30

Cinco minutos después, Pritkin y yo estábamos cruzando a toda pastilla un aparcamiento que iba perdiendo su oscuridad conforme el amanecer acariciaba el horizonte. Pero no había nadie, contábamos con la suficiente penumbra para escaparnos sin problemas y las cosas parecían ir mejor. Hasta que toqué la puerta del cacharro destartalado de Pritkin y… me paralicé.

Tirado en el asiento del copiloto, medio arrastrando por el suelo, estaba el viejo y estropeado cinturón de pociones de Pritkin. Solo era una tira de cuero desgastado, con partes más oscuras de manosearlo, con las marcas y rasguños típicos del uso. Algunos frasquitos hechizados llenos de sustancias fangosas seguían en su sitio, como balas descomunales en una bandolera. Otros se habían utilizado en la lucha y habían dejado zonas más claras en el cuero; parecía la dentadura de un niño mellado.

No había nada sexi en él, ni por asomo, pero me vino una repentina y visceral imagen de la última vez que lo había visto: yo arqueándome en la oscuridad y el cinturón arrojado sobre el asiento del coche. Y me estremecí, mucho.

Pritkin me miró con perspicacia, con el gesto tenso.

—Se pasará —dijo secamente, y tiró el cinturón a la parte de atrás.

Me mordí el labio y asentí; era lo único que podía hacer invadida por aquel desgarrador recuerdo sensorial de placer. Me provocaba tensión, me nublaba la vista y me ponía la piel de gallina. Era… espantosamente real. Pritkin estaba al otro lado del coche, no me estaba tocando, ni siquiera estaba cerca. Pero de pronto, olí su aroma, saboreé su sudor, sentí sus labios en mi piel. Eran cálidos y suaves, al contrario que los fuertes dedos que se clavaban en mis caderas para sujetarme, mientras él…

Emití un sonidito y me estremecí de nuevo, se me aceleró la respiración y apoyé la mano en el lateral del coche, con tanta fuerza que me dolió. Conseguí separar los dedos, me abracé y me sobrepuse. De pronto, agradecí enormemente llevar el abrigo, ya que era demasiado grueso y holgado para mostrar cualquier señal inoportuna de mi breve recuerdo.

Al cabo de un minuto entré, pero no porque hubiera parado, sino porque, de pronto, estaban empezando a salir un montón de coches de la línea Ley iluminados en azul y blanco por luces estroboscópicas y lanzando estampidos, como truenos retumbando contra el edificio. Pritkin puso el coche en marcha y salimos por el camino normal, creo que para evitar el atasco metafísico. Pasamos con cuidado por una cerca, atravesando una protección que nos envolvía como un manto de agua, y nos introdujimos en las calles solitarias del amanecer de Las Vegas.

En aquella zona, casi todo era asfalto y edificios industriales, en medio de terrenos desolados de tierra rojiza, algunas plantas del desierto y pavimento. No se parecía mucho a la ostentosa y reluciente ciudad que aparece en los folletos para turistas, pero aun así, exhibía una especie de belleza austera. Los lejanos velos de polvo escarlata exaltaban el amanecer y coloreaban los edificios de negro y dorado. Observé el paisaje con los ojos llorosos, estaba tan cansada que apenas podía mantenerlos abiertos, y tan excitada que quería gritar.

Sí, era muy divertido.

—Esto no ocurrió la última vez —dije al final, sobre todo para distraerme.

—La última vez no me alimenté tanto —me dijo Pritkin, mientras yo intentaba sin éxito controlar la respiración.

Tragué saliva.

—¿Cuánto… cuánto dura?

—Normalmente, cinco o diez minutos. ¿Quieres que paremos?

—¡No! —Lo único que me obligaba a no tirarme encima de él era que estaba conduciendo.

Se quedó callado un rato, y yo me concentré en no retorcerme en el asiento. La cosa no iba muy bien. Me sequé las manos en el faldón del abrigo y dejé huellas húmedas en la tela beis. Me quedé mirándolas, con los ojos llorosos y dolor y desesperación. Dios, si aquello no se acababa pronto, me iba a volver completamente…

—Después de que Ruth muriera, me volví un poco loco durante un tiempo —dijo Pritkin de pronto.

Parpadeé sorprendida, porque sus palabras parecían llovidas del cielo, como si me hubiera leído la mente.

—¿En serio?

Asintió.

—Mis recuerdos de aquellos días son, en el mejor de los casos, confusos, pero al parecer intenté matar a mi padre. Supongo que lo culpaba de su muerte, aunque no puedo decir que me acuerde exactamente del proceso de haberlo pensado. Lo que sí recuerdo es un fuerte deseo de sentir los huesos de su cuello rompiéndose en mis manos, lo cual puede dar alguna pista.

Me chupé los labios.

—Pero no lo conseguiste.

—No, pero estuve muy cerca. De hecho, estuve tan cerca que, junto con varias… indiscreciones del pasado, aquello convenció al consejo demoníaco de que yo suponía una amenaza intolerable. Me condenaron a muerte.

—¿Muerte? —Me giré para mirarlo, olvidando todo lo demás durante un instante por la impresión—. Pero… no lo hiciste. Y tú mismo has dicho que no estabas cuerdo…

—Nada de eso importa en las leyes demoníacas.

—Pero sigues vivo.

—Sí, gracias a la intromisión de mi padre.

—¿Tu padre?

Pritkin sonrió ligeramente.

—Estaba furioso. No recuerdo mucho de aquellos días, ya te lo he dicho. Pero lo recuerdo a él entrando en la cámara del consejo como un huracán y acusándolos de intento de robo… de su único hijo físico. Dijo que él era el perjudicado y que por lo tanto a él, como miembro del consejo, se le debería permitir fijar la condena. Ellos accedieron.

—¿Y cuál fue la condena?

—Debía volver a la corte y entrar en funciones como su heredero. Lo que había rechazado con anterioridad. Me imagino que supuso que lo preferiría a la muerte. Pero supuso mal.

—Espera. ¿Escogiste morir?

—Pensé que era mejor que vivir durante siglos como su esclavo. Y esa época… en esa época no recuerdo que me importara demasiado estar vivo o muerto. Les dije que cumpliría la condena y que acabáramos con el asunto. Estaban a punto de acceder cuando volvió a intervenir… proponiendo un acuerdo mutuo.

—¿Qué tipo de acuerdo? —pregunté con cautela, porque sabía que no iba a ser nada bueno.

—Que sería desterrado de los reinos demoníacos, sin posibilidad de volver, bajo pena de muerte.

Fruncí el ceño.

—¿Desterrado adónde?

—Aquí, a la Tierra.

—Pero… pero eso no es una condena. Ya estabas viviendo aquí.

—Eso mismo dijo el consejo. Señalaron que muchos demonios puros darían lo que fuera por ser «desterrados» a este mundo, donde pueden alimentarse como en ningún otro lugar en el reino demoníaco.

Asentí. Pritkin me había contado que una de las principales razones por las que existía el consejo era regular el número de demonios permitido en la Tierra en todo momento. De lo contrario, habría habido bronca.

—Entonces, ¿por qué te permitieron volver aquí?

—Les convenció el argumento de mi padre de que había pocos castigos más duros que enviar a un demonio muerto de hambre a una sala de banquetes y prohibirle que comiera.

—Prohibirle… —Me callé porque no estaba segura de haberlo entendido. Había visto a Pritkin comer en abundancia, así que sabía que no estábamos hablando de comida normal y corriente.

—¿Quieres decir que… no podías… nada de nada?

—El acuerdo era sencillo: nada de sexo, ya fuera en la variedad demoníaca o humana. De lo contrario, perdería mi «libertad condicional» y regresaría a la corte de mi padre, para siempre, y permanecería bajo su autoridad absoluta.

—Eso es… pero… —Eché un vistazo atrás presa del pánico, el porqué no lo sé. Como si Rosier nos estuviera persiguiendo en un coche—. ¿Y ahora va a por ti? ¿Por lo que hemos hecho?

Pritkin negó con la cabeza.

—Alimentarme para salvar mi vida fue expresamente eximido. Mi padre no me quiere muerto, como podrás comprobar. Me quiere vivo y a su servicio, y creo que tuvo miedo de que prohibir que me alimentara en casos de emergencia arruinara su plan.

—No creyó que pudieras conseguirlo —dije lentamente—. Me refiero a quedarte aquí.

—No. Estaba seguro de que al final lo incumpliría, que volvería en una década, dos a lo sumo. Para las razas demoníacas, ambos periodos de tiempo son insignificantes. Ya había esperado cientos de años. ¿Qué más daba algunos más?

—Te subestimó.

—Creo que en la corte hicieron apuestas para ver cuánto tiempo duraba exactamente, y todos los plazos han expirado.

—Pero ¿pensaste en cómo sería no poder…?

—No. —Pritkin resopló una risa sin gracia—. No.

—Pero debiste haber pensado…

—En esos momentos, no creo que fuera capaz de pensar mucho. Pero tal y como estaba… No creo que quisiera volver a tener relaciones íntimas. La mera idea me resultaba repugnante, a cualquier nivel. Estaba horrorizado por lo que había hecho, por la persona en la que me había convertido…

—¡No te convertiste en nada! Tu padre tuvo la culpa de la decisión de tu mujer. No tuvo nada que ver contigo.

—Excepto que yo fui el instrumento de su muerte.

—Sí, y eso te convierte en una víctima, no en un… ¡monstruo!

—A ojos de mis colegas monstruos, no. Al contrario que la mayoría de otras razas, los íncubos tienen fama de mostrar… algo de consideración con sus compañeras. Suele ser por egoísmo, por supuesto; resulta más fácil que estar buscando constantemente una nueva víctima. Pero, aun así, hubo algunos en la corte de mi padre que me rechazaron tras lo ocurrido. Las criaturas que yo había despreciado durante tanto tiempo, ahora se avergonzaban… se avergonzaban de estar relacionadas conmigo. Y no las culpo. Sentía que nunca más querría alimentarme.

—¿Y después? —pregunté en voz baja. No era asunto mío, pero no me imaginaba cómo tendría que haber sido. No conocía a muchos humanos que pudieran renunciar a cualquier tipo de intimidad, y mucho menos a alguien cuyo cuerpo estuviera expresamente diseñado para necesitarla.

—Después… —Hizo una mueca con los labios—. Empecé a entender por qué mi padre había querido hacer un trato. Lo había entendido intelectualmente desde el principio, por supuesto, pero la realidad era… un poco diferente.

—¿Todavía te sientes así? —pregunté impresionada—. ¿Te sientes como yo me estoy sintiendo ahora… todo el tiempo?

—Todo el tiempo no. Fue casi continuo durante más de una década…

—¿Una década? —Me lanzó una mirada y, por alguna razón, tenía un toque risueño. Obviamente, porque estaba loco—. ¿Cómo…?

—Me da vergüenza reconocer que me convertí en un adicto a un buen número de sustancias durante esa época, en un intento de… sobrevivir; supongo que se diría así. No ayudó mucho, nada ayudaba; pero con el tiempo, la lucha fue resultando más fácil, conforme se iba debilitando mi parte demoníaca. Y encontré una válvula de escape para mis energías dando caza a aquellos que habían hecho lo mismo que yo… pero a propósito.

Me quedé callada un momento. Observé que la arena adquiría un tono malva, miel y carmesí conforme la noche se retiraba lentamente ante la llegada del sol. Y pensé en qué se sentiría al ver que una parte de ti se está muriendo literalmente de hambre y, aun así, es incapaz de morir. Al saber que si cedes, aunque sea una sola vez, al hambre constante que te carcome, perderás para siempre tu libertad.

—Tu padre es un hijo de puta —dije con sentimiento.

—No te lo discutiré —dijo secamente—. Sin embargo, desde su punto de vista, se siente defraudado. Se ha pasado un periodo de tiempo considerable intentando tener un hijo físico sin lograrlo. Y cuando por fin lo consigue, contra todo pronóstico, el resultado no es… el que él había esperado.

—¡Coño, qué lástima! Muchos padres tienen hijos que no son exactamente como ellos habían pensado que serían. Pero aprenden a amarlos de todos modos.

—La mayoría de los padres no son señores de los demonios. Y el amor nunca fue el objetivo.

—Pues debería haberlo sido.

—Para ser alguien que trata con eso, o con su manifestación física, mi padre sabe muy poco del tema, aunque parezca sorprendente.

Pritkin se quedó callado durante unos instantes y yo sabía que, seguramente, debía parar. Pero casi nunca se abría; seguro que al día siguiente se volvía a cerrar a cal y canto. Si no preguntaba en ese momento, quizá no volvería a tener la oportunidad. Y no es que el chico fuera tímido. Si no quisiera hablar, me lo diría. Seguramente de un modo muy directo.

—¿Y por eso te has convertido en un fanático de la vida sana? —pregunté—. ¿Para compensar aquella época?

—No, es más un intento de contrarrestar ligeramente la pérdida de poder que sufrí cuando dejé de alimentarme.

—¿Qué pérdida de poder?

—Como te he dicho, nunca me he fusionado con otros demonios, nunca he intentado mejorar aquello con lo que nací, ya que lo único que habría conseguido sería resultarle más útil a mi padre. Y que fuera menos probable que me dejara marchar. Sin embargo, gran parte de mi fuerza siempre ha venido de… mi otra mitad, si quieres decirlo así. Y una vez incapacitada, tuve que encontrar otros modos para compensar.

—Como las pociones.

Asintió.

—Nunca me habían interesado demasiado, pero se convirtieron en una manera de equilibrar la pérdida de poder. Y resultaron ser… tranquilizantes. Algunas de las más mortales requieren total concentración, y me di cuenta de que concentrarme completamente en algo me ayudaba a dominar el hambre. ¿No estás de acuerdo?

Por un segundo, no supe a qué se refería, hasta que me di cuenta: el recuerdo había desaparecido. La respiración volvía a ser normal, el corazón latía con regularidad; las manos seguían sudorosas, pero solo eran restos. Me relajé apoyándome en el respaldo y suspiré.

—Gracias. —Era sincero.

—Uno aprende a copiar mecanismos con el tiempo…

—¿O se vuelve loco?

—Algunos dicen que ya lo estoy.

—Se equivocan.

Nos detuvimos en un cruce, y Pritkin se giró ligeramente en el asiento para mirarme.

—¿Y cómo lo sabes?

Estaba lo bastante cerca como para poder ver sus largas y rubias pestañas, casi lo bastante cerca como para contar los pelos de la incipiente barba que asomaba por la barbilla. Aún no había tenido la oportunidad de atormentarse el pelo, y tenía un aspecto suave y extrañamente liso, movido ligeramente por la brisa que entraba por la ventanilla. Hacía que pareciera más joven, más dulce, más tierno…

Sí, claro, pensé poniendo los ojos en blanco mentalmente.

Pritkin era irritante, reservado, impaciente y grosero. Tenía el tacto de un sargento de instrucción de los marines y el encanto de una cerca de alambre de espino. A menudo, aunque no lo pretendiera, conseguía que me entraran ganas de abofetearlo e incluso de dispararle. Seguramente le había gritado más que a nadie en mi vida, y lo conocía desde hacía menos de dos meses.

Y aun así, también era leal y valiente y extrañamente amable. La mayoría de las veces no lo entendía en absoluto. Pero había una cosa que sí sabía.

—Crecí rodeada de algunos hombres realmente locos —le dije con voz áspera—. Tú no eres uno de ellos.

—¿Entonces qué soy?

Le aparté un mechón rebelde de los ojos, pero no conseguí que se mantuviera en su sitio. En cierto modo, me recordó a él.

—Pritkin —dije sencillamente. Más o menos, resumía todo el disparatado conjunto.

Movió los labios con un gesto nervioso.

—¿Sabes que nadie más me llama así?

—¿Y los del Cuerpo?

—Si me conocen, me suelen llamar por mi nombre de pila, y si no, por mi rango.

Me quedé pensándolo. Por alguna razón, aquello me hizo feliz.

—Bien.

Sacudió la cabeza para reprimir una sonrisa. No sé por qué. Como si le fuera a doler o algo así.

—¿Adónde quieres ir?

Suspiré.

—De vuelta a la suite.

—¿Estás segura? Podemos hacer otros planes, y está el hecho de que…

—¿De que qué?

—De que a Jonas no le va a gustar.

Levanté una ceja.

—¿Y eso importa?

Y entonces, sonrió ligeramente y arrancó el coche.

—Ahora sí que hablas como una pitia.