Creo que me dormí en el coche, porque no recuerdo la vuelta. Ni ponerme el pijamita de rayas rosas. Ni caer de boca en la cama. Pero debí hacerlo, porque me desperté enredada entre mis sábanas, con la almohada tapándome media cabeza y el sol filtrándose por un hueco entre las cortinas.
Me puse boca arriba, estaba mareada y atontada y asquerosa y me picaban los ojos. Por un instante, llegué a pensar que el día anterior había sido solo un sueño. Pero ni siquiera mis sueños eran tan extraños. Y entonces, al intentar moverme, supe inmediatamente que había sido bastante real.
Porque me dio un calambre de la leche en la pantorrilla izquierda.
No grité… no muy alto. Pero para el oído de un vampiro, tuvo que haber sido bastante fuerte, porque la puerta de la habitación se abrió de golpe y Marco entró corriendo, con la pistola en la mano y una cara que daba bastante miedo. Empezó a mirar a todas partes como un loco, supongo que buscando algo a lo que disparar, y al ver que no encontraba nada, me agarró.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
Lo miré fijamente, todavía medio dormida y desorientada por el dolor, pero no dije nada.
—¡Cassie!
—Un calambre —conseguí decir con voz entrecortada, aunque no pareció servir de nada. Porque simplemente se quedó mirándome, sin entender nada, mientras la habitación se llenaba rápidamente de vampiros.
Y luego parpadeó sorprendido.
—¿Has dicho un calambre?
Asentí con lágrimas en los ojos.
Marco soltó un taco y se guardó la pistola detrás.
—Salid de aquí —les dijo a los demás, que se esfumaron entre las sombras con un aire ridículamente agradecido.
Marco suspiró y se sentó en el borde de la cama.
—¿Dónde te duele?
—En todas partes.
No estaba exagerando. Parecía como si todo mi cuerpo hubiera sufrido un traumatismo. Estaba empezando a entender por qué Fred había dicho que odiaba los hechizos de lazo. Obviamente, el que me había hecho sentirme como una mierda también me había salvado la vida, pero en aquellos momentos no era nada reconfortante.
Levanté la pierna izquierda, pero me dolía tanto que ni siquiera podía estirarla. Marco me frotó el músculo con su gran mano y luego hizo un poco de presión. Pegué un grito ahogado de dolor, y luego de asombro, al ver que el músculo se había relajado repentinamente. Seguía doliéndome un huevo, notaba unas punzadas sordas que reflejaban mi pulso acelerado. Pero, al menos, ya podía respirar.
—Ya sabes que he vivido mucho tiempo —me dijo mientras masajeaba la pantorrilla con más intensidad—. Y he conocido a mucha gente. Pero nunca he conocido a una mujer que me provocara el deseo de matarla a golpes tan a menudo como tú.
—Lo siento —dije con voz ahogada, e intenté apartarme, pero me sujetó.
—No vas a ir a ninguna parte —dijo Marco—. Por lo menos hasta que tengamos una pequeña charla.
Pero no charló; no dijo absolutamente nada. Simplemente reanudó las largas y relajantes fricciones con aquellos grandes dedos, que a la vista parecían torpes pero que, en movimiento, eran muy hábiles. Y al cabo de unos minutos, noté que mi cuerpo se relajaba lentamente.
—Eres bueno.
—Cogí mucha práctica.
—¿En serio? ¿Dónde? —pregunté, no tanto porque quisiera saberlo, sino más bien por aplazar la bronca que estaba a punto de caerme. Por lo general, me defendía bastante bien, incluso con los vampiros. Pero en esos momentos, no me quedaban fuerzas.
Marco me lanzó una mirada que decía que sabía perfectamente lo que estaba haciendo, pero se encogió de hombros.
—Trabajé para un lanista, preparando a sus hombres para el combate. Luchaban mejor si estaban relajados, o eso pensaba él.
—¿Lanista?
—Un tío que es dueño de un grupo de gladiadores.
—Yo creía que habías estado en el ejército.
Levantó una tupida ceja negra, pero no preguntó nada.
—Lo estuve. Trabajé y luché hasta llegar a centurión, justo a tiempo de ver cómo se desmoronaba el imperio. Casi muero después de una batalla, pero unos hombres me limpiaron la mugre y la sangre y me llevaron con ellos. Resulta que trabajaban para un vampiro que estaba en racha empresarial, y al le gustaban los exmilitares.
Añadió un poco más de presión y gemí, pero no porque doliera. La pierna ya estaba mejor, pero ahora acentuaba lo mucho que me dolía el resto del cuerpo. Era como si no hubiera podido concentrarme en los demás dolores hasta que se pasara el más grande. Y ahora todos clamaban ayuda.
Marco me hizo un gesto con la cabeza.
—Date la vuelta.
Me di la vuelta y sus grandes manos comenzaron a trabajar en la espalda. Ahogué un grito en la almohada, porque la idea que tenía Marco de un masaje no se parecía en nada a la variedad de los balnearios. Nada de aceite de lavanda ni música relajante ni toallas calientes. Solo un ataque con fuerza máxima a los músculos agarrotados, hasta subyugarlos y convertirlos en gelatina.
—¿Por qué le gustaban a ese vampiro los exmilitares? —dije con voz entrecortada al cabo de unos minutos; en realidad, para tener que pensar en otra cosa.
—Fortunatus se dedicaba a proporcionar gladiadores a los ricos. A políticos que querían dar coba a las multitudes, o a peces gordos que querían superarse entre ellos en eventos privados. Lo que más dinero daba eran las luchas a muerte, pero le costaba mucho entrenar a un gladiador lo bastante bien como para que diera un buen espectáculo. Que muriera en un combate a muerte a la primera de cambio no era un buen negocio, ni siquiera con lo que cobraba.
—Así que escogía a hombres que ya estuvieran entrenados.
—No; escogía a hombres que ya estuvieran entrenados, y luego los convertía en vampiros. De ese modo, el público podía vernos «morir» una y otra vez, pero él no tenía que reponer constantemente sus reservas. Nosotros… —Se calló cuando me di la vuelta y lo miré—. Fue hace mucho tiempo.
—¡Eso es horrible!
—Así es la vida. Si sus hombres no me hubieran encontrado en aquel campo de batalla, si no hubieran decidido que un centurión era justo lo que su jefe había ordenado, no habría salido de esa. De hecho, casi no lo consigo. Tardaron dos meses en curarme para que pudiera matarme.
Tragué saliva.
—Espero que no te quedaras mucho tiempo con él.
—Un siglo, más o menos.
—¿Un siglo?
—Hasta que ilegalizaron los juegos. —Marco volvió a ponerme boca abajo y empezó con los hombros—. El cristianismo no los aprobaba, quizá porque muchos de ellos fueron a parar ahí, y no por elección, ya sabes.
Asentí.
—Y cuando empezó a difundirse, los políticos dejaron de financiar combates, porque les estaba empezando a costar votos en lugar de al revés. Y entonces el emperador se convirtió y aprobó una ley en contra, y aunque algunos continuaban ilegalmente, no eran suficientes para que Fortunatus perdiera el tiempo. Me cambió con otro maestro que necesitaba un guardaespaldas, y desde entonces he estado dando vueltas.
—Y acabaste con Mircea.
—Ya sabes cómo funciona. Hay que pertenecer a alguien.
—Pero tú eres un maestro superior —señalé—. Podrías tener una corte propia si quisieras.
—Ya, y todo el gasto y los quebraderos de cabeza y la mierda diplomática que solucionar, y encima responder ante todo el mundo. Todos son iguales; están deseando ascender, alcanzar el quinto o el cuarto o el tercer nivel, y volar con sus propias alas. Simplemente para encontrarse con lo mismo.
—¿Y qué es?
Separó las manos de mi espalda.
—Que no existe la libertad en nuestro mundo, Cassie. Si dejo a Mircea, tendría que aliarme con otro maestro de alto nivel para sobrevivir. Y entonces me vería arrastrado a su vida, sus luchas, justo igual que ahora. Todo el mundo responde ante alguien; todo el mundo tiene limitaciones que aguantar. Incluso los senadores. Incluso Mircea.
Estaba empezando a darme cuenta de que Marco llevaba tiempo queriendo entrar en ese tema. Suspiré y hundí la cabeza en la almohada.
—¿Incluso las pitias?
—Todo el mundo sigue órdenes de alguien —repitió—. Mircea sigue las de la cónsul y, créeme, a veces no le gusta en absoluto. Pero lo hace.
Me di la vuelta y miré a Marco con gesto cansado.
—Sí, ¿y por qué lo hace?
Marco frunció el ceño.
—Es su trabajo.
—Y ella es su jefa, su superiora.
—Sí.
—Ahí tienes la respuesta.
—¿Qué respuesta?
Suspiré.
—Mircea hace lo que la cónsul ordena porque él es su sirviente.
—¿Y?
—Que yo no soy su sirvienta.
Me levanté y fui al baño.
Obviamente, Marco me siguió.
—No eres su sirvienta.
—Su novia, sí. Su sirvienta, no. No puedo serlo y hacer mi trabajo al mismo tiempo.
—Hasta ahora lo has hecho bastante bien. ¿Qué coño crees que te va a pedir Mircea que hagas?
—No lo sé, pero el asunto no es ese. —Abrí el agua caliente de la bañera.
—Entonces, ¿cuál es?
—Que puede pedirme lo que quiera. Seguramente, la mayoría de las veces lo haré. Anoche mismo lo habría hecho, si me lo hubiera pedido. Había tenido un día de mierda; no tenía ningunas ganas de ir a ningún sitio. Pero no fue una petición; fue una orden. Y si empiezo a seguir órdenes de un senador, de cualquier senador, quizá tenga que olvidarme de que alguien me tome en serio.
—La cónsul se toma en serio a Mircea.
—Como un sirviente valioso, sí. Pero sabe que, si insiste, hará lo ella quiera. Él le debe su trabajo, así que no puede ser totalmente imparcial. Pero yo tengo que serlo, o el Círculo me ignorará al pensar que soy el títere de un vampiro, y el Senado me ignorará porque puede ordenarme cualquier cosa, y volverá a ser… el síndrome Tony. Y no viviré de ese modo. ¡No lo haré!
Marco se sentó en el borde de la bañera, provocando que la porcelana crujiera.
—¿Qué es el síndrome Tony?
Alguien había repuesto las sales de baño, así que eché medio bote en el agua.
—Muchas videntes ven ambos lados de la vida —le dije—. Ven al hijo que alguien ha estado esperando, o el tan ansiado ascenso o al amor de su vida, justo a la vuelta de la esquina. Eso ayuda a compensar lo malo, las cosas que nadie quiere ver. Los terremotos y los bombardeos y los incendios y los accidentes de tráfico. Pero yo nunca tengo esa compensación. Yo no veo lo bueno. Nunca lo he visto.
—Eso es duro.
—Es… agotador. Es deprimente. No te deja disfrutar de muchas cosas porque, aunque estés teniendo un buen día, de pronto verás el dolor de alguien, o la tristeza de otra persona. Y eso hace mella, ¿sabes?
Asintió.
—Con el tiempo, aprendí a no ver cosas. Pero durante mucho tiempo, no tuve esa capacidad. Del único modo que lo conseguía era diciéndome a mí misma que las cosas que veía eran en el futuro, y que quizá algunas se podía prevenir. Que quizá podía cambiar las cosas, al menos para algunos. Y Tony me dijo que correría la voz.
—Y mintió.
—Claro que mintió. Pero yo era una niña y lo creí, quizá porque quería creerlo. Cuando por fin me di cuenta y le hice frente, él simplemente se encogió de hombros y me dijo que se sacaba más provecho de las tragedias.
—Típico de esa rata asquerosa. —Marco me observó atentamente—. ¿Me estás diciendo que esperas que el Senado vaya por ahí previniendo tragedias?
—No, pero si veo que va a ocurrir algo, algo potencialmente desastroso para nuestro mundo, espero que me escuchen. Espero que confíen en mí. Y ahora mismo, no creo que me respeten lo suficiente para hacerlo.
Marco suspiró y me miró, con los codos apoyados en los enormes muslos.
—Mira, te voy a decir una cosa, y si lo repites, lo negaré. Pero el maestro no debería haber dado esa orden. Y tendría que conocerte lo bastante bien para saber lo que iba a ocurrir. Pero lo hizo de todos modos, porque está asustado y estresado y a veces no se da cuenta de hasta qué punto te afecta. Pero eso no significa que no te respete.
—Bueno, ¡pues seguro que tampoco significa que lo haga! —dije mientras formaba un remolino con el jabón, con más energía de la necesaria.
—Habla mucho de ti en la familia. Está orgulloso de ti, todo el mundo se da cuenta.
—Menos yo.
—Quizá no te lo diga, pero es la verdad.
—Entonces, ¿por qué no me lo dice? Ahora mismo, me siento como… como una de esas putillas de las que hablabas…
—Yo no usé la palabra «putilla»…
—Que se supone que tiene que pasearse, ir de compras, hacerse la manicura y esperar a que aparezca su señor y maestro. Así es como me trata. Entonces, ¿por qué no debería creer que así es como me ve?
—Porque, seguramente, a él le gusta la idea de que vayas de compras y te hagas la manicura, ¡en lugar de toda la mierda que haces! Y porque es un político y no quiere renunciar a una ventaja.
—¿Una ventaja en qué?
—En los juegos de poder que los dos tenéis…
—Esto no va de poder.
—Y una mierda que no.
—¡Que no! Yo no quiero darle órdenes a Mircea. No quiero darle órdenes ni al Senado ni al Círculo. Yo solo quiero que ellos…
—Te tomen en serio. Te escuchen. Se dejen guiar por lo que tú les digas. Y eso se traduce en poder, ¿no?
—Eso se traduce en hacer mi trabajo.
Marco me miró durante un instante y empezó a decir algo, y luego simplemente negó con la cabeza.
—Creí que nunca conocería a alguien tan cabezón como el maestro —me dijo—. Pero qué te voy a decir a ti.
—Yo no pretendo ser cabezota.
—Ya lo sé. Es como con Mircea; no tienes ni que intentarlo. Sale de un modo natural.
Suspiré.
—Creo que tengo que hablar con él.
No sé con qué expresión lo dije, pero Marco se rió.
—Sí, pero tendrás que aplazarlo. Dijo que llamará esta noche, tarde. Tiene que hacer algo durante todo el día.
—¿El qué?
Se encogió de hombros.
—Cosas del Senado, supongo. Tendrás que preguntárselo a él.
—¿Qué hay de Jonas? —pregunté para quitar de en medio una conversación delicada.
—Llamó hace un rato, mientras estabas durmiendo. Dijo… Espera. —Marco sacó una libreta del bolsillo de atrás y la abrió—. Dijo que creía que podría saber qué te atacó anoche. No está seguro, pero cree que podría ser algo llamado espartos.
—¿Espartanos?
—No, yo pensé lo mismo, pero me lo deletreó. Y es espartos. Se supone que hay cinco, hijos de Ares y un dragón…
Estaba cerrando el grifo y levanté la mirada.
—¿Dragón?
—Sí, uno de esos duendes. Pueden cambiar de forma, ya sabes.
—Sí —dije lentamente. Eso explicaría por qué el dragón había resultado tan difícil de matar. Ya había visto a Pritkin y a un amigo suyo, Mac, enfrentándose a uno, y no había sido así. Aunque en aquella ocasión, el dragón no era mitad dios.
—¿Algo más? —pregunté—. Como cómo se supone que tenemos que luchar contra esas cosas.
—Creo que la idea es no hacerlo —dijo Marco secamente—. Dijo que te quedaras en el hotel hoy. Ha triplicado la vigilancia, así que no debería entrar nada. Tiene que investigar más, pero hablará contigo mañana. —Marco pasó una hoja de la libreta, pero no debió encontrar nada, porque la volvió a cerrar—. Y eso es todo.
Empezaba a pensar que ya tenía suficiente. Y creo que Marco también, porque parecía un poco preocupado, como si temiera que fuera a echarme a llorar otra vez. Pero no. Estaba demasiado cabreada. Parecía como si al otro bando le dieran igual los pequeños detalles como el juego limpio. Una vidente no demasiado estupenda contra cinco semidioses monstruosos parecía un poco desigual para mí. ¡Con razón casi mata a Pritkin!
—¿Estás bien? —preguntó Marco.
—Sí. —Forcé una sonrisa, porque nada de aquello era culpa suya—. Sólo estaba pensando… Tengo todo un día sin que nadie me dé el coñazo.
Sonrió abiertamente.
—Bueno, yo puedo, si eso te hace sentir mejor.
—¡Acabas de hacerlo!
—Nop, eso no ha sido dar el coñazo. Deberías escucharme cuando me pongo de verdad.
—Qué miedo.
—No lo olvides.
Marco me despeinó y se marchó. Me quité la ropa y me metí en la bañera, hundiéndome en el agua hasta la barbilla.
Qué bien se estaba. Mejor que bien, y no solo por los músculos doloridos. Tres días atrás, algo había intentado ahogarme en aquella misma bañera; pero ahí estaba otra vez, relajándome. Llevaba un amuleto apestoso en el cuello y, seguramente, había un vampiro detrás de la puerta, pero daba igual. Era un progreso.
Mis pies flotaron hasta la superficie del agua y observé mi pobre esmalte desconchado. Pensé en volver a pintármelas. Pensé en amargarle la vida a Augustine. Pensé en ir al salón y ver si alguno de los chicos podía hacer algo con mi pelo.
Pero nada de eso me atraía demasiado. Me resultaba difícil concentrarme en mis cosas con la espada de Damocles sobre la cabeza. Era como si simplemente contara los minutos esperando el siguiente ataque. Y ya empezaba a cansarme.
Ya estaba harta de jugar a la defensiva. Pero para jugar a la ofensiva, necesitaba algo de ayuda, y no sabía dónde conseguirla. Bueno, más bien sí, pero no sabía cómo.
Suponiendo que las descabelladas teorías de Jonas no fueran tan descabelladas después de todo, necesitaba encontrar a una diosa… y rápido. Y pensé que había una pequeña posibilidad de que la que necesitaba siguiera rondando por ahí. El hechizo que había desterrado a los demás dioses era suyo, así que, quizá, no le había afectado a ella. Y quizá había preferido no volver a un mundo repleto de colegas cabreados. De hecho, cuanto más lo pensaba, más me parecía que ayudar a la humanidad podría haberla unido a nosotros. Si se hubiera marchado, ¿no la habrían obligado ya sus colegas a que retirara el hechizo? Obviamente, ellos estaban deseando volver, y dudaba que hubiera podido hacerles frente a todos. Y se suponía que los dioses eran inmortales, ¿no? Entonces, si no se había marchado, al menos cabía la posibilidad de que continuara aquí.
Pero aunque ese fuera el caso, no se la había visto en tres mil años. Y alguien que se haya escondido durante tanto tiempo, seguramente había conseguido bastante ventaja. A menos que tuviera una visión con un mapa, no tenía la más mínima pista de por dónde empezar a buscarla. Y sin una pista, no iba a tener una visión. El pez que se muerde la cola.
Necesitaba a alguien que me indicara la dirección correcta.
Necesitaba a alguien que supiera de dioses.
Necesitaba a un dios.
Por suerte, conocía a tres.