El tiempo giró, los colores se destiñeron y el estómago me dio un vuelco. Y lo siguiente que supe fue que estaba dando saltos en el regazo de un hombre con esmoquin en la parte de atrás de uno de los icónicos taxis negros de Londres. Me quedé mirándolo, y él me miró con sus grandes y pasmados ojos marrones. Al segundo, me eché hacia atrás y lo observé.
El esmoquin no decía mucho, pero la mujer perpleja que se aferraba a su brazo llevaba un bonito corte de pelo a lo garçon y un vaporoso trocito de gasa que prácticamente exigía dar color a las rodillas.
—¿Los veinte? —supuse, ya que, por alguna razón, mi noción del tiempo estaba gravemente perjudicada.
—Los sesenta —me dijo Mircea, mirando por la parte de atrás del taxi, que avanzaba a paso de tortuga por un atasco.
Cambié de postura para no montar a horcajadas, literalmente, la pierna del tío estupefacto.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque en los años veinte no llevaban minifalda. —Señaló con la cabeza a un grupo de chicas con ropa diminuta que se reían tontamente.
—¿Estás seguro?
—Créeme, dulceaţă, el advenimiento de la minifalda quedará grabado para siempre en mi mente.
Fruncí el ceño; seguro que sí. Pero en aquellas circunstancias, prefería algún tipo de confirmación. Le di un golpecito a la chica, que pegó un salto y dio un gritito.
—¿En qué año estamos? —pregunté, pero ella simplemente se quedó mirándome.
—Che anno è? —intenté de nuevo.
Nada de nada.
—En quelle année sommes-nous?
Nanai de la China.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Mircea.
—Creo que no hablan nuestro idioma.
—Yo creo que lo que pasa es que están asustados.
—Vale, pero ya han tenido tiempo de superarlo.
—Mi… mil novecientos sesenta y nueve —susurró finalmente la mujer.
Fruncí el ceño.
—Entonces, ¿por qué vais vestidos así?
—Vamos a una fiesta de disfraces, por si te interesa —dijo su acompañante al encontrar por fin la voz—. Y ahora, ¿quién coño sois vosotros y cómo habéis…?
—¡Ahí! —gritó Mircea señalando algo entre la multitud de la calle.
—Gracias por el viaje —les dije a los asistentes a la fiesta mientras pasábamos por encima de ellos para salir del taxi.
Fuera caían remolinos de nieve del cielo oscuro, embellecidos por las luces que vertían los escaparates y resaltados por la gran cantidad de letreros multicolores. Se parecía ligeramente a Times Square, pero un poco más circular, con un Cupido achispado presidiendo desde las alturas lo que parecía el típico ajetreo navideño. Redes de estrellas iluminadas colgaban por las calles, mecidas suavemente por el viento. En una farola cercana, una guirnalda se había soltado y pendía torcida. Y la mitad de la gente que abarrotaba las calles y sorteaba el tráfico cargaba bolsas de compras.
Miré a Mircea.
—¿Estamos en…?
Asintió.
—Piccadilly.
Para mí no significaba nada, excepto que allí era donde mi madre nos había dejado en nuestro último viajecito en el tiempo. Y ahora, por alguna razón, habíamos vuelto. Y ella también, a juzgar por la diligencia victoriana que había volcada en uno de los carriles provocando un atasco importante.
El caballo seguía allí, corcoveando y empinándose por el olor a humo que desprendía el armatoste quemado que tenía detrás. Se me encogió el estómago, el porqué no lo sé. Yo seguía viva, y eso significaba que mi madre también lo estaba. Pero no la veía, ni a ella ni al secuestrador ni a nadie entre la creciente multitud.
Pero creo que Mircea sí, porque me cogió de la mano y echó a andar.
—Creo que me he dejado un zapato en el taxi —le dije tratando de no quedarme atrás mientras nos abríamos paso por la pista de obstáculos humanos a una velocidad vertiginosa.
—Considerando la frecuencia con la que te ocurre, quizá deberías pensar en utilizar zapatos que se aten al tobillo.
—Son peligrosos.
Me lanzó una mirada incrédula por encima del hombro.
—¿Eso lo consideras peligroso?
—Te puedes romper un pie.
—Claro, y no queremos que eso pase —dijo, mientras me cogía en brazos al llegar a la entrada de una estación de metro.
Eché un vistazo mientras nos engullía la húmeda y calurosa panza de Londres, pero solo veía torsos con abrigos, y todos muy acelerados. Encontrar a una pareja con prisa en un lugar abarrotado de gente no habría sido fácil en ningún momento. Pero hacerlo mientras te están golpeando codos puntiagudos, madres agobiadas y niños hiperactivos por la ingesta excesiva de azúcar era bastante imposible.
—No soy lo bastante alta —le dije, así que me levantó y me sentó en su fuerte hombro. Apoyé una mano firme en la mugrienta pared e intenté localizar a una mujer alta con un traje de noche azul eléctrico. El esmoquin del mago armonizaba con el uniforme estándar de la ciudad en cualquier época, pero aquel color no pasaría por alto.
Aunque, al parecer, a mí se me estaba pasando, porque no los veía.
—¿Han vuelto a transportarse? —preguntó Mircea mientras yo escudriñaba desesperadamente la multitud.
—No, lo habría notado.
—¿Estás segura?
—Ella es la heredera, pero yo soy la pitia. Estoy segura.
Y al momento la vi, con un andrajoso abrigo marrón que no era lo bastante largo como para cubrir un dobladillo que quemaba los ojos. El mago estaba a su lado, una figura larguirucha con una gabardina marrón que escondía el negro solemne, pero era él. Lo vi claramente cuando desvió la mirada de la taquilla, con cara de pánico y esa maldita maleta en la mano. Y entonces volvió a agarrar a su acompañante y a arrastrarla por el pasillo.
Bajé de un salto y corrimos tras ellos. Mircea me ayudó a saltar los torniquetes y luego se adelantó para despejar el camino. Seguía siendo complicado, pero resultaba más fácil que la gente se apartara al verlo a él que al verme a mí. Me pisaron los dedos de los pies desnudos como una docena de veces hasta que llegué cojeando a un andén y me paré detrás de él, desorientada.
Habría unas cuarenta personas sentadas en los bancos o apoyadas en la pared esperando el próximo tren. Pero un vistazo rápido demostró que ninguna era a quienes estábamos buscando.
—No se han transportado —dije arrugando la nariz por el olor acre a retrete y a humanidad.
Provenía de un músico callejero con collares y ropa de ante que había en el andén, moviendo la melena mugrienta y haciendo una interpretación entusiasta de Proud Mary. Al menos así fue hasta que Mircea le puso un billete en la mano.
—Mujer con un abrigo marrón y un vestido azul; hombre con gabardina. ¿Adónde han ido?
Estuve a punto de protestar por el soborno… No por principios, sino porque nunca se sabe hasta qué punto algo aparentemente insignificante podía alterar el tiempo. Pero entonces, el hippie puso esa sonrisa de zumbado feliz y señaló la enorme entrada del túnel.
Y mi protesta se convirtió en una palabrota.
Empecé a avanzar hacia el final del andén y la bajada a las vías, pero Mircea tiró de mí.
—Iré yo.
—¿Y si vuelven a transportarse?
—Volveré a por ti.
—¿Y si no hay tiempo?
—Seré rápido.
Negué con la cabeza, lo bastante fuerte como para provocar que la peluca se me cayera sobre un ojo. La tiré enfadada.
—No sé cómo funciona el vínculo que hay entre nosotras. Si me alejo de ellos demasiado físicamente, puede que no sea capaz de seguirlos si vuelven a transportarse.
—Eso es poco probable. Si se supone que el poder recupera a la heredera, no puede ser tan limitado.
—¡No puedo arriesgarme!
Mircea entrecerró sus ojos marrones, como alguien que estaba preparado para discutir eternamente pero no se le ha dado la oportunidad. Me quité el otro zapato y bajé de un salto a las vías, notando la mugre acumulada de quién sabe cuántos años entre mis dedos. Y al segundo, cayó suavemente a mi lado, con el ceño fruncido y una linternita en la mano.
Supuse que la luz era por mí, pero no servía de mucho. Ni tampoco la iluminación de las paredes, que lo único que conseguían era alargar las sombras. Cuando dejamos atrás la estación radiantemente iluminada, ya no pude ver nada.
Tampoco es que hubiera mucho que ver. El túnel era de un tamaño claustrofóbico, hasta el punto de que parecía imposible que los trenes pasaran de verdad por allí. También era húmedo y hacía calor, y apestaba a polvo y a moho. En cierto modo agradecía no poder ver los detalles. Sin embargo, sí que podía escuchar, y eso no ayudaba a calmar mis nervios.
Se oían estruendos raros de trenes que hacían temblar el suelo y parecían llegar de todas direcciones al mismo tiempo. Se escuchaba el extraño eco de nuestras pisadas por detrás, y eso dificultaba que pudiera oír otras que fueran por delante. Y luego, unos chillidos muy sospechosos.
—Creo que hay ratas —dije apretándole el brazo a Mircea.
—Por lo menos una —dijo en voz baja, casi al mismo tiempo que vi el débil resplandor de otra luz que rebotaba de las paredes de hormigón por delante de nosotros. Estaban sorprendentemente lejos, teniendo en cuenta que no podían llevarnos más de un par de segundos de ventaja. Pero si nos adelantaban lo bastante como para romper la frágil conexión, la ventaja podría convertirse en permanente.
Empecé a correr.
Y casi me choco contra el secuestrador al pensar que llegaba de la dirección contraria. No lo había visto en la oscuridad, hasta que lo tuvimos justo encima, pero ahí estaba, con esa mirada azul de loco, el pelo revuelto y la boca abierta, como a punto de decir «oh, mierda». Casi me tira al suelo con la maldita maleta, y vi que las flacuchas piernas se revolvían en la oscuridad para echar a correr en dirección al andén junto con mi madre.
—¿Qué coño…? —No tuve oportunidad de acabar antes de que Mircea me agarrara por la cintura para lanzarnos contra la pared.
Me di un golpe fuerte, me magullé la rodilla y me di con la mejilla en el asqueroso hormigón. Pero no me quejé, porque casi al mismo tiempo, un rayo de luz roja chisporroteó por el túnel, electrificándome el pelo y poniéndome la piel de gallina. ¡Joder!
—¡Se suponía que estaban muertos! —dije furiosa.
—Quizá sea otro grupo.
—¡Jonas dijo que se suponía que sólo había cinco!
—Sí, tenemos que comentárselo cuando volvamos —dijo Mircea con tono grave, cuando un grupo de semidioses cabreados pasó volando por nuestro lado.
Creí ver cuatro, no cinco, pero no podía estar segura. Resultaba difícil ver algo con imágenes remanentes de un verde fuerte en el campo de visión. Y luego ya fue imposible, porque un tiroteo de hechizos iluminó el túnel de tal modo que parecía que hubieran instalado allí un sofisticado sistema de seguridad.
Los hechizos rebotaban como láseres en las paredes y en el techo, entrecruzándose en una red mortal de fuego carmesí. Convirtieron el pequeño y redondo espacio en algo directamente sacado del infierno, y me proporcionó suficiente luz para ver que los hechizos no eran de los que pretenden aturdir. Dondequiera que chocaran, ennegrecían el duro hormigón, provocaban chispas en las vías y lanzaban una espesa capa de polvo.
Mircea maldijo y tiró de mí para que lo siguiera. No habría sido mala idea de no ser porque un rayo se estrelló contra la pared justo por delante de nosotros un segundo después. Debió darle a algún cable, porque una gran lluvia de chispas inundó el túnel, algunas de ellas quemándome el vestido. Mircea volvió a maldecir y volvió a arrastrarme en la otra dirección, cerca de la humeante marca de la explosión del hechizo anterior.
—¡Sal de aquí! —me ordenó.
Dejé de mirar los fuegos artificiales lo suficiente como para mirarlo a él.
—¿Qué?
—¡Trasládate fuera de aquí! ¡Ya!
Negué con la cabeza.
—Ya hemos pasado por esto. Si la matan, ¡estaré muerta de todas formas! ¿Por qué crees que mi poder me ha traído de vuelta aquí?
—¡Yo me encargaré!
—¡No puedes! Mircea…
Me empujó contra la pared, me protegió con su cuerpo y me miró con los ojos brillantes por el reflejo de las chispas. Su expresión daba mucho miedo.
—¿Por qué haces esto?
—Porque no sé cómo mantenerte a salvo.
—No espero que lo hagas.
—¿Qué? —Me miró como si pensara que me había vuelto loca.
—¿Protegerías a la Cónsul si ella estuviera aquí?
—¡Pues claro que no!
—¿Qué harías?
—Lo que necesitara…
—La ayudarías.
—¡Sí!
—Entonces, ayúdame a mí.
—¡Tú no eres la Cónsul, Cassie! Ella tiene capacidades que tú no podrías ni…
—Entender. Lo sé. —Y por lo poco que había visto de ellas, me conformaba—. Pero yo tengo capacidades que ella no tiene. Ella puede sobrevivir al impacto de una de esas explosiones; yo puedo transportarme y que no me alcance. Es lo mismo…
—¡No es lo mismo! Tú eres esto. —Me apretó los brazos, lo bastante fuerte como para hacerme un moretón—. Eres carne, blanda y suave y tierna y vulnerable. Necesitas protección, pero yo no puedo…
—¡Mircea! Han estado intentando matarme durante tres días y sigo aquí.
—¡Por suerte!
Lo miré fijamente.
—¡Entonces debo ser la persona con más suerte del mundo!
Simplemente me miró; nunca había visto esa expresión en su cara, como si de verdad fuera a perder el control. Algo pasaba, algo que yo no entendía. Pero no había tiempo para adivinarlo.
—Tengo que arreglar esto —le dije del modo más claro y calmado que pude—. Si quieres ayudarme, entonces ayúdame. No me defiendas, no me protejas, no me mates antes de tiempo. Ayúdame.
Se quedó mirándome fijamente un poco más, sin moverse. La lucha estaba intensificándose y también alejándose de nosotros, volvía hacia el andén abarrotado. Y no creo que a los espartos les preocupara demasiado a cuánta gente mataban, mientras mi madre fuera una de ellas.
—¡Mircea, por favor!
—¿Qué necesitas? —Fue seco.
—Tocarla. Es lo único que necesito. Un segundo y nos vamos, todos, y esto se acaba.
Asintió levemente y me soltó.
Me aparté de la pared y volví al pasillo para intentar localizar a mi madre. Solo necesitaba tocarla durante un segundo para transportarla fuera de allí, pero no podía simplemente aparecer a su lado. Los traslados espaciales requerían que viera adónde iba, o me arriesgaba a acabar contra una pared o en el techo o contra un mago.
Y precisamente en ese momento, no veía una mierda.
Excepto nubes de polvo, hechizos que se entrecruzaban… y al loco del secuestrador saliendo disparado de la pelea y poniendo el grito en el cielo.
Venía directo hacia nosotros, pero esta vez no corría. En su lugar, mi madre y él estaban levitando sobre algo que no distinguía bien, gracias al aleteo de los abrigos. Pero lo noté bastante bien cuando se estrelló contra mi estómago, me levantó y me arrastró a toda velocidad hacia lo más profundo del túnel.
Y entonces éramos dos los que gritábamos, el mago y yo, mientras nos dirigíamos como un rayo hacia la oscuridad; él empujándome para que me cayera y yo agarrándome como si se me fuera la vida en ello, forcejeando para alargar la mano por detrás de él, para cogerla, para tocarla…
Pero o bien se imaginaba lo que estaba haciendo, o bien era el peor conductor del mundo. Porque íbamos haciendo eses por el estrecho espacio, rebotando contra los laterales y rozando el techo, perseguidos por los rayos rojos del tiroteo de hechizos. Y entonces se hizo el listo y volcó, y me tiró de culo sobre la dura grava entre las vías.
Solté un taco y conseguí levantarme, justo cuando un resplandor cegador lo inundó todo. Proyectaba sombras frenéticas en las paredes y me desorientaban tanto como el ruido ensordecedor de un pito, la vibración de las vías y las brillantes partículas que flotaban como si fueran polvo de oro…
—¿Qué está pasando? —grité.
—Tren —chilló el secuestrador.
Lo miré.
—¿Tren?
—¡Tren! —gritó Mircea mientras lanzaba a uno de los espartos contra el lateral del túnel. Y entonces sus amiguitos se abalanzaron sobre Mircea y él se abalanzó sobre mí y yo me abalancé sobre mi madre…
Y agarré un puñado de algo blando y gomoso y gelatinoso, totalmente opuesto a la carne humana. Y no era de extrañar, porque el cabrón del mago había levantado un escudo alrededor de ambos y eso era lo que había cogido. Se estiró y me atrapó los brazos, como si fuera látex grueso, al intentar atravesarlo con el puño. Mircea intentaba que los magos no nos incineraran, y el maldito secuestrador intentaba con todas sus fuerzas darme una patada en la cabeza.
Me dio de refilón en la sien, pero me sujeté obstinadamente. Y entonces el traqueteo aumentó y el pito volvió a sonar, de un modo ensordecedor y muy cerca, y mi mano al fin se cerró sobre la de mi madre. Durante un segundo, me quedé mirándola fijamente y ella a mí, con esos grandes ojos azules que reflejaban la luz que se acercaba. Pero aunque podía sentir sus dedos bajo los míos, notar los huesos de su mano y agarrar su muñeca, en realidad no podía tocarla. Una fina capa del escudo seguía separándonos, y mientras lo hiciera, no podría transportarla…
Y entonces ya no hubo manera, porque algo se estrelló contra nosotros con la fuerza de un camión.
Nos lanzó por el túnel como si nos hubieran disparado desde un cañón, rebotamos contra una pared, nos caímos y luego rodamos por el suelo. Tenía el escudo agarrado con todas mis fuerzas y no pensaba soltarlo, aunque fuera a toda velocidad por aquel espacio diminuto como una pelota de pimpón hasta arriba de anfetas. Amortiguó algunos golpes, y Mircea amortiguó casi todos los demás, protegiéndome con su cuerpo, hasta que algo nos recogió y nos arrastró como un…
Bueno, como un tren a toda velocidad.
El tren debía ser automático, porque el conductor había estado recostado tranquilamente en su asiento, leyendo una revista y disfrutando una taza de té. Esto último estaba ahora por todo su elegante uniforme azul mientras miraba perplejo al grupo de gente que chillaba, luchaba y pataleaba mientras daban volteretas por los aires justo delante del parabrisas.
Y entonces Mircea agarró al secuestrador por el cuello, a pesar del escudo que continuaba envolviéndolo. Intenté recordar lo que Mircea había dicho que tardaba en dejar seco a alguien a través de un escudo. Pero en esos momentos estaba demasiado ocupada y no podía recordarlo; y luego ya no importó, porque lo siguiente que supe fue que ya no estaban.
Terminé con medio culo en una especie de equipaje que levitaba y la cara estampada contra el parabrisas del tren. Me proporcionó una vista perfecta del mago arrastrando a mi madre por la estrecha cabina y entrando en el siguiente vagón. ¡Joder!
Intenté agarrar la puerta que daba a la cabina del conductor, pero la mano se me resbaló en algo duro, como si fuera de cristal. Tardé un segundo en darme cuenta de que el mago había lanzado un escudo sobre la parte delantera del tren; y luego otro segundo en sortearlo, transportándome dentro de la cabina justo detrás de él. Pero lo único que conseguí fue que la puerta que él acababa de abrir se cerrara de golpe y me diera en toda la cara.
Al final resultó ser una suerte, porque me tambaleé hacia atrás y me choqué contra el parabrisas, y al levantar la vista me di cuenta de que me había olvidado algo. Concretamente a Mircea, que estaba corriendo como un rayo por el túnel justo delante de la máquina aniquiladora. No veía a los espartos, que en realidad esperaba que ya fueran la versión metro de animales atropellados en la carretera, pero Mircea estaba utilizando su velocidad vampírica para mantenerse por delante.
Más o menos. En realidad parecía como si estuviera perdiendo terreno, lo cual explicaría la expresión de su cara cuando miró hacia atrás. «Cassandra», pronunció mudamente. Vale, me lo merecía.
«Perdón», pronuncié mientras miraba frenéticamente los botones y selectores y chismes de la consola del conductor.
Había un montón de cosas, pero ninguna que estuviera iluminada en rojo donde convenientemente indicara «STOP». Y no podía simplemente transportarme fuera y agarrarlo sin que mi peso añadido nos lanzara a ambos contra las vías. Al que agarré fue al conductor.
—¿Cómo se para esta cosa? —pregunté, pero lo único que conseguí de él fue una mirada vacía.
Lo zarandeé mientras Mircea iba perdiendo velocidad o nosotros íbamos aumentando, y la distancia ya era mínima. Pero el zarandeo no pareció funcionar. Así que le di una bofetada, que resultó ser el movimiento incorrecto, porque acabó con la parálisis pero comenzó a chillar como una cría. Empecé a soltar tacos y a mirar a todas partes, no tenía tiempo ni ideas, y entonces vi la maleta que se movía ligeramente.
Se había transportado conmigo, quizá porque había estado sentada encima. Era vieja, estaba muy gastada y se parecía ligeramente a un baúl, como si fuera de otra época. Pero era obvio que el hechizo que había lanzado el mago seguía funcionando a la perfección, y eso la convertía en lo más parecido a un chaleco salvavidas que había a la vista.
Me la puse debajo el brazo, me transporté fuera y cogí a Mircea con la otra mano. Y después de unos terroríficos segundos dando vueltas en una anchura milimétrica delante de unos cuantos cientos de toneladas de metal desbocado, volvimos a aterrizar dentro con los brazos y las piernas enredados. Y de propina, conseguimos ponerle la zancadilla al conductor, que estaba a punto de salir corriendo hacia el compartimento que teníamos detrás.
Mircea levantó un brazo, lo agarró y tiró de él para ponerlo al nivel de sus ojos con su calma habitual.
—Olvídalo —le dijo bruscamente, y de pronto, el tío se paró y empezó a hiperventilar. Volvió a sentarse dócilmente en su sitio. Y mientras él miraba confundido la taza de té vacía, nosotros intentábamos levantarnos con cierta inseguridad.
—Perdón —le repetí a Mircea, que me sonrió de manera forzada.
—Ya hablaremos de eso más tarde —me dijo en un tono inquietante—. Ahora, ¿dónde están?
—Por ahí —dije, y echamos a correr.