Volvimos a la pequeña habitación y Caleb dejó de golpe una botella de Jack Daniel’s en la mesa.
—Hablad sobre la mierda que tengáis que hablar y dejad clara vuestra historia. Tengo que redactar un informe antes de que aparezcan los jefes, y tiene que estar todo bien atado. ¿Me pilláis?
Asentí. Caleb se marchó.
El aire acondicionado estaba encendido y mi improvisado vestido estaba húmedo y frío. Me lo quité, lo puse sobre el respaldo de la silla de escritorio de Caleb y me envolví con la toalla. Cuando me di la vuelta, Pritkin se había vuelto a poner el chándal y estaba sentado en el apestoso sofá. Tenía los brazos cruzados, como alguien que no quiere compañía, así que cogí la silla de plástico duro que había delante de la mesa.
Serví el whisky, pero no porque yo quisiera. Tenía el estómago como si pudiera pasar vacío un año o incluso dos. Pero si había alguien con aspecto de necesitarlo, ese era Pritkin.
—No tenemos que hablar —le dije—. Quiero decir, no me importa escuchar, pero es que… No necesito ninguna explicación.
—Pero te mereces una.
—¿En serio? —Yo pensaba que estábamos igualados. Él me había salvado la vida; yo le había salvado la suya. Pero al parecer, él no estaba de acuerdo.
Le pasé el whisky y se lo tragó como un campeón, sin hacer ni una mueca. Se dio cuenta de mi expresión y sonrió ligeramente.
—Comparado con a lo que estoy acostumbrado desde pequeño, esto es… bastante suave. Y sí, te la mereces.
Me pregunté a qué coño estaría acostumbrado desde pequeño. ¿A la versión celta del matarratas? Pero no pregunté y él no se ofreció a explicármelo. Simplemente se quedó ahí sentado, moviendo con cuidado el vaso de papel vacío entre las manos.
Seguían teniendo los dedos largos, seguían siendo finas. Pero aquella noche parecían pertenecer a un mago de la guerra más que nunca. Además de las manchas de poción siempre presentes, había una sombra marrón oscuro que la ducha no había eliminado (suciedad o sangre seca) en la arruga entre el pulgar izquierdo y la palma. Se había corrido hasta las líneas, y las destacaba como trazos de carboncillo en un esbozo. Tuve el arrebato de cogerle la mano y limpiarla, pero no lo hice.
Y entonces empezó a hablar, y me olvidé de todo.
—Una vez te hablé de Ruth. De cómo murió.
Asentí.
—Pero no te di detalles. En esos momentos no nos conocíamos lo suficiente y no… Di por sentado que no necesitarías saberlo. —Se calló un momento, mirando fijamente los paneles de madera falsa de la pared de enfrente, como si le fascinaran—. Creo que, quizá, ahora sí lo necesitas.
—Vale.
—Ruth tenía una pequeña cantidad de sangre demoníaca. Ahhazu, una especie de poca importancia, de su abuela paterna. Una octava parte, o algo así.
—¿No lo sabías?
—Sí que lo sabía. Lo supe en cuanto la conocí. Pero asumí que, como vivía en la Tierra, debía sentir lo mismo que yo respecto a los reinos demoníacos. Que en ellos había placeres, pero que al final corrompían a cualquiera que se aventurara a entrar en ellos. Si te quedas el tiempo suficiente, acabas perdido. Pierdes tus ideales, tus valores y todo lo que eres; todo por la búsqueda del placer ciego. Y al final, no hay placer.
—Pero ¿ella no lo veía así? —supuse.
—No. En comparación con las relucientes y glamurosas cortes que había visto en alguna ocasión, en la Tierra solo había miseria, pobreza y enfermedades. Tampoco ayudaba que hubiera nacido en mitad de la era industrial, cuando, para ser justos, todo eso era cierto. El Támesis apestaba como una alcantarilla abierta, y más o menos lo era. Las nuevas ciudades industriales, como Birmingham y Manchester, estaban plagadas de viviendas asquerosas y atestadas de gente y ratas; las calles estaban repletas de personas que morían de agotamiento por trabajo excesivo, polución, enfermedades… Incluso el príncipe Alberto murió de difteria, por los inmundos desagües de Windsor. Fue una época horrible, y ella la odiaba, y más por lo poco que había visto de los mundos que sobrepasaban la imaginación humana.
—Pero ¿no te lo dijo? —No tuve que adivinar la respuesta. No veía que Pritkin tuviera mucho en común con alguien que amaba el mundo que él odiaba.
—Se lo contó a alguien, pero no fue a mí.
—A Rosier. —No sé cómo lo supe. Quizá porque Pritkin solo tenía esa mirada concreta cuando hablaba de su padre.
Asentí bruscamente.
—Fue a verlo, consiguió entrar al mencionar mi nombre. Más tarde, él me contó lo que le había explicado. Le había dicho que había pasado su infancia como una niña en una tienda de caramelos sin dinero para comprar nada; capaz de ver la belleza de su otro mundo, pero incapaz de llegar a él.
—¿Por su herencia mixta?
—No. Los demonios no son como los duendes, que protegen celosamente su línea de sangre por miedo a cualquier impureza. Ellos suelen mezclar razas, entre ellos mismos, con otros tipos de demonios, humanos, weres, duendes… Cualquiera que tenga un atributo que crean que podría resultarles útil. Cualquiera que pueda darles ventaja sobre un rival.
—Entonces, ¿por qué no podía simplemente cambiar de mundo si era lo que quería? Si no le gustaba estar aquí…
Pritkin negó con la cabeza.
—Precisamente a ti, no te debería resultar difícil entenderlo. En ese aspecto, como en otros, tus vampiros son muy parecidos a la especie demoníaca. ¿Qué es lo único que realmente le importa a un vampiro?
Dudé, no estaba segura de adónde quería llegar.
—Hay muchas cosas…
—¿Sí? En ese caso, ¿por qué tu amigo Raphael no es el cabeza de su propia familia? Podría decirse que es uno de los mejores artistas de Occidente, y aun así es el sirviente de un don nadie llorón y miserable como Antonio.
—Ya no lo es. Mircea acabó con el dominio de Tony.
—Pero lo fue hasta hace poco.
—No por elección. Rafe es un maestro, pero no es tan poderoso…
—Ahí lo tienes. Poder. Eso es lo que respetan tus vampiros, quizá sea lo único que respetan. Con los demonios pasa lo mismo. Y Ruth casi no tenía.
—Pero era mitad demonio, tú lo has dicho.
—Sí, pero los demonios son como cualquier otra especie. Al mezclar la genética no se sabe qué resultará. Ni siquiera los ahhazu de pura sangre son tan fuertes, y en el caso de ella… Ella también podría haber sido la humana que fingía ser.
—Pero tú eres mitad demonio mitad humano, y tú mismo me dijiste que los íncubos tampoco se consideran una de las especies más poderosas. Pero tú…
—Sí, pero mi otra mitad era humana mágica; la suya no. Y eso, o la pequeña cantidad de sangre de duende que heredé de mi madre, o el modo en que se combinaron los genes… Algo estimuló mis capacidades. Acabé siendo más fuerte mágicamente de lo que debería haber sido, en lugar de más débil. De no haber sido así, dudo que hubiera conocido a mi padre. Me habría rechazado como a otro experimento fallido y habría pasado a otra cosa. Y eso es lo que ocurrió con Ruth. Al no tener poder, no le interesaba a nadie.
—A nadie excepto a ti.
Pritkin se quedó callado durante un buen rato. Y cuando habló, su voz sonaba diferente, más suave, casi vacilante. Como si tuviera que encontrar las palabras porque nunca había hablado sobre aquello y no las tenía preparadas.
—Creo que ella me veía como la entrada a un mundo que solo podía imaginar. Sabía que yo era mitad demonio desde el momento en que nos conocimos. Resulta difícil ocultárselo a alguien que es como tú, pero también es difícil contar a qué especie perteneces si la parte humana es la dominante. Creo, o me gustaría creer, que ella no lo supo hasta que se lo conté. Que su cariño hacia mí se basaba en algo más que en el hecho de que mi padre fuera el príncipe de una de las cortes más espléndidas. Está lejos de ser la más poderosa, pero en opulencia, en decadencia, en riqueza… Sería difícil nombrar otra que fuera más fascinante. Sin duda alguna, la cautivaba.
—Lo siento. —No se me ocurría nada más que decir. A nadie le gustaba sentir que lo querían solo por lo que tenía o, en su caso, por quién era.
—Yo también.
Se quedó un rato callado, solo se escucha el zumbido del aire acondicionado y de la lámpara del techo. Se respiraba tranquilidad, y el pequeño despacho resultaba extrañamente acogedor. Era como una isla alejada de la locura de nuestras vidas normales, otro momento robado del tiempo. Quizá fuera por eso o quizá fuera porque, como yo, quería contárselo a alguien. Que alguien lo entendiera.
—Lo demonios no… no tienen relaciones… del mismo modo que los humanos —dijo finalmente—. O mejor dicho, en todo caso los más humanoides sí pueden, pero no se considera una unión real. Eso únicamente ocurre al fusionarse con otro, al obtener poder alimentándose de sus energías, al dejar que se alimenten de la tuya… Si sucede entre dos demonios puros, puede resultar en un intercambio de poder, permitiendo así que ambos se hagan más fuertes. Algunos apareamientos se hacen precisamente con ese propósito, para que seres con capacidades complementarias se mejoren, incluso muten en algo que ninguno haya experimentado antes.
Fruncí el ceño, tratando de comprender qué me estaba diciendo.
—Entonces, en lugar de crear una nueva vida, vosotros… ¿os recreáis?
—En cierto modo. Obviamente, una unión puede dar ambos resultados, aunque es sumamente extraño. Pero los demonios viven mucho tiempo y la experimentación es… casi un pasatiempo general. Es como la fascinación de los humanos por la genética, el intento de mejorarse a través de cualquier medio disponible.
—¿Y Ruth quería hacer eso contigo?
Asintió bruscamente una vez, y luego se quedó quieto. Cuando finalmente habló, lo hizo de un modo áspero y entrecortado.
—No me lo dijo a mí. Se lo dijo a mi padre, le pidió consejo… El porqué, no lo sé. Él sería la última persona que le daría a alguien un consejo desinteresado, pero quizá ella supuso que querría lo mejor para su hijo.
Retorció los labios con un gesto cruel y burlón.
—¿Y le dijo que siguiera adelante? —pregunté.
—No sé qué le dijo a ella. Solo sé lo que dijo después de que me enterara de que ella había estado en la corte. Me juró que la había informado del riesgo, pero tenía todas las razones posibles para hacer precisamente lo contrario. Él detestaba la idea de que me desperdiciara con una humana, y encima no mágica, por no mencionar la escasez de sangre demoníaca. Quería que me apareara con demonios puros, con los poderosos, con los influyentes.
—¿Por qué? ¿Por qué le importaba…?
—Porque eso le concedería influencia con las cortes. La mayoría de demonios disponen de un grupo muy reducido de compañeros con los que experimentar, porque les limita el tipo de energía que pueden absorber. Los íncubos, sin embargo, somos… el 0 positivo del mundo demoníaco. Podemos alimentarnos prácticamente de cualquiera y transmitir energía a cualquiera, a todos.
Me quedé mirándolo un instante, segura de que lo había entendido mal. Pero aunque pareciera una locura, no veía a qué otra cosa se refería.
—¿Iba a prostituirte?
Pritkin me lanzó una mirada, y algo de tensión desapareció de sus hombros. Su cara se relajó; no sonrió, pero su gesto se hizo menos intimidante.
—Tendrías que verte la cara.
—¿Y qué cara se supone que debo poner? ¡Eres su hijo!
—Lo cual me convierte en moneda de cambio. O eso se suponía. No sé qué se imaginaba. A alguien como él, supongo, guapo, encantador y dispuesto a acostarse con quien fuera y con lo que fuera necesario por el bien del clan. Él mismo lo hacía si eso ayudaba en sus negociaciones. Pero aunque podía ofrecer un intercambio de poder, no podía dar a las demás razas lo que de verdad querían.
—¿Y qué era? —pregunté, aunque en cierto modo me asustaba descubrirlo.
—Hijos. Progenie que pudiera transmitir los rasgos de ambos padres, y de ese modo enriquecer el linaje con sangre nueva durante los eones venideros. Los demonios puros tienen un índice de reproducción increíblemente bajo. Viven tanto tiempo, y esto es muy cierto, que se enfrentarían a la gran hambruna. Pero los humanos…
Se calló, pero no lo presioné, no dije nada. Simplemente me quedé sentada, debatiéndome entre el horror y la indignación. Pero se dio cuenta, y ese mismo silencio se instaló en su rostro, como si mi ira, de algún modo, disminuyera la suya.
—Es el mayor poder que tienen los humanos, y su mayor ventaja en la lucha por la supervivencia. A pesar de vivir mucho más tiempo, las otras especies inteligentes no pueden igualar el índice de reproducción de los humanos, ni siquiera se acercan. Rosier pasó siglos intentando engendrar un hijo con otras razas demoníacas y no lo consiguió, hasta que cambió a compañeras humanas. E incluso entonces…
A Pritkin se le fue la voz, pero sabía que estaba pensando en los innumerables hijos que Rosier había engendrado en su búsqueda y que habían muerto… Al igual que sus madres. Nunca había sabido si la causa fue el horrible índice de mortalidad en partos en la época clásica y medieval, o el hecho de que los bebés eran mitad íncubos, una especie destinada a alimentarse de energía humana. Pero ninguno había vivido. Ninguno hasta él.
—Así que no estaba prostituyéndote —dije con dureza—. Te estaba ofreciendo como semental.
—Es un modo de decirlo. Los mitad demonios tampoco es que sean demasiado fértiles, pero en comparación… Y cualquier raza demoníaca daría más, mucho más, por un intercambio de poder si hubiera aunque fuera una posibilidad remota de que el resultado fuera un hijo.
—Y yo que pensaba que ya lo odiaba antes —dije seriamente—. ¿Por qué pensaba que ibas a acceder?
—Porque un demonio puro lo haría, sin rechistar. No se habría inmiscuido en el futuro de los hijos que ayudara a crear, o en el uso que Rosier le fuera a dar a la influencia que consiguiera. Lo habría visto como un honor, como un modo de ayudar al clan y elevar su estatus al mismo tiempo. Pero no hace falta que diga que yo pensaba de un modo diferente.
—¡Eso espero!
—Mi negativa provocó la primera brecha importante entre nosotros, aunque ya había habido otras. Pero aquello fue lo que finalmente me convenció de abandonarlo todo, de reincorporarme al mundo humano, de construir una vida lejos de él, de las cortes, de las constantes conspiraciones y juegos de poder.
—¿Y dejó que te marcharas?
Pritkin dibujó una sonrisa, pero no era buena.
—Se podría decir que lo obligué. Pero al final, poco importó, porque su ambición por mí continuaba siendo la misma. Y un matrimonio monógamo con un cero a la izquierda no le serviría. Dijo que la había advertido, pero él no hace nada en contra de sus propios intereses. ¡Nada!
Esta vez me callé, porque por fin había entendido adónde quería llegar. Al menos, eso pensaba. Pero creo que Pritkin no se dio cuenta. Estaba mirando fijamente el maldito panel, pero su gesto reflejaba que… estaba en otro lugar.
—Nunca sabré con seguridad qué ocurrió en esa reunión —dijo—. Solo sé lo que hizo ella. La noche de nuestra boda, ella inició el intercambio de poder. Creo que tenía la esperanza de que con aquello consolidaría su propia magia, conseguiría que las cortes la vieran con buenos ojos y la aceptaran. Y si hubiera sido un demonio puro, incluso mitad demonio, quizá lo hubiera logrado. Quizá le hubiera proporcionado la entrada a ese mundo que tanto ansiaba. Pero no lo era, y no entendía que…
Se calló y, por un instante, pensé que ahí acababa. Pero entonces volvió a hablar. Y lo hizo con tal sentimiento, tal amargura, que sólo escuchar su voz dolía.
—El intercambio de poder está concebido para que sea exactamente eso. Pero supongo que ella nunca se preguntó qué pasaría si uno de los dos no contaba con exceso de poder para dar, si no contaba con nada más que la energía necesaria para vivir. Y yo estaba… distraído, no me di cuenta de lo que estaba ocurriendo, al menos durante un instante, porque los íncubos se suelen alimentar en esas situaciones. Pero no tanto, no hasta ese punto. Y para cuando me di cuenta, ya era demasiado tarde. Antes incluso de que el ciclo comenzara adecuadamente, ella estaba… —Apretó los labios—. No llegó a recibir nada. No tuvo tiempo. Simplemente dio y dio y luego se acabó… muy rápido.
Se le fue la voz, y yo lo agradecí. Pritkin ya me había explicado una vez lo que pasó, y recordaba todos los detalles de la conversación. Resultaba un poco difícil olvidarlos, como el hecho de que no se había perdonado a sí mismo. No me había contado la razón por la que su mujer había acabado como la cáscara mustia de una criatura, arrugada y disecada, apenas reconocible como humana. Pero se había asegurado de que supiera quién había sido el responsable, al menos en su cabeza.
Puede que odiara a su padre por cosas que sabía o sospechaba.
Pero se odiaba a sí mismo mucho más.
De nuevo, no sabía qué decir. Excepto lo obvio.
—No fue culpa tuya —dije en voz baja, pero solo conseguí que me mirara con incredulidad.
—Te acabo de explicar…
—Que intentaste parar y no pudiste. ¿Qué más podías hacer? Tú no sabías…
—¡Debería haberlo sabido! Tuvo que haber alguna pista, alguna señal de lo que intentaba hacer… ¡Y aun así no vi nada!
—Quizá no hubiera nada que ver. Quizá fuera tan cuidadosa que…
—¡Quizá fuera un imbécil ciego! —Se levantó y se sirvió más whisky—. Tendría que haberme dado cuenta de lo que estaba pasando, tendría que haberme fijado en lo distraída que estaba de repente, en lo feliz… pero lo achaqué a la boda. A las mujeres les gustan las bodas, todo eso de la decoración y los vestidos y… yo estaba ocupado buscando una casa para los dos. Hasta entonces había vivido en los barracones para solteros, pero no era lugar para ella, y…
Se calló y volvió al sofá. Se llevó la botella de whisky. Y con toda la razón.
—Aquella noche… Tendría que haber sido capaz de detenerlo antes de llegar tan lejos. Pero no pude, porque siempre me había negado a unirme con demonios, me había limitado a los humanos y, por lo tanto, sabía poco sobre el proceso. Sabía lo que estaba pasando, pero no sabía cómo detenerlo. Y obviamente, ella tampoco. Había mantenido mis nobles principios, había frustrado los deseos de mi padre, y al hacerlo, me había convertido en un ignorante en el campo que realmente importaba. Y él lo sabía. Sabía que contaba con el modo perfecto de castigarme por atreverme a decirle que no…
—Y ahí es donde voy yo —dije inclinándome hacia delante, porque no podía quedarme callada más tiempo—. Rosier te engañó. Si quieres culpar a alguien, ¡cúlpalo a él!
—¡Y lo culpo! Pero él no estaba allí. Él no la consumió, él no le robó la vida, no sintió cómo se descomponía en sus brazos como…
Se calló, se le aceleró la respiración y hundió la cabeza entre las manos. Me acerqué y me senté a su lado, pero no lo abracé porque aquel momento en la ducha había sido una aberración y, de algún modo, sabía que ahora no lo apreciaría. Quizá por la energía nerviosa que lo recorría produciendo un sonido vibrante, como un pararrayos conectado a tierra. Podía sentirla, simplemente sentada allí, una carga eléctrica saltando bajo su piel.
No sabía qué decirle. Cuando te odias y te culpas por algo durante años, se convierte en una verdad, una verdad para ti, sea cierto o no. Y técnicamente, estábamos en el mismo barco. Lo que le había ocurrido a Eugenie no fue culpa mía, al menos en el sentido de que yo no pude evitarlo.
Y eso no me consolaba una mierda.
Al cabo de un rato, subí los pies, cogí el whisky y bebí directamente de la botella. Mi estómago no se alegró mucho, pero mi estómago se podía ir al infierno.
—Lo peor —dijo finalmente con voz ronca— es que disfruté. Emocional y mentalmente estaba horrorizado. Pero físicamente… Fue igual que esta noche. Cuando me desperté en el coche, sentí un dolor terrible, pero también un placer indescriptible. No guardaste nada, tu poder estaba justo ahí y yo… podría haberte…
—Pero no lo hiciste. No me consumiste.
—¡Estuve muy cerca!
Negué con la cabeza.
—No, no es cierto. Cogiste mucho, pero sé lo que es que te consuman, ¿vale? He alimentado a fantasmas, vampiros y ahora a un medio demonio… dos veces. Y en ambas ocasiones…
—¡La última vez era consciente! —dijo ferozmente—. Mantuve el control durante casi todo el proceso, y tú tenías un lugar al que escapar si lo perdía. ¡Esta noche no había nada de eso! —Sus ojos verdes me miraron echando chispas—. ¿Lo entiendes? ¿Te das cuenta del riesgo que has corrido? Estabas atrapada y no había nadie que te ayudara y…
—Y no pasó nada. —Ni siquiera me preocupé en molestarme por su tono de voz; gritarme por salvarle la vida era típico de él—. Además, sí que había alguien para ayudarme.
Resopló.
—¿Caleb? ¿Tienes idea de lo poco aconsejable que es molestar a un demonio cuando se está alimentando? Y yo soy más poderoso que la mayoría por tener el padre que tengo. Si se hubiera entrometido, ¡el único perjudicado habría sido él!
—No me refería a Caleb —dije sin alterarme.
—Tú no podías acceder a tu poder. No podías transportarte…
—¡Joder! Tampoco me refería a mí. Y si dices Rosier, te juro que te pego.
—No había nadie más.
Puse los ojos en blanco. Al final sí que le iba a pegar, parecía la única opción viable.
—Estabas tú. Sabía que no me pasaría nada porque estaba contigo. Sabía que tú no…
—Entonces eres estúpida —dijo bruscamente—. Por un instante, no supe quién era, quién eras tú… No veía más allá de la agradable sensación de extraer todo ese poder. ¡Y solo hace falta ese instante!
—Pero no lo hiciste —repetí, porque no parecía haberlo pillado. Lo cual era extraño porque, para mí, era el punto principal.
—¡Pero pude haberlo hecho! Lo sentí, sentí el ansia, el ardor, el deseo. —Apretó los puños—. No quería parar…
—Pero lo hiciste. Me acuerdo de cuando te echaste hacia atrás. Habrías parado justo en ese momento, en cuando te diste cuenta de lo que estaba pasando, si tu padre no hubiera lanzado ese maldito hechizo.
—Eso no lo sabes…
—E incluso así, tampoco hiciste tanto —dije discutiéndole, porque a veces era el único modo de meter baza con Pritkin.
Me había birlado la botella para echar un trago, pero al escucharme, la bajó y me miró con unos ojos muy verdes en contraste con el ámbar del licor.
—¿Qué?
—Sólo digo que tampoco es que fuera la leche, ya sabes.
Me miró sorprendido.
—Sin ánimo de ofender —añadí, porque parecía bastante pasmado. Como si no hubiera recibido muchas quejas antes. Lo cual, francamente, era bastante comprensible. Pero fingí indiferencia—. Quiero decir que no estuvo tan mal, pero…
—¿Que no estuvo tan mal?
—Bueno, mal no es la palabra…
Simplemente me miró.
—Quiero decir, me corrí y todo lo demás, así que eso tiene que contar para…
Me callé porque, de pronto, me vi envuelta en un par de brazos fuertes y con la cabeza aplastada contra un pecho duro. Un pecho que parecía vibrar. Tardé un momento en pillarlo, e incluso entonces, no estuve segura, porque la cara de Pritkin estaba enterrada en mi pelo. Pero llegué a pensar que, por muy imposible que pareciera, podría estar… ¿riéndose?