Una hora y media después, seguía desnuda y nada contenta.
—¡Joder, Marco! —dije con voz ronca—. ¡Eso duele!
—No te estás quieta y te va a quedar cicatriz. —El tono era duro, pero la gran mano en mi maltratado trasero era delicada.
—Sólo te digo que tengas cuidado, ¿vale? Eso de ahí detrás es carne viva. —Al menos, por el momento.
—Veré lo que puedo hacer.
Volví a acomodarme boca abajo y tiré de la sábana que se suponía que protegía mi pudor. Casi no me tapaba, pero estaba demasiado cansada y, según sospechaba, demasiado colocada para preocuparme. Sabía que la camilla en la que estaba tumbada era plana, pero parecía como si estuviera flotando en alta mar, gracias a las pastillas que alguien me había dado y a las dos copas con las que me las había tragado.
—¿Es posible marearse acostada? —le pregunté.
—Si vas a vomitar, dímelo —dijo Marco seriamente.
—No —le contesté con toda la dignidad que pude reunir. Teniendo en cuenta que estaba desnuda y tumbada en una camilla de masajes mientras él extraía cristal tras cristal de mi culo, no es que tuviera mucha.
—Es solo para asegurarnos. Ya tenemos bastante que limpiar.
Eso era verdad.
Habíamos vuelto a la suite, destrozada como estaba, porque contaba con mejores protecciones que cualquier otro lugar en el hotel. Tampoco es que hubieran servido de mucho esta vez, pero durante el último mes, habían mantenido alejadas a la mayoría de personas que ansiaban mi cabeza. Así que, habitable o no, era donde iba a dormir aquella noche.
Los vampiros trataban de poner un poco de orden, pero era una ardua tarea. Observé a través de la puerta abierta a una pareja que corría de acá para allá tratando de atrapar las cortinas hechas jirones que ondeaban hacia dentro en la ventana destruida de la sala de estar. Al menos lo intentaron hasta que uno de los vampiros murmuró algo malicioso y arrancó de un tirón los últimos restos de barra, tornillos y demás. Después intentó meterlo en una bolsa de basura, pero no cabía. Así que lo estrujó formando una bola de metal e hizo que cupiera. Su amigo simplemente lo miró con los brazos cruzados y movió la cabeza lentamente.
En otro momento, habría sido gracioso. Ninguno de los guardias era un maestro de menos del tercer nivel, y eso los convertía prácticamente en nobleza vampírica. Casi con toda seguridad, no estaban acostumbrados a barrer suelos, recoger basura y meter las bolsas en el contenedor. Pero no iban a dejar que nadie se acercara a la suite, ni siquiera el servicio, así que no había mucha elección. Y debo decir a su favor que ni uno se había quejado.
Obviamente, podía ser porque no habían dicho ni una palabra. La mayoría seguían un poco más pálidos de lo normal y, a veces, pillaba a alguno mirándome de reojo al pasar. La misma mirada que yo le echaría a un animal peligroso del zoo que estuviera un poco demasiado cerca de las rejas. Como si pensaran que en cualquier momento me podría tirar a su yugular y, simplemente, quisieran ser prudentes.
—Creo que me tienen miedo —le dije a Marco, mientras otro pasaba corriendo con la misma miradita.
—No te tienen miedo a ti —me corrigió Marco, tirando un pañuelo de papel manchado de sangre en un cubo de basura a rebosar.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que tú atraes enemigos como la carne podrida a las moscas.
—¡Qué gran imagen!
—Y no son enemigos normales y corrientes —protestó—. Alguien a quien se pueda machacar de verdad. Son fantasmas o demonios o un puto dios, y mis chicos son buenos, pero no saben cómo lidiar con esa mierda. Eso hace que se sientan indefensos, y lo odian.
A mí tampoco es que me encantara, pero no dije nada porque Marco estaba en racha.
—Y la mayoría pensaba que esto iba a ser como unas vacaciones. Un viaje gratis a Las Vegas con estancia en un hotel lujoso, donde lo único que tendrían que hacer sería vigilar a la novia del maestro. Quiero decir que pensaban que se pasarían casi todo el tiempo cargando las bolsas de tus compras y aconsejándote sobre el color que mejor combina con tu bolso, ¿entiendes?
Fruncí el ceño. No, no lo entendía. Su maestro, y también mi pareja, era demasiado cauteloso con su pasado emocional. Sabía que no era inexperto (a los quinientos años, sería un poco difícil), pero no tenía muchos detalles. De hecho, no tenía ninguno, solo firmes sospechas y podían ser tanto todas correctas, como todas equivocadas.
Por alguna razón, nunca se me había ocurrido preguntarle a Marco.
En aquel momento se me ocurrió.
—Por lo que dices, parece que ya lo hayan hecho antes.
—Eso no es asunto mío.
—Pero ¿lo han hecho? ¿Lo has hecho tú? —Era inquietante pensar que yo podía ser simplemente una más de la larga lista de mujeres que Marco había cuidado, al menos hasta que se habían hecho lo suficientemente mayores como para mantener la atención de su novio de perpetuo aspecto treintañero.
Muy, muy inquietante.
—Yo no suelo dedicarme a esto de ser guardaespaldas —dijo Marco evadiendo la pregunta.
—Pero lo has hecho durante un tiempo, ¿verdad?
—Sí.
—Entonces, ¿cuántas novias ha tenido Mircea? —le pregunté directamente.
Marco suspiró.
—¿De verdad quieres saberlo?
—Pues sí, la verdad es que sí quiero.
—Entonces háblalo con él —me dijo rotundamente.
—Pero él no está aquí y tú sí. —Y el hecho de que fuera tan obvio que Marco no quisiera tratar el tema hizo que me preguntara de qué cantidad estábamos hablando—. Me refiero a cuántas pueden haber sido —me pregunté en voz alta—. ¿Cinco, diez?
Marco no contestó.
—¿Veinte? —le pregunté, en un tono un poco estridente.
—Bueno, no me acuerdo —contestó. Y entonces me sacó otro cristal del culo.
—¡Ay!
—¿Quieres otra copa? —me preguntó, mientras un vampiro entraba con una bandeja con una licorera.
—¡Lo que quiero es que pares de excavar con esa cosa!
Me puso algo delante de la cara.
—¿Ves esto? Son unas pinzas. No excavan.
—¡Eso díselo a mi culo!
—¿Quieres otra copa o no?
—Quiero café —dije resentida, ya que, obviamente, no estaba obteniendo respuestas. Me tapé el pecho con la sábana e intenté mirarme el maltratado culo. Y entonces me di cuenta de que el vampiro también estaba mirando.
—¡Eh!
—No lo hace con ninguna intención —dijo Marco mientras el tipo salía corriendo—. Simplemente está ahí, ya sabes.
—¿Y?
—Y que somos tíos. Miramos los culos de las mujeres.
—¿Tú me estás mirando el culo? —le pregunté con desconfianza.
—Si no miro, no puedo sacar todos los trozos.
—Entonces, quizá deberíamos llamar a un médico.
Marco me dio una palmadita en el hombro.
—Tranquila, no eres mi tipo.
—¿Y cuál es tu tipo?
—Alguien que no se meta en tantos líos —dijo, mientras una astilla de cristal resonaba en el interior del cenicero que estaba utilizando como palangana—. He decidido que estaba equivocado. No me gusta el lado salvaje. No tengo el aguante que tiene el maestro.
—Conmigo no hace falta aguante.
—Cariño, contigo hace falta un camión enorme.
No sabía lo que quería decir, pero no sonaba a piropo. Pero antes de que pudiera preguntar, Pritkin entró con una taza que olía a gloria. Me la dio y me preparé para recibir su habitual mazazo de cafeína en el cerebro. Aquél chute no me decepcionó; a los dos tragos, ya sentía el rápido latido de mi corazón.
—No fue un demonio —me dijo sin preámbulos.
—Y una mierda que no. —Marco tiró otra astillita en el cenicero, con más energía de lo necesario—. Los chicos han dicho que esto parecía El exorcista.
—Terror en Amityville —murmuré, pero nadie me estaba escuchando.
—Estaban equivocados —dijo Pritkin bruscamente. Me miró y frunció el ceño, luego alargó la mano y me apartó los rizos de los ojos. Yo le sonreí con la mirada agotada, lo que consiguió que, por alguna razón, frunciera más el ceño—. ¿Estás segura de que no era un fantasma?
Yo asentí. Era de lo único de lo que estaba segura.
—¿Puedes describirlo?
—¿No lo viste?
Pritkin negó con la cabeza.
—Una nube oscura, nada más.
—Pues yo no vi mucho más.
—Cuéntame lo que puedas. Cualquier cosa ayudará.
Intenté recordar, pero me dolía mucho la cabeza, la habitación seguía dando vueltas y la verdad es que no había mucho que recordar.
—Era de color oscuro —dije despacio—. Negro o gris. O azul muy oscuro. Y tenía plumas, creo. —Me devané los sesos, pero no conseguí nada más—. ¿Era grande?
—¿Qué dice tu sirviente? ¿Vio algo?
Tardé un segundo en darme cuenta de que se refería a Billy Joe. Pritkin tenía la extraña idea de que Billy era para mí lo que un demonio esclavizado era para un mago: un sirviente competente y obediente que se quedaba imperturbable frente a las adversidades. Pero la verdad era casi exactamente lo contrario. Nada más acabar la crisis, Billy huyó a su collar y no lo había vuelto a ver desde entonces.
Le di un toque, por puro capricho, y recibí la versión metafísica de un corte de mangas.
—Billy no sabe nada —traduje.
—¿Estás segura?
—Dile que no me toque los huevos.
—Bastante segura.
Pritkin se pasó la mano por el pelo. Lo tenía sudado, y aunque se había puesto unos vaqueros viejos, no le cubrían las marcas de haber sido lanzado a través de una pared. Parecía tan aporreado como yo me sentía.
Un moretón especialmente morado le subía por el tórax rodeando el torso hasta la espalda, donde supuse que se había golpeado contra la pared. Estaba lo bastante cerca como para alargar la mano y tocarlo, así que eso hice. Lo rocé con las yemas de los dedos y lo noté caliente, Pritkin siempre estaba un poco más caliente que el estándar humano; pero solo por un instante, porque se apartó.
Dejé caer el brazo.
—Tendrías que dejar que te vieran eso. Puede que tengas una costilla rota.
—Estoy bien —dijo bruscamente, mientras otro vampiro entraba en la habitación con un teléfono en la mano.
—Para usted —me dijo, deslizando ya la vista hacia el sur.
—¿Queda alguien en esta suite que no me haya visto desnuda? —pregunté agarrando la sábana y el teléfono.
—De verdad espero que así sea, Cassandra.
Suspiré y dejé caer la cabeza en la superficie acolchada de la camilla. Siempre podía decir cómo se sentía Mircea según la versión de mi nombre que decidía utilizar. Cuando estaba de buen humor, era dulceaţă, la palabra cariñosa en rumano que, coloquialmente, se traducía como «cariño» o «querida». Cuando estaba menos contento, era el viejo y sencillo Cassie. Y cuando estaba soberanamente cabreado pero no lo mostraba porque él era el príncipe Mircea Basarab, miembro del poderoso Senado vampiro norteamericano y un tipo genial en todos los aspectos, utilizaba Cassandra.
«Cassandra» nunca era bueno.
Pero esta vez no era culpa mía.
—Esta vez no es culpa mía —le dije haciendo una mueca, porque Marco había encontrado otra herida no torturada hasta el momento.
—No llamo para atribuir culpas.
—Entonces, ¿por qué ese «Cassandra»?
—Me asustaste. Durante unos momentos, no pude sentirte.
Miré el teléfono con el ceño fruncido.
—Estás en Nueva York. ¿Cómo vas a sentirme?
—Por el vínculo.
—¿Tenemos un vínculo?
Un suspiro.
—Por supuesto que tenemos un vínculo, dulceaţă. Eres mi esposa.
Desde el punto de vista de los vampiros; pero no se lo dije porque eso siempre provocaba un «Cassandra». La ceremonia, si se podía llamar así, había terminado antes de que supiera realmente lo que estaba ocurriendo. Pero daba igual, porque esas pequeñeces, como el consentimiento de la novia, no eran necesarias en las bodas de los vampiros.
Excepto para mí, claro.
Esa era la razón por la que Mircea y yo estábamos saliendo, o al menos por eso lo estaba haciendo yo, para comprender si todo aquello de tener una relación era algo que podía manejar. Él lo hacía para complacerme, cuando se acordaba, aunque obviamente pensaba que era una ridiculez. Mircea había nacido en una época en la que los hombres cogían lo que querían y se lo quedaban, siempre y cuando tuvieran la fuerza necesaria. Y la fuerza nunca le había supuesto un problema.
Sin embargo, lo de escuchar…
—Te escucho —me murmuró al oído una voz aterciopelada.
Ladeé la cabeza y dejé que mi pelo cayera sobre el teléfono. No es que sirviera de mucho tal y como estaba lo de la intimidad, pero era lo que había.
—Ajá.
—¿Y qué significa eso? —preguntó con tono divertido.
—Significa «eso es una gilipollez», pero estoy demasiado colocada como para pensar una respuesta aguda justo ahora —le dije sinceramente.
—¿Colocada?
—Borracha, pedo, puesta…
—Entiendo el término —dijo Mircea agudizando la voz—. Mi pregunta es por qué.
Dudé. La verdad era que había estado a punto de sufrir un ataque de histeria al despertarme. Soportaba bastante bien el estrés durante las crisis, en especial porque últimamente estaba cogiendo mucha práctica. Pero después…
Seguía teniendo problemas con el después.
—Marco pensó que era lo mejor —dije finalmente.
A Mircea no pareció gustarle la respuesta.
—Ya hablaré con Marco —dijo seriamente—. Pero de momento, estoy más preocupado por el ataque de esta noche. Mis hombres me han informado de lo poco que sabían. Me gustaría escuchar tu versión.
Ahora me tocaba a mí suspirar.
—No lo sé. No fue un fantasma; de eso estoy segura. Y Pritkin jura que no fue un demonio.
—Existen miles de tipos de demonios, Cassie. No hay forma de que esté seguro…
—Está bastante seguro —dije secamente.
—Y tú has tenido problemas con varios de ellos últimamente. Lo más probable es que el culpable sea un demonio.
—Creo que deberíamos confiar en la opinión de Pritkin sobre esto —dije, porque no podía decir nada más. Que el propio Pritkin fuera mitad demonio no era lo que se dice mundialmente conocido, pero qué tipo de demonio, eso no lo sabía nadie más que yo.
Y mi intención era que siguiera siendo así.
—Yo no estoy tan seguro —dijo Mircea en tono agrio—. Pero lo hablaré con él. ¿Puedes pasármelo?
La verdad es que no pensaba que fuera buena idea, teniendo en cuenta que Mircea y Pritkin eran como el agua y el aceite, pero todavía peor. De todos modos, le pasé el teléfono. No pillé mucho de la conversación, porque por parte de Pritkin era bastante escueta y porque Marco había vuelto a empezar el proceso de extracción.
—Es imposible que tenga tantos trozos de cristal en el culo —dije apretando los dientes tras un par de agonizantes minutos.
—Cariño, es como si te hubieras revolcado sobre ellos.
—¡Estaban por todo el suelo!
—Pues en casos así, lo mejor es evitar el suelo —dijo secamente mientras hurgaba a lo que parecía una profundidad de dos centímetros en mi dolorido trasero.
—¡Lo tendré en cuenta la próxima vez que me posea un ente diabólico!
—Demonio —dijo Marco tajantemente.
—No era un demonio —indicó Pritkin, pero no supe si le estaba hablando a Marco o a Mircea—. ¡Sí, joder, estoy segurísimo!
A Mircea.
—Bueno, esto te va a escocer un poco —me dijo Marco, justo antes de prenderle fuego a mi culo.
—¡Mierda, mierda, mierda!
—Hay que desinfectarlo —dijo impasible—. No eres una vampira. Puedes coger una infección.
—¿Dónde? ¡Si me acabas de quemar todo el culo!
—Quiere hablar contigo —dijo Pritkin con expresión seria.
Cogí el teléfono.
—Qué.
—¿Cassie?
Mircea no estaba acostumbrado a que una mujer le hablar en ese tono, pero estaba demasiado dolorida (en varios sentidos) como para preocuparme.
—Si Pritkin dice que no era un demonio, entonces no era un demonio. ¡Joder, Mircea! ¡Él debería saberlo!
—¿Y por qué, dulceaţă? —me preguntó con tono persuasivo. Bueno, quizá tuviera que revisar la lista, porque a veces Mircea también usaba mi diminutivo cariñoso con astucia.
—Es un cazador de demonios —dije, obligándome a calmarme antes de soltar alguna estupidez; bueno, una estupidez aún más grande—. Su trabajo es saberlo.
—Ordenaré que estudien todas las posibilidades —dijo Mircea, y realmente esperé que estuviera hablando del ente—. Mientras tanto, necesito que me prometas que no saldrás del hotel.
—Mircea, me han atacado precisamente en el hotel. ¿Crees que quedarme aquí es…?
—Doblaré la guardia.
—Aunque la hubieras triplicado, aunque hubieras puesto un vigilante por metro cuadrado, ¡el resultado habría sido el mismo! Nadie podía prever que…
—Debimos haberlo previsto —dijo con dureza—. Sabíamos que habría un ataque. Simplemente, no esperaba que fuera tan pronto. La coronación no es hasta dentro de diez días.
—¿Y para qué esperar al último momento?
Mircea no dijo nada, pero aquella pausa tan significativa dejó claro que no le veía la gracia.
Evidentemente, hoy día nada le hacía gracia. En aquellos momentos estaba tratando de negociar la primera alianza mundial de senados vampiros. Era en lo que había estado trabajando todo el mes, lo que estaba haciendo en Nueva York, donde muchos de los senadores se habían congregado para algún tipo de reunión previa a la coronación. Pero aunque sus habilidades diplomáticas eran formidables, no había duda de que estaba en un aprieto. Los senados llevaban siglos conspirando, confabulando y cabreándose entre ellos y, al parecer, habían hecho un gran trabajo.
Y nadie mejor que un vampiro maestro para guardar rencor.
Si añadíamos la guerra en curso y, además, la coronación que se había previsto celebrar en su estado, era suficiente para provocarle a cualquiera un buen dolor de cabeza. Yo no quería ser uno más de sus problemas. Y lo que me pedía era bastante fácil.
Tampoco es que fuera a estar más segura en otro lugar.
—No me moveré —le prometí.
—Bien. Entonces te veo mañana por la noche.
—¿Mañana? Pensaba que estarías fuera una semana.
—Esa era mi intención, pero… He obtenido la información que me pediste.
Por un momento, no caí en la cuenta, porque no recordaba haberle pedido nada a Mircea. Excepto…
Me incorporé de repente.
E igual de repente me arrepentí. Grité y Marco soltó una palabrota.
—¡Quédate quieta! —me dijo empujándome para que me volviera a tumbarme. Me vino bien, porque me dio la oportunidad de dominar el gesto.
—Sobre nuestra cita —dijo Mircea aclarándose la voz innecesariamente.
—Ah, vale. —Mi voz sonaba bastante normal, pero noté que me empezaba a sudar la palma de la mano que apretaba el teléfono. Porque lo que le había pedido no era la típica cena y ver una película. La verdad es que no había pensado que fuera capaz de lograrlo, o que fuera a querer, en realidad. Pero Mircea nunca dejaba de sorprenderme.
Quería detalles, quería aspectos concretos, pero no podía preguntarlos. No con Pritkin clavándome la mirada desde el otro lado de la habitación. Si supiera lo que estaba planeando, no tenía ninguna duda de que intentaría detenerme. Y aunque, seguramente, eso sería lo más inteligente, no era lo más correcto. Esta vez no.
—¿Qué tengo que ponerme? —le pregunté, esperando que la pregunta fuera segura.
—Un vestido de etiqueta clásico.
—Vale, me hace mucha ilusión —le dije, y colgué.
Marco terminó su pequeña sesión de tortura a los pocos minutos y me vendó. Me moví con mucho cuidado y me senté; aquella posición tampoco me hacía mucha gracia. Pero estaba demasiado distraída como para darme cuenta.
—Te conseguiremos una de esas cositas con forma de donut —me dijo mientras Pritkin se aproximaba. Y, joder, tenía los ojos entrecerrados.
—Entonces, si no era un fantasma y no era un demonio, ¿qué era? —pregunté para prevenir cualquier pregunta inconveniente.
Para mi sorpresa, funcionó.
—Tengo una teoría, pero preferiría confirmarla.
—¿Qué teoría?
—¿Te acuerdas de cómo lo derrotamos? —me preguntó, mientras me enrollaba la sábana y me deslizaba hasta el suelo.
—Recuerdo que me lanzaste algo.
—Era la mitad de un nunchaku. Tenía pensado llevarlo para que volvieran a soldar la cadena, pero no he tenido tiempo.
—¿Medio nunchaku? —Fruncí el ceño—. ¿Por qué me lo diste? —Como si pudiera darle a un fantasma en la cabeza con eso.
Me encontré con su mirada verde, y fue lo bastante seria como para callarme.
—Porque era lo único que tenía a mano que estaba hecho de hierro.