Para ser un hotel diseñado con la intención de que pareciera el infierno, el Dante no era tan malo. Lo había tematizado hasta la saciedad un partidario extremo del concepto «más es más» en decoración. Pero estábamos en Las Vegas, donde ser hortera pasaba por crear ambiente y la vulgaridad formaba parte de la diversión.
Pero esto no era nada divertido. Esto era totalmente penoso.
—¿Permites que los huéspedes vengan aquí? —pregunté mientras echaba un vistazo a lo que parecía una entrada para autobuses. Algunas esculturas vegetales vigilaban un suelo de cemento agrietado cubierto de manchas de aceite y gasolina. Había desperdicios en las esquinas y mugre en las paredes, y todo el lugar olía a orina.
—Nadie llega a Las Vegas en autobús —dijo Casanova, el director del hotel, mientras rebuscaba en la chaqueta del traje. Era de un tono trigo pálido, uno de sus favoritos porque resaltaba sus atractivos rasgos españoles. Sin embargo, resultaba un poco incongruente en aquel marco, como un modelo de Armani que ha cogido la calle equivoca y ha acabado en un callejón lleno de mendigos—. Al menos, nadie que se aloje aquí.
—Entonces, ¿por qué tienes esto?
—Porque algunos quieren hacer excursiones. El Gran Cañón del Colorado, el Valle de Fuego, la monstruosa presa Hoover —dijo con impaciencia—. Y se cabrean si no se lo podemos organizar.
—¿Y esto es lo que ofreces?
Casanova me lanzó una mirada endrina que habría resultado atractiva si detrás hubiera habido una mente diferente.
—Si se montan en un autobús, significa que ya no están en el casino.
—¿Y?
—Que no van a gastar dinero aquí.
—¿Los estafas?
—Exacto.
Sacó la mano del bolsillo, sujetando una linterna delgada con la que iluminó el lugar. Había fluorescentes en el techo, pero no estaban encendidos. Un chorro de luz nocturna dispersaba parte de la penumbra en ambos lados del resonante espacio, y algo de luz eléctrica se derramaba por la escalera mecánica estropeada que había detrás de nosotros. Pero, aun así, dejaba la parte principal de la cochera como una caverna oscura.
—No creo que aquí haya nadie —le dije, medio esperando que fuera cierto.
—Ah, sí, están aquí —dijo con seriedad—. Mis chicos han tardado casi dos semanas, pero al final han conseguido seguirles la pista. Venga, vamos.
Me aparté un mechón rubio de los ojos y lo seguí en la oscuridad, mientras notaba un chorrito de sudor bajándome por la espalda. Aquel lugar era un horno; al parecer, el aire acondicionado era otra de las cosas que se les negaba a los turistas amantes del bus. Y aunque solo lleváramos allí unos minutos, la espalda de mi camiseta azul y la cinturilla de los vaqueros ya estaban empapadas.
—¿Por qué viene la gente a Las Vegas en verano? —me quejé—. Es la estación del turismo por excelencia, así que no tiene sentido. Estaremos a unos cincuenta grados ahí fuera.
—Los niños no tienen colegio.
—Pero la mayoría no trae aquí a los niños. Eso de la familia feliz ya no se lleva.
—Exacto. —Iluminó el techo con la linterna, como si pensara que nuestras presas podrían estar colgando de las vigas como murciélagos. No me animó demasiado pensar que, por lo que sabía, podrían estarlo—. Los niños no tienen colegio, así que los padres necesitan descansar de esos cabroncetes.
—¡Menos mal que no tienes hijos!
El miedo provocó que lo dijera con un tono áspero, pero Casanova no pareció ofenderse.
—Una de las ventajas de ser vampiro. Ahora deja de hablar y empieza a buscar.
Avanzamos poco a poco en la oscuridad y empezaron a sudarme las manos; y no solo por el calor. Casanova tenía razón en una cosa: la mayoría de la gente que llegaba en avalancha a Las Vegas en esos días eran adultos, y más de la mitad de ellos eran mayores. Lo cual podría explicar por qué las tres viejas brujas que estábamos buscando no habían atraído la atención que merecían.
Bueno, eso, y el hecho de que eran antiguas semidiosas con más de un truco en la manga. Eso era lo que me hacía agarrar la fina caja negra que transportaba con tanta fuerza que tenía los dedos blancos. Era una trampa mágica, como la que una vez había atrapado al trío conocido como las Grayas el tiempo suficiente para que su historia acabara en leyenda.
Sospechaba que no querían volver.
Por mí no había problema, porque yo no quería meterlas ahí. Yo solo quería hacerles algunas preguntas, suponiendo que las encontráramos. Pero Casanova no era exactamente el tipo de tío altruista, así que había tenido que eludir un poco mis motivaciones.
—No me explico por qué, de pronto, eres tan servicial —dijo con desconfianza, como si me hubiera leído el pensamiento.
—Yo siempre soy servicial.
—¡Tú nunca eres servicial! Siempre estás echándome problemas encima y luego desapareces y me dejas a mí solo para solucionarlos.
—Dime uno.
—¡Esos malditos críos que juraste que se irían de aquí hace dos semanas!
Se refería a unos huérfanos mágicos que había acogido de un modo nada caritativo hasta que pudiéramos encontrarles otro hogar. El casino contaba con más de mil habitaciones, pero los dos niños se habían instalado, cuales aves de rapiña, en su alma marchita. Se comportaba como si le causara dolor físico.
—Tami se está encargando de eso —dije, refiriéndome a su madre de acogida de hecho—. Resulta complicado encontrar una casa lo bastante grande para tanta gente y con un alquiler razonable.
—¿Y por qué preocuparse si puedes quedarte aquí y comerte hasta las sobras?
—No comen tanto.
—¿Comparado con qué? ¿Con soldados muertos de hambre?
Puse los ojos en blanco.
—Bueno, se irán pronto…
—Eso es lo que dices siempre.
—Además, hoy te estoy ayudando, ¿no?
—Ya era hora —murmuró Casanova, mientras se paraba para mirar por la boca de una alcantarilla como si de verdad creyera que podría haber alguien metido ahí abajo. Eché un vistazo hasta que mi mente evocó una escena memorable de It, y me aparté asustada y nerviosa. Me miró por encima del hombro, con gesto enfadado y arrugando el ceño de sus bellos rasgos.
—¿Qué te pasa?
—Nada. —En realidad no pensaba que hubiera ningún payaso asesino ahí abajo, ni ninguna diosa antigua tampoco, pero nunca se sabe. Estábamos en el Dante. Se servía locura en el desayuno cuando no quedaban cereales.
—Vale, porque todo esto es por tu culpa —protestó—. No me vas a salir con otra excusa para no ayudarme.
No dije nada porque, técnicamente, llevaba razón. Yo había ayudado a las chicas a escapar de su cárcel, y a nadie parecía importarle que hubiera sido un accidente. Y menos a Casanova, cuyo adorado casino se había convertido en un parque de atracciones para ellas.
—¿Por qué te interesa tanto que las saquemos de aquí? —pregunté, mientras nos acercábamos a una zona de carga y descarga—. Llevan fuera casi seis semanas, y lo peor que les he visto hacer es abrir una máquina tragaperras. —Y nadie que hubiera jugado alguna vez a una tragaperras en Las Vegas se lo explicaba.
—Bueno, a lo mejor es porque siguen entrando en las suites de alto nivel —dijo con tono mordaz—. El otro día, la cónsul salió de su dormitorio, ¡y se las encontró bañándose en la piscina de su terraza!
Sonreí abiertamente.
—¡No tiene gracia!
Teniendo en cuenta que en su momento había sido mi terraza, antes de que se aprovechara de tener un rango superior y me echara de una patada, no estaba del todo de acuerdo con él.
—¿Se comieron su comida?
—No había comida. Pero se bebieron todo el alcohol y les dieron una paliza a los vigilantes que envió para que las echaran. Estuvieron allí casi tres horas hasta que se marcharon a atemorizar a otros. ¡La cónsul quiere que se vayan!
—No quiera Dios que alguien la moleste —dije agriamente.
Para mi sorpresa, Casanova estaba de acuerdo.
—Pierdo dinero cada día que el maldito Senado pasa aquí. Están ocupando la mitad de las suites, por las que todavía no he visto ni un duro; se apropian de mis empleados, han invadido las salas de conferencias, ¡y comen por ocho!
—Sólo es temporal. Se irán pronto.
—Sí, ¡y me dejarán con un hotel hecho polvo, con un programa de conferencias arruinado y endeudado hasta las cejas!
—Mircea entenderá que…
—A Mircea le importa una mierda el hotel —dijo Casanova con malicia—. A él solo le importa la maldita guerra. Le da igual que yo esté ahogado por las deudas. Lo considerará una pérdida fiscal y me trasladará a un puesto sin porvenir donde pueda decaer durante otro siglo o así. —De pronto, se volvió en mi contra, iluminando directamente mis ojos y provocando que parpadeara—. Y eso no va a pasar, ¿entiendes? Esta es mi gran oportunidad y esas brujas no me van la van a fastidiar, ¡y tú menos!
—Yo no pretendo… —empecé a decir, pero ya estaba avanzando mientras murmuraba algo ininteligible en su idioma.
Fruncí el ceño y empecé a seguirlo, cuando una cabeza entrecana apareció repentinamente de la nada justo delante de mí. Estaba cabeza abajo, con largos rizos grises colgando como el musgo de una arboleda. Era Dino, la que siempre había tenido debilidad por mí, al menos hasta que empecé a perseguirla.
Como las otras, tenía la cara como una pasa, con tantas arrugas que sería la envidia de cualquier shar pei. Resultaba un poco difícil interpretar la expresión que probablemente había escondida tras ellas, pero seguro que no estaba sonriendo.
La barbilla descendió hacia la trampa que seguía agarrando, y unas cuantas arrugas más aparecieron en el curtido rostro.
—Um —dijo con poca fluidez.
No supe qué contestar, porque me había pillado con las manos en la masa. Y tampoco tenía muy claro hasta qué punto entendía mi idioma. Pero dio igual, porque antes de que pudiera averiguarlo, se inclinó repentinamente y me dio un beso en la mejilla.
—Je —dijo, y de pronto desapareció.
Al igual que la caja.
Giré la cabeza, pero no vi nada, excepto a Casanova, que estaba mirando detrás de unos cajones de embalaje apilados.
—Esto… creo que tenemos un problema —le dije nerviosa.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó mientras quitaba una telaraña que había osado mancillar su antes prístina ropa de lino.
No contesté, porque estaba mirando fijamente a la otra vieja bruja que se estaba acercando a él por encima de los cajones. Sus movimientos no eran ni mucho menos los de alguien mayor, ni tampoco elegantes; en realidad, no eran ni siquiera humanos. Me di cuenta de que Enio se había cortado el pelo, aunque no viniera al caso, justo antes de que Casanova desapareciera en un abrir y cerrar de ojos.
Por un instante, me quedé quieta mientras ella se carcajeaba mostrándome sus encías desdentadas. Luego levantó la caja negra y la agitó de manera provocativa. No había duda de lo que le había ocurrido al vampiro.
—Oh, mierda —dije. Enio volvió a reírse a carcajadas y luego paró para ofrecerme la caja como si fuera un regalo. La observé con desconfianza—. ¿Me la vas a dar?
Asintió con una sonrisa malvada. Sospeché que era una trampa, pero pensé que si las chicas hubieran querido atraparme en la caja, lo habrían conseguido fácilmente. Así que, quizá, solo trataban de darle una lección a Casanova.
Con cautela, di un paso, luego otro. Estiré la mano y cuando iba a tocarla, Enio hizo un movimiento rápido de muñeca y se la lanzó por encima de mí a Penfredo, la tercera del trío. Estaba en cuclillas encima de una furgoneta que había al lado, llevaba unas trenzas entrecanas y una camiseta de «Las Vegas me obligó a hacerlo», y me estaba mirando con el único ojo que las tres compartían.
Se quedó observándome en silencio durante un instante, y luego comenzó a ofrecerme la caja lentamente. Como si fuera a caer otra vez en la misma trampa.
—No, no quiero jugar —le dije—. En serio.
Qué le íbamos a hacer, estaba en desventaja.
—Quiero que vuelva —dije. Penfredo me lanzó una mirada—. Bueno, en realidad, no es que quiera, pero ya me entendéis.
Ladeó la cabeza inquisitivamente. Estaba claro que no me entendían. Y eso suponía un problema, porque yo tampoco.
—A ver, lo que ocurre es lo siguiente —dije mientras intentaba encontrar una razón por la que deberían soltarlo—. Es un pesado.
Las chicas asintieron. Al parecer, en eso estábamos todas de acuerdo.
—Y, obviamente, no tiene derecho a intentar atraparos de esta manera. Quiero decir, tampoco es que hayáis hecho nada malo.
Más asentimientos.
—Es sólo que… —Me callé para tratar de recordar por qué quería que volviera. Lo pensé mientras ellas esperaban amablemente—. Mirad, en realidad no tengo una buena razón que daros —dije honestamente—. Es un esnob refunfuñón, egocéntrico, egoísta y tacaño. Ni su propios empleados le tienen aprecio. Pero podría ser peor. Si os lo lleváis, tendrán que poner a un nuevo director. Y quizá sea mucho más imbécil.
Intercambiaron miradas.
No sabía si aquello era una buena señal o no, pero decidí seguir adelante de todos modos.
—Y si lo soltáis, hablaré con él. Quizá, si él os diera una suite solo para vosotras, podríais prometer no volver a entrar en las demás.
Más intercambios de miradas.
—¿Una suite buena?
Enio hizo un ligero movimiento insinuante con la mano. Al parecer, me estaba acercando.
—¿Con servicio de habitaciones?
¡Rin, rin, rin! Teníamos un ganador. Al menos eso pensé, porque me dio la caja.
En lugar de soltarlo, me la puse debajo del brazo, porque no me apetecía resolver aquel asunto en ese momento.
—Bueno, yo… he venido aquí por otra razón —les dije.
Penfredo ya se estaba arrastrando para marcharse, pero al escucharme, regresó, se puso cómoda y empezó a quitarse la mugre de los pantalones cortos que llevaba. Dino cruzó las piernas. Enio dejó de limpiarse las uñas con un cuchillo y lo dejó educadamente.
Me dio la sensación de que debía servirles un té o algo así.
—Lo que pasa es lo siguiente —dije—. Estoy empezando a sentirme como la Gran Estación Central para semidioses. ¿Sabéis lo que quiero decir?
Las tres asintieron.
—Primero, esa tal Morrigan. Es la mitad duende hija de Ares que intentó poseerme. Aquello fue una mierda.
Más asentimientos.
—Y como no funcionó, pues poseyó a ese mago, que intentó matarme y casi lo consigue.
Obtuve una palmadita en el hombro por parte de Dino.
—Y luego, anoche, apareció otro grupo de semidioses. Un tío que conozco cree que podrían ser algo llamado los espartos, y eso los convertiría también en hijos de Ares. Además, creo que también persiguieron a mi madre tiempo atrás cuando… Por lo menos luchaban igual que esos tíos y… De todas formas, no creo que estos ataques vayan a parar, ya sabéis.
Asentimientos por todas partes.
—Estoy bastante segura de que voy a tener que lidiar con ellos, pero no sé cómo. Aunque hay una profecía que dice que puedo tener ayuda si encuentro a una diosa. Aquella a la que llamaban Artemisa en Grecia.
Dino frunció el ceño.
—Ya sé que todos los dioses fueron expulsados, pero pensé que, quizá, al ser suyo el hechizo, podría seguir por aquí…
Las demás simplemente me miraron, pero Dino negó lentamente con la cabeza.
—¿Estás segura?
Asintió.
Joder. Se acabó esa teoría.
—Vale, entonces, a ver qué os parece esto. Según la profecía, se supone que los que luchan son Artemisa y Ares, pero él tampoco está aquí. Son sus hijos los que han estado causando problemas. Así que he pensado que, quizá, es a los hijos de ella a quienes tengo que buscar, ¿entendéis?
Las chicas intercambiaron algunas miradas.
—Quiero decir, se supone que es una de esas diosas vírgenes, pero creo que después de unos cuantos miles de años, eso ya estará un poco pasado. Así que pensé que quizá…
Me callé porque las chicas levantaron la cabeza de repente, las tres al mismo tiempo, como si estuvieran unidas con una cuerda. Yo no había escuchado nada, pero cuando miré hacia atrás, vi que un grupo de vigilantes de seguridad de Casanova venía como un rayo hacia nosotras. Seguramente, habían estado observando por circuito cerrado, o quizá notaron que el jefe había hecho pum. En cualquier caso, no era buena señal.
—¡No! —grité—. No…
Eso fue lo único que pude decir antes de que pasaran por mi lado, despeinándome por la velocidad sobrenatural de un vampiro con prisa. No despeinaron a las Grayas, porque ya no estaban allí. Al haber estado observando a los vampiros, no las vi moverse. Pero de pronto, los lugares donde habían estado quedaron vacíos, excepto por algunas canas que caían lentamente al suelo.
Los vampiros se detuvieron al ver que sus presas ya no estaban, justo cuando un silbido penetrante que llegaba del fondo del garaje provocó que todos nos diéramos la vuelta bruscamente. Perfilados contra la penumbra, había dos bultos arrugados y agachados. Uno saludaba con la mano mientras el otro sujetaba la caja.
Ni siquiera me había dado cuenta de que ya no la tenía.
Penfredo se dio la vuelta y se bajó los sucios pantalones para mostrarle a los vigilantes un culo blanco y arrugado. Dino agitó la caja e hizo un gesto señalándola. El desafío estaba claro: venid y cogedlo.
—No, esperad —les dije a los vigilantes mientras buscaba a Enio con la mirada. Era la que más miedo daba de las tres y en ese momento estaba ausente sin permiso—. Falta una. Tenemos que…
Podría habérmelo ahorrado, porque no dudaron ni un momento. Fueron a por ellas a toda velocidad, simples contornos borrosos en la penumbra… hasta que una paleta envuelta en plástico salió volando como un frisbee. La mitad de los vigilantes chocaron contra la pared emitiendo un crujido tremendo. La otra mitad se dieron la vuelta gruñendo y fueron a por Enio.
Al menos, lo intentaron. Pero la cochera de autobuses contaba con una de las principales áreas de carga y descarga del hotel, lo cual explicaba la cantidad de cosas que había por todas partes. Incluyendo una caja de productos agrícolas que Enio acababa de abrir para reutilizar el contenido como granadas. Aunque no era esa fruta, porque las primeras diez o doce que lanzó, rápida y sucesivamente, eran melones. La pulpa resbaladiza se derramó por todo el suelo, justo cuando los vampiros se la encontraron… e inmediatamente se cayeron sobre sus vampíricos culos.
Pero continuaron deslizándose hacia nosotras, y ahora estaban muy cabreados. Por lo general, un vampiro prefería que hirieran su cuerpo antes que su orgullo, porque al menos eso les permitía fanfarronear de heridas de guerra delante sus colegas. Por otra parte, la derrota en una lucha de comida con tres viejas no es que diera muy buena imagen. Iban a pasarlo fatal tratando de darle la vuelta a esto si no conseguían atrapar a las chicas.
De pronto, la persecución se convirtió en algo personal, y eso no era nada bueno.
En especial porque no pensaba que Casanova se hubiera molestado en explicarles a sus hombres a qué se estaban enfrentando. Si las leyendas fueran ciertas, aquel trío era la versión antigua del increíble Hulk: en cierto modo agradables mientras no se las molestara, pero terroríficas cuando se las amenazaba.
Yo ya había visto el álter ego de Enio, y no me apetecía para nada volver a verlo. Y al parecer, iba a ver cumplido mi deseo, porque seguía en modo viejecita, de pie delante de un tráiler, como si estuviera pidiendo a gritos que la cogieran.
Por alguna razón, aquello me ponía más nerviosa que si fuera al contrario. Pero los pegajosos vampiros cabreados no parecían sentirse igual. Se abalanzaron sobre ella y, por un momento, pensé que todo se había acabado. Hasta que volví a mirar y, de pronto, ya no estaban.
Por un segundo pensé que, a lo mejor, tenía otra trampa. Pero entonces, un bulto metálico en forma de un puño sobresalió del lateral del tráiler, seguido de un montón de palabrotas. Y de una risa, porque Enio estaba arrodillada, dando palmadas en el suelo y carcajeándose.
—No tiene gracia —le dije, cuando aparecieron cuatro o cinco bultos más con forma de puños y zapatos.
Me miró con las lágrimas cayéndole por los surcos de la cara. Obviamente, estaba en desacuerdo conmigo.
—Lo digo en serio. Seguramente habrán pedido refuerzos y la cosa se puede poner…
No tuve oportunidad de acabar, porque las chicas salieron disparadas hacia la escalera metálica. Corrí tras ellas, insultando a los vampiros en general y a uno en particular, porque aquel camino conducía al vestíbulo. Y justo al fondo estaba el casino principal, repleto de gente que se refugiaba del calor y se trabajaba la resaca del día siguiente.
Y la mayoría no tenían la capacidad vampírica de curarse una lesión grave.
No tenía sentido intentar atrapar a las chicas a pie, así que ni lo intenté. Me transporté al pasillo delante de ellas, y salí de la nada justo a tiempo de ver que otro grupo de vampiros corría a toda velocidad por el vestíbulo. Al parecer, habían llegado los refuerzos.
No había ni rastro de las chicas, hasta que me giré y vi que venían a toda pastilla por el pasillo hacia mí. Se percataron de los vigilantes que tenían delante y, al echar un vistazo atrás, vieron a los que tenían a su espalda. Y entonces salieron disparadas… y se metieron en un pasillo que había a la izquierda.
Joder, era otro de los accesos al vestíbulo, un atajo para el personal. Volví a transportarme, y aparecí detrás del mostrador principal a tiempo de asustar al recepcionista que tenía al lado y de ver pasar volando unas líneas finas y arrugadas, que supuse que eran las Grayas, en dirección a…
—Oh, mierda.
Me abrí paso para ir tras ellas pero, obviamente, me adelantaron y llegaron antes que yo al puente. Cruzaba el río Estigio, que serpenteaba por el vestíbulo infestado de estalactitas, transportando barcadas de turistas en su feliz camino al infierno. El puente era para los que querían llegar cuanto antes a la perdición, o al menos a la bancarrota, y solía estar más concurrido que las barcas.
Sin embargo, todavía era bastante temprano, y el Dante no solía llegar a su punto álgido hasta después del anochecer. La seguridad bloqueaba el acceso en ambos extremos del puente, pero me dejaron pasar. Me acerqué a Dino, que estaba meciendo la trampa sobre el agua. No me habría preocupado demasiado si no hubiera habido un desagüe descomunal justo debajo del puente. Un desagüe que Enio ya estaba tanteando.
Suspiré y me asomé por la barandilla. El agua era oscura, porque el hormigón del fondo del cauce estaba pintado de negro. Se reflejaban las luces del techo, que temblaban en las ondas que provocaba Enio al chapotear. Así que no podía leer lo que ponía en el desagüe, pero estaba bastante segura de que sabía adónde iba a parar.
Giré la cabeza para mirar a Dino.
—Lo consideraría un favor personal si no lo tiraras a la alcantarilla.
Me miró pensativa.
—Hoy —añadí.
Sonrió.
Algo captó mi atención y volví a mirar el agua. Uno de los reflejos de las luces del techo estaba emergiendo. Cual testimonio de la semana que llevaba, aún no había parpadeado cuando salió a la superficie y flotó en el aire, como un globito brillante. Lo único es que este estaba rodeado de unas sombras familiares, dividiéndolo en dos mitades: una oscura y la otra de un brillante blanco cegador. Intenté tocarlo, porque parecía tan sólido, tan real.
Pero en cuanto lo hice, se hundió en mi mano y desapareció.
Y un instante después, lo mismo pasó con Dino. Se fue a toda pastilla por el puente con sus hermanas, dejándome con un vampiro lívido y mojado que no paraba de soltar palabrotas mientras se agitaba en las sucias aguas de debajo del puente. Y con la sensación de una neblina muy, muy fría en los dedos.