de lo que quería decir.

—Marco, me diste Tylenol.

—Sí, pero llevaba codeína. Y, al parecer, no está permitido que las pitias tomen esa mierda. Ni nada que las deje demasiado groguis para utilizar su poder. Me dijo que te había dejado indefensa.

—¡Eso es ridículo! De todos modos, esta noche habría sido incapaz de volver a transportarme.

—Sí, pero el tema no es ese.

—¿Y cuál es el tema?

Se encogió de hombros.

—Es lo que te dije. A los vampiros no les gusta sentirse indefensos. Y eso se duplica con el maestro y quizá se triplica con los miembros del Senado.

—Pero eso no justifica que se desquiten contigo.

—Quizá no, pero sé cuál es la base de su argumento.

Marco se acomodó apoyando la espalda en el lavabo, como si se preparara para pasar allí la noche. Como si aconsejara a mujeres histéricas con regularidad.

—Te tiene en el lugar más seguro que conoce, ¿verdad? Es decir, el Senado está en el piso de arriba, y les salen guardias y vigilantes hasta del culo, además de todos los extras que hay en esta suite. Y tiene a algunos de sus mejores hombres protegiéndote. Joder, me tiene a mí.

Sonreí levemente ante su comentario, tal y como se suponía que tenía que hacer.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—El problema es que no funciona. Cada vez que se da la vuelta, algo o alguien consigue llegar hasta ti. Y eso lo asusta. Y no está acostumbrado a sentir miedo. Hace mucho tiempo que no lo siente y ni siquiera estoy seguro de que sepa lo que es.

—Tiene que ser genial.

—No creo que él lo vea tan genial —dijo Marco secamente.

No dije nada, porque no había nada que decir. No sabía cómo tranquilizar a Mircea; ni siquiera sabía cómo tranquilizarme yo. Supuestamente, yo era la gran vidente, pero nunca veía nada bueno, solo muerte y destrucción.

De verdad esperaba que no fuera porque eso era lo único que había que ver.

—Les estoy enseñando a los nuevos cómo perder al póquer —dijo Marco—. ¿Quieres que te dé cartas?

Negué con la cabeza.

—Se me da fatal.

—Pues mejor, así tendrán la oportunidad de recuperar algo.

—Para que te lo puedas llevar tú, ¿no?

Marco se levantó con esa fluida elegancia que tienen los vampiros, siempre sorprendente en un hombre de su tamaño.

—Ese es el plan.

—De momento, paso —le dije mientras me ayudaba a levantarme. Pero le seguí hasta el salón.

Antes de mudarme, la suite había sido para las «ballenas», jugadores con más dinero que sentido común que eran recompensados con habitaciones caras porque perdían cien veces su precio en las mesas de juego cada noche. Esta en particular había tenido mucho éxito porque incluía un pequeño salón apartado del comedor con una mesa de billar, que los guardias casi habían confiscado para uso personal. Solían estar allí cuando no estaban observando cómo me pintaba las uñas de los pies o algo así, jugando al billar o, como en ese momento, apiñados alrededor de una mesa de juego.

Marco se reincorporó a la partida de póquer y yo continué hasta la cocina. No había ni una aspirina, porque los vampiros no tienen jaqueca. Había cerveza, pero tal y como tenía la cabeza, ya me podía preparar para el día siguiente, así que no toqué las Dos Equis de Marco.

Me di una vuelta por allí, porque hacía demasiado calor para dormir, y encontré un agujero en forma de sofá en la ventana de la sala de estar que intentaba refrigerar toda Nevada. Con razón hacía tanto calor. Un par de guardias debieron oír mis tacos, porque asomaron la cabeza por la puerta y se quedaron mirándome un instante, con los ojos encendidos brillando en la oscuridad.

Salí a la terraza.

No era ni de lejos tan grande como la del ático, donde cabía una piscina, una barra pequeña con grifo y como una docena de juerguistas. Pero había conseguido meter una tumbona y una mesa auxiliar, y había colgado un carillón en la barandilla. En ese momento estaba sonando, mecido por la brisa que llegaba del desierto. Hacía calor, pero era ligeramente mejor que el lento tueste del interior.

Estábamos a demasiada altura como para escuchar el tráfico, así que todavía había un silencio inquietante. Pero la verdad es que siempre era así. Los vampiros no necesitaban hablar en voz alta y, normalmente, ninguno lo hacía durante horas, a no ser que yo les preguntara algo directamente. Tampoco veía mucho la televisión, a no ser que fuera en mi habitación, y la única vez que encendí la radio, varios de ellos pusieron tal cara de sufrimiento que la apagué rápidamente.

En un día bueno, era como vivir en un museo, pero no como visitante. Se parecía más a ser uno de los objetos expuestos que un grupo de guardias vigilaba por si algún ladrón se lo llevaba. Aquella noche, me estaba volviendo loca poco a poco.

Al cabo de unos minutos, volví dentro y le eché un vistazo al reloj que había de camino. De algún modo había sobrevivido a la carnicería, y marcaba las nueve y media. No había dormido mucho. En teoría, era demasiado tarde para llamar a alguien, pero quizá…

El teléfono sonó.

Pegué un salto hacia atrás y faltó poco para que gritara, porque estaba fatal de los nervios. Y luego me quedé mirándolo, esperando que alguien lo cogiera en la habitación de al lado para no tener que ser simpática. Pero nadie lo cogía. Y entonces Marco apareció por la puerta, con una botella de cuello largo en una mano y cinco cartas en la otra.

—¿Lo vas a coger o qué? —me preguntó, en un tono más de curiosidad que de fastidio.

Lo cogí.

—¿Sí?

—¿Qué haces levantada?

La voz irritada de Pritkin me hizo sonreír y me alejé un poco para que Marco no me viera.

—Contestar el teléfono.

—Muy graciosa. ¿Por qué no estás durmiendo? Es más de la una.

Volví a mirar el reloj. Al parecer, también había sucumbido.

—Hace calor.

—Aquí siempre hace un calor de muerte —me dijo dándome la razón, sorprendentemente. Nunca lo había escuchado quejarse por eso, pero supongo que para alguien acostumbrado al clima de Inglaterra, Las Vegas en agosto era una mierda. Además, gracias a mí, en su habitación también había un agujero enorme.

—¿No tienes nada frío para beber? —me preguntó.

—Cerveza.

Resopló.

—Vas a tener una resaca mortal como te la tomes. Llama al servicio de habitaciones.

—Eso podría hacer —le dije.

Pritkin esperó. Me quedé callada, porque no era tan patética. No había ninguna emergencia, ¿qué le iba a decir? ¿Tengo calor, estoy aburrida y asustada y quiero hablar con alguien que tenga pulso?

Sí, sonaba muy maduro. Sonaba a pitia. Yo no…

—¿Es el mago? —preguntó Marco con impaciencia, como si no pudiera oír cada palabra que pronunciábamos.

—Sí.

—¿Viene para acá?

—Sí —dijo Pritkin, volviéndome a sorprender.

—Dile que traiga cerveza —dijo Marco—. Casi no nos queda, y el puñetero servicio de habitaciones de este sitio es una mierda.

—Dice que…

—Ya lo he escuchado. —Pritkin colgó sin decir ni siquiera adiós. Así que no sabía por qué iba sonriendo hacia la cocina para asegurarme de que teníamos suficientes vasos limpios.

—Joder —dijo Marco—. No le has dicho de qué tipo. Seguro que trae de esa cerveza inglesa rara.

—Se llama ale —dijo uno de los vampiros con tono misterioso.

—Mierda.

Retomaron la partida mientras yo fregaba. Porque, al parecer, los vampiros maestros sacaban la basura, pero no se arriesgaban a sufrir dermatitis en las manos. Tampoco es que hubiera mucho que fregar, ya que, últimamente, la mayoría de mis comidas venía en los carritos del servicio de habitaciones.

Cuando terminé, fui a intentar cepillarme los rizos manchados de poción. Estaba en ello cuando sonó el timbre. Desistí, me recogí el pelo en una cola de caballo floja y fui a la cocina. Pritkin ya estaba allí, vaciando un par de bolsas de papel marrón.

—Foster’s —le dijo a Marco, que estaba escudriñando una de las bolsas con desconfianza.

El vampiro pareció aliviado.

—Incluso está fría.

—¿Y por qué no iba a estarlo?

—Creía que a los ingleses os gustaba caliente.

—¿Cerveza caliente? —Pritkin parecía asqueado.

—Eso dicen.

—¿Porque no la bebemos congelada, extrayendo así cualquier sabor que vosotros, los yanquis, os dejáis sin querer?

—Oh, ahí me has dado —dijo Marco, y le birló la cerveza.

Miré en la otra bolsa, pero solo había un montón de cajitas. Saqué una y vi que era té. Al rato me di cuenta de que todo eran infusiones: poleo-menta, manzanilla, té verde, té negro… Como si hubiera comprado toda la tienda.

—Necesitas algo que te calme los nervios y que no te deje por los suelos —me dijo.

—No creo que el té sirva —dije secamente—. Con la vida que llevo…

Una ceja rubia se levantó.

—Te sorprendería.

Apareció con una tetera que no sabía que teníamos y empezó a hacer esas cosas que se hacen con el té. Cogí una manzana del frutero y la puse en la mesa.

—Entonces, ¿crees que era un duende? —le pregunté, porque no me habían dado muchos detalles después de que me desmayara.

—No sé qué era —dijo Pritkin, como si le doliera confesarlo—. Los duendes no tienen forma espiritual; sin embargo, tu agresor era incorpóreo. Además, pudiste describirlo, y bastante bien para haberlo visto fugazmente.

—¿Y eso qué importa?

—Importa porque si fuera un duende, no tendrías que haber visto nada.

—Tú viste algo —dije mientras me concentraba. Una frágil burbuja encerró la fruta, no más sólida que las que había dejado el lavavajillas en el fregadero. Y a juzgar por las apariencias, tampoco más efectiva.

—Tengo una pequeña cantidad de sangre de duende —dijo Pritkin, mirando la burbuja—. A veces me permite detectarlos cuando están cerca, aunque no es una habilidad fiable. En algunos casos, sin embargo, un duende encantado puede tener el aspecto de lo que vi: una nube oscura. Por eso te lancé el nunchaku. —Torció la boca—. Por eso y porque no se me ocurría nada más.

—Quizá yo también tenga un poco de sangre de duende. —En realidad no sabía tanto de mi familia como para saber lo que podría tener.

—No la tienes.

—¿Cómo lo sabes? ¿También puedes ver eso?

—No tengo que hacerlo. Si tuvieras aunque fuera una gota, la familia de duendes a la que pertenecieras podría reclamarte. Y entonces no solo el Círculo y el Senado estarían luchando por ti, sino también ellos.

Se refería al Círculo Plateado, la asociación mágica más importante del mundo, que gobernaba a la parte humana de la comunidad sobrenatural del mismo modo que el Senado a los vampiros. Acostumbraba a dominar el linaje de las pitias de un modo firme y protector. Dicha tarea había resultado bastante fácil, ya que el poder del cargo normalmente pasaba a quien la pitia anterior había entrenado, y siempre se trataba de una iniciada adecuada, y criada en el Círculo. Al menos así era hasta que llegué yo. La última heredera al trono de la pitia, una sibila llamada Myra, había resultado ser una bruja homicida, y el poder se había decidido por otra opción.

El Círculo no se había emocionado demasiado con su elección, pero al final llegamos a un acuerdo. Por ejemplo, que ya no intentarían machacarme la cabeza. Lo único es que ahora, al parecer, se creían con el derecho a asegurarse de que tampoco lo haría nadie más. Ese era el problema, porque los vampiros pensaban lo mismo y al Senado no se le daba bien lo de compartir.

Lo último que necesitaba era añadir otro grupo.

—Definitivamente, no tengo sangre de duende —dije fervientemente.

—Confía en mí, lo han comprobado —me dijo Pritkin—. Y no tienes. Pero eso significa que no tendrías que haber visto nada.

—Vale, ya lo pillo. Lo vi, así que no puede ser un duende. Pero tampoco era un demonio ni un fantasma ni un humano ni un were. ¿Qué nos queda?

—Esa es la cuestión. —Apoyó una mano en la mesa—. Pero lo que está claro es que fue expulsado por el hierro. Y solo una especie, que yo sepa, se ve tan afectada. Obviamente, pudo haber sido una coincidencia que escogiera ese preciso momento para salir, pero…

—Pero eso es demasiada coincidencia.

—Sí. —Miró la burbuja, que temblaba como si alguien la estuviera soplando—. ¿Qué estás haciendo?

La frágil cáscara reventó, disipándose con tan solo un pequeño estallido. Suspiré.

—Nada. —Era obvio.

—¿Qué intentabas hacer?

Reprimí un repentino impulso de machacar la fruta hasta reducirla a pulpa.

—Madurarla —dije secamente—. Jonas dijo que Agnes podía conseguir una fruta de una semilla hasta convertirla en una masa arrugada y al revés, pasando por todo el proceso en unos segundos.

Pritkin cogió la manzana, que era gorda y redonda y perfecta y tenía un saludable tono rojizo. Como todas las demás del frutero. Como si no hubiera hecho nada en absoluto.

—Estás cansada.

—Y nadie me va a atacar mientras esté cansada.

Frunció el ceño.

—Llevarte al borde del agotamiento no es una buena idea.

—Y eso lo dice el hombre que me ha hecho correr por media montaña hoy.

—Eso fue antes de que supiéramos que hay algo que te amenaza y que puede traspasar la vigilancia. Se supone que aquí tenías que estar segura para recuperarte.

Segura. Claro, como si alguna vez hubiera estado segura en algún sitio. Me di la vuelta y salí bruscamente de la cocina.