—¿Te has traído esa cosa? —pregunté a la mañana siguiente mientras me incorporaba en la cama. Estaba mirando la vieja maleta abollada con una quemadura en el fondo que rondaba cerca de los pies de la cama.
—No podía dejarla, dulceaţă —dijo Mircea mientras servía el café en una mesita al lado de la ventana—. El hechizo sigue funcionando.
—Más o menos. —Se estaba poniendo mustio, como un ramo de flores de más de una semana, o un globo medio desinflado. Le di un golpecito con el dedo y se movió un poco en el aire, despidiendo un olor repugnante. Arrugué la nariz, me envolví con la sábana y fui a ver lo que había para desayunar.
La pálida luz del sol que se filtraba por el cristal hacía que la blanca porcelana y la plata maciza brillaran, y el olor que desprendía el cesto de alambre hacía la boca agua. Bollos recién hechos. Ñam.
Mircea me pasó una taza de café.
—Además, pensé que querrías guardarla, ya que pertenecía a tu madre.
—¿El qué, la maleta?
Asintió.
Yo negué con la cabeza, y con la boca llena de bollo.
—Era del mago.
Mircea levantó una ceja oscura.
—No, a no ser que utilizara el perfume de tu madre.
Tragué y acerqué el maletín. Yo solo distinguía el olor a piel carbonizada y humo, pero confiaba en el olfato de Mircea. Y efectivamente, había un montón de lencería y ropa femenina en el interior. Un par de zapatos una número más grande que el mío. Y metidas en un bolsillo lateral, un montón de cartas viejas.
—Pero… ¿cómo le dio tiempo a hacer el equipaje? —pregunté mientras las revisaba—. ¡Ni que supiera que iban a secuestrarla!
—En caso de que eso fuera lo que ocurrió.
Levanté la vista.
—¿Qué quieres decir?
—Dulceaţă, he visto a mucha gente bajo coacción y todos, sin excepción, se quedan en blanco. Sus movimientos son mecánicos, su forma de hablar… No toman decisiones; esperan órdenes. Y no les dicen a sus captores que se callen.
—¿Me estás diciendo… que se fue con él a propósito?
—Parece la única opción.
—Pero ¿por qué? ¿De qué conocería a una persona así? ¡Era la pitia heredera!
—Quizá las cartas lo expliquen.
Negué con la cabeza mientras las abría una por una.
—No, todas están escritas por mi padre. Parece como si le hubiera escrito durante un tiempo y ella las hubiera guardado… —Fruncí el ceño—. Pero tampoco tiene sentido. Jonas dijo que mis padres se conocieron apenas una semana antes de que se escaparan juntos. Y estas… —Revisé algunas más—. Se remontan a más de una década.
Mircea dudó. No me habría dado cuenta, pero lo estaba mirando a la cara. Y sin duda iba a decir algo, pero se calló.
—¿Qué? —pregunté.
—Podría equivocarme —dijo con cautela—. Han pasado muchos años, y en ese momento no tenía motivos para prestar especial atención…
—¿Atención a qué?
—Al olor particular de tu padre.
Fruncí más el ceño.
—¿Qué tiene eso que…?
—No me di cuenta en la fiesta. La situación era tensa y había demasiados olores alrededor. Pero anoche, cuando estaba al lado del mago, creí reconocer…
—No. —Lo miré horrorizada.
—El mismo tabaco, la misma colonia, el mismo fijador para el pelo…
—¡No!
La maldita ceja volvió a levantarse. Estaba empezando a cogerle manía.
—¿Preferirías ser la hija de un peligroso mago oscuro?
—¡Sí! Si la alternativa es… él. Era…
—Bastante competente.
Me quedé mirándolo.
—¿Lo dices…? ¿Es que no lo viste?
—Lo vi proteger a tu madre de cuatro semidioses durante un prolongado periodo de tiempo.
—¡Él no hizo nada! Era ella quien conducía el carruaje…
—Sí, porque para cualquiera que no sea un mago de la guerra resulta difícil mantener un escudo y concentrarse en otra cosa al mismo tiempo.
—Yo no vi ningún escudo.
—Ni yo tampoco. Pero vi varios impactos directos rebotar en algo. No fue capaz de mantenerlo durante toda la persecución, pero sin duda alguna ayudó. Y anoche…
—Lo único que hizo fue hechizar la maleta.
—Y resultó ser útil, ¿no? Los espartos los tenían acorralados, pero consiguió atravesar la barrera…
—¡Porque iba como un loco!
—Y protegió a tu madre de una tormenta de hechizos como rara vez he visto.
—¡Si no paraba de gritar!
Mircea hizo una mueca con los labios.
—Sólo en el mundo del cine, los héroes tienen que tener un aspecto concreto. He estado en muchas batallas, dulceaţă, y te puedo asegurar por experiencia que lo que importa es lo que da resultado. El ataque de Ladislao parecía heroico, con banderas ondeando, relucientes armaduras, quinientos caballos galopando en una formación perfecta… Pero fue el colmo de la locura. Las tácticas de tu padre fueron… menos impresionantes, pero dieron resultado. Al final, ¿qué es lo más heroico?
—¡Pero no pareció nada de eso! —dije agarrándome a un clavo ardiendo. Porque Mircea podía decir lo que quisiera, pero estar emparentada con ese tío… no. Simplemente no—. El secuestrador era alto y rubio y tú dijiste que mi padre era…
—Te dije lo que me pareció ver. Pero se estaba escondiendo; no sería extraño que utilizara un encantamiento. De hecho, lo raro sería que no lo hubiera hecho.
—Pero dijiste que supuestamente en la fiesta no pasó nada, ¡que tus hombres lo habían comprobado! Si él fuera mi padre, si se suponía que tenía que estar allí y fugarse con mi madre para casarse o lo que coño fueran a hacer, ¿no lo habrían sabido tus hombres?
—Según dicen todos, se supone que en la fiesta no hubo ningún incidente —reconoció Mircea—. De lo contrario no te habría llevado. La desaparición de tu madre no se denunció hasta varios meses después.
—Ahí lo tienes. ¿Lo ves? ¡No puede ser mi padre!
—Sí, pero, dulceaţă, la palabra clave es «denunció». Mis hombres no estaban en la fiesta; no lo vieron con sus propios ojos. Se basaban en los informes oficiales. Unos informes que quizá hayan sido… ajustados.
—¿Ajustados? Pero, ¿por qué…?
—Para ganar tiempo para encontrarla. —Hizo un gesto con la mano—. A la corte de la pitia le gusta parecer infalible, misteriosa, omnisciente. Y ese tipo de reputación no se vería beneficiada con la pérdida de la heredera debido a una serie de circunstancias que nadie previó. No sería de extrañar que esperaran un tiempo antes de admitir que la habían perdido. Querrían tener la oportunidad de localizarla y traerla de vuelta sin que nadie se diera cuenta de que había habido un problema.
—Crees que mintieron sobre cuándo se marchó.
Se encogió de hombros.
—Creo que es posible, sí. Siempre me resultó extraño que afirmaran que tu padre la conoció tan poco tiempo antes de fugarse con ella. Ocho días es muy poco para convencer a la heredera al trono de la pitia de que lo deje todo a cambio de una vida como fugitiva.
—Pero… pero en la fiesta, ¡intentaba alterar las cosas! Eso es lo que hace la Comunidad —insistí.
Mircea ladeó la cabeza.
—Pero si ese fuera el caso, ¿por qué no se concentró en lady Phemonoe? Ella era la pitia; tu madre era simplemente la heredera. Y una que iba a desaparecer pronto, de todas formas. Destituirla de su cargo pocos meses antes no habría supuesto un gran impacto en la historia.
—¡No! Había hechizos por todas partes…
—Sí, lanzados por magos de la guerra que intentaban proteger a tu madre y a la pitia.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque los hechizos fueron paralizados, dulceaţă. Si los hubiera lanzado tu padre, no habrían quedado atrapados en el tiempo más de lo que lo estuvo él.
Negué con la cabeza.
—Mi padre pertenecía al Círculo Negro, no a la Comunidad.
—¿Hay alguna razón por la que no pudiera pertenecer a ambos?
Me recosté en la silla y le lancé una mirada de odio.
—Vale. Así que forma parte de una secta fanática que quiere cambiar el mundo, pero entonces un día se aburre y decide, así porque sí, unirse al más infame de los grupos de magos oscuros e intentar tomar el poder. Y cuando ve que eso no funciona, piensa, oye, ¿y si me fugo con la heredera de la pitia para casarme con ella? ¿Es eso lo que estás diciendo?
Mircea se rió.
—Pensaba que tu padre era un hombre interesante, pero no tenía ni idea de hasta qué punto.
—No es interesante; es un chalado. Y no es mi padre.
Mircea negó con la cabeza.
—Lo que tú digas, pero ¿por qué no lo discutimos después, en nuestro tiempo?
—Lo que tú quieres es ver cómo te han dejado la casa los invitados.
Hizo una mueca con los labios.
—Con representantes de cinco de los seis senados como asistentes, es motivo de preocupación.
—Está bien. —Me acabé el café y cogí otro bollo—. Pero primero pasamos por la suite. Necesito coger algo de ropa.
—Y después, si queda algo en pie, te enseñaré la casa.
—Trato hecho —dije mientras lo cogía de la mano. Y nos transporté.
E inmediatamente supe que estaba en apuros.
Una pista fue la sensación húmeda y lisa de la hierba en los pies, en lugar del tacto de la afelpada alfombra de la suite. Otra fue la amplia sonrisa, digna del gato de Cheshire, formada por la cristalera del salón de baile de Mircea, que brillaba en contraste con la oscuridad de la noche; una noche que debería haberse acabado. Y la tercera fue el puñetazo que recibí en la mandíbula, tan fuerte que me derribó.
—Niñata idiota, débil y patética. ¿Y tú mataste al gran Apolo? —Algo se introdujo en mi cerebro como una lluvia de mercurio, limpiamente, pero quemándome todos los nervios—. Qué escándalo.
No podía ver lo que me estaba atacando, porque la transición de la débil luz del día a la densa oscuridad me había dejado medio ciega; pero la verdad es que no tenía ninguna curiosidad. Busqué a tientas a Mircea, con la intención de transportarnos fuera de allí, pero no lo encontraba. Me había soltado la mano, y dudaba que se hubiera ido sin más. Por un lado, no lo recordaba materializándose a mi lado. Y por otro…
Por otro, solía oponerse cuando alguien me pateaba las costillas.
El dolor era impresionante, como si tuviera un cuchillo clavado en la carne, no me dejaba respirar y me provocaba lágrimas en los ojos. Pero no era tan insoportable como para impedir que me transportara. De eso se encargó otra cosa, que me agarró y tiró de mí en el mismo instante que lo intenté.
—Ah, no, esta vez no, pequeña pitia. —Una bota me pisó la muñeca y me la aplastó contra el suelo, provocándome un latigazo de dolor por todo el brazo y atrapando mis dagas. Mi mano sufrió un espasmo y el bollo que aún sujetaba se cayó al barro.
—Esta vez no habrá huidas, ni ningún amigo poderoso que te salve. Esta vez, te tengo toda para mí.
Levanté la vista y vi oscuras nubes embravecidas salpicadas por las luces lejanas, y un rostro a contraluz. Las lágrimas empañaban la imagen, o quizá fuera la lluvia, que seguía cayendo. Por un instante, no supe qué estaba viendo exactamente.
Y luego mi visión se aclaró y seguí sin saberlo.
A primera vista, era un moreno de facciones angulosas con el pelo peinado hacia atrás, pómulos marcados y nariz larga; un rostro ligeramente familiar aunque no… Y entonces me vino de golpe. Niall, el tío coñazo y entrometido del departamento de publicidad. Tardé un segundo en reconocerlo, porque la cara era la misma, pero los ojos…
Los ojos eran horribles.
No, horribles no. Habrían quedado perfectamente en la cara de su álter ego, el dragón que nos había perseguido a Pritkin y a mí por el edificio de oficinas. Pero ver aquellos dos globos enardecidos en una cara humana, con esas pupilas alargadas y reptiles, membranas nictitantes…
Una oleada de repugnancia visceral me recorrió todo el cuerpo, poniéndome hasta el último pelo de punta.
Creo que ya sé adónde fue el quinto esparto, pensé medio ida; y justo en ese momento me entró el pánico y volví a intentar transportarme. Pero ocurrió lo mismo, volvió a aplastarme contra el suelo con el pie, tan fuerte que me dolió, como si me hubiera agarrado uno de esos lazos del Círculo. Pero no pensé que se tratara de eso. Porque la criatura que me vigilaba sujetaba algo: una fina cadena de oro de la cual colgaba el conocido amuleto.
—¿Lo reconoces? —preguntó Niall amablemente—. Se lo quité a tu buen amigo el mago de la guerra. Le dije que Jonas me había enviado a buscarlo, pero no pareció creerme.
Me quedé mirando aquella cosita de aspecto inofensivo, meciéndose lentamente, y de pronto recordé que no había visto a Pritkin en todo el día. Ni lo había pensado, había supuesto que estaba descansando. Pero ¿y si en lugar de eso…?
Se me heló la sangre.
—¿Qué… qué has hecho? —pregunté con voz pastosa. La sangre me goteó en la barbilla. No me molesté en limpiármela.
—Digamos que, si fuera tú, no contaría con que fuera a venir a rescatarte una vez más. Ni él ni nadie, en realidad. La coronación ha comenzado; la clausura está teniendo lugar. Y para cuando haya acabado —sonrió—, no creo que quede mucho que rescatar.
—Yo no estaría tan seguro —dije gruñendo, y me transporté.
Obviamente, no fui muy lejos. El maldito collar que iba a pulverizar si conseguía salir de aquello se encargó de que no lo hiciera, tirando de mí casi al instante. Pero conseguí liberar el brazo, y cuando me rematerialicé, estaba a un par de metros… detrás de Niall.
Se dio la vuelta, una especie de sexto sentido le advirtió del peligro justo cuando dos dagas fantasmales salieron disparadas de mi brazalete. Parecían más brillantes de lo habitual con aquella luz tenue, pero conservaban todo su entusiasmo habitual por cualquier tipo de violencia. Tal y como demostraron al estrellarse en su torso con la fuerza suficiente como para lanzarlo violentamente contra un árbol, y dejarlo allí clavado.
Durante más o menos un segundo. Tenía las manos libres, pero ni se molestó en utilizarlas. Simplemente se inclinó hacia delante, contra los cuchillos, que desaparecieron en su camisa empapada de sangre hasta las empuñaduras. Y luego se desvanecieron completamente cuando simplemente se puso a andar atravesándolos. Hubo una pequeña pausa cuando las empuñaduras tropezaron con algo, el corazón, el tórax, yo qué coño sé… Y luego se liberó desgarrándose con un ruido como de succión y chapoteo que me dejó un poco mareada, incluso antes de que viera los cuchillos temblando en el tronco detrás de él.
Y entonces parpadeé y ya lo tenía encima, pisándome la ya herida muñeca hasta que noté un chasquido. Una punzada de dolor me subió por el brazo y tuve que chillar. Y eso fue antes de que girara un poco el pie, provocando que los huesos crujieran.
Grité, tratando de no doblar la muñeca rota, tratando de transportarme. Pero Dios, dolía, cómo dolía, no podía concentrarme…
No podía hacer nada, ni siquiera taparme. Mi toalla había acabado a unos metros de distancia, dejándome desnuda excepto por un montón de barro. Pero no creía que a Niall le importara. Cuando me miraba con esos horribles ojos, no lo hacía con lujuria, ni con ninguna emoción humana en realidad. Simplemente era una mirada fría y calculadora, la misma que me había lanzado mientras volaba y que había conseguido que me estremeciera.
—¿Sabes? —dijo suavemente—. Creo que nos vamos a divertir.
—¿Es por venganza? —dije casi sin aliento.
—No, estúpida. Eso será un plus. Se trata del final de una persecución que empezó mucho antes de que tú nacieras. Cuando esa maldita bruja de Artemisa se volvió contra sí misma al expulsar a los dioses de lo que era suyo por derecho; al utilizar su poder en los caminos entre mundos para cerrarles la puerta en las narices, y en los infiernos para guardarlo allí.
—¿Los infiernos?
—La Tierra es un infierno superior. ¿Por qué crees que los demonios pueden viajar hasta aquí tan fácilmente? Era la reina de su castillo; nadie podía tocarla. Nadie excepto los hijos de los dioses que había dejado atrás.
—¿Queréis… queréis buscar a Artemisa? —El mundo es un pañuelo.
—Buscar no, encontrar. La perseguimos durante milenios y nada, ¡nada! Pero tuvimos paciencia, porque sabíamos, sea reina o no, que este mundo no alimenta a los de su especie. Conforme pasaban los siglos, ella se iba debilitando, su fuerza se agotaba. ¿Por qué crees que tuvo que fundar el Círculo para alimentar su hechizo? ¿Es que una diosa no podía hacerlo por ella misma?
—Yo… nunca pensé en eso.
—No, yo tampoco. Nunca me pregunté por qué tenía que depender de los humanos a los que tanto amaba… Porque su poder se estaba debilitando. Vigilamos y esperamos, sabiendo que tarde o temprano se vería obligada a acudir a la única fuente de poder de los dioses que queda en este mundo.
Tardé un momento en pillarlo, por el dolor y porque parecía como si algo me palpitara en la parte de atrás del cráneo.
—El poder de las pitias.
—Sí, el legado de su propio hermano. Cómo ha debido desearlo y ansiarlo, más y más conforme pasaban los años, mientras su enorme reserva de poder mermaba y se consumía y se agotaba. Y al fin, después de tres mil años, se desmoronó y lo conseguimos. ¡Ya la teníamos!
—¿La matasteis? —pregunté, aun sabiendo que no. Sabiendo que… Las palpitaciones iban a peor.
—Lo intentamos. Vaya si lo intentamos. Verás, pequeña pitia, no hay hechizo que pueda bloquear el acceso a un mundo. Ninguna palabra, ningún encantamiento, ningún amuleto tiene ese tipo de poder. El único modo que tenía de conseguirlo era entretejer una parte de sí misma en el hechizo, un retal de su propio ser. Se convirtió en parte de él, una parte esencial. ¿Y qué ocurre, pequeña pitia, cuando eliminas un componente imprescindible de un hechizo?
—Que cae —dije inexpresiva.
—Exacto. Así que lo intentamos. Pero se nos escapó. Un mago idiota la ayudó, algo con lo que no habíamos contado, y volvió a esfumarse. Pero su poder era débil… ¡muy débil! Sabíamos que estábamos cerca. Intensificamos nuestros esfuerzos, trabajamos incansablemente día y noche. Y al final, cinco años después, volvimos a encontrarla.
Las palpitaciones se habían convertido en un martilleo vibrante, como miles de caballos al trote.
O sólo uno, arrastrando un carruaje desbocado por una calle lejana.
—El mago la había escondido… ¡y tenía que ser con un vampiro! Y para cuando por fin la localizamos, el vampiro ya se había encargado de todo. El mago lo había estafado en un trato comercial, o eso dijo. Y se había vengado del modo más definitivo.
El tamborileo era muy fuerte, apenas me dejaba oír. Era intenso y rápido, como las palpitaciones de mi corazón, como el pulso que me taladraba los oídos, como la cresta de una ola a punto de romper…
—Nos juró que estaba muerta, y después de algunas comprobaciones, resultó que estaba diciendo la verdad. Pero aun así, ¡el hechizo no había caído! Había volado en miles de pedazos gracias a la bomba del vampiro, pero el hechizo era más sólido que nunca. Y entonces fue cuando nos dimos cuenta… Debía haber dejado atrás algo de sí misma.
—No.
—Ah, sí. El vampiro nos mintió. Nunca mencionó una hija, con la esperanza de que su gallinita de los huevos de oro siguiera viva y a salvo y a su servicio. Y para nuestro descrédito, la idea ni siquiera se nos pasó por la cabeza. ¿Por qué tendríamos que habernos imaginado eso? Era la célebre diosa virgen. Aquí no había dioses, nadie digno de ella, ¿con quién se iba a haber acostado?
—¡No!
—Sí. Es horripilante, ¿verdad? Esa ridícula criatura… pero debimos darnos cuenta. Todo estaba en el nombre. Garm era el fiel compañero de Hela en todas las antiguas sagas, ¿verdad?
Asentí lentamente.
—Pero ¿sabes qué? Garm, en nórdico antiguo, es… «Rag».
Negué con la cabeza. Eso no significaba que…
Me vio y sonrió.
—Ragnar Palmer, ese era el verdadero nombre de tu padre, ¿verdad? Antes de que se lo cambiara. Y Ragnar significa «guerreo de los dioses» en nórdico antiguo.
La ola rompió contra mi cerebro, arrebatándome hasta el último ápice de pensamiento durante un instante. Y cuando pude volver a pensar, fue una sucesión de imágenes, pistas, cosas que debería haber visto y que se me pasaron totalmente por alto. Mi madre anulando los hechizos de Agnes en la fiesta, algo que ninguna heredera debería haber sido capaz de hacer. Su increíble resistencia, que conseguía que estuviera más fuerte al final de lo que estaba al principio. Lo que dijo sobre que los espartos la habían perseguido durante «mucho tiempo». El gesto en la cara de Dino cuando pregunté sobre la descendencia de Artemisa.
Ahora me daba cuenta de qué reflejaba: incredulidad pasmosa.
Compartía el sentimiento.
—Después de que tus padres murieran, el rastro se interrumpió —me contó Niall sin darle importancia—. No tuvimos más opción que intentarlo por otras vías. Cinco veces acumulamos concienzudamente el poder para volver atrás en el tiempo, para atacarla cuando estaba más débil. Y cinco veces fracasamos, ¡muriendo una y otra vez cuando esos malditos hechizos fallaban y se nos volvían en contra y nos hacían pedazos!
Acercó la cara hasta que pude sentir su aliento caliente en la mía; demasiado caliente para ser humano. Imposible que lo fuera con esos ojos que me miraban fijamente. Yo también los miré paralizada, más que por miedo, por pura incredulidad.
Aquello no estaba ocurriendo. No estaba ocurriendo. No estaba…
—Tener la capacidad de ser resucitado por un hermano no significa que no se sienta dolor al morir —susurró—. Yo sangré, mis hermanos sangraron, una y otra vez. Por nada. Hasta hace un mes, cuando ese imbécil de Saunders acudió a mí para pedirme un pequeño favor. Al parecer, los vampiros tenían a una niñita, una nueva pitia, cuya reputación quería que yo manchara. Y, qué casualidad, ¿a que no sabes quién era su madre?
Esto último fue el colmo, pero ni me inmuté. Ya estaba de vuelta de todo.
—Debió ser una sorpresa.
—¡Era ridículo! Esa niña estúpida podía suponernos un gran problema. Antes de que tú aparecieras, Myra estaba a punto de destruir al Senado. Nuestros aliados entre los vampiros estaban preparados para encargase de lo que quedara. Nuestra gente se había infiltrado en el Círculo, destituyendo a Marsden y sustituyéndolo por un idiota codicioso y tramposo, que podía ser manipulado y chantajeado a voluntad. Con todos sus frentes debilitados, sin aliados ni lugar al que acudir, el Círculo habría caído en nuestras manos en cuestión de semanas y con él, el maldito hechizo de Artemisa.
»Pero a última hora, ¿qué ocurre? Que aparece una niña estúpida, ridícula e inepta y lo arruina todo. En cuestión de unos meses, ¡destruiste a Myra, restituiste a Marsden y estás a punto de unir a los vampiros! Ah, sí, sabemos perfectamente lo que están haciendo ahí dentro —dijo señalando la casa—. Pero no va a ocurrir, pitia. Vas a reparar todo el daño que has causado. Esto se va acabar de una vez.