25

Afortunadamente, los pilares de apoyo más pequeños ya estaban medio carbonizados y explotaron de un modo inocuo, formando un chisporroteo de ceniza negra. Pero algo muchísimo más grande chocó contra las torres de alta tensión que había por debajo, lanzando postes humeantes del tamaño de tres troncos girando en la oscuridad. Conseguimos esquivarlos casi todos, ya que salían disparados por debajo de nosotros, pero no tuvimos tanta suerte con el abrasador hechizo que voló un segundo después.

Lo habían lanzado desde abajo, donde supuse que estaba uno de los magos que había sobrevivido a la caída. La luz roja crepitó sobre el salpicadero, provocando que se me pusiera la piel de gallina y que el fino emparrado de Fred se ondulara terriblemente. No provocó daños, al menos a nosotros no. Pero el todoterreno dio un repentino y vomitivo giro de ciento ochenta grados en el aire… y se caló.

Yo grité, Fred gritó y nos chocamos contra el techo; pero tampoco fue tan malo.

Y luego salimos disparados por el hueco del parabrisas; y eso sí que fue malo.

Noté que empezaba a caer, con los brazos abiertos pero sin nada a lo que agarrarme. Y esta vez no tenía paracaídas ni unos brazos fuertes que me cogieran, tan solo el viento y el vacío y un larguísimo camino por el que caer. Y eso fue lo que hice… durante más o menos un segundo, hasta que algo tiró de mí y me introduje en un parábola en la que las luces de la ciudad bailaban una colorida danza aturdidora que confundía todavía más mi ya confundida cabeza.

Hasta que me di cuenta de que mi grito se había convertido en un dueto con el de Fred, que me apretaba contra su pecho. Tenía un brazo debajo del mío, sujetándome de frente como un saco de patatas. Y los dedos del otro se aferraban, con los nudillos blancos de la fuerza, a la cerca.

De la que en esos momentos estábamos colgando.

Durante un instante, simplemente me quedé allí suspendida, jadeando y mirando fijamente el paisaje que formaban los hoteles, los casinos y las pantallas de cristal líquido. Y luego levanté la mirada y vi a Fred, con el rostro totalmente desencajado e iluminado desde atrás por las lejanas luces de neón.

—Gracias —chillé.

No contestó. Tampoco se movió ni respiró ni parpadeó. Estaba agradecida por la ayuda, pero no era nada tranquilizador que me sujetara una estatua de Fred que parecía tener la versión vampírica de un ataque de pánico.

—¿Fred?

Nada.

Me chupé los labios, tratando de no rendirme al auténtico deseo de unirme a él y simplemente evadirme durante unos minutos. Porque no pensaba que tuviéramos ni uno. No veía a la criatura, que al parecer estaba en algún punto por delante de nosotros. Pero un vistazo hacia arriba me mostró que el parachoques trasero del todoterreno estaba medio colgando.

Lo cual suponía un problema, ya que era en lo que la cerca se había conseguido enganchar.

Obviamente, no estaba diseñado para tal abuso y no parecía que fuera a seguir así durante mucho más tiempo. Miré hacia abajo y vi a Pritkin que, en lugar de subir, estaba lanzando hechizos a algo que yo no conseguía distinguir entre tanto humo. No sabía lo que estaba haciendo ni por qué, pero si no nos movíamos, en un minutos ya no lo estaría haciendo.

—Vale, ¿Fred? Fred, escúchame —dije, tratando de conseguir contacto visual. Habría resultado más fácil si sus ojos no hubieran estado como muertos, vidriosos y mirando al vacío—. Tenemos que volver a subir, Fred.

Nada.

—Y tenemos que hacerlo ya.

Nada de nada.

—Nuestro peso está soltando la cerca del coche —le dije con firmeza, obligándome a mantener un tono calmado, porque gritarle a una persona que ya está presa del pánico no sirve de nada. Y porque si empezaba, ya no pararía—. Si no nos quitamos de aquí, Pritkin, tú y yo practicaremos caída libre en un minuto. Quizá menos.

Aquellas palabras provocaron un ligero movimiento de ojos, pero nada más.

—Y aunque estoy bastante segura de que Pritkin puede salvarse en caso de que ocurra, creo que tú y yo estamos jodidos, Fred.

—¿Es que no lo estamos ya? —preguntó con voz ronca.

—No si haces exactamente lo que yo te diga.

Negó con la cabeza y volvió a paralizarse, cuando una ráfaga de viento provocó que la cerca se contoneara como una corista.

—No puedo.

—Sí, sí que puedes.

Miró hacia abajo por primera vez, y se puso pálido. Algo sorprendente, porque ya era bastante blanco.

—¡Oh, Dios!

—Fred —dije, con bastante firmeza como para recuperar su sorprendida mirada gris—. Fred, escúchame. Nos vas a sacar de aquí.

—¿Y si no puedo?

—Sí que puedes. Sé que puedes.

—Pero yo no… Soy un simple contable. No soy…

—No eres un simple nada —dije con voz áspera—. Eres un vampiro maestro, y los dos sabemos qué significa eso.

—Sí, bueno, en mi caso, no significa más de lo que…

—Y eres mi guardaespaldas. Eres el guardaespaldas de la pitia. Y eso significa que debes ser bastante cojonudo.

Se chupó los labios.

—¿Soy… cojonudo?

—Si no lo fueras, no te habrían asignado esta misión, ¿no?

—Bueno, en realidad, dijeron que necesitaban mi habitación para…

—¡Fred!

Asintió tragando saliva.

—Soy cojonudo —dijo en voz baja y mirando hacia arriba.

Y entonces me rodeó la cintura con fuerza, se puso tenso y saltó. No sé cómo cogió impulso, porque lo único que había era la cerca y, seguramente, la habría acabado de arrancar del coche. Pero salimos disparados y recorrimos, por lo menos, la altura de medio piso hasta la puerta trasera del todoterreno.

Aunque habría sido mucho mejor que hubiera estado abierta.

Me di con la cabeza en la puerta, lo bastante fuerte como para dejarme atontada, así que no me di cuenta de cómo entramos. Pero a juzgar por el hecho de que la siguiente vez que miré el todoterreno ya no tenía puerta trasera, pensé que quizá tuviera algo que ver con la fuerza y la motivación extrema de un vampiro. En cualquier caso, un momento después, estábamos despatarrados en el abollado interior del techo, sin apoyar el culo y con el estómago (al menos el mío) revuelto.

Agarré un cinturón que colgaba por un instante y me concentré para no echar toda la cena. Y luego se preguntan por qué me alimento de antiácidos. La pizza, la cerveza y el batido estaban haciendo una alquimia realmente desagradable en mi estómago, que se hizo más evidente cuando vi lo que subía deslizándose por una de las ventanillas laterales.

Lo primero que pensé fue que era algo hermoso, de líneas puras y poderosas que armonizaban de un modo impecable con la noche. Un manantial de escamas de ébano fluía por una silueta musculosa, desde una cabeza enorme pasando por un inmenso tórax hasta unas afiladas garras y una larga cola puntiaguda. Eran duras y acabadas en punta, como fragmentos de obsidiana, con la que también compartían el color. En la más profunda oscuridad, parecían atrapar toda la luz, sin reflejar ni el fuego ni la luna ni los parpadeantes neones lejanos. Solo brillaban los ojos, como joyas vivientes, oro sombreado a un verde amarillento pálido que rodeaba unas alargadas pupilas gatunas.

Pude fijarme bastante bien cuando la enorme cabeza se giró lentamente hacia mí.

Me quedé mirándola, sabiendo perfectamente lo que estaba viendo. Pero mi cabeza simplemente se negó a ponerle nombre. Hacía pocos minutos, había estado en una acera agrietada a las puertas de una cafetería grasienta, discutiendo con los de siempre. Resultaba un poco difícil hacer la transición a sobrevolar Las Vegas perseguida por algo salido de un cuento de hadas.

Algo que en esos momentos estaba descendiendo para venir a por nosotros por debajo.

—¿Fred? —dije con calma.

—¿Qué?

—¡Muévete!

Esta vez no preguntó nada. Pasó gateando por debajo del asiento trasero y yo pasé por debajo de él; y fue una suerte porque, un segundo después, ya no había asiento trasero. La cosa que teníamos detrás lo había arrancado con total facilidad, como si el todoterreno fuera de papel, estrujándolo en sus gigantescas mandíbulas junto con la mayoría de la parte trasera del vehículo.

Incluyendo el guardabarros.

Me di la vuelta, agarrándome al asiento central, y miré hacia abajo para ver a Pritkin, que seguía enganchado a la cerca. Una cerca que ahora estaba colgando de la boca de algo salido de una pesadilla. Estaba a un tercio de llegar a la parte de arriba, con lo cual estaba lo bastante cerca como para que pudiera ver su expresión. Y el pánico absoluto en su cara al levantar la mirada no fue nada tranquilizador.

Y entonces la criatura sacudió violentamente la cabeza, provocando que el bocado de todoterreno saliera disparado de su boca y se alejara girando en la oscuridad. No grité, porque Pritkin no iba en él. En su lugar, se lanzó formando un gran arco y comenzó a arrastrarse hacia nosotros como antes, solo que esta vez sin ningún tipo de apoyo visible.

—No sabía que los magos pudieran levitar sin una plataforma —dijo Fred, con la voz preternaturalmente calmada.

—¡Y no pueden!

—Entonces, ¿cómo está…? Ah, ya lo veo.

—¿Qué ves? —pregunté con el corazón en la boca. Yo no veía nada, excepto a la criatura subiendo rápidamente, batiendo las pesadas alas y abriendo las enormes fauces ansiosas de otro bocado. Y entonces, en el último momento, cambió de dirección sin razón aparente.

—Está utilizando sus escudos como una cuerda. —Fred levantó la mano y señaló el suelo mordido, donde un tenue rayito azul rodeaba la transmisión—. Debió lanzarlo aquí arriba cuando se acercó lo suficiente.

Recorrí con la mirada la inestable cuerda de salvamento hasta Pritkin, y de vuelta adonde estaba sujeta, paralizada por un miedo que hacía que mi pánico anterior fuera algo insignificante. Porque ningún mago podía lanzar más de un escudo a la vez. Y si Pritkin lo estaba utilizando como cuerda, es que no lo estaba usando para protegerse.

Aquel pensamiento paralizó el pánico tan rápido que me dejó mareada.

—¡Las llaves! —grité cogiendo a Fred.

—¿Qué llaves?

—¡Nuestras llaves!

—¿Las llaves del coche?

—¡Sí!

—Ay, no sé dónde están… —dijo Fred, antes de que lo apartara a un lado y me abalanzara sobre el volante.

La llave estaba puesta. Me agaché bajo del asiento del conductor, obligándome a que no me entrara el pánico, pero las manos me temblaban tanto que tuve que utilizar las dos para girarla. Aplasté el acelerador que tenía encima con la mano, pero durante un segundo, no pasó nada, ni siquiera el siniestro clic de una batería agotada o un motor ahogado. Joder, por favor…

Y entonces arrancó.

—¿Funciona? —dije con tono áspero.

—¿El qué? Ah… —dijo Fred—. Sí, está subiendo. Es realmente…

Se calló cuando Pritkin chocó contra la transmisión y la criatura chocó contra nosotros, casi al mismo tiempo. Y por un breve y horrible segundo, no se escuchó nada más que el chirrido del metal y los gritos de la criatura y la explosión literal de un coche desde el interior, mientras todo lo que había detrás del asiento delantero desaparecía engullido por otro enorme bocado.

Me agarré al respaldo, mirando fijamente la imagen de esa cosa suspendida en el aire, batiendo como loca sus potentes alas mientras despedazaba con las garras extendidas algo que había sobre nosotros. Estiré el cuello, pero seguía sin ver nada más que el cielo negro y una lonja de luna, que parecía serena y etérea en mitad de aquel caos. Pero un instante después, algo rajó una de las alas de nuestro agresor y dio un chillido que me taladró el cerebro.

Y entonces los vi, a Caleb y a cuatro magos de la guerra que no conocía, colgando por los laterales del cacharro destrozado de Pritkin, lanzando hechizos y disparando balas que rebotaban en el pellejo impermeable; pero, al parecer, aquello simplemente lo estaba cabreando. Aunque no por mucho tiempo. La enorme cola embistió ambos coches y los lanzó hacia atrás, y en el caso del descapotable, dando vueltas de campana. Pero no tuve oportunidad de preocuparme por Caleb.

Porque la criatura venía directa hacia nosotros.

Su movimiento era sinuoso y fluido, como el de una anguila en el agua, con músculos bien definidos y escamas relucientes. Y entonces, la enorme mole bajó en picado, ocultando el cielo. El aire se quedó atrapado en mi garganta, en mi pecho, lo tenía clavado en los pulmones. Intenté tragar, pero tenía la garganta demasiado seca. Fred estaba balbuceando algo incoherente detrás de mí, o quizá fuera que simplemente no lo entendía. Normal, teniendo en cuenta que aquella belleza mortal venía hacia mí.

Y entonces Pritkin me agarró a mí, agarró una pistola y, antes de que tuviera tiempo de preguntarme qué pensaba que iba a hacer con aquello, disparó. Pero no a la criatura. En su lugar, apuntó a la masa de metal arrugado que seguía atrapada en las gigantescas fauces.

Y que incluía un depósito lleno al que le dio justo en el centro.

El depósito prendió, provocando una llama mortal y, al estar justo en mitad de la garganta de la criatura, fue ahí donde explotó. Por una milésima de segundo, el fuego bulló bajo su piel, rojo y naranja y turbio, brillando entre sus relucientes escamas. Era extrañamente bello, las separó en rombos únicos y perfectos de brillante ébano durante un último y trémulo instante…

Y entonces la criatura explotó, desparramando huesos y sangre y carne oscura y húmeda por todas partes, junto con unas mil escamas afiladas como cuchillos.

Pritkin había levantado un escudo parcial, que nos protegió a nosotros, pero el todoterreno se hizo trizas, se despedazó en el mismo momento en que la onda expansiva nos lanzó hacia atrás. Un instante estábamos arrodillados en la abolladura del techo destrozado, mirando fijamente una bella pesadilla, y al segundo siguiente estábamos cayendo; él agarrándome por la cintura y yo rodeándole con las piernas para mantenerlo cerca de mí, mientras las cenizas y brasas me azotaban la piel.

Vi que algo atrapaba a Fred al vuelo; un hechizo de lazo lo enganchó del tobillo y lo subió de un tirón, como una gran cinta elástica. Vi un trozo de ala girando en la oscuridad, visible gracias al fuego que devoraba el interior para abrirse paso hasta la superficie y que resaltaba la delicada tracería de las venas. Vi que el suelo se acercaba a una velocidad inverosímil y mortal…

Y entonces algo nos enganchó, tiró de nosotros y nos lanzó bruscamente hacia atrás formando una larga estela en el aire.

Al principio pensé que debía ser un lazo, que Caleb había conseguido cogernos de algún modo, pero no había sido él. Miré hacia arriba y vi una masa amorfa azul, como un paracaídas protector, pero no lo era. Era plano en lugar de redondeado y desigual en lugar de liso, con algunas partes más finas por donde se filtraba la oscuridad. Tenía cierta forma de cuña, con filamentos que se habían extendido hacia abajo para sujetarse a los brazos de Pritkin y…

—¿Sabes volar con ala delta? —pregunté con incredulidad.

—Sí, pero no es… recomendable.

—¿Por qué no?

—Problemas con la dirección.

—¿Problemas con la dirección?

Y ya no tuve que preguntar nada más, porque un edificio venía directo hacia nosotros. Pritkin intentó esquivarlo, pero al parecer tenía razón, los escudos no estaban diseñados para las acrobacias aéreas. Nos desviamos lentamente hacia la izquierda, pero el arco era demasiado reducido y el viento no era el adecuado e íbamos a aplastarnos como insectos contra los ladrillos antes de que pudiéramos girar o aterrizar o…

Y entonces un hechizo estalló contra una ventana en frente de nosotros, provocando una explosión de fragmentos hacia el interior justo cuando pasamos por lo que quedaba de ella. Nos deslizamos por un escritorio, atravesamos un tabique muy delgado y nos llevamos por delante media docena de cubículos. Justo antes de que algo del tamaño de un remolque atravesara con gran estrépito la pared que teníamos detrás. Alcancé a ver una enorme cabeza y unos ojos brillantes, y luego una estela de fuego los oscureció cuando Pritkin nos lanzó por la puerta contra incendios.

Debía ser de buena calidad, porque en realidad tardó un par de segundos en salir volando sobre nuestras cabezas. Aunque para entonces, ya estábamos un piso más abajo, saltando por la barandilla y aterrizando dolorosamente. Pero es mejor que morir carbonizados, pensé aterrorizada mientras bajábamos a toda velocidad los escalones, de tres en tres y de cuatro en cuatro, casi sin tocar el suelo, casi tan rápido como si estuviéramos volando otra vez.

Lo único malo es que no íbamos lo bastante rápido.

Pritkin nos empujó contra la pared, justo a tiempo de esquivar una columna de fuego carmesí que se abría paso por el hueco de la escalera. Vi fugazmente a nuestro agresor a través de las llamas, pero fue suficiente: huesos quemados y calcinados, algunos todavía ardiendo; alas destrozadas sin una de las puntas; unas fauces gigantescas bordeadas de dientes rotos y carbonizados que, aun así, seguían estando terriblemente afilados…

Me quedé mirándolo con total incredulidad. Estaba muerto; tenía que estar muerto. Cuando la gasolina prendió, los trozos del coche que tenía en la boca se convirtieron en metralla mortal, desgarrándolo literalmente desde dentro. Nada podría haber sobrevivido a tal devastación. Nada.

Y aun así, ahí estaba.

Y por alguna extraña razón, la sensación que me invadía no era terror, ni siquiera incredulidad; era indignación. Me sentía engañada, estaba resentida y furiosa. Si matas al dragón, ya te puedes ir a casa. Era una especie de regla: dragón muerto, se acabó el juego. Todos los que jugaban a videojuegos, los productores de Hollywood y los niños de seis años lo sabían.

Pero, al parecer, a mi vida se le había pasado ese pequeño detalle.

Y entonces, la tormenta de fuego acabó y ya volvíamos a estar corriendo. Pasamos por una puerta y cruzamos un pasillo, con cuatro toneladas de dragón cabreado atravesando la pared que teníamos detrás.

Para ser tan enorme, era tremendamente rápido, quizá porque no se preocupaba por tonterías, como los pasillos. Simplemente rompía y atravesaba las paredes con total facilidad, como si fueran de cartón, a juzgar por el sonido que venía de detrás y las enormes grietas que se abrían por delante de nosotros. Eché un vistazo y vi puertas volando en una tormenta de placas de yeso, y entonces entré de un tirón en una oficina.

Que también era un callejón sin salida.

Miré alrededor desesperadamente, pero no había hacia dónde correr ni dónde esconderse y, de todos modos, tampoco es que fuera probable que sirviera de mucho. No había ventanas ni armarios, ni siquiera un lavabo. Tan solo una mesa de madera falsa, una maceta mustia y losetas de moqueta industrial de color gris, la mayoría de las cuales necesitaban un cambio.

Pues están a punto de que las cambien, pensé impasible, y entonces Pritkin me agarró de los hombros.

—¡Tenemos que separarnos! —gritó por encima del ruido de los edificios implosionando.

—¿Qué?

—Voy a lanzarle un hechizo para cegarlo. Dudo que funcione del todo, pero debería nublarle la visión. Si conseguimos que no nos siga, puedo llevarlo a…

—En primer lugar, no. Y en segundo lugar, ¡joder, no!

—¡Esto no es discutible!

—Y una mierda que no…

Me callé cuando arrojó algo contra el suelo y nos lanzó contra la pared. Sus escudos vapuleados recibieron otro golpe cuando una explosión arrancó un pedazo de suelo. Y acto seguido, nos estábamos deslizando por aquella nueva salida y entrando en la oficina de abajo, que, al parecer, ocupaba toda la planta. Allí no había pasillos, solo una tonelada de cubículos con plantas y fotos de familia a las que realmente esperaba que nadie estuviera muy unido, porque un segundo después, algo desgarró el techo detrás de nosotros.

Y de pronto, ya no había adónde ir. El espacio era enorme y la criatura se interponía entre nosotros y la escalera. La única otra puerta estaba a una distancia imposible, y dudaba que hubiéramos conseguido llegar a ella aunque no hubiera habido un laberinto de elegantes tabiques grises en el camino. No podíamos atravesar el suelo para llegar al siguiente piso con aquello pegado al culo y, a juzgar por la desesperación en el rostro de Pritkin, no creía que sus escudos fueran a resistir otra tormenta de fuego.

Ahora sí que se ha acabado el juego, pensé; y entonces Pritkin nos sacó lanzándonos por la ventana.

De pronto, regresamos a la noche junto con una tormenta de papel y un dispensador de agua suicida. Cayó como un kamikaze sobre un coche que había debajo, desplomándose en el techo como lo habría hecho un cuerpo, justo cuando el improvisado planeador de Pritkin nos agarró. Y entonces cogió una corriente de aire, que subió por el lateral del edificio justo cuando una oleada de fuego explotó debajo de nosotros, quemando la masa voladora de papel.

La criatura se paró en el alféizar de la ventana, luciendo un aspecto incluso más imposible en aquel moderno marco de acero y cristal. Y entonces echó hacia atrás la cabeza y dio otro grito ensordecedor, fuerte como una sirena, tan fuerte que pensé que se me iban a explotar los tímpanos. Tan fuerte que los laterales espejados del edificio vibraron, provocando que su reflejo temblara.

Observé cómo se ondulaba como una piedra lanzada al agua mientras una corriente de aire circular nos elevaba unos pisos por arriba de la criatura. Pritkin ni siquiera estaba intentando alejarse del edificio, y no me hizo falta preguntarme por qué. Si no podíamos deshacernos de aquella cosa en el suelo, segurísimo que no podríamos hacerlo en el aire. Y todavía menos en algo con dirección deficiente y propulsión inexistente.

Los segundos pasaban mientras la criatura echaba un vistazo alrededor, con los ojos encendidos y buscándonos en la oscuridad; el olor nauseabundo de carne medio quemada se mezclaba con el sabor a ozono de su magia. Contuve la respiración hasta marearme, mientras mi corazón intentaba con todas sus fuerzas seguir latiendo. Porque lo único que tenía que hacer era levantar el cuello; lo único que tenía que hacer era mirar…

Y entonces nos vio, y no me dio tiempo ni a soltar el aire antes de que se lanzara al vuelo, con las enormes alas extendidas y esculpiendo el aire con una precisión mortal. Sigue siendo extrañamente bella, pensé medio atontada. Aerodinámica y elegante, una espléndida máquina de matar, incluso destrozada como estaba.

Se mantuvo en el aire hasta que se estrelló contra el edificio de enfrente.

Y contra nuestro reflejo.

Impactó como una bala antes de explotar como una granada, lanzando trozos de un cuerpo antes fuerte por todas partes. Vi que los restos caían entre una cascada de cristales; vi que aplastaba un coche como si fuera una tortita, vi la salpicadura elevándose tres pisos. Y luego ya no vi nada más, porque nosotros también estábamos cayendo.

El escudo consumido de Pritkin falló unos segundos demasiado pronto, consiguiendo que cayéramos mientas yo intentaba con todas mis fuerzas transportarme, incluso sabiendo que no funcionaría. Y lo único en lo que podía pensar en esos últimos, breves y vertiginosos segundos era que habíamos ganado, contra todo pronóstico habíamos ganado, joder, y seguía sin ser…

Y entonces algo tiró de nosotros, tan fuerte que pensé que se me habían separado los huesos.

Me quedé allí colgando durante un instante, rebotando en el aire, demasiado aturdida como para sentir algo más que un chorrito de sangre que se deslizaba por mi espalda. Entonces me di cuenta de que Caleb estaba en lo alto, asomado de forma peligrosa por el lateral del descapotable, con algo parecido al terror en su rostro normalmente tranquilo. Y haciendo un gesto extraño con la mano.

Pensé que quizá tendría algo que ver con el tenue rayito dorado que nos rodeaba a Pritkin y a mí como… bueno, como un lazo. Buen agarre, pensé, pero no lo dije, porque mi boca parecía no funcionar. Hasta que Pritkin se desplomó en mis brazos, con la cabeza colgando y el cuerpo muerto, y eché un vistazo a su espalda.

Y entonces grité.