Me gustaría decir que planeé lo que ocurrió después, pero estaría mintiendo. Lo único en lo que podía pensar era en largarme de allí, pero el esparto vino a por mí en ese mismo momento. Empecé a darme la vuelta en dirección al tren, pero se cruzó de un salto en mi camino y agarró la maleta.
Aunque, echando la vista atrás, me vino bien, porque el hechizo era de los fuertes y yo estaba totalmente inclinada hacia delante. Y en lugar de detenerme, acabó arrastrándose por debajo, con los pies golpeando rítmicamente las traviesas: bum, bum, bum.
Al menos así fue hasta que una mano que parecía estar muy viva me apretó el muslo justo por encima de la herida de bala y casi me desmayo del dolor. Me sacudí y la rayada maleta aterrizó bruscamente, estrellándose violentamente y arrastrando todo el cuerpo del esparto por la grava.
Eso tampoco lo había planeado, pero de lo que estoy segurísima es que después mantuve la presión, ya que sabía por propia experiencia lo afilada que era esa gravilla. Los trozos eran grandes y allí nunca había llovido como para alisar los cantos, afilados como cuchillos. Además, estaba cubierta de una capa negra de arenilla o polvo o tierra o lo que coño fuera, daba igual, era más fina que la arena, y lo demostraba la nube asfixiante que ascendía y nos envolvía, dejándome a mí sin aire y al semidiós maldiciendo sin parar por debajo de mí.
Pero seguía sin marcharse. En vez de eso, se impulsó contra el suelo para intentar volcarnos, creo que para darme a probar mi propia medicina. Y habría funcionado si no hubiéramos llegado a una curva del túnel, que ninguno de los dos habíamos visto gracias al concepto que tenía el metro de una iluminación adecuada. Aunque no la viera, sí que la sentí cuando nos chocamos, y la escuché cuando una parte del esparto crujió.
Aquello me satisfizo de un modo alarmante.
Pero también fue inútil, porque al segundo, nos volcó de todos modos, utilizando la pared para impulsarse, luchando y arañando y dando patadas con todas sus fuerzas desde ambos lados de la maleta.
—Muérete de una vez, joder —dijo gruñendo, y entonces vi realmente su expresión gracias a la luz difusa que llegaba de algún punto más adelante.
Eché la cabeza hacia atrás y vi el armazón del tren, que o bien había reducido la velocidad a paso de tortuga o bien estaba parado. Y ninguna de las dos opciones servía.
—Tú primero —le contesté también gruñendo, y nos volqué una última vez. Y digo última porque, un segundo después, nos estrellamos contra la parte trasera del tren.
Para ser más exacta, se estrelló él.
Al estar en la parte de arriba, entré volando por el hueco de la ventanilla trasera, experimentando los placeres de la quemadura por rozamiento a un nivel totalmente nuevo. Lo cual, pensándolo bien, era mejor que estamparse de cara contra un buen trozo de acero. Aunque en esos momentos, no lo sentí así.
Me puse de rodillas después de rodar hasta pararme casi en la puerta del fondo del compartimento. Mi cuerpo pedía a gritos un descanso, perder la conciencia, pero mi cabeza le estaba diciendo con dureza que se callara. Aunque, al parecer, el cuerpo ganaba, porque cuando intenté levantarme, temblé y me tambaleé y me caí hacia atrás. Y no solo por el dolor, el mareo y un claro deseo de vomitar.
A mis pies les pasaba algo.
Conseguí fijar la mirada llorosa en las sangrientas y asquerosas plantas, y en los cristales, gravilla y Dios sabe qué más que tenía clavados. Estaba claro que el metro no era el lugar más adecuado para ir descalza. Dudaba que pudiera caminar, y mucho menos correr, en aquel estado.
Y entonces la cabeza del esparto asomó por el borde dentado de la ventanilla. Habría parecido el actor de un viejo vodevil, de esos que hoy en día hace que la gente se escandalice por su racismo deliberado. Pero esas caras negras no solían implicar ni una tonelada de sangre ni medio cuero cabelludo arrancado ni media cara en carne viva con un montón de gravilla incrustada.
Grité, y él sonrió y apoyó un brazo en el borde de la ventanilla. Y en la mano llevaba una pistola. Y entonces descubrí que, ¡sorpresa!, sí podía correr, con una cojera confusa que me llevó al siguiente compartimento justo antes de que las balas comenzaran a ametrallar en el que estaba. Miré fijamente el respaldo del asiento que tenía delante mientras se hacía trizas rápidamente e intenté pensar, pero no me estaba yendo muy bien. Mi mente estaba paralizada de miedo y parecía estar atascada en un bucle gritando «no, no, no, no» una y otra vez, lo cual no resultaba nada útil.
Le dije que se calmara, pero me dijo: «no, no, no, no», y volví a gritar, porque era eso o perder el juicio.
Y por alguna razón, pareció funcionar.
Primero, porque la cortina de fuego paró, quizá porque el esparto pensó que ya me había dado. Y segundo, porque en cierto modo podía volver a pensar, lo único es que solo me venía a la cabeza que mis cuchillos no iban a servir de mucho contra un tío que podía salir andando del mismísimo infierno. Entre otras cosas.
Pero no podía dejar que se me adelantara. No podía dejar que llegara hasta mi madre. Y solo había un modo de asegurarme de que no lo hiciera. Iba a tener que agarrarlo y transportarlo fuera de allí, y luego intentar transportarme de vuelta antes de que pudiera matarme. Y no me hacía nada de gracia por muchísimas razones, incluyendo el hecho de que tendría que tocarlo, y pensé que eso podría provocar que acabara definitivamente en el País de la Locura y…
Y entonces Mircea entró por la puerta del fondo. Recorría el pasillo como alguien que busca un buen asiento, a pesar de que la cortina de fuego había vuelto a empezar. Media docena de balas lo alcanzaron, una detrás de otra, brillando en contraste con el blanco de su camisa. Pero no parecía darse más cuenta de la que se había dado el semidiós, porque simplemente alargó la mano como si eso fuera a detener la lluvia de balas.
Y resulta que detuvo la lluvia de balas, o algo lo hizo. Eché un vistazo por el rabillo del ojo a tiempo de ver que el esparto se caía encima del alféizar de la ventanilla y la pistola se le resbalaba de la mano sin fuerzas.
—Lo has matado —dije con incredulidad. Había empezado a pensar que era imposible.
—Por el momento —dijo Mircea seriamente.
—¿Qué significa eso?
—Significa que esas criaturas no se quedan muertas —contestó dándole una brutal patada al cuerpo del esparto—. Maté a la criatura que perseguí hasta aquí, pero en treinta segundos volvía a estar viva.
—Viva… ¿Quieres decir que era un zombi?
—No, quiero decir que estaba viva. Acabo de dejarla seca por segunda vez. Es prácticamente lo único que funciona con estas cosas… y no funciona durante mucho tiempo.
—Entonces, ¿no importa las veces que los mates porque van a seguir persiguiendo a mi madre?
—A menos que puedas ayudar. —La suave voz venía de detrás de mí. Me giré y me encontré a mi madre en la puerta, y al mago detrás de ella.
—Esto es una locura —le dijo él con tono de urgencia—. Te lo dije…
—Y yo te lo dije a ti, ¿no? Podemos utilizar trucos para escapar de ellos, como hicimos antes. Pero seguirán viniendo. O podemos acabar con esto ahora, y de una vez por todas.
—¡Pero tú no estabas ahí! No sabes…
Le cogió la mano.
—Cállate ya.
La miró fijamente, claramente frustrado. Y luego transportó esa misma mirada fija hacia mí. Y si las miradas mataran…
—Estoy contigo —dije mareada.
Mi madre se había girado para mirarlo, pero en ese momento sus ojos azul intenso volvieron a posarse en mí.
—No tenemos mucho tiempo —dijo simplemente—. ¿Me vas a ayudar?
—Yo… hay… —Tenía mil cosas que preguntar, pero al mirarla a la cara, fue como si no pudiera recordar ni siquiera una. Y un vistazo al semidiós muerto demostró que ya estaba moviéndose: la carne fluía por su cuerpo como agua, las heridas abiertas se estaban cerrando y la carne al rojo vivo, disminuyendo. Todo él estaba convirtiéndose en un trozo homogéneo de piel verde claro. En cualquier momento, el corazón empezaría a latir y los párpados se abrirían y… la verdad es que no quería estar allí cuando eso ocurriera.
Volví a mirarla.
—¿Qué quieres que haga?
Treinta segundos más tarde, aún estábamos en el metro, seguíamos tambaleándonos por un túnel oscuro, pero las cosas parecían un poco diferentes. Había bancos con respaldos de felpa y asientos de piel acolchados, buena iluminación en el techo y brillantes paneles de madera en las paredes. Y todos los pasajeros parecían dirigirse a la misma fiesta de disfraces que los del taxi.
Al menos lo habrían hecho si no hubieran estado gritando del susto al ver un grupo de gente que aparecía de la nada justo delante de ellos. O quizá fuera más por el hecho de que una de esas personas estaba casi desnuda y completamente muerta. Otra vez. Mircea soltó el cuello de la criatura, que se estrelló contra el suelo como un saco de piedras.
Miré fijamente sus ojos saltones sin vida, que brillaban con la luz de gas. Eran azules. Tragué saliva.
—¿Qué coño es?
—Un esparto —confirmó mi madre—. Ares se unió con uno de los parientes del dragón hace mucho tiempo, y ellos fueron el resultado.
—¿Por eso pueden convertirse en uno?
Asintió.
—Sí, pero no aquí. El túnel es demasiado pequeño; quedarían atrapados. Y sin esa capacidad, gran parte de su poder se pierde.
—Por eso bajaste aquí, ¿verdad? Sabías que…
—Sí.
—¿Cómo?
Sus preciosos ojos se encontraron con los míos.
—Han estado persiguiéndome durante mucho tiempo.
No tuve oportunidad de preguntar nada más, porque se escucharon gritos y disparos. Levanté la cabeza justo a tiempo de ver otro brillante rayo rojo destrozando una puerta de comunicación a un par de vagones de distancia. El humo no me dejaba distinguir lo que estaba ocurriendo en la siguiente puerta, pero se escuchaban más gritos y más gente aterrorizada entrando en tropel a nuestro vagón. Y entonces, por encima de ellos, vislumbré a dos espartos que venían a toda velocidad.
Y entonces volvimos a transportarnos, más o menos.
Esta vez, parecía como si no fuéramos a ninguna parte, sino que el lugar se movía a nuestro alrededor. El tren seguía siendo bastante sólido, excepto por los anuncios en las paredes, que brillaban y se desvanecían como brillantes puntitos de colores. Pero la mayoría de gente cambiaba, se transformaba, se entremezclaban entre ellos y luego con más gente, como si fueran líquidos, junto con la corriente temporal que nos arrastraba a toda velocidad. Días, semanas, meses de pasajeros se derramaban a nuestro alrededor, apareciendo y desapareciendo, como seguramente lo estábamos haciendo nosotros ante sus ojos, mientras corríamos hacia delante, a través del espacio y del tiempo y de vuelta a los compartimentos.
Me dolían los pies, me dolía el cuerpo y estaba casi convencida de que tenía una conmoción cerebral. Y apenas lo notaba. Tuve la vaga impresión de que estaba mirando a todas partes con la boca abierta, pero tampoco me preocupé por eso. En mi vida había visto algo remotamente parecido a aquello.
Por supuesto, eso también iba por la mayoría de cosas que habían ocurrido últimamente. Me pregunté si así era el entrenamiento, el entrenamiento de verdad, del tipo que yo nunca iba a recibir. Pensé que a Agnes le habría gustado ponerme una disparatada carrera de obstáculos, haciéndome correr tras ella y retándome a mantener el rimo o quedarme atrás y perder el culo en algún otro lugar, en algún otro tiempo.
Lo único es que aquello no era entrenamiento; aquello era real. Y quedarme atrás aquí no significaría un pequeño inconveniente o un regreso deshonroso; significaría no regresar nunca.
Por lo que sabía después de una extensa explicación de treinta segundos, los espartos habían conseguido lanzar algún tipo de hechizo sobre mi madre que hacía que su estado reflejara el de ella. Eso significaba que ellos iban a cuestas adonde y cuando ella se transportara. También impedía que utilizara cualquiera de los trucos que yo había presenciado en la fiesta, como detener o ralentizar el tiempo, cuando a ellos les convenía. Todavía podía parar el tiempo, pero si ella era inmune, ellos también lo serían.
Supuestamente, hasta que se quedara sin energía y la mataran.
No tenía ni idea de por qué querían matarla ni dónde encajaba el secuestrador en todo aquello, ni de casi nada. Pero sabía lo principal. Sabía cómo planeaba romper el hechizo.
Ninguna de las dos estábamos utilizando nuestro poder para transportarnos; ambas lo estábamos cogiendo de la misma fuente: el enorme pozo de energía que Apolo había dejado a las pitias. Aquello situaba nuestra magia en la misma longitud de onda, a falta de un término mejor, y por eso podía seguirle la pista. Mi magia lo «sentía» cuando ella utilizaba la suya y podía seguirla hasta la fuente.
La idea era utilizar esa similitud para confundir el hechizo de los espartos. Yo tenía que mantener el ritmo mientras ella se transportaba, quedarme justo a su lado, hasta que nuestros hechizos se fundieran, superponiéndose hasta el punto de que el hechizo de los espartos se confundiera y captara ambos. Entonces, teníamos que transportarnos en direcciones opuestas, para rasgar nuestros hechizos en el proceso y, con suerte, destruir el suyo también.
Si lo calculábamos bien, si lo hacíamos en mitad de un traslado, debería dejarlos en la misma posición en la que yo había acabado casi accidentalmente unos días atrás; volando en las alas del tiempo, sin regresar a ningún lugar ni a ningún momento. No era morir, porque a aquellas criaturas no se las podía matar. Pero se parecía bastante, y lo aceptaría.
Suponiendo que yo no muriera primero.
Costaba mucho. Costaba un huevo. Los traslados eran tan seguidos que no era como una sucesión de ellos, sino más bien como un único y largo deslizamiento continuo de vuelta al tiempo, que estaba consumiendo todo lo que tenía solo para mantener el ritmo.
Tampoco ayudaba el hecho de que los maníacos que teníamos detrás siguieran disparando, incluso mientras estábamos en mitad del traslado. No parecía tener mucho efecto, la mayoría de hechizos y balas desaparecían en el extraño tiempo líquido por el que estábamos pasando, aparentemente sin impactar contra nada. Pero no todos.
De vez en cuando, nos solidificábamos una milésima de segundo demasiado larga y algo del aluvión pasaba. La mayoría daba contra los escudos del secuestrador, porque él y Mircea estaban detrás de nosotras en ese momento. Pero no podían protegernos completamente, y eso nos dejaba a mi madre y a mí en la línea de fuego más de una vez.
Noté un par de balas pasando con un zumbido por mi lado, una de las cuales destrozó una ventanilla en algún momento y seguramente le dio un susto de muerte a un grupo de pasajeros. Otra debió haber sido disparada justo cuando nos transportábamos, porque iba a toda velocidad junto a mi cabeza cuando el tiempo se reorganizó y la bala se esfumó. Me daba igual.
Me daba igual todo menos, por Dios, caerme. Pero me temblaban las manos y me goteaba el sudor por la cara y no podía escuchar nada más que mis latidos. Creo que lo único que me mantenía firme era sentir la mano de Mircea en mi brazo y una sana dosis de pura cólera.
¡Joder, se suponía que en esto era buena! Lo único, lo único que me había llegado de forma natural en este trabajo de locos. Aun así, ahí estaba, jadeando y sudando y cayéndome por el tiempo, nada que ver con la elegancia de mi madre, con su facilidad para transportarse, con el poder que irradiaba mientras avanzaba tranquilamente, como si aquello no significara nada más que un paseo vespertino por el parque.
Esto sí que es una pitia, pensé mirándola con asombro, orgullo, dolor y bastante incredulidad. Agnes había presumido de las capacidades de mi madre, pero nunca había entendido a qué se refería hasta ese momento. Hasta que vi cómo hacía que pareciera tan fácil. Cómo hacía que pareciera como si fuera simplemente respirar. Ella dominaba el tiempo, no dejaba que la acordonara, no viajaba en él tropezándose y cayéndose mientras la habitación se desdibujaba.
Una mano blanca y suave me tocó la cara, estaba fría, al contrario que mi piel recalentada. Unos preocupados ojos azul intenso me miraron fijamente, y me encogí al pensar lo que debía estar viendo. El pelo chamuscado pegado a una cara sudada, ropa asquerosa y mirada de pánico, mientras libraba lo que estaba quedando claro que sería una batalla perdida.
—Casi hemos llegado —me dijo en voz baja, y simplemente asentí, porque no me quedaba aliento para hablar; aunque de todos modos no tenía nada que decir, al menos nada que pudiera ayudar.
Entonces el ritmo aumentó, y lo que había sido un tormento se convirtió en algo imposible. No me explicaba cómo estaba siendo capaz de mantenerlo, o si incluso lo estaba haciendo. No podía pensar, no podía ver, no podía siquiera estar segura de que mis pies se estuvieran moviendo hacia delante porque no los sentía. Los días se convertían en meses que se convertían en años que se convertían en décadas; el tiempo pasaba como las páginas de un libro, un libro que se estaba borrando y agitando y haciéndose trizas ante mis ojos, y grité de dolor y de furia. Porque no era lo bastante fuerte, porque no podía seguir el ritmo, porque estaba a punto de fallar en lo que se suponía que era buena, y no podía…
De pronto, sentí un desgarro horrible, como si mi cuerpo se estuviera despedazando. Pero no era yo. Era nuestra magia que estaba tirando y rajándose y rasgándose mientras mi madre giraba en una dirección y yo luchaba contra la fuerza de su poder para ir en la otra. Pero ella era muy fuerte, increíblemente fuerte, y a mí no me quedaba nada, y noté que estaba perdiendo velocidad y que me agitaba y que empezaba a…
Y los putos espartos me salvaron. Habían empezado a disparar con más violencia, haciendo que la gente aterrorizada huyera de ellos… y viniera hacia nosotros. No sirvió de nada que la multitud enloquecida soliera desaparecer antes de alcanzarnos. Yo seguía retrocediendo acobardada, esperando chocarme contra algo, y el pánico me impedía concentrarme lo suficiente como para seguir transportándome.
Noté que vacilaba, mi sujeción del tiempo era inestable, al igual que mi concentración. Y de pronto, y con retraso, me di cuenta de que no tenía que transportarme lejos de ella. Lo único que tenía que hacer era permanecer inmóvil en un punto, y ella se transportaría lejos de mí.
Y entonces, un tío grande con un traje anticuado y un bombín chocó contra mí y me derribó. Nos caímos en un montón de tweed y cuero y piel escandalosamente rosada, y también había un paraguas en alguna parte, porque se me estaba clavando en el trasero. Y entonces Mircea me levantó y me di cuenta de que algo maravilloso había ocurrido.
Habíamos parado.