29

Me alegro de que lo estéis pasando tan bien —dijo Caleb mientras cerraba la puerta de un golpe un minuto después.

Apenas lo escuché. Estaba demasiado ocupada observando a Pritkin, tirado en el sofá con la cabeza apoyada en el brazo, moviendo los hombros de un modo incontrolado y con lo que sospechaba que eran lágrimas saliéndole de los ojos cerrados.

—No tan mal —murmuró, y volvió a estallar.

Caleb lo miró como pensando que se había vuelto totalmente loco. Yo no sabía si darle la razón, porque Pritkin rara vez sonreía, y nunca se reía. Pero en ese momento lo estaba haciendo y, por un instante, me quedé absorta en la imagen. De todas las cosas raras que habían pasado aquel día tan extraño, esta se llevaba el premio.

Y entonces Caleb me sacó del despacho.

—¿Estás lúcida? —preguntó.

—Bastante.

—Vale, entonces quizá puedas decirme… —Se calló al escuchar que se cerraba una puerta al fondo del pasillo. Giró la cabeza como si fuera el protagonista de una película de espías, me arrastró por el pasillo y me metió en otro despacho.

En este había pilas de cajas que cubrían las paredes y altas torres de carpetas que se tambaleaban de un modo peligroso encima de la única mesa. También había una gabardina colgada en un perchero detrás de la puerta; la cogió y me la tiró.

—¿Se puede saber qué ha pasado con mi camiseta?

—Se mojó.

—¿Y por qué se…? No, espera, no contestes.

—¡Porque la llevaba puesta en la ducha! —dije mientras me ponía la gabardina, que era como cinco tallas demasiado grande—. ¡Sólo estuvimos hablando, Caleb!

—Pues seguid hablando, por ejemplo, sobre qué se supone que vamos a hacer.

—¿Respecto a qué?

—Respecto al hecho de que quizá John haya perdido su siempre adorada cabeza, ¡pero físicamente está demasiado bien para alguien que casi se muere hace una hora! Y la gente no es ciega, ¿entiendes? Y ya han hablado…

—¿Con quién?

—¿Y yo qué coño sé? Puede que hubiera unas doscientas personas en la zona, y la mayoría siguen allí.

—¿Tantas? ¿No podéis decir que fue una fuga de gas o algo así? —Era la excusa por defecto en el Dante para las peculiaridades que ocurrían bastante a menudo.

—Quizá sirva para lo del restaurante. Incluso podría ser cierto, en parte. Pero nos quedan dos edificios destruidos, un garaje hecho polvo y dos toneladas de carne de dragón desperdigada por…

—Vale, ya lo pillo. La hemos liado.

—¿Que la hemos liado? ¿Te haces una idea de cuántas memorias, cuántos monitores, cuántos…?

—Que ya lo he pillado.

—¡Pues yo creo que no! Pero ahora mismo, es lo que menos me preocupa. ¿Quieres saber qué es lo que realmente me acojona? ¿No lo adivinas, así, al azar?

No dije nada.

—Te daré una pista —dijo con malicia mientras empezaba a recorrer el diminuto espacio entre el escritorio y la puerta—. Le he estado dando vueltas, una y otra vez, tratando de encontrar otra explicación. Diciéndome a mí mismo que tengo que estar loco. Diciéndome que tengo que estar equivocado. Pero dos más dos es igual a cuatro. Y un íncubo más un humano es igual a…

—Para.

—¡Y una mierda voy a parar! —Giró la cabeza para mirarme, sorprendentemente rápido para un tío de su tamaño—. ¿Te haces una idea de lo que pasará cuando los demás caigan en la cuenta?

—Eso no ocurrirá.

—Ah, ¿no? Vamos a hacer un repaso, ¿vale? John es alcanzado por un arsenal de sangre de dragón, suficiente para eliminar a todo un puto pelotón. Los hechizos habituales para detener esa mierda no sirven de nada, y todos los que hay en el coche saben lo que va a pasar. Yo también, pero lo conozco desde hace mucho tiempo, así que procuro traerlo aquí, ¡aunque solo sea para que los médicos le cuelguen una puta etiqueta en el dedo gordo del pie!

—Caleb…

—Me imaginé que tú estabas haciendo lo mismo, así que, cuando les ordenaste que se fueran, supuse que solo querías darle un poco de intimidad en sus últimos momentos. Pensé que esa mierda de «si queréis que viva» era para que se largaran o por darte algo de esperanza o algo así. Pero mira por dónde, ¿qué pasó?

—Caleb…

—Empiezas a seducir a lo que viene a ser un cadáver, luego te pones a hablar sola, luego empieza a descender una mierda extraña y caliente que echa chispas, y entonces John revive, se te echa encima y te…

—Técnicamente, él no me…

—Y lo siguiente que sé, es que lo hace muy bien. Es cojonudo. Y entonces eres tú la que parece un cadáver y casi te conviertes en uno…

—Pero no fue así.

—Y él está repleto de energía, con una mirada brillante y escalofriante e irradiando suficiente poder para enfrentarse a todo un ejército. Y solo hay un modo de que lo haya conseguido, ¿vale?

—Pudo haberlo poseído un íncubo —alegué—. En realidad no tiene por qué ser un…

Caleb parecía indignado.

—Vete con esas a otro. Todo el mundo sabe que John es mitad demonio. Es algo que no se puede ocultar en esa especie de chequeo que el Cuerpo les hace a los reclutas. Pero no sabíamos de qué tipo. Él dijo ahhazu…

—Quién lo hubiera dicho…

—Pero son de nivel inferior, no pueden hacer esa mierda. Y un demonio no puede poseer a otro demonio, o medio demonio, en realidad. Así que dos más dos, ¿no? Su otra mitad no es ahhazu, es íncubo. Y solo hay constancia de que haya existido un mitad humano, mitad íncubo…

—Quizá no haya constancia del nacimiento de Pritkin.

—Gilipolleces. Sabes perfectamente a quién tenemos…

—No lo digas.

—… en la puerta de al lado, y John Pritkin no es…

—Te estoy avisando.

—… su nombre. Su puto nombre es Mer…

—Dilo y te pasas el resto de tu vida en el Jurásico —dije siseando.

Nos quedamos quietos, mirándonos fijamente y respirando con fuerza.

—¿Me vas a decir que estoy equivocado? —dijo finalmente Caleb.

—Yo no voy a decir nada. Y tú vas a hacer exactamente lo mismo.

—Vale. —Se pasó la mano por el pelo al rape, que estaba demasiado corto para arrancárselo, y a juzgar por su expresión, quizá fuera lo mejor—. Digamos que, así porque sí, no lo delato. Digamos que he trabajado con él durante tanto tiempo que quizá no quiera ver lo que pasa cuando todo el mundo se entere de que tuvo otro nombre. Digamos que estoy de tu parte. ¿Qué coño esperas que haga? Ya te lo he dicho, lo vio mucha gente. Y habrá un informe, y…

—No vieron lo que pasó en el coche. Sólo saben que…

—Que está vivo cuando no debería estarlo. ¡Y eso es más que suficiente para que a la gente le pique la curiosidad!

—¡Está bien! —dije—. Dame un minuto.

—Espero que no necesites mucho más —dijo seriamente—. Tuvimos suerte al llegar, habían llamado a todos los que estaban de turno para que acudieran al desastre que dejaste. Pero volverán pronto, y el primer equipo diurno ya estará de camino y…

—¿Cuánto tiempo tenemos?

Le echó un vistazo al reloj.

—Menos de una hora hasta que aparezca el equipo diurno. Y seguramente no tanto hasta que los primeros grupos empiecen a regresar de la Ciudad Catástrofe. Van a tener que redactar informes antes de fichar y eso lleva…

—¿Cuánto tiempo tenemos?

Me miró fijamente con sus ojos oscuros.

—Minutos.

—Entonces será mejor que los usemos bien —dijo Pritkin abriendo la puerta—. Y que sepas que has olvidado echar un hechizo de silencio.

Caleb soltó una palabrota.

—Estoy perdiendo los papeles.

—Y con razón.

—¡Pues claro que con razón, joder! —Caleb miró fijamente a su amigo, examinando los rasgos familiares, como si esperara que de pronto le salieran cuernos.

—¿Qué pasa? —preguntó Pritkin con frialdad.

Durante un instante, Caleb no contestó; luego se encogió de hombros.

—Nada, sólo que nunca había conocido a una leyenda.

—Una leyenda es simplemente un hombre al que la historia decidió joder —dijo Pritkin con voz áspera—. Soy el mismo de siempre.

—Ya, puede, pero me va a costar un poco acostumbrarse.

—Pues acostúmbrate.

—No utilices ese tono conmigo cuando me estoy jugando el culo…

—¡Entonces no me mires como si fuera una muestra de laboratorio en un microscopio!

—Bueno, joder, perdona por estar un poco traumatizado…

—¿Os vais a callar ya? —grité.

Los dos se giraron para mirarme. En realidad, no tenía intención de chillar pero, al parecer, había funcionado. Y Pritkin tenía razón. Teníamos que pensar algo antes de que apareciera Jonas con sus manías quisquillosas y su mirada azul demasiado astuta y sus preguntas aparentemente inocentes, y estuviéramos jodidos.

—Tenemos que solucionar esto —les dije.

—Creo que eso ya estaba claro —dijo Caleb con malicia—. Pero a no ser que sepas…

—Lo que sé es que a la gente le gusta que le expliquen las cosas de un modo sencillo. En especial las cosas raras…

—¿Según quién?

Según todos los vampiros que había conocido; pero no lo dije porque no habría ayudado.

—Es un hecho de la naturaleza humana —dije en su lugar—. A la gente no le gustan las respuestas complicadas, sino las sencillas y fáciles de imaginar. En el noventa y nueve por ciento de los casos, si les das dos soluciones, una verdad muy complicada y una mentira muy sencilla, escogerán la mentira. Simplemente, es más fácil.

—Vale, ¿y cuál es nuestra mentira sencilla?

—Que lo hice yo. —Le lancé una mirada a Pritkin—. Diremos que te envolví en una burbuja. Como con la manzana.

—Pero todavía no sabes hacer eso.

—¿Y? Ellos no lo saben.

—Estoy bastante seguro de que Jonas sí lo sabe —dijo Pritkin secamente—. Tenemos que pensar otra cosa.

—¡No tenemos nada más! Y no tenemos…

—¿De qué estáis hablando? —Era Caleb.

—De un truco —dije mirándolo—. Bueno, en realidad, no es un truco; es algo que Agnes podía hacer con su poder… Acelerar el tiempo en una zona reducida. He estado practicando…

—¿Y puedes hacerlo? —interrumpió.

—En teoría.

Soltó un taco.

—Mira —dije con impaciencia—. No se trata de si puedo o no puedo hacerlo…

—Entonces, ¿de qué se trata?

—¡De que se supone que soy capaz de hacerlo! Una verdadera… una pitia bien entrenada podría hacerlo. ¡Y a la gente le resultará más fácil creer eso que la historia de que una leyenda ha revivido y ha pasado un rato en una maldita cafetería!

—En el caso de que pudieras —dijo Caleb—, quizá funcionaría. Pero no puedes, y el viejo lo sabe. Así que, ¿cómo…?

—Él sabe que normalmente no puedo, pero no es lo mismo. Puedo hacerlo, pero no cuando quiero. Sin embargo, de vez en cuando, tengo un golpe de suerte y mi poder funciona para variar. Y casi siempre ocurre en mitad de una crisis o cuando estoy cabreada o…

—Eso no tiene sentido —me interrumpió Pritkin.

Lo miré.

—¿Qué?

—Tú misma lo has dicho: puedes usar tu poder. Lo has demostrado en varias ocasiones, lo demuestras cada vez que te transportas. Y el poder es el poder; no cambia. Solo cambia tu percepción de él.

—¿Y eso qué significa?

—Que si puedes usarlo bajo presión, deberías poder todo el tiempo. Deberías poder utilizarlo a voluntad.

—Pero no puedo. Ya te lo he dicho antes, de cuando en cuando tengo suerte, pero la mayoría de veces…

—Entonces puede que te hayas esforzado demasiado. ¿No me contaste que lady Phemonoe dijo que el poder te enseñaría, que él te mostraría lo que puede hacer?

—Sí, y todavía estoy esperando…

—Y te ha estado mostrando cosas, ¿no? ¿O es que Niall se teletransportó él solo a ese desierto?

—¿Niall? —preguntó Caleb.

—¡Jonas no debió habértelo contado! —dije sonrojada.

—No lo hizo para avergonzarte —dijo Pritkin—, sino para poner un ejemplo de tu progreso.

—¿Niall Edwards? —insistió Caleb.

—¡No estoy progresando! —dije furiosa—. ¡No he hecho ningún progreso en semanas!

—Desde la última crisis.

—¿Qué tiene eso que ver con…?

—¿Niall Edwards, alias «me quedo dormido en la playa y por eso estoy rojo como un cangrejo»? —preguntó Caleb.

Pritkin lo ignoró.

—En una crisis, te olvidas de decirte a ti misma que no puedes hacer algo. Olvidas tus preocupaciones y tus miedos, tus nervios y tu desconfianza en ti misma, y alcanzas tu poder. Y responde. Lo has estado haciendo desde el principio. Creo que siempre has sido capaz de hacer lo que necesitas hacer. Simplemente tienes que aprender a quitarte de en medio, por así decirlo.

—Si fuera tan fácil, ¿realmente crees que las iniciadas necesitarían años de entrenamiento?

—Se necesitan más cosas para ser pitia además de manejar el poder, Cassie. Tú te has estado ocupando de ese objetivo desde el primer momento porque no has tenido elección. Desde el principio de tu reinado, hemos estado en guerra. Dudo que lady Phemonoe librara tantas batallas en toda su época en el cargo como has librado tú. Pero ese no suele ser el caso, y una pitia en tiempos de paz tiene algunas otras funciones…

No dije nada, pero Pritkin se calló de todos modos. Creo que mi cara debió hablar por mí.

—Puedes hacerlo —dijo simplemente.

Me quedé mirándolo. Deseaba que fuera cierto. De verdad que lo deseaba. Pero el hecho era que yo no era lady Phemonoe, amada pitia. Ni siquiera era Elizabeth Palmer, extraordinaria heredera. Solo era Cassie, exsecretaria, pésima lectora de tarot y un desastre en todos los aspectos.

Y con coronación o sin ella, tenía la leve y horrible sospecha de que siempre lo sería.

—Todo eso es muy interesante —dijo Caleb—. Pero ¿podemos volver a…? —Se calló cuando una puerta se cerró de golpe al fondo del pasillo. Unos pasos abotinados se acercaban, muchos, resonando contra el barato suelo laminado—. Han vuelto —informó innecesariamente.

Pritkin me miró.

—¿Qué vamos a decir?

Extendí los brazos.

—Lo que he dicho. Es lo único que tenemos.

—Entonces no tenemos nada —dijo Caleb—. Acelerar la curación podría funcionar con un corte o un moretón o un hueso roto. Pero ¿con algo así? Si aceleras el tiempo, se podría acelerar la curación, pero también aceleraría el efecto corrosivo. ¡Se moriría más rápido!

—Pero no si lo lentifica —dijo Pritkin pensativo—. Puedes decir que…

—¿Yo?

—Bueno, a mí no me pueden ver así, totalmente recuperado —señaló impacientemente—. Al menos durante unos días, hasta que sea razonable que me haya curado. Y Cassie no está en muy buenas condiciones para un interrogatorio en estos…

—Así que vosotros os escabullís por la puerta de atrás y yo ¿qué? ¿Me quedo aquí y miento como un imbécil?

—Sí. ¿Hay algún problema?

—¿Que si hay…? —Caleb se calló, con la cara sonrojada—. Ah, qué va. ¿Por qué iba a haber…?

—Bien, entonces lo único que tienes que decir es que Cassie lentificó el tiempo en el coche, excepto para ti y para ella.

—¡Con eso sólo habría conseguido que murieras más lentamente!

—No si aprovechas la oportunidad para limpiar la herida.

—¿Con qué? ¡Esa mierda se come todo lo que toca!

—Pero algunas cosas tardan más que otras en disolverse —dijo Pritkin mirando directamente el andrajoso y viejo abrigo de cuero de Caleb.

Caleb agarró una solapa con gesto posesivo.

—No.

—¿Se te ocurre algo mejor?

—¡Sí! ¡Diré que utilizamos tu maldito abrigo!

—No puedes. Demasiada gente vio cómo quedó. No había suficiente con lo que trabajar en el momento…

—Vale, ¡pero no vamos a usar el mío! —dijo Caleb enfadado.

—Te compraré otro…

—¡No quiero otro! He tenido este abrigo durante doce malditos años…

—Entonces puede que sea el momento de mejorarlo —indiqué mientras cogía una manga.

—¡Y una mierda! Lo hechicé justo como quería…

—Te ayudaré a hechizar uno nuevo —le dijo Pritkin tirando de la espalda.

—¡Apartaos!

—Caleb. —Le puse una mano en el hombro—. Por favor.

Me miró y apretó los labios.

—Pues claro que lo harás —le dijo a Pritkin—. Y nada de mariconadas, quiero hechizos de los buenos.

—Hazme una lista.

—Pues claro que haré una lista, joder —murmuró, y se quitó el abrigo—. ¿Sabes qué? Leyenda o no, sigues siendo un auténtico coñazo.

Pritkin asintió con un gesto de aprobación.

—Ya vas captando la idea.