Tendría que haber resultado fácil localizarlos, pero con el ajetreo de las fiestas, había como unas doscientas personas embutidas en el siguiente vagón con bolsas y cajas y un tío que llevaba un árbol de Navidad de dos metros de altura. Había perfumado todo el vagón con olor a pino, que habría estado bien de no ser porque esa maldita cosa me daba alergia. Busqué a mi madre entre la multitud, mientras apartaba las ramas y se me iba la vida en cada estornudo.
—¿Se han vuelto a transportar? —preguntó Mircea mientras nos abríamos paso por el vagón. Pasamos por la puerta de comunicación y entramos en el siguiente. Algunos nos miraban como si estuviéramos locos, porque el espacio entre secciones del tren era bastante abierto.
Me dieron ganas de decirles que probaran el asiento delantero durante un rato.
—No. —Negué con la cabeza—. Lo habría sentido.
—¿Estás segura? Si se transportaron en mitad de todo aquello…
—Estoy segura. —La razón principal por la que lo había dejado colgado era que todos mis nervios, todos mis sentidos, estaban concentrados en esa débil conexión con mi madre. La tenía agarrada mentalmente con todas mis fuerzas, priorizada ante cualquier cosa. No había manera de que se hubiera transportado un centímetro y no lo supiera.
—Pero ¿por qué no lo han hecho? —preguntó Mircea—. Quedarse en un espacio cerrado y limitado cuando saben que les están persiguiendo no tiene mucho sentido…
—A no ser que no tengan más remedio.
Me lanzó una mirada.
—Crees que se está cansando.
—Depende. Si estamos en el mismo día de la fiesta…
—Sí que lo estamos.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—Pude oler el alcohol cuando pasó por mi lado… El champán que le tiraste.
Siempre lo olvidaba: los sentidos vampíricos.
—Entonces sí que está cansada. De hecho, debería estar desmayándose ahora mismo. No sé cómo puede ser capaz de hacer algo. Llevar a una persona a través del tiempo es agotador, aunque solo sea una vez. Y ella lo ha hecho…
—¿Y cómo estás tú de cansada?
—Estoy bien, eso no importa. Tampoco es que podamos parar a descansar.
—Sí que importa —dijo agarrándome de la mano—. Porque determina lo agresivo que tengo que ser. Estoy intentando ser cauteloso y alterar este tiempo lo menos posible. Pero si estás llegando al límite de tus fuerzas…
—Estoy bien —le dije.
Me lanzó otra mirada, pero le estaba diciendo la verdad. Si aquello se iba a convertir en una competición para ver quién se quedaba antes sin fuerzas, entonces el secuestrador no estaba de suerte. No iba a dejar de perseguirla. Antes me caía de un puto aneurisma que dejar de perseguirla.
—Que estoy bien —insistí.
Y creo que resultó convincente, porque Mircea asintió.
—Cuando empieces a agotarte…
—Te lo diré.
Aunque, la verdad, esperaba no llegar a ese punto. En cierto modo no quería saber qué entendía Mircea por «agresivo». Su idea de «cauteloso» estaba cabreando a bastante gente, a la que dábamos empujones y codazos para abrirnos paso hacia el final del tren.
No tenía ni idea de cuál era el plan del mago, ni siquiera de si tenía uno. Pero al final lo vimos en el penúltimo vagón, tratando de llegar a la puerta de comunicación abierta que daba al último. Pero no le estaba yendo nada bien, gracias a una anciana enfurecida que tenía una bolsa en los pies con fragmentos de una especie de porcelana que sobresalían por arriba. Lo cual explicaría los paraguazos que estaba recibiendo en la cabeza.
La habría besado, pero no tenía tiempo. Porque mi madre estaba al lado el mago, hablándole con urgencia, aunque con los golpes que estaba recibiendo, no creo que estuviera prestando mucha atención ni que hubiera levantado ningún escudo… alrededor de ninguno de los dos.
Estaba rodeada de gente, y no había sitio para que desplazarme más cerca, así que simplemente eché a andar hacia delante, arrastrándome, trepando y saltando por encima de quien estuviera en mi camino. Las voces escandalizadas se alzaban a mi alrededor, y varias personas se echaron hacia atrás, pero apenas me daba cuenta. Mircea había ido a por el mago al mismo tiempo, y si podía distraerlo durante solo un par de segundos…
Y entonces el tren se sacudió violentamente, provocando que la gente se tambaleara hacia la izquierda y luego a la derecha, al casi salirse de las vías. No supe lo que había ocurrido hasta que la ventanilla trasera explotó en una lluvia de brillante energía roja. Y no solo la trasera. El armazón metálico del vagón debió actuar como una especie de conductor, porque todos los cristales explotaron en línea, uno tras otro, como petardos en una cuerda.
Los cristales acribillaban a la multitud apelotonada, que no paraba de gritar e intentar levantarse; la gente se revolvía entre las bolsas y los paraguas y me empujaban por todas partes. Y entonces las luces se apagaron, sumiendo a todo el tren en una oscuridad total. Y ahí acabó la cosa para los pasajeros, que escaparon colectivamente del caos corriendo hacia la única puerta que había.
Que resultaba ser la misma a la que acabábamos de llegar.
Salté para llegar hasta mi madre, pero alguien mi pisó el empeine y otro me dio un codazo en las costillas, y luego recibí un golpe que me lanzó hacia atrás contra el lateral del vagón. Me di en la cabeza, tan fuerte que vi estrellitas, pero conseguí levantarme, principalmente para evitar que me pisotearan. La gente del último vagón estaba empujando para entrar en el nuestro, los que estaban en el nuestro estaban empujando para entrar en el siguiente, y los que estaban en el siguiente estaban montando el barullo que cabe esperar con trescientos o cuatrocientos pasajeros desquiciados intentando apelotonarse en una zona que ya está apelotonada.
La conmoción provocaba que no pudiera escuchar a Mircea, y la falta de luz provocaba que no pudiera verlo. Ni a él ni al mago ni a mi madre.
Joder, ¡había estado a punto! Había estado a punto. Si no se me presentaba otra oportunidad, iba a…
Paralizarme al ver a un hombre deslizándose por el hueco de la ventanilla que tenía al lado.
Una luz de emergencia se había encendido y estaba parpadeando débilmente en la parte delantera del vagón, proporcionándome la imagen intermitente de su cara. Por un instante, no me lo podía creer. Porque no era una cara que habría esperado volver a ver.
Tenía asumido que los espartos habían acabado aplastados en las vías, porque no habían tenido otro sitio adonde ir. Casi no había margen alrededor del tren, ni por arriba, donde el techo casi raspaba el del túnel, ni por los lados, donde la separación entre las paredes curvas y las ventanillas era de unos quince o veinte centímetros. Era físicamente imposible que un hombre adulto cupiera en un espacio tan pequeño. Joder, ni siquiera yo habría cabido, y él me sacaba unos treinta kilos.
Pero de todos modos, estaba entrando.
Entre fascinada y horrorizada, observé cómo su cuerpo parecía encogerse, estirarse, fluir con un movimiento casi serpentino. Podría haber roto el cristal que aún quedaba en la ventanilla, para tener más espacio. Pero le dio igual. Simplemente entró rezumando por la pequeña abertura como si de pronto hubiera perdido todos los huesos, como una masa amorfa de carne y piel y rasgos desfigurados y supurantes, incluyendo una mata de pelo flotante sin cráneo que lo definiera, y dos globos oculares redondos nadando en la masa gelatinosa en la que se había convertido su cara.
Unos globos oculares que, sin embargo, me miraban fijamente.
Emití un sonido, no sé si de pánico o de asco, y me caí hacia atrás; y él acabó de filtrarse por la ventanilla. Y en cuanto estuvo dentro, empezó a solidificarse, crujiendo los huesos y los músculos y un surtido de partes corporales animales para colocarlos en su sitio, como un globo inflándose. Y de pronto dejé de preocuparme por echar la pota y empecé a preocuparme por el rifle con el que estaba apuntando a la multitud.
Más concretamente, a la nuca de mi madre. No entendía por qué se estaba centrando en ella teniéndome a mí justo al lado, pero en ese momento, me dio igual.
Podía verla en el siguiente vagón, su pelo cobrizo brillaba bajo las luces de emergencia mientras miraba a todas partes frenéticamente, como si estuviera buscando a alguien. Empezó a abrirse paso hacia delante, gritando algo que no podía escuchar por encima del ruido de los gritos y el traqueteo del tren y mi propio pulso en los oídos. Y entonces agarré el largo cañón y lo empujé hacia abajo, en el mismo momento que disparó.
No vi si había sido lo bastante rápida. No vi nada, porque un impacto brutal me lanzó patinando hacia atrás, hasta que mi cabeza me frenó al estrellarse contra un pasamano metálico; en el compartimento siguiente.
Por un instante, no pude moverme, estaba tan aturdida que lo único que podía hacer era quedarme quieta mientras el vagón daba vueltas provocándome arcadas. Dos golpes en la cabeza tan seguidos me habían obligado a decidir entre desmayarme o vomitar el desayuno; o quizás ambas cosas a la vez. Me puse boca arriba, crujiendo cristales al apoyar las manos; pero recordé ese viejo consejo de la vida nocturna que dice que nunca pierdas el conocimiento estando boca arriba, y me puse a cuatro patas. Levanté la vista, aturdida y desorientada.
Justo a tiempo de ver el arma apuntándome a la cabeza.
Me quedé mirándola fijamente durante una milésima de segundo, con los ojos bizcos, y entonces intenté transportarme. Pero no tenía la mente despejada, y aunque la hubiera tenido, el pánico dificultaba el traslado. Y nada me provocaba más pánico que mirar fijamente el extremo incorrecto de un arma. Volví a intentarlo de todos modos, pero el mago apretó el gatillo en ese mismo instante, y supe que estaba muerta.
Lo único es que, por alguna razón, no lo estuve, a pesar del ruido del disparo y el olor a pólvora. Estaba claro que no me había transportado, pero ni me imaginaba por qué no me había dado estando a dos metros de distancia. Y entonces levanté la cabeza y me di contra la maleta, que seguía moviéndose a pesar del agujero humeante que tenía en la base.
No sabía de dónde había salido, porque yo no la había traído. Pero no hice preguntas, simplemente la agarré como si fuera un escudo que no necesitaba porque Mircea había llegado. Y ya no parecía tan interesado en ser cauteloso.
Le arrebató el arma al esparto, y el metal se le escurrió entre los dedos como si fuera plastilina. El semidiós miró el arma destrozada, luego al vampiro enfurecido y de nuevo el arma, y por alguna razón, parecía más desconcertado que asustado. Y entonces Mircea la utilizó para golpearlo y mandarlo al lado contrario del ahora vacío compartimento.
El golpe pareció natural, casi fortuito, como el de alguien jugando al golf un domingo por la tarde, cuando te importa un bledo si la pelota se mete o no en el agujero. Y aun así, lanzó al esparto lo bastante lejos contra un panel lateral metálico como para combarlo hacia fuera con la forma de su cuerpo. Y decidí que mi estimación del margen debía haber sido bastante correcta. Porque, de pronto, fuimos invitados a escuchar el chirriante ruido del metal arañando el hormigón, mientras su culo cubierto de acero raspaba la pared del túnel.
No se movía, así que pensé que estaba muerto; estaba segura. Hasta el punto de que giré la cabeza para ver si mi madre estaba bien. Pero el movimiento fue demasiado rápido para mi dolorido cráneo, y me fallaron las rodillas después de un desganado intento de levantarme. Mircea se acercó para ayudarme y por lo tanto, él tampoco estaba mirando cuando el esparto se despegó del panel y saltó hacia nosotros.
Mircea lo percibió a tiempo de darse la vuelta y levantar un brazo… que el esparto usó para lanzarlo por el vagón. Me quedé mirando fijamente cómo salía disparado por la ventanilla de atrás destrozada, daba vueltas por los aires, se agarraba a la parte inferior del cristal dentado y tomaba impulso para volver a entrar. Pero lo único que consiguió fue que lo alcanzara un hechizo y lo enviara volando unos quinientos metros por el túnel.
Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, y entonces una ráfaga impactó contra la maleta que seguía agarrando, con tal fuerza que me lanzó hacia atrás como si fuera una muñeca de trapo. Noté que algo me arañaba la espalda y otra cosa me arrancaba como un trozo de cuero cabelludo, y entonces vi que estaba dando vueltas hacia la más negra oscuridad. Hasta que mi espalda chocó contra una pared, tan fuerte que me quedé sin aire, sin el chaleco salvavidas flotante al que me aferraba y rodando por el suelo.
Me di con las rodillas en la grava y con las manos en el acero; una cascada de sangre me caía en los ojos y no podía respirar. Así que tardé un segundo en darme cuenta de que me había lanzado de vuelta al túnel. Pero, de algún modo, seguía viva.
Tenía que estarlo. La muerte no dolía tanto.
Pero no entendí por qué hasta que levanté la cabeza y vi al esparto andando hacia el siguiente compartimento mientras el tren se marchaba a toda velocidad. No se molestó en mirar atrás, ni siquiera esperó a perderme completamente de vista antes de alejarse. Como si no se hubiera molestado en gastar energías matándome.
La sangre me goteaba en los ojos cuando me senté; la comprensión de lo que estaba ocurriendo me desbordaba, junto con algo que provocaba que las manos me temblaran y las mejillas me ardieran. Mircea había supuesto una amenaza, y se había solucionado como correspondía. Pero a ojos del esparto, yo no merecía que me persiguiera. No merecía que me matara. Simplemente era un fastidio insignificante del que no merecía la pena encargarse de camino a matar a mi madre. Pues yo no pensaba lo mismo, hijo de puta.
Agarré la maleta y me incliné hacia delante, y la pequeña plataforma salió despedida como alma que lleva el diablo. Un segundo después, Mircea apareció de la nada, se subió de un salto detrás de mí y me agarró de la cintura. Dijo una frase bastante grosera en rumano, que seguramente suponía que yo no debía entender.
No podía estar más de acuerdo con él.
El tren había desaparecido al doblar una curva, así que nos inclinamos hacia la izquierda y lo seguimos, a unos ochenta kilómetros por hora. No nos molestamos en planear algo, porque el plan era muy sencillo: encontrarlo y matarlo. En realidad, deseaba la cabeza de ese cabrón más que la del secuestrador, que al menos no parecía querer matar a mi madre.
Me incliné un poco más hacia delante, hasta el punto de arriesgarme a caerme, intentando exprimir hasta la última gota de velocidad del hechizo. Habría resultado terriblemente espantoso recorrer como un cohete un túnel oscuro como boca de lobo sin un final a la vista y sin manera de saber si estábamos a punto de darnos un cabezazo contra una pared. Pero, al parecer, el miedo y la ira no se pueden mezclar, porque lo único que sentía era prisa, prisa y más prisa rasgueándome las venas y resonándome en los oídos, junto con el cada vez mayor traqueteo del tren que había delante.
Y entonces la luz inundó el túnel y pasamos por una estación repleta de gente que miraba en la dirección contraria, probablemente preguntándose por qué coño el tren acababa de pasar como una bala sin parar. O quizá se estaban preguntando otra cosa. Porque un par de segundos después, entramos zumbando por la boca del túnel y casi nos chocamos contra tres figuras que corrían a gran velocidad por delante de nosotros, casi indistinguibles en la penumbra.
Al parecer, el resto de espartos había llegado un poco tarde a la fiesta. Pero se estaban poniendo a la altura rápidamente, por cortesía de unas motos que habían sacado de a saber dónde y que levitaban. En una iban dos y en la otra iba uno, y todos iban por el túnel a una velocidad que los convertía en poco más que contornos borrosos.
Los miré fijamente, horrorizada, porque acababa de ver lo que una de esas criaturas podía hacer. De ningún modo podíamos dejar que tres más subieran al tren. De ningún modo.
—Mircea…
—Lo sé. Acércame —dijo, como si tuviera otra opción. El maldito túnel medía unos tres o cuatro metros de ancho, y estaban justo en medio. Y eso significaba que fuera donde fuera, iba a ser cerca.
—¿Por qué? —pregunté de todos modos.
Y entonces nos lanzamos en medio de ellos, y supe por qué.
Mircea le dio una violenta patada al que iba solo en la moto, y lo lanzó de cabeza contra la pared. Y luego se inclinó sobre él y lo sujetó, mientras nosotros y la moto y el tipo salíamos disparados. Al menos, casi todo el tipo. Agradecí que el faro de esa cosa estuviera dando tumbos, porque así solo vi fugazmente la raya oscura que dejó su cabeza cuando Mircea la clavó despiadadamente en el sólido cemento.
Y luego lo tiró de una patada y se subió a la moto. El cuerpo salió volando, de vuelta a la oscuridad, y la moto rebotó y se alejó de la pared, directa a la que conducían los otros dos.
Parece que lo de ser cauteloso no vale en este asalto, pensé distraída.
Pero en el primer ataque habíamos contado con el factor sorpresa, y ahora no lo teníamos en absoluto. Uno de los espartos saltó sobre la parte delantera de la moto de Mircea y luego se echó a un lado para volcarla. Pero Mircea flexionó las piernas y se quedó sentado, provocando que volaran por el túnel a toda velocidad y girando de lado una y otra vez, porque no había inercia que los detuviera.
Yo no podía ayudar porque el otro esparto me había visto y lo tenía justo detrás. Noté que una bala me rozaba el hombro y otra me raspaba el muslo, causándome un dolor agudo que me llegó hasta la cadera. Pero podría haber sido peor… y probablemente lo habría sido, pero la maleta se movía como un búfalo herido y no paraba de dar tumbos.
Pero eso no iba a ayudarme mucho, y no tenía tiempo de pensar en algo que lo hiciera. Aparte de la inequívoca impresión de que ser la que iba delante no suponía ninguna ventaja. Me eché hacia atrás, el esparto pasó como un rayo y luego me lancé hacia delante, poniéndome justo detrás de él para variar.
El esparto giró, con el arma en la mano, justo cuando le apunté con mi brazalete y dos dagas salieron como flechas directas hacia él. Parecían más brillantes de lo normal con aquella luz tenue, pero tenían su entusiasmo habitual por cualquier tipo de violencia. Me eché a un lado para esquivar más balas, así que no vi donde impactaron. Pero sí que vi el faro de la moto girando violentamente por el túnel, escuché cómo se estrellaba contra la pared y sentí el calor cuando el motor decidió mandarlo todo a la mierda y explotar, provocando una gran bola de fuego naranja.
Reduje la velocidad, la maleta giró formando un arco amplio mientras miraba fijamente las llamas que lamían el lateral y el techo del túnel. Y sentí un poco de náuseas. No había tenido elección, eso lo sabía. Pero joder, no hacía que me sintiera mejor. Podía contar con los dedos de una mano el número de vidas con las que había acabado, y no me entusiasmaba la idea de que el número aumentara.
Aunque al parecer, no lo había hecho todavía.
Porque alguien salió andando de entre las llamas, chamuscado y quemado y dejando un rastro de trozos ardiendo de él mismo por el túnel. La ropa estaba casi quemada, el pelo estaba ardiendo, la piel estaba agrietada y carbonizada y derritiéndose, y una luz abrasadora brillaba en la cascada de sangre que le caía por el cuerpo. Pero estaba de pie, actuando como si ni siquiera lo sintiera.
Y estaba sonriendo.