No caí en la cuenta del estado en el que me encontraba hasta que salí tropezándome del coche. Y me di de cara con algo duro. No sabía si era por la poscombustión de la adrenalina o por haber sido el tentempié de un mago de la guerra medio íncubo, pero estaba totalmente hecha polvo. Hasta el punto de que el asfalto que tenía bajo la mejilla me resultaba realmente acogedor. Estaba completamente decidida a dormir donde coño estuviera, pero alguien me levantó. No me quedaban fuerzas para protestar.
Las mismas manos me cubrieron cuidadosamente con una manta. Debían de ser las tres o las cuatro de la madrugada, pero el agosto de Las Vegas es sofocante incluso a esas horas, y la manta era caliente y rascaba. Decidí no preocuparme por eso, porque resultaba más fácil.
Empezamos a recorrer un aparcamiento agrietado hacia un edificio de aluminio intensamente iluminado. En la puerta había aparcados un par de camiones y, aunque parezca incongruente, una limusina. Eché un vistazo con los ojos llorosos. Si eso era el cuartel general de los magos de la guerra, me predispuso a la decepción. Tenía el aspecto de haber sido un almacén de zapatos. Pero supuse que el interior sería más interesante, porque había un par de vigilantes con abrigo de cuero rondando y clavándonos esa horripilante mirada.
Tampoco me preocupé por ellos.
Pero sí lo hice unos minutos después, cuando me colocaron sobre algo de color verde vómito que olía a tabaco y a zapatos viejos, pero decidí que podía vivir con eso. Me quedé dormida. Y me desperté inmediatamente, en mitad de una violenta conversación a susurros que estaba teniendo lugar sobre mi cabeza.
—Ya han llamado; les dije que esperaran a que llegaras. ¿Qué coño les voy a…?
—Diles lo que te dé la gana. Me preocupa más conseguir un curandero.
—¡Sería mejor que te preocuparas por tu trabajo!
—No me importa en absoluto…
—¿Y qué me dices de tu cuello? Porque eso fue una agresión, y una agresión a la pitia conlleva la pena de muerte preceptiva, como bien sabrás.
Ahí fue cuando me incorporé.
—Médicos no —dije con voz ronca.
—¡Cassie!
Estábamos en un pequeño despacho, y Pritkin estaba agachado junto a lo que se podría definir como un antisofá. Además del color poco acertado y el menos acertado olor, también era duro, tenía bultos, estaba manchado y de uno de los cojines sobresalía un lamentable mechoncito. Ponía patas arriba el ideal platónico.
Dos pares de ojos me miraron, así que supuse que había dicho la última parte en voz alta.
—¿Qué pasa?
—¿Estás bien? —preguntó Caleb mientras se agachaba al lado de Pritkin. Lo cual me dejó sin sitio para poner las piernas. Pensé en subirlas, pero si lo hacía, seguramente me volvería a dormir, y eso no era buena idea por alguna razón que en ese momento se me escapaba. Me quedé sentada y los miré parpadeando, y esperé a que lo soltaran.
—Necesita un curandero —dijo Pritkin con voz áspera, y se encaminó hacia la puerta.
Ya estaba.
—Médicos no —repetí.
Y luego me dejé caer.
—Ya la has oído —dijo Caleb cuando Pritkin se paró con la mano en el pomo.
—Joder, Cassie…
—Sólo estoy muy, muy cansada —le dije, preguntándome por qué el panel de madera falsa que había detrás de él se diluía superponiéndose a su espacio corporal. Y entonces me di cuenta de que me estaba poniendo bizca—. ¿Tienes alcohol? —le pregunté a Caleb.
—Seguramente no deberías beber —dijo Pritkin como indeciso.
Me quedé pensando. Estaba buscando una frase, pero mi cerebro no estaba colaborando en absoluto… Ah, sí.
—Me importa una mierda —dije alegremente, y luego me volví a incorporar porque el antisofá apestaba de verdad y porque Caleb se estaba acercando con un vaso de papel en la mano.
Era de esos que hay en los dispensadores de agua, pequeño y en forma de cono, pero contenía un whisky realmente bueno. Muy, muy bueno, decidí al tragármelo, era suave y turbio.
Y entonces irrumpió en la fiesta que se estaba celebrando en mi estómago y… Oh, mierda.
—Papelera —dije con voz pastosa.
—¿Qué? —Caleb me miró.
—¡Papelera!
Pritkin soltó un taco y cogió una, justo cuando todo lo que había comido aquella noche volvió de visita. Whisky, pizza, batido, cerveza… y un osito de gominola medio deshecho, que fue toda una sorpresa porque en realidad no recordaba haberme comido ninguno. Momentos entrañables.
Cuando por fin acabé, fui recompensada con otro vasito de papel, pero esta vez lleno de agua.
—Otra ronda —dije con voz ronca mientras Pritkin me retiraba el pelo de la cara y Caleb le pasaba una caja de pañuelos.
La limpieza llevó un rato porque ya venía bastante sucia. En ese rato, Pritkin no paró de protestar por lo del médico y yo seguí negándome, hasta que me cabreé.
—No vas a firmar tu sentencia de muerte si estoy bien —dije con voz ronca—. Solo estoy cansada, ¡por el amor de Dios!
Al final se calló, quizá porque se dio cuenta de que me estaba provocando dolor de cabeza. O quizá porque él ya lo sufría. Tenía una pinta horrible. Había tenido el aplomo de dejar el abrigo hecho trizas en el coche y echarnos por encima una manta, que había ocultado el hecho de que no llevaba camiseta y que sus vaqueros estaban lavados al ácido, y no porque fuera la moda. Estaba ojeroso y pálido, a pesar de haberse alimentado; tenía sangre seca en el pecho y le temblaban las manos. Y cuanto menos se dijera de su pelo, mejor.
Pero vamos, eso siempre era así.
—Necesitáis ropa —dijo Caleb bruscamente.
—Tengo en mi taquilla —le dijo Pritkin—. Dos veintiuno. O eso tendría que ser. No me acuerdo de…
—La traeré. Quedaos aquí.
Caleb me miró con dureza; el porqué no lo sé. Como si estuviera en condiciones de transportarnos fuera de allí. O de salir andando. O de estar despierta.
Me desplomé en el asqueroso sofá y observé a Pritkin, que me miraba sin decir nada. No sabía si era porque se había alimentado, pero tenía los ojos un poco raros. Casi verde neón, brillantes y ardientes. Y repletos de algún tipo de oscura emoción que no podía descifrar, pero que adivinaba bastante bien.
—Yo me ofrecí —le recordé.
—¡A que te utilizara! —Apretó el cojín del sofá con la mano, hasta que los nudillos se le pusieron blancos—. ¡Le habría dado igual que te hubiera dejado seca!
—Seguramente es lo que él habría preferido —dije mirando fijamente su mano—. Le ahorraría muchos problemas.
—¿Cómo puedes…? —Se calló y cerró los ojos, y simplemente respiró durante unos instantes. Aquello no era buena señal. Pritkin estaba mejor cuando chillaba y se paseaba dando fuertes pisotones. Pero quizá, en ese momento, no tenía fuerzas. Lo comprendía perfectamente.
Le acaricié la superficie de la mano y él la apartó inmediatamente, con una expresión casi de horror en la cara. Aquello me cabreó de verdad.
—Esto es un poco hipócrita, ¿no crees?
—No es… —Apartó la mirada—. No es por ti.
—Ya sé que no es por mí. ¿Qué te crees? ¿Que soy estúpida?
Se sorprendió, y lo volví a coger de la mano y tiré de él. Estaba demasiado débil para que hiciera mucho efecto, pero vino de todos modos y se sentó a mi lado. No le solté la mano, en parte porque era un imbécil, pero también porque, por alguna razón, hacía que me sintiera mejor. Y en esos momentos, me habría agarrado a cualquier cosa que me reconfortara.
—Perdóname —dijo después de un momento. Tenía la mandíbula tan apretada que parecía que doliera. Suspiré.
—¿Por qué? ¿Por salvarme la vida? ¿Porque casi te matan mientras lo hacías? ¿Por no morir noblemente? ¿Por qué?
Frunció el ceño de un modo familiar.
—Estás de mal humor.
—Sí, sí que lo estoy. He tenido un mal día y estoy de mal humor. Venga, ¿por qué te estás disculpando exactamente?
—Por… haber llegado tan lejos. Pero no veía otra opción. Te había forzado demasiado, y ese tipo de coacción no se rompe sin… sin concluirse.
—Concluirse. —Mi cansado cerebro tardó un instante en entenderlo. Y luego otro instante, porque la única respuesta que me daba no tenía sentido.
—Vale, a ver si lo entiendo. ¿Te estás disculpando por proporcionarme un orgasmo enloquecedor?
Caleb cerró la puerta de golpe.
—No he escuchado nada.
—Tú lo has dicho.
Traía la ropa, un chándal gris liso y unas zapatillas para Pritkin y una camiseta azul marino demasiado grande para mí.
—Es mía —me dijo—. Me imaginé que te serviría como vestido.
—Gracias. —En ese momento, cualquier cosa era mejor que la manta rasposa—. ¿Tenéis duchas?
—Sí. Arriba, junto al gimnasio. —Miró a Pritkin—. ¿Le vas a enjabonar la espalda?
Pritkin gruñó, literalmente. Ni un pit bull rabioso hace ese tipo de ruido cuando va a la yugular, aunque ese parecía ser el plan, porque se levantó para abalanzarse sobre Caleb en un abrir y cerrar de ojos. Pero se detuvo cuando le apreté la mano.
Al final resultó que agarrarla había sido buena idea.
—No es el momento, Caleb —dije brevemente.
Asintió un poco asustado. Supongo que tampoco había escuchado ese tono en particular antes. Logré ponerme de pie.
En realidad había preguntado lo de la ducha por Pritkin, al que parecía no venirle mal una y bien fría. Estaba claro que dejar a aquellos dos juntos era algo inaceptable. Y empezaba a temer que quizá el sofá no era lo único que apestaba en la habitación.
Pritkin se puso a toda prisa el chándal, que anulaba totalmente la condición de limpio, pero que significaba que yo me quedaba con toda la manta. Me la enrollé hasta asegurarme de que no escandalizaría a nadie y cogí la camiseta de Caleb. Y luego eché un vistazo por la puerta.
Por suerte, los pasillos estaban tan desiertos como cabría esperar a esas horas de la madrugada. Ni siquiera había un conserje pasando la fregona; solo una sombra detrás de una puerta de cristal esmerilado y un tío corriendo en el gimnasio. No es que fuera un gimnasio en sí mismo. Solo una zona que habían construido dentro del enorme complejo con unos tabiques de madera contrachapada, equipada con una pista, algunas cintas de correr y un motón de hierro con forma de pesas cubriendo las paredes.
Un duende se volvería loco aquí, pensé distraída, y me puse un poquito de mejor humor.
Seguimos la fila de taquillas hasta el final, donde había dos baños, uno a cada lado. Pritkin me dio una toalla y una botella estrujada de algo que sacó de su taquilla, que no olía a nada concreto pero supuse que era jabón. Le di las gracias y no dijo nada, y nos fuimos cada uno por su lado.
La zona de duchas era, como el resto del lugar, sumamente utilitaria. Supuse que tenía sentido, ya que hasta hacía un mes, el Cuerpo había tenido su base en Magia, alias Metafísica alianza de grandes interespecies asociadas, alias la versión sobrenatural de la ONU. Al menos así había sido hasta que la guerra la había dejado como una mancha de cristal en mitad del desierto. El Cuerpo se había visto obligado a buscar un nuevo hogar y, como cabría esperar, habían encontrado uno lo más espartano posible.
No había cubículos (la privacidad era cosa de nenazas), sólo unas doce alcachofas planas y un suelo inclinado con un desagüe en el centro. Los azulejos eran blancos y la instalación brillaba, pero solo porque era nueva. Dudaba que el almacén de zapatos hubiera venido equipado con unos cuartos de baño tan grandes, así que, seguramente, había sido un componente adicional reciente. Y aun así, a pesar de ser nuevo, aquel lugar conseguía ser feo de verdad, a la usanza de cualquier espacio institucional.
Me restregué y me restregué y volví a restregarme, y como la cosa jabonosa parecía servir de champú, también me enfrenté a mi pelo. A ver si me quitaba de una puñetera vez el verde. Debería haberle pedido algo a Pritkin antes, pensé agotada, con la cabeza apoyada en la pared resbaladiza por el agua.
Estaba exhausta, fría y húmeda, y tenía un poco de náuseas; igual que cuando alimentaba a Billy demasiado. No estaba totalmente consumida; Pritkin había parado antes de que eso ocurriera. De hecho, Billy me había dejado peor una o dos veces. Pero había una excepción: alimentar a Billy nunca me había dejado con un nudo de culpabilidad que me quemaba por dentro.
Y eso era exactamente: culpabilidad. No estaba agobiada ni abrumada ni paralizada; me sentía culpable. Ya me había sentido así lo bastante en el pasado como para identificarlo perfectamente. Lo único es que no sabía por qué estaba así.
No era la primera vez que Pritkin y yo habíamos intimado; era la segunda. La primera había sido hacía como un mes, durante la lucha final contra Apolo. Pritkin estaba gravemente herido y sus capacidades de íncubo lo salvaron, con un poco de ayuda por mi parte. Muy poca, en comparación con esta vez, pero la idea básica había sido la misma: yo había proporcionado la energía; él se había curado, punto final.
Y ese había sido el final de verdad. Nuestra relación había vuelto a ser la de siempre y yo no había vuelto a pensar mucho en el asunto. Habían ocurrido tantas otras cosas que aquello me había parecido, bueno, solo una locura más. Como estar a punto de ahogarme en una bañera o que un dragón me persiguiera por un edificio de oficinas. Últimamente, esas locuras ocurrían constantemente, y como tal la había archivado. Si acaso, me había alegrado de que funcionara y ambos saliéramos ilesos de la lucha.
Entonces, ¿qué diferencia había ahora?
¿Era porque había disfrutado? Porque lo había hecho; no tenía sentido negarlo. Los primeros minutos no, habían sido horrorosos. Pero después… sí. Había disfrutado. Bastante. Vale, un montón. Pero también había disfrutado la vez anterior. Y, a ver, Pritkin era el hijo del príncipe de los íncubos. ¿Qué coño me esperaba? ¿Que lo detestara? Es decir, ¿qué posibilidades había?
Y el hecho era que lo habría ayudado tanto si hubiera obtenido placer como si no. Se estaba muriendo. No habría dejado que ocurriera, costara lo que costara. Y no lamentaba en absoluto que estuviera vivo. Así que no, no creía que lo del placer fuera el problema.
¿Sería porque ahora salía con Mircea y antes no? Es decir, Mircea me había reclamado hacía mucho tiempo, pero los vampiros maestros tenían la costumbre de simplemente coger lo que querían, como ya sabía por mi larga experiencia. No es que me hubiera sorprendido, pero tampoco nos había considerado casados porque él lo dijera. No había considerado que tuviéramos una relación romántica hasta que empezamos a salir, y eso había ocurrido después del último pequeño incidente.
Entonces, ¿era por eso? ¿Estaba sintiendo que lo estaba engañando? Lo pensé durante un rato, pero tampoco me pareció que fuera por eso. No parecía que tuviera mucho que ver con el romance. Si Pritkin hubiera sido vampiro, le habría dado sangre; en realidad, le había dado lo que necesitaba para curarse. Y teniendo en cuenta que en ambos casos casi muere por mi culpa, se lo debía.
Y aun así, por alguna razón, esta vez parecía diferente. No había tenido ningún problema en mirar a Mircea a los ojos la última vez. No sabía si ahora pasaría lo mismo, y me cabreaba no saber por qué.
Sin embargo, sí sabía una cosa. No iba a ser absuelta —y tampoco hacía falta, joder—, porque no podía contárselo. Pero no porque pensara que no lo entendería. Los vampiros suelen ser mucho más pragmáticos que los humanos, y si pudiera explicarle que había sido una situación de vida o muerte… Bueno, había una posibilidad de que Pritkin no perdiera demasiados miembros. El problema, claro, era que no podía.
No podía contarle nada a Mircea, porque si le explicaba el porqué, también tendría que explicarle el qué, concretamente qué era Pritkin. Y si le decía qué era, le estaría diciendo quién era, porque solo había habido un híbrido humano-íncubo en toda la historia.
Y no creía que la comunidad mágica estuviera lo bastante preparada como para enterarse de que Merlín había regresado.
Obviamente, no estaba segura de que se fueran a enterar. No pensaba que Mircea fuera a llenar las portadas con la noticia, por ejemplo. Pero haría algo con la información. No sería un vampiro si no lo hiciera.
Y no tenía ninguna intención de saber qué sería ese algo.
Después de un rato, suspiré y me di por vencida. Ya lo pensaría más tarde cuando quizá no me sintiera como si fuera a derrumbarme. El agua se había mantenido caliente, pero me estaban empezando a fallar las rodillas, así que la cerré.
Dios, qué cansada estaba.
Me sequé y me puse la camiseta y media de Caleb. Las mangas supuestamente cortas me pasaban de los codos y el dobladillo casi me llegaba a las rodillas. Pero decidí que serviría y salí despacio.
El corredor se había marchado y no lo había sustituido nadie, así que el cavernoso lugar resultaba un poco escalofriante. Eché un vistazo buscando a Pritkin, porque sería típico encontrarlo haciendo pesas incluso después de estar casi muerto una hora y media antes. Pero no lo vi.
El gimnasio era grande pero también era un espacio bastante abierto, sin obstáculos reales en la zona de ejercicio y únicamente fluorescentes industriales en el techo. Así que tendría que verlo. Por un breve instante de pánico (o así habría sido si me hubiera quedado algo de pánico), pensé que podría haber vuelto para pelearse con Caleb. Pero entonces escuché el agua correr.
Dudé un par de segundos, por si era el corredor que había decido darse una ducha. Pero estaba demasiado cansada para que me diera vergüenza, y los magos de la guerra solían tomarse las cosas con calma. Decidí arriesgarme.
El baño de tíos era exactamente igual que el de mujeres, solo que un poco más largo y con una fila de urinarios. Pasé los retretes y entré en la gran sala de duchas por detrás. No había puerta, obviamente, así que no me costó encontrarlo.
Me costó más decidir qué hacer.
Para ser un tío tan escandaloso, Pritkin no solía perder los papeles muy a menudo. Quizá todos esos gritos le servían de válvula de escape; no sé. Pero no importaba lo mal que fueran las cosas, él se controlaba mejor que la mayoría de gente que conocía, incluida yo. Tampoco es que eso dijera mucho. Normalmente, yo era de las que corrían a la primera señal de peligro, pero Pritkin era don Sereno bajo Presión.
Por eso resultaba un poco extraño verlo ahí bajo el agua, mirando fijamente una pastilla de jabón con aspecto de haber olvidado lo que se suponía que tenía que hacer con ella.
No parecía que la hubiera utilizado. Tenía regueros de sangre en las fuertes piernas, aceite o algo negro en la ancha espalda y moretones casi por todas partes. La sustancia negra se había corrido y bajaba goteando por la piel multicolor, convirtiéndolo en una especie de cuadro vanguardista o escultura dañada. El pensador en amarillo, morado y verde.
Tenía el pelo calado y aplastado. Me fijé en que le resaltaba más los huesos de la cara y el tamaño de la nariz cuando giró la cabeza. No lo hizo con sus rápidos reflejos de siempre, sino como si estuviera desconcertado, lo cual me preocupó. No es que fuera probable que un asesino se le fuera a acercar en el cuartel general de los magos de la guerra, pero aun así tuve la inquietante impresión de que si yo hubiera sido el asesino, Pritkin se habría quedado quieto y me habría dejado matarlo.
Pues vale.
Me acerqué, aunque no sabía qué coño se suponía que tenía que hacer. Al crecer en la Casa de los Horrores, había visto un montón de cosas desagradables, y mis visiones me habían mostrado muchas más. En los primeros años, había aprendido a distanciarme de las sensaciones incómodas, de cualquiera cosa que no pudiera manejar fácilmente. Y esos momentos había llegado a lo más alto en la facultad Scarlett O’Hara de distanciamiento emocional. Siempre dejaba las cosas desagradables para mañana y, como todo el mundo sabe, el mañana nunca llega.
Y a pesar de lo que los psicólogos nos quieren hacer creer, vivir en la negación funciona bastante bien en realidad. Al menos la mayor parte del tiempo. A mí me había dado resultado, me había mantenido funcional, me había mantenido cuerda (más o menos) mucho más tiempo del que nadie habría esperado de un modo razonable.
Pero en aquel momento no estaba funcionando muy bien.
Y eso quería decir que no sabía cómo hablar con Pritkin sobre sus historias, fueran cuales fueran, porque yo rara vez hablaba sobre las mías. No sabía cómo decirle que todo iría bien, porque no estaba segura de que así fuera. No tenía nada útil que decir, así que ni lo intenté. Lo rodeé con mis brazos por detrás y lo abracé.
El agua seguía caliente. Supuse que eso ya era algo.
Pritkin tampoco dijo nada, así que simplemente nos quedamos así durante un rato. Me di cuenta de que no tenía ninguna prisa por moverme. Estaba molida, pero él estaba caliente y era sólido y fácil de abrazar. Al rato, tuve esa extraña sensación de estar flotando, una combinación de agotamiento, alivio y la vibración de sus latidos en mi oreja.
No se había molestado en encender la luz, así que la única iluminación era lo que se filtraba del baño por el techo abierto de la zona de duchas. No era mucho, y el sonido del agua contra las baldosas parecía lluvia, que raramente se veía en Las Vegas. Lo apreté más y noté que se me cerraban los ojos.
Pensé que sería capaz de dormirme allí mismo.
—Se llamaba Ruth —dijo con voz ronca. Y luego se calló.
Sentía la calidez de su espalda en la mejilla. Notaba su columna justo bajo la superficie. No dije nada.
—Mi mujer —añadió al rato. Asentí, pero no podía verme, así que simplemente lo abracé más fuerte durante un instante. Me había imaginado que sería eso.
No era una experta en el pasado de Pritkin, pero sabía algunas cosas. Como el hecho de que, hacía más de un siglo, se había casado con una mujer a la que supuestamente había querido mucho. No sabía mucho de ella, porque era un tema que conseguía un veloz cambio de conversación. Pero sabía lo más importante: cómo había muerto.
Había ocurrido en su noche de bodas, cuando la parte de íncubo de Pritkin perdió el control, del todo. Por alguna razón, en lugar de simplemente alimentarse, que habría sido lo normal en tales circunstancias, había decidido consumirla… totalmente. Pritkin no había sido capaz de parar el proceso, y eso la había matado.
Más bien, él la había matado, porque como único íncubo medio humano, las dos partes de su naturaleza estaban obligadas a una incómoda convivencia. Era como ser Jekyll y Hyde, solo que al mismo tiempo, todo el tiempo. Los otros íncubos podían abandonar sus cuerpos cuando no se estaban alimentando, ya que solo los cogían prestados de un humano. Pero Pritkin no podía.
No sabía si eso tenía algo que ver con que hubiera perdido los papeles aquella noche o no. Porque me había contado esos pocos y duros detalles, pero nada más. Había sido, más o menos, cuando empezamos a darnos cuenta de que había una atracción, y creo que su intención había sido asustarme.
Había funcionado como un hechizo.
La idea de acabar como un cadáver disecado con el pelo pajizo había resultado ser un gran estímulo para ignorar cualquier sentimiento inoportuno. Pritkin y yo pasábamos mucho tiempo juntos, normalmente en circunstancias que hacían que el corazón se acelerara, o que saltara. Era normal que pudiera surgir una pizca de algo de vez en cuando. Lo raro habría sido que no hubiera habido nada.
Pero lo habíamos ignorado de mutuo acuerdo porque, obviamente, no íbamos a llegar a ninguna parte. Yo estaba saliendo con Mircea, y Pritkin… Bueno, por lo que yo sabía, Pritkin no salía con nadie. Nunca. Tenía la impresión de que no iba a arriesgarse a que volviera a ocurrir lo que fuera que hubiera pasado.
De pronto me di cuenta de que era muy triste.
Alguien detrás de nosotros soltó un taco, pero no me sobresalté. Estaba demasiado cansada y, de todas formas, conocía la voz. Miré hacia atrás y vi el gran cuerpo de Caleb perfilado en la puerta durante un segundo, antes de que desapareciera.
Pero al cabo de un segundo, estaba de vuelta con un par de toallas grandes. Cerró el agua, me envolvió con una y le tiró la otra a su colega. O excolega, dado el ceño fruncido que conjugaba con sus atractivos rasgos.
—Fuera —dijo bruscamente mientras nos empujaba hacia la puerta—. Ya se está haciendo de día. En breve empezará a aparecer gente y ya tenemos bastante que explicar. Además, el vampiro ese ha llamado y está como loco.
—¿Cuál? —pregunté, bastante segura de que ya lo sabía.
—Marco. Dice que lo llaméis o nos acusará de secuestro.
Me pasó un teléfono y lo cogí suspirando. Marqué el número de la suite y lo cogieron al primer tono.
—Cassie, ¿qué coño…?
—Ya lo sabes. ¿Sigo siendo una prisionera?
—¡Ya sabes que no lo eres, joder!
—Entonces volveré. Y ahora, deja de llamar. —Colgué.
Caleb simplemente me miró.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo hasta que piense qué historia voy a contar.
—Conozco esa sensación —gruñó, y nos empujó hacia el despacho.