26

¿Qué ha pasado? —preguntó Caleb, mientras dos magos nos subían hasta el coche. Caleb me tenía agarrada, pero me lo quité de encima y me abrí paso hasta el asiento trasero, donde estaban acostando a Pritkin boca abajo—. ¡Cassie!

—Fue la última explosión —dije aturdida, mirándolo fijamente. Dios, desde aquel ángulo tenía peor aspecto. Rojo y negro y blanco, todo mezclado, sangre y cuero quemado y huesos…

—Esto no ha sido por el fuego —dijo alguien.

Ni siquiera levanté la mirada para ver quién había hablado. Estaba observando cómo arrancaban con cuidado lo que quedaba del abrigo. Estaba hechizado para que se arreglara solo, pero no creía que en ese momento sirviera de mucho. Algunos filamentos trataban valientemente de volver a unirse, pero no quedaba bastante con lo que trabajar. A pesar de los hechizos de blindaje entretejidos en el abrigo, casi toda la parte de atrás simplemente había desaparecido, corroída en enormes y sangrientos agujeros unidos por poco más que un cordoncito. Y el cuerpo que cubría…

—Dios mío —dijo alguien mientras despegaban los restos del abrigo llevándose parte de la piel. Un aturdidor remolino de estrellas giraba a mi alrededor.

—Sangre de dragón —dijo Caleb, y alguien soltó un taco.

Levanté la mirada.

—Pero no puede… No nos acercamos…

—Debió salpicaros antes de que escaparais —dijo bruscamente—. ¡Llévanos a la Central! ¡Ya! —le ordenó al conductor.

—No aguantará tanto tiempo —señaló uno de los magos—. Tenemos un equipo médico en el lugar de los hechos. Acaban de llegar…

—¿Y crees que serán capaces de manejar esto?

—Si no pueden, está muerto. Te lo estoy diciendo, no podemos…

—Fuera de aquí —dije en voz baja, con los ojos clavados en el desastre dibujado en la espalda de Pritkin.

—¿Y si intentamos lo de la unidad de emergencia y no pueden hacer nada? —preguntó Caleb—. Perderemos cualquier oportunidad de…

—¡No hay tiempo para nada más!

—¡He dicho fuera de aquí! —grité, y empujé al mago que tenía más cerca—. ¡Todos menos Caleb!

—¿Qué? —El mago que había estado discutiendo con el jefe, un tío joven hispano, se giró para mirarme—. ¿Qué estás…?

—¡Si queréis que viva, sacad el culo de aquí!

—¡Hacedlo! —espetó Caleb mientras observaba mi cara. No sé qué expresión tenía, pero me daba igual.

—Conduce —le ordené.

Los magos saltaron por el lateral, llevándose consigo a un Fred protestón. Caleb se sentó al volante y yo me incliné sobre Pritkin. El hedor a cuero quemado mezclado con el olor acre y metálico de la sangre era bastante desagradable, pero había algo más, algo oscuro, algo malo.

—No lo toques —dijo Caleb seriamente—. Esa cosa es como ácido. Si te toca, te corroerá también a ti.

Lo ignoré. No podía hacer aquello sin tocar. Ni siquiera estaba segura de que pudiera hacerlo. Pritkin era en parte íncubo, es decir, se podía alimentar de la energía de un humano, casi como un vampiro. Era la parte que más odiaba de él, la parte que una vez había causado la muerte de alguien a quien quería. Pero era lo único que ahora podría salvarle.

Ya lo había alimentado una vez, en una situación similar, pero entonces había tenido una ventaja fundamental: había estado consciente y había sido un participante activo. No sabía qué hacer con él totalmente inconsciente. Si hubiera sido un vampiro, me habría abierto una vena para él y la habría puesto sobre su boca, consiguiendo que tomara lo que su cuerpo necesitaba desesperadamente. Pero no lo era.

Y los íncubos solo se alimentaban de un modo.

Me deslicé hasta el suelo junto al asiento, para que nuestras caras estuvieran al mismo nivel. Y me di cuenta de que había otro problema. Estaba tumbado boca abajo, con la cabeza girada hacia mí, y había muy poca carne intacta a la que pudiera acceder. Le pasé una mano por el pelo y, como siempre, estaba suave, a pesar del polvo y el sudor que en ese momento lo enmarañaba.

De todos modos, lo peiné con los dedos, antes de arrastrarlos por su frente igual de sucia, recorrer la nariz demasiado grande y rozar los labios demasiado finos. Aquel día no se había afeitado y quizá el día anterior tampoco, y la barba me raspó los dedos al acariciarle las mejillas, la mandíbula. Mi mano empezó a temblar cuando llegué a la barbilla. La adrenalina que me había mantenido activa durante la última media hora estaba desapareciendo, pero esa no era la única razón por la que me temblaba la mano. En parte tenía miedo por Pritkin, pero en parte…

En parte le tenía miedo a Pritkin.

Sólo lo había visto alimentarse aquella vez y había sido tan… cuidadoso. Y con motivo. El poder que poseía no solo podía obtener algo de energía de una persona; podía obtenerla toda. No es que lo hiciera, no si estaba despierto y en su sano juicio y con capacidad para pensar con claridad. Pero ahora no lo estaba. Y aunque nunca había visto que un íncubo dejara seco a alguien, sí que había visto a vampiros maestros cuando estaban gravemente heridos, había visto lo que dejaban detrás cuando…

Me paralicé, me costaba respirar. El pánico y el agotamiento rivalizaban por dejarme fuera de combate, pero los aparté a un lado con ira, junto con mi estupidísima cobardía. Pritkin se arriesgaría por mí. Él lo haría por mí.

Me incliné y encontré sus labios con los míos.

El beso, si se puede llamar así, sabía a polvo y ceniza. Sentí su aliento en mi cara, débil y cálido, pero nada más. No hubo ninguna respuesta.

Me quité la camiseta y me desabroché el sujetador.

—¿Qué coño estás haciendo? —preguntó Caleb—. Te he dicho que no lo tocaras.

—Caleb, veas lo que veas, oigas lo que oigas, olvídalo —dije seriamente—. Es una orden.

—¿Te has vuelto completamente…?

—Y ahí va otra. Cállate.

Cogí la mano de Pritkin, floja y exánime pero muy familiar. Conocía cada bulto, cada callo, cada línea. Aquellas manos eran las que me habían enseñado el modo correcto de sujetar un arma, las que habían corregido mi postura en artes marciales, las que habían hecho todo lo posible por enseñarme a dar un buen puñetazo. Y durante un breve instante, las que me habían abrazado apasionadamente.

Deseaba con todas mis fuerzas que una parte de él lo recordara.

Acerqué su mano a mi pecho y volví a besarlo.

Seguía sin haber respuesta, al menos por su parte, pero yo sentí algo, un breve estremecimiento al arrastrar sus callos por mi sensible piel. Los íncubos provocaban lujuria en sus acompañantes porque así era como accedían a la energía humana. Era el conducto que utilizaban para alimentarse, como la sangre para los vampiros.

Pero si mi efímera sensación despertó algo en Pritkin, yo no vi ninguna señal.

Tampoco ayudaba que yo me sintiera menos sexi que nunca. No era por la suciedad ni por el cansancio ni por el público, aunque seguro que aquello tampoco ayudaba. No era ni siquiera por la sangre. Sobre todo era por el pánico. Por la certeza cada vez mayor de que iba a perderle si no conseguía hacer algo de lo que me consideraba incapaz.

—Si me escuchas, deja de comportarte como un hijo de puta testarudo —susurré desesperada—. Ayúdame.

No obtuve respuesta, y se nos acababa el tiempo. Lo veía en la palidez de su rostro, lo escuchaba en la superficialidad de su respiración, lo sentía de un modo indefinible que no podía calificar, pero lo sabía. Lágrimas de frustración inundaron mis ojos al besarlo de nuevo, con más intensidad, deseando que sintiera algo, cualquier cosa…

—Es el espectáculo más patético que he visto en toda mi vida —dijo alguien, y levanté la cabeza bruscamente. Porque no había sido la voz de Caleb.

Levanté la mirada y vi el contorno trémulo de un hombre perforado de estrellas, encaramado en el respaldo del asiento con aire despreocupado. Era casi invisible en contraste con la oscuridad, pero entonces nos introdujimos en una línea Ley y la turbulenta energía azul envolvió unos rasgos familiares. Eran los mismos que los del cuerpo que estaba sujetando, pero parecían muy diferentes gracias a la mente tan particular que contenía.

—Rosier —solté, notando que me erizaba.

—¿Qué? —preguntó Caleb. Al ver que seguía conduciendo en lugar de abalanzarse sobre el asiento con su arma, supuse que no podía ver al demonio que, de algún modo, se había unido al viaje.

—Ya te lo he dicho, simplemente ignóralo todo —dije bruscamente, cuando la letal criatura se inclinó sobre su hijo—. ¡No le hagas daño!

—¿Hacerle daño a quién? —preguntó Caleb confundido.

—¡Tú solo conduce! —ordené mientras trataba de apartar a Rosier. Podía tener un cuerpo cuando le diera la gana, pero obviamente aquella noche no lo estaba usando. Porque era tan insustancial como una columna de neblina, y lo traspasé con la mano.

—Parece que esta vez la has hecho buena —dijo Rosier secamente—. Siempre he dicho que serías su perdición.

Noté que me salían las lágrimas, de frustración, de ira y de miedo paralizador. Dificultaban que pudiera pensar, que pudiera respirar. Porque tenía razón. Tendría que haberme quedado en la maldita suite del hotel, no tendría que haberme marchado. Yo tenía la culpa, toda la culpa, como si le hubiera puesto una pistola a Pritkin en la cabeza. Iba a morirse y yo no podía ayudarlo, e iba a tener que quedarme ahí sentada y observar cómo ocurría…

Como con Eugenie.

El mero hecho de pensarlo me paralizó de miedo.

—No —susurré.

—¿Por qué te quedas ahí sentada y lloriqueando? —preguntó el demonio—. Tenemos trabajo.

Levanté la mirada y vi la pálida silueta más borrosa que antes, y me obligué a enfocar. Me deshice de las lágrimas de enfado.

—¿Por qué tengo que creerme que quieres ayudarlo? ¡Intentaste matarlo!

—A él no. Intenté matarte a ti, si recuerdas.

—¡Enviaste a los malditos rakshasas tras él!

Rosier se encogió de hombros, como si enviar un escuadrón de la muerte de demonios desalmados tras su propio hijo fuera un asunto de poca importancia.

—Se suponía que era una táctica de intimidación. Al fin y al cabo, no podían tocarlo mientras estuviera vivo.

—¡Pues lo tocaron bastante!

—Sólo porque tú insististe en sacarlo fuera de su cuerpo. Pero, venga, discutamos este tema mientras él llega al final de la espiral de su muerte, ¿vale?

Me quedé mirando a Rosier, el odioso cabrón mentiroso, y no supe qué hacer. Pritkin odiaba a su padre y, aunque no las sabía todas, suponía que era por buenas razones; yo tenía bastantes. Confiar en él ahora…

—Mi querida niña —dijo con voz paciente y cansina—. Si quisiera matarlo, ¿por qué iba a estar aquí? Un pocos segundos más en tus delicadas manos y todo arreglado, sin ninguna intromisión por mi parte.

Y tenía razón. Por muy despreciable que fuera, tenía razón. Ahí estaba yo, llorándole, y ni siquiera había muerto. Pero lo haría, muy pronto, si no ponía en orden las historias que tenía en la cabeza y encontraba una solución. Empujé el cuerpo inerte de Pritkin para ponerlo de lado y poder acceder mejor, pero pesaba mucho y no encontraba el modo de…

—Oh, por el amor de… Nunca entenderé qué es lo que ve en ti —dijo el demonio con evidente asombro.

—¿Y qué hago? —pregunté desesperada.

—Si quieres que alguien coma, primero tienes que preparar la comida. Y él no está en situación de hacerlo por ti. Venga —dijo con un suspiro—, deja que papi te ayude.

Y sin previo aviso, algo chasqueó a nuestro alrededor. Fue como una corriente eléctrica, pero más suave, más cálida, infinitamente más tentadora. Su latido me recorrió como una onda, provocando que mi piel se sonrojara, que mis pezones se erizaran y que se me acelerara el pulso. Dejé de mover a Pritkin y me acurruqué a su lado, suspirando mientras introducía las manos por la pechera de su abrigo, en busca de calor, en busca de su piel.

Las deslicé por debajo de la camiseta, acariciando los fuertes músculos y el suave vello, y lo besé en el cuello. No conseguí nada con eso, pero cuando le mordí suavemente la nuez, noté que se movía ligeramente en mis labios. Así que volví a hacerlo, antes de subir para atrapar su labio inferior con los míos. Reaccionó a mi mordisco, una presión húmeda y creciente, y alguien gimió, aunque no estaba segura de cuál de los dos había sido. Pero me daba igual.

Todo me daba igual, excepto una cosa. Había demasiadas correas y hebillas y obstáculos por el camino. Había fundas de pistolas y cinturones y frasquitos y armas, y yo ansiaba su piel contra la mía.

Pero el problema no tardó en desaparecer. Me quedé confusa y fascinada cuando observé que una hebilla de su hombro se abría sola, la pequeña punta se liberó de su prisión de cuero y toda la parafernalia se deslizó hasta el suelo. Lo mismo ocurrió con el cinturón que llevaba a la cintura: se aflojó, se soltó bruscamente y se lanzó solo al asiento delantero. Y luego se abrió la cremallera de los vaqueros, como si un dedo invisible la estuviera bajando.

No recuerdo muy bien los minutos siguientes. Todo se puso borroso, una cálida neblina dorada que atrapó los segundos, alargándolos como una lámina de caramelo. Recuerdo el pecho de un hombre, acariciar fuertes músculos, la espléndida escalinata de un tórax, la leve pendiente de una cadera… y a Pritkin echándose hacia atrás bruscamente, respirando con dificultad y apretando la mandíbula.

Ya no llevaba armas, y casi tampoco la camiseta, aunque, extrañamente, seguía con una de las mangas del abrigo puesta. Los vaqueros también estaban en su sitio, pero los llevaba bajados por delante, mostrando un abdomen definido y una línea alba marrón claro. Tiré de ellos con impaciencia y los bajé hasta las caderas, hasta que una mano agarró la mía y la apretó contra el asiento.

—No quieres hacerlo —me dijo con voz áspera.

Yo no dije nada. No podía pensar con suficiente claridad para expresar con palabras lo equivocado que estaba. Nunca había deseado tanto hacer algo en la vida.

Deslicé la otra mano hasta su nuca, intenté acercarlo a mí, pero el resultado fue el mismo. Mi otra mano acabó en el asiento, esposada por la suya. Pritkin no me estaba tocando de ningún otro modo, pero lo tenía justo ahí, con el pecho desnudo palpitando, la piel húmeda y su único brazo desnudo acordonado de músculos mientras me sujetaba contra el asiento, indefensa.

A mi cuerpo le gustaba, le gusta el hecho de que la sangre hubiera ennegrecido sus ojos, dejando únicamente un fino anillo de fuego esmeralda alrededor del iris. Pero no le gustaba tanto que simplemente se quedara ahí, que no se apartara pero que tampoco se acercara. No tocarlo me provocaba dolor, un dolor físico y real; contemplar el riachuelo de sudor que recorría aquellos músculos, los remolinos que había formado en su vello corporal, y no poder recorrerlos con los dedos, con la lengua…

Estaba diciéndome algo, pero no lo escuchaba. No me importaba. Tenía las manos pegadas al asiento, pero al sujetarme, él también se había inmovilizado. Y estábamos cerca, tan cerca que no pudo evitar que lo rodeara con una pierna, que me arqueara para rozar con mi mejilla la suave piel de su pecho, que encontrara un pezón erizado y lo mordiera…

—Cassie, por favor… —Su voz sonaba ahogada y desesperada, pero me estimuló.

Mordí un poco más fuerte, y gritó. Dejé que mi lengua lavara la pequeña marca que había hecho, y su cuerpo se estremeció de placer. Se onduló hacia mí, acabando con el dolor, pero aumentando el deseo. Era maravilloso poder tocar su carne, sentir su corazón latiendo con fuerza bajo mis labios. Pero quería más, quería sentir toda aquella piel aterciopelada sobre la mía, lo quería todo.

Y él también. Dijera lo que dijera, su piel irradiaba un deseo que se introducía en mí y me hacía gritar, me volvía loca. Me arqueé y su pecho apenas rozó mis pezones erectos, pero la sensación de placer fue intensa, arrolladora, aumentó el anhelo por una potencia de diez. Me retorcí en su abrazo por la necesidad de sentir la presión de su cuerpo, la intensa cadencia de piel contra piel…

—¡Cassie! —Una mano me agarró la cara, consiguiendo que levantara la mirada para centrarme en la suya. Sus brillantes ojos verdes me observaron, ya no estaban oscuros, sino extraña y asombrosamente brillantes.

—Te ha influenciado. ¿Lo entiendes? ¿Te acuerdas de cómo te sentías antes?

Un recuerdo fugaz cruzó por mi mente, pero era impreciso, no tenía interés. Intenté liberarme, con todas mis fuerzas, pero era como luchar contra una estatua. Grité de dolor y de pura necesidad insatisfecha.

Pritkin soltó una palabrota, pero no iba dirigida a mí.

—¿Qué le has hecho?

—¿Tú qué crees? —dijo alguien riéndose—. Venga, pobrecita, deberías ayudarla.

—No te metas en esto —gruñó Pritkin, y el tono bastó para lanzar lenguas de fuego que lamieron todos mis puntos de placer. Gemí.

—Si no lo hubiera hecho, ahora estarías muerto —comentó la otra voz—. De nada, por cierto.

Quizá dijera algo más, pero no lo escuché. Porque aquellas cálidas manos me habían liberado para acercase a mis pies y quitarme delicadamente los zapatos antes de acariciarme de manera posesiva las pantorrillas. La sensación era exquisita y tortuosa, y logró que todo mi cuerpo saltara como una terminación nerviosa sensibilizada. Comencé a extender las manos, a tocar, a acariciar… e inmediatamente fueron apartadas.

—No, quieta.

Era la voz de Pritkin, la que usaba para dar órdenes, la que raramente escuchaba pero automáticamente obedecía. Normalmente, porque significaba que los malos me estaban apuntando a la cabeza con sus peligrosas armas. No sabía por qué la estaba utilizando en ese momento, pero me eché contra el asiento, respirando con dificultad. Y con las manos retiradas.

Unas palmas callosas me rozaron la suave parte inferior de las rodillas, y luego se deslizaron para calentar el exterior de los muslos. Acariciaron el camino que conducía a mi torso, sin tropezar con ningún obstáculo hasta llegar al fino tejido de mis pantalones cortos. La piel áspera resbaló por mis caderas y agarró el suave nailon deslizando los dedos por debajo del elástico de la cinturilla.

Simplemente se quedaron ahí durante un momento, y nuestras miradas se encontraron en la casi oscuridad. La de Pritkin era tan intensa y profunda como cuando estaba inclinado sobre mí en la sala de entrenamiento, con la abrasadora espada descansando en mi cuello. Pero aquella noche había algo más, algo apasionado y ardiente y posesivo. Me asusté al ver que empezaba a temblar.

La sensación se intensificó cuando sus grandes manos se extendieron contra mi piel. Durante un aturdidor momento de claridad, pude sentirlo todo: los dedos alisando las líneas de puntadas que subían por ambos lados del pantalón, el ligero rasguño de la etiqueta en mi piel, la tela empapada de sudor pegada a la región lumbar. Y luego aquellas manos comenzaron a bajar (oh, sí) acariciando lentamente mi cuerpo. Y se llevaron consigo los pantalones.

Me escuché emitir un sonido, que no reconocía. Y luego el tiempo pareció lentificarse de nuevo, fluyendo suavemente. Hasta el punto de poder sentir cada centímetro de la fina y sedosa tela al rozarme el ombligo, deslizarse por las caderas, pasar por los huesos pélvicos y acariciar el camino hasta los muslos.

En algún momento del recorrido, una sensación vertiginosa se apoderó de mi cabeza, desterrando todo pensamiento racional. No me opuse. Era algo que necesitaba desesperadamente, algo que me permitía olvidar qué éramos y dónde estábamos, y todas las razones porque las que aquello era una pésima idea.

El sedoso tejido me rozó los pies cuando me lo arrancó totalmente. Pritkin no decía ni una palabra. Pero allí tumbada, desnuda excepto por un diminuto tanga, poco a poco me di cuenta de que estaba tembloroso. Era casi imperceptible, unos temblores tan controlados como todo lo demás en él. Pero los sentía.

Intenté decirle que no pasaba nada, que confiaba en él, que aquello no cambiaría nada. Pero entonces, sus cálidas manos volvieron a encontrar mi piel y subieron deslizándose por mis piernas. Y lo único que pude articular fue un débil sonido, en lo más profundo de mi garganta, mientras me separaba los muslos.

Inclinó la cabeza, sin prisa, pero con una intensidad en el rostro que me provocó un cortocircuito en el cerebro. Sentí el espectro de un aliento cálido mientras subía por mi cuerpo, haciendo una pausa de vez en cuando durante largos segundos, como si me aspirara. Pero no se detenía, no me tocaba. Sus labios estaban a milímetros de mi excitada piel, tan cerca que cada respiración me ponía la piel de gallina. Y ahí se quedó, hasta que pensé que iba a gritar.

Deseaba tocarlo; tenía que moverme. Pero, al parecer, no podía hacer nada más que retorcerme indefensa por el frustrante contrapunto a aquella cruel no agresión. A los pocos segundos, me estaba mordiendo la lengua para contener algo peligrosamente cercano a un gemido. Entonces, sus manos se deslizaron por ambos lados y su boca al fin entró en contacto con la sensible carne justo por encima del lazo del tanga.

Jadeé al sentir la humedad y la calidez, tan diferente del tacto de sus manos. Y de pronto, resultó más fácil quedarse tumbada, mi cuerpo empezaba a pesar, a languidecer. Me acomodé, rindiéndome al peso que se alojaba entre mis piernas, al frescor de su pelo y a las terriblemente íntimas caricias de los labios y la lengua en mi piel sensible. Satisfaciendo un anhelo de meses, entrelacé los dedos en el suave cabello, sintiendo el movimiento de su cabeza en mis manos.

La delicada boca continuó el festín en los muslos, provocando otro sonido de placer repentino en mi interior, un sonido que se convirtió en gemido cuando la ardiente lengua encontró la línea que separa el muslo de la cadera. Hizo que volviera a desear tocarlo, fluir contra él como el agua, deslizarme por sus cálidos músculos y responder al placer con placer.

—Para —dijo suavemente, y me mordió ligeramente el hueso de la cadera. Y todo mi cuerpo reaccionó con una ráfaga dulce y sorprendente.

Recorrió mi piel lentamente hasta derretirme, convirtiéndome en una criatura maleable de pura respuesta mientras el ataque cálido y húmedo pasaba de las caderas a la barriga y luego, más abajo. La lengua rodeó la parte superior del tanga, recorriendo el encaje, atrapando el lacito de seda. No veía lo que estaba haciendo; su cabeza estaba en medio. Pero lo sentí cuando su cálida boca se cerró sobre el diminuto retal, rozándome la piel al volver a bajar por mi cuerpo. Y me lo quitó con los dientes.

Lo miré fijamente, inexpresiva, durante un instante. En ninguna de mis fantasías me había ni imaginado que un hombre así bullía bajo esa apariencia gruñona, esa mandíbula terca y ese control obstinado. O quizá una parte de mí lo había sabido, y conocía el riesgo…

Y entonces ya no fui capaz de observarlo más. Me recosté en el asiento, jadeando, completamente desnuda en la cálida brisa nocturna. Rosier se había ido, al menos yo no lo veía. Tampoco veía a Caleb, por el respaldo del asiento, pero no estaba segura de si estaba al otro lado. En ese momento, me daba igual. Me daba igual todo menos la dorada cabeza que se abría paso por mi cuerpo.

Estaba dibujando finos trazos con los labios y la lengua, runas y símbolos que era incapaz de descifrar pero que me quemaban la piel. La sensación era tan intensa, tan irresistible, que parecía que mi cuerpo no fuera a ser capaz de contenerla. Se detuvo en un punto donde, si hubiera llevado bragas, habría estado debajo de ellas, dándose un banquete de piel que me había depilado hacía pocos días.

Hundí las manos en su pelo, tratando de dirigir la cabeza hacia donde tanto deseaba que estuviera. Pero me ignoró, y continuó acariciándome suavemente con la misma dulzura engañosa. Hasta que una puñalada de deseo me desgarró, con tal intensidad que pensé que el vacío me mataría si continuaba mucho más tiempo.

Gemí, fue un quejido entrecortado e involuntario que no parecía mío. Habría sentido vergüenza si hubiera sido capaz de que algo me importara. Pero no podía y no lo hice, no me preocupaba ni eso ni nada que no fuera la apenas soportable intensidad de deseo. Dije su nombre con voz entrecortada.

Y por fin, por fin, bajó ese último centímetro. Los cálidos labios se cerraron, la húmeda lengua dibujó círculos. Y una intensa punzada de deseo bajó como un rayo por cada nervio de mi cuerpo. Ahí, oh, sí, ahí.

Se estremeció levemente y su respiración se hizo audible.

—Sí —susurró, tan bajito que podría haber sido fruto de mi imaginación. Pero las manos en mis caderas apretaban convulsivamente, y la lengua era cada vez más exigente, obligándome a abrirme, estudiando mis intimidades, descubriendo mis necesidades.

Y ya no pude pensar más. Tenía sobrecarga sensorial provocada por sus sonidos guturales, el olor de aquella mezcla peculiar de sudor y pólvora y magia que podría haber sido su perfume característico, el tacto de aquella boca que me agredía, húmeda, con una pasión sedosa y abrasadora que no era fiable, no era sensata…

Y entonces mordió suavemente.

Y, oh, Dios mío.

Me sacudió una tormenta de placer, un profundo escalofrío primal de respuesta inmediatamente seguido de una marea de pura lujuria fundida. La ráfaga de calor comenzó en el ombligo y salió al exterior en una inesperada e incontrolable oleada con una fuerza bruta que me arrancó un grito de la garganta. Con crueldad, chupó más fuerte y volvió a hacerlo. Mi cuerpo simplemente no pudo soportarlo más.

Una liberación extática brilló como relámpagos en zigzag por mis pulmones y mis muslos y en todos los puntos entre ellos, hasta llegar a los dedos de los pies. Se introdujo en Pritkin, que apretó las manos y me clavó los dedos en la carne. Y el sonido que emitió, profundo y vulnerable y desesperado, hizo que mi cuerpo se estremeciera aún más, como si quisiera volver a correrse incluso en mitad de aquella liberación arrebatadora.

—Dios… —me escuché decir con voz ahogada. Y no supe si estaba pidiendo clemencia o dando las gracias.

Cuando finalmente acabó, me agarré a su fuerte y musculoso cuerpo, y sentí la piel ardiendo y la vibración de la magia palpitando en la superficie, jadeando. Acercó mi cabeza a su pecho, con los dedos enredados en mi pelo. Ni siquiera intenté moverme; tampoco creo que pudiera. Simplemente me quedé escuchando sus fuertes, firmes y un tanto irregulares latidos.

Y entonces el coche aterrizó en el asfalto, en algún lugar a las afueras de Las Vegas.