38

Creo que perdí el conocimiento. Porque lo siguiente que recuerdo es que me desperté en una cama extraña, en una habitación extraña, con vistas a una ciudad extraña desde un pequeño balcón. Pero el hombre que había delante de la ventana, apoyado en la puerta acristalada abierta, me resultaba familiar. La oscura melena de Mircea ondeaba por la suave brisa, la misma que agitó la fina seda de su bata cuando se giró hacia mí.

No dijo nada; yo tampoco. Simplemente se acercó y se sentó en el borde de la cama, inclinándose para apartarme de la cara los rizos aplastados por el sueño.

—¿Tienes frío?

Negué con la cabeza. Estaba desnuda bajo el edredón, pero era grueso y calentaba, excepto los pies, que sobresalían de la colcha. Los tenía un poco fríos, pero también rosados y enteros y perfectos; un regalo de Mircea, supuse. Por lo demás, me encontraba bastante bien; cansada, pero también caliente, entera, limpia y viva.

Decidí no preocuparme por la temperatura. Estaba bien sentir frío. Estaba bien poder sentir algo.

Mircea debió haber pensado lo mismo, porque me acercó un poco más a él, hasta que pudo apoyar la barbilla sobre mi cabeza. Aquello solía disgustarme; no había pelo suficiente para amortiguar el hueso. Pero aquella noche… aquella noche no me importaba.

—Tu madre era una mujer extraordinaria —murmuró después de un rato.

—Ajá.

—Como su hija.

Me quedé pensando un instante y luego giré la cabeza para mirarlo a la cara.

—Creía que simplemente… tenía suerte.

Mircea hizo una mueca con los labios.

—No vas a permitir que lo olvide, ¿verdad?

—Probablemente no. —Al menos, en un tiempo.

Volvió a abrazarme y me acarició el patético pelo.

—Nunca he dudado de ti.

—Mircea…

—Es verdad.

—Entonces, ¿qué fue lo del túnel? ¿Qué ha estado ocurriendo toda esta semana?

Durante un rato, no dijo nada, y pensé que quizá no lo haría. Los vampiros maestros no acostumbraban a dar explicaciones, excepto posiblemente a sus propios maestros. Y Mircea nunca había tenido uno.

—Estuvimos hablando de mis padres —dijo al rato—. Hace unos días. ¿Te acuerdas?

Asentí.

—¿Alguna vez te he contado lo que les ocurrió?

—Sé lo que le ocurrió a tu padre —contesté—. Más o menos.

La historia de Mircea sobre la muerte de su padre y casi la suya cambiaba dependiendo de las circunstancias. Cuando era una niña, hacía que pareciera casi cómica: unos nobles locos tratando de enterrarlo vivo cuando, ¡sorpresa!, lo habían convertido en vampiro hacía más de una semana. Más tarde, había escuchado una versión un poco menos divertida, que incluía una huída nocturna sin apenas ventaja de la multitud armada de antorchas que había matado a su padre y lo había dejado ciego antes de enterrarlo a dos metros bajo tierra.

Mircea había salido de su propia tumba y había escapado, todavía casi ciego, con su reciente cuerpo de vampiro luchando por curarse sin alimento alguno, aturdido por la conmoción y el horror. No había tenido maestro que lo ayudara, nadie a quien acudir en busca de consejo o protección. Y aun así, de algún modo, había sobrevivido.

—Sé todo lo que necesito saber —le dije echando la cabeza hacia atrás para mirarlo.

Me apretó el brazo.

—No —dijo en voz baja—. No lo creo.

Nos envolvió con la manta, probablemente por mí. Es muy raro que un maestro tenga frío. Y entonces me contó toda la historia. La que dudaba que le hubiera contado a mucha gente.

—En 1442, el papa decidió convocar a una nueva cruzada contra los turcos otomanos, que habían conquistado la mayor parte de Oriente Medio por aquel entonces y se estaban adentrando en Europa. Al parecer, alguien tenía que plantarles cara, y el elegido fue el rey de Polonia. Tenía sueños de gloria, pero con apenas veinte años, poca experiencia en el campo de batalla. Contaba con el consejo de un mercenario llamado Juan Hunyadi.

No tuve que preguntar si Hunyadi era el malo. El tono de Mircea era el mismo que utilizaría un católico para decir «Satán».

—Supongo que no te gustaba demasiado.

Mircea me acarició suavemente el brazo, provocando que una oleada de piel de gallina cincelara sus dedos.

—Hunyadi tenía dotes militares —admitió de mala gana—. Pero su ambición solía anular su juicio. Y así ocurrió cuando él y Ladislao, el rey polaco, se reunieron con mi padre de camino al este. Como bien señaló Napoleón, Dios está siempre del lado de los batallones más grandes. Lo dijo siglos después, pero resume bastante bien la opinión que tenía mi padre. Por eso, ni todas sus dotes diplomáticas pudieron evitar el horror que reflejó su rostro al ver su «ejército».

—¿Tan malo era?

—No era un ejército en absoluto. Esos idiotas habían traído un total de quince mil hombres. Como mi padre le dijo a Hunyadi, ¡el sultán solía llevar tal número de hombres a sus partidas de caza!

—Por lo que estoy viendo, el Hunyadi ese ni escuchó.

—Informó a mi padre de que un rey cristiano valía más que la chusma de un sultán. ¡Chusma! —dijo Mircea con resentimiento—. Cuando los jenízaros, el cuerpo de élite de Murad, estaban entre los soldados mejor armados y mejor adiestrados del mundo. Los adiestraban desde que eran niños; niños cristianos que los turcos cogían como devshirme, una especie de tributo, en las zonas que conquistaban.

—Nunca habría pensado que a los esclavos les hiciera tanta ilusión luchar por sus amos.

—No eran esclavos en el sentido americano. Los jenízaros se encontraban entre la élite de la sociedad otomana, eran temidos y respetados, incluso por los hombres libres. Lo único que conocían era la vida militar, la habían mamado desde pequeños. En esa época, ni siquiera se casaban, por miedo a que el matrimonio los distrajera. Ponían toda su pasión en las artes militares, ¡y esos eran los soldados contra los que Hunyadi pretendía enfrentarse con un grupo miserable bajo el mando de un reyezuelo!

—¿No lo sabía?

—Por supuesto que lo sabía. Pero era un imbécil pretencioso y arrogante, y lo que era peor, un fanático. Con el ejército viajaba un cardenal, Cesarini, un nombramiento papal para procurar que Dios estuviera en el campo de batalla. —Mircea torció los labios, pero no fue una sonrisa—. Si lo estaba, luchaba con el otro bando.

—¿Perdieron?

—Perdimos. Para ser más exactos, arrasaron con nosotros. —Su mano se detuvo en mi brazo.

—¿Nosotros? ¿Quieres decir que tú estuviste allí?

—Sí, al mando de cuatro mil soldados de caballería de Valaquia.

—Pero si tu padre sabía que era una causa perdida…

Mircea suspiró.

—Precisamente ése era mi argumento, pero mi padre se encontraba en una situación difícil. Le debía su posición al rey Segismundo, su viejo mentor, que le había prestado el ejército que había utilizado para tomar el trono. Segismundo estaba muerto en esa época, pero Ladislao lo había sucedido, y le recordó a mi padre su compromiso. También estaba el hecho de que mi padre formaba parte de la Orden del Dragón, una orden caballeresca católica que se fundó con el propósito expreso de combatir la amenaza turca.

—Entonces, ¿era un asunto religioso?

—Era un asunto político. Mi madre era la devota en la familia; mi padre puso su fe en un brazo fuerte y una buena espada, y necesitaba una. Había muchos hombres que competían por su trono, a los que les habría gustado hacerle lo que él le había hecho al primo que destronó. Si les daba a esos líderes políticos una razón para que desconfiaran de él, alguien podría prestarles un ejército, como había hecho Segismundo por él.

—Entonces, ¿por qué no se puso al mando del ejército él mismo? ¿Por qué enviarte a ti?

—Habría preferido ir él mismo, en caso de que tuviéramos que haber ido alguno de los dos. Pero había firmado un tratado con los turcos que le prohibía hacerlo.

—Pero… pensaba que eran el enemigo.

—Lo eran, pero también tenían un ejército mucho más grande que nuestra insignificante fuerza militar. Si hubieran llegado a invadirnos, habríamos luchado valientemente, pero habríamos perdido. Por así decirlo, después de que nos asaltaran los turcos, encontraríamos pueblos enteros clavados en cruces o empalados, o pirámides de calaveras.

—¿Por qué harían eso? ¿Por qué no simplemente saquear y marcharse?

—Porque querían ser sobornados, y se aseguraron de que mi padre tuviera poco donde elegir. Al final, tenía que firmar un tratado en el que consentía pagarles diez mil ducados de oro al año y se negaba a ponerles la mano encima en la batalla. Y para garantizar su buena conducta, tenía que entregar a dos de sus hijos como rehenes.

—Así es como acabaron tus hermanos en un calabozo turco. —Sabía que Vlad, el hermano conocido en el mundo entero como Drácula, se había vuelto loco en una cárcel turca. Pero no conocía los detalles de cómo había llegado hasta allí.

Mircea asintió.

—Mi padre acudió a la discusión del tratado con bandera blanca, llevando a mis dos hermanos pequeños con él. Se suponía que estarían a salvo, pero los cogieron y los encadenaron en cuanto llegaron. Se llevaron a Vlad y a Radu antes de darle el tratado para que lo firmara. Mi padre sabía que si no lo hacía, lo más seguro es que los mataran.

—Así que firmó.

—Sí, y por lo tanto se encontró en una situación insostenible cuando Ladislao requirió su lealtad como miembro de la Orden, para luchar junto a él en su maldita y ridícula cruzada. Mi padre no podía negarse sin arriesgar su trono, pero acceder seguramente significaría la muerte de sus hijos. Por lo tanto, accedió a enviar el ejército más pequeño aceptable con Ladislao, pero me escogió a mí para estar al mando y así cumplir lo escrito en el tratado, aunque no la esencia.

—Al no ponerles una mano encima a los turcos él mismo.

—Sí.

—Supongo que no funcionó, ¿verdad? —En realidad no tenía que preguntarlo. Ya lo veía en la expresión de Mircea.

—No funcionó nada. En la batalla, eran tres veces más que nosotros, y luego ese estúpido e insensato rey decidió lanzarse a la gloria con quinientos soldados de caballería. Y, como era de esperar, acabó con la cabeza en una pica. Los turcos lo pasearon como el trofeo que era. Y en cuanto su ejército lo vio, rompieron filas y huyeron. Mi ejército permaneció unido y se retiró de manera organizada; seguramente esa fue la razón de que la mayoría sobreviviera. Prácticamente todos los demás acabaron descomponiéndose en el campo de batalla, incluido el cardenal, al que los vencedores desnudaron y dejaron para las aves de carroña. Obviamente, Hunyadi escapó, como siempre hacen semejantes hombres.

—¿Y tus hermanos? —pregunté en voz baja.

Mircea se recostó en la cama, con el pelo extendido. Lo peiné con los dedos, desplegándolo en la manta blanca, porque era precioso. Pero también porque no podía hacer nada más para borrar la tristeza de su rostro. Todo aquello había ocurrido mucho tiempo atrás, pero al parecer me había equivocado. Al menos para un vampiro, el pasado no había desaparecido totalmente.

—Antes de la derrota en Varna, habían sido rehenes, sí —me dijo—. Pero unos rehenes muy bien tratados. Estaban retenidos en Adrianópolis, la capital; los alimentaban, los vestían acorde con la estación, recibían una buena educación e incluso disfrutaban de un poco de libertad dentro de la ciudad. Después de la debacle, fueron encarcelados en un calabozo inmundo, golpeados diariamente y privados casi totalmente de comida. Es un milagro que sobrevivieran.

—¿Y tu padre no podía hacer nada? Pagar un rescate o…

—No. A los turcos no les interesaba el dinero, no después de que Varna dejara toda Europa del Este abierta a la conquista, o eso parecía en el momento. Prepararon a Radu, que había resultado ser el más maleable, para ser un príncipe al que dirigir a su antojo cuando se anexionaran a Valaquia. A Vlad, que luchó contra ellos en todo momento, lo maltrataron terriblemente, pero siguió vivo porque su odio hacia ellos era insignificante en comparación con el que sentía por su enemigo común, Hunyadi.

—¿Porque él había provocado que lo encarcelaran?

—No. —Mircea se levantó bruscamente—. Porque Hunyadi asesinó a toda su familia.

Me quedé sentada, sorprendida, mientras Mircea desaparecía por el balcón. Me envolví con el edredón y lo seguí un poco indecisa, porque no estaba segura de que fuera bienvenida. Lo encontré encendiendo un cigarrillo, de esos pequeños, oscuros y especiados que él prefería, lo cual no era buena señal. Mircea solo fumaba cuando quería calmar los nervios, o cuando quería hacer algo con las manos que no fuera estrangular a alguien.

Pero creo que ese alguien no era yo, porque volvió a abrazarme, añadiendo su calor al del edredón, consiguiendo que el balcón, que en otras circunstancias habría resultado frío, fuera acogedor. Parecía como si el hotel estuviera conectado con la estación de tren, porque había un montón de gente entrando y saliendo allí abajo, todos con aspecto de personajes sacados de una obra de Dickens. Quizá Canción de Navidad, porque en la acera había un grupo cantando en mitad de una actividad frenética. Solo nos llegaban fragmentos de las canciones flotando en la brisa.

Durante un largo rato, Mircea fumó y yo simplemente disfruté de la sensación de aquellos brazos rodeándome. Últimamente no la tenía muy a menudo, con tantas negociaciones y obligaciones del Senado y la maldita coronación ocupando la mayor parte de su tiempo. Apoyé la cabeza en su hombro; siempre me sorprendía lo agradable que era.

—Mi padre estaba furioso con Hunyadi —dijo finalmente, soltando una nube de humo dulce y aromático, de un blanco fantasmal que contrastaba con la oscuridad—. Se lo advirtió, casi le había rogado que no fuera, y ahora quince mil buenos hombres habían muerto, sus hijos estaban en peligro y no se había conseguido nada. Si acaso, la cruzada solo había servido para mostrar nuestra debilidad a los otomanos, y los conocía lo suficiente como para saber que no dudarían en explotarla.

—¿Y qué hizo?

Mircea se encogió de hombros; sentí un movimiento líquido en la espalda.

—Lo que debía haber hecho. Lo encarceló cuando pasó por Valaquia, pensando que debía responder por sus crímenes. Pero Hunyadi tenía amigos poderosos, e inmediatamente comenzaron a pedirle a mi padre que lo liberara.

—¿Y lo hizo?

Mircea se quedó callado un momento, pero sus brazos me apretaron de un modo casi imperceptible.

—Me llamaban Mircea el Osado por aquel entonces —dijo en voz baja—. Por mis enfrentamientos en la batalla. Pero en esta ocasión fui demasiado osado. Furioso y afligido, y todavía dolorido por las heridas que sufrí en aquella desastrosa cruzada, fui temerario. Hablé claro en pleno tribunal, les dije que había visto la arrogancia de Hunyadi de primera mano, que sabía que su ego y su ambición lo conducirían a encontrar un chivo expiatorio para su fracaso. Apenas podía culpar al rey martirizado o al santo cardenal, y eso nos convertía en el claro objetivo. Le rogué a mi padre que lo matara, le advertí que si no le cortaba la cabeza, él cortarían las nuestras.

—¿Y te escuchó?

—No, pero otra persona sí lo hizo. No sé, y nunca sabré, quién se lo contó a Hunyadi. Pero, de algún modo, mis palabras llegaron a sus oídos. Y después de que mi padre cediera a la presión y lo liberara, Hunyadi juró hacer precisamente lo que yo había dicho: vernos a todos muertos. Reunió un ejército, sus antiguos aliados, y nos atacó apenas tres años después. Mi familia se vio obligada a huir para salvar nuestras vidas, pero sirvió de muy poco. Los boyardos, la nobleza local, estaban a su servicio y fueron a por nosotros. Era más o menos esta época del año cuando nos localizaron.

Era un poco incongruente, estar allí caliente y segura, escuchando villancicos, disfrutando del aire frío y vigorizante y del original aroma del cigarrillo de Mircea. E imaginar el horror que debía haber vivido.

—¿Mataron a… todos?

—A todos los que cogieron. A mi madre le cortaron el cuello, a mi padre lo torturaron y a mí me enterraron vivo. Resulta irónico, pero lo único que salvó a mis hermanos fue estar en manos de los turcos. Estaban más a salvo en Adrianópolis de lo que lo habrían estado en sus propias camas, en su hogar.

Me giré para mirarlo.

—¿Por qué me lo cuentas?

Introdujo sus manos frías en la manta, me acarició la piel desnuda, me estremecí.

—Para que lo entiendas. Yo provoqué la muerte de toda mi familia…

—¡No fuiste tú!

—Chsss. —Me rodeó la cintura con las manos, que luego descendieron hasta llegar a su lugar favorito, mi culo desnudo.

—He tardado quinientos años en asumir lo que hice. Era joven, impulsivo e insensato, y Hunyadi habría hecho lo mismo aunque yo no hubiera dicho nada. Nunca lo sabré. Lo que sí sé, lo que he aprendido de aquel trágico error, es que nunca volveré a poner en peligro a las personas que quiero.

Levanté la mirada y me encontré con su oscura melena espolvoreada de nieve. Un mechón pegado a las arqueadas cejas temblaba sobre las pestañas.

—¿Tú me quieres?

Por un instante, simplemente me miró. Y luego echó hacia atrás la cabeza y se rió; una risa intensa y dulce, franca y descarada.

—No, en absoluto. ¡Suelo luchar contra semidioses por mujeres que no me gustan!

Me quedé quieta, sintiendo las lágrimas de nieve derretida en mis mejillas.

—¿Qué pasa? —preguntó al rato.

—Yo… Nada. —Excepto que nadie me había dicho eso nunca. Ni Eugenie, ni siquiera Rafe. Se habían comportado como si lo hicieran, pero ninguno me lo había dicho nunca.

Nadie en absoluto.

Mircea me abrazó más fuerte, y apoyé la cabeza en su pecho.

Se quedó callado durante un rato.

—He tenido… dificultades con esta época del año desde entonces.

—Quizá necesites un buen recuerdo que sustituya los malos.

Torció una comisura de los labios.

—¿Y dónde podría conseguir algo así?

Hundí la cabeza en su pecho.

—Creo que algo encontraremos.