El motor debió haberse enganchado en algún punto, porque salimos disparados hacia delante. El proyectil de lujo pasó rozándonos. Giré y pisé el freno, consiguiendo así esquivar otro coche, pero lanzándonos contra la cerca. Apenas me di cuenta, porque estaba segura de que la limusina acababa de destrozar la cafetería y a todos los que había dentro.
Pero no había sido así.
Miré fijamente por el parabrisas rajado y ensangrentado el trasero de la limusina, que sobresalía como una viga voladiza de un trémulo campo de energía. Al contrario que los escudos azules y uniformes de Pritkin, este era un mosaico de tonalidades y texturas en movimiento que se enturbiaban al luchar entre ellas y con el coche. Pero de algún modo, lo habían parado. Como un pez capturado en una red, el enorme pedazo de metal retorcido estaba ahí colgando, a casi tres metros del suelo, agitándose y temblando… y goteando.
Algo caía por detrás, lo suficiente como para formar un charco en el suelo, donde se reflejaban las chispas que seguía lanzando el cartel destrozado sobre el coche y el propio charco. Mi cerebro medio paralizado tardó un segundo en darse cuenta de lo que estaba viendo, y entonces empecé a cambiar torpemente de marcha para retroceder.
—¿Y ahora qué? —preguntó Fred.
—¡Gasolina! —dije, pisando el pedal mientras los magos de la guerra se dispersaban. Los escudos se replegaban alrededor de sus dueños o salían lanzados hacia la cafetería en un desesperado intento de proteger a la gente que había dentro. Y el coche…
—¡Mierda! —gritó Fred cuando explotó en el aire, despidiendo una nube de proyectiles letales que se esparcieron en todas direcciones.
Me agaché, porque no había tiempo para nada más, y me encontré con que el suelo ya estaba ocupado. Me cubrí la cabeza cuando rebotamos hacia atrás, todavía moviéndonos pero no lo bastante rápido como para esquivar la lanza de metal que destruyó el parabrisas. El cristal reventó por todo el reducido espacio, hiriéndome los brazos y provocando que un chorrito húmedo me bajara por la sien. Pero gracias al salpicadero, al resto de mi cuerpo le fue mejor.
Aunque no tan bien como a Fred, que había estado acurrucado en el suelo.
—¡Se supone que eres guardaespaldas! —le dije dándole al freno.
—Y lo soy.
—Entonces, ¿qué haces ahí abajo?
—No soy muy buen guardaespaldas.
—¡Sal de ahí! —Lo levanté de un tirón para que su visión de vampiro me ayudara a localizar a Pritkin en medio de aquel caos. Pero antes de que pudiera pronunciar palabra, la escena que teníamos delante se inclinó, la cafetería se desvió violentamente hacia la izquierda y luego desapareció por completo, reemplazada por la aturdidora imagen de unos edificios oscuros y un cielo plagado de estrellas.
—¿Qué está pasando? ¿Qué está pasando? —preguntó Fred histérico, agarrándome mientras yo me agarraba al volante para evitar que nos cayéramos por el hueco del parabrisas.
No le contesté, porque estaba totalmente concentrada en no soltarme mientras giraba en un calidoscopio de escombros y cristales. Al igual que la limusina, el todoterreno se había elevado en el aire; al contrario que la limusina, daba vueltas de campana lentamente, provocando que los faros dibujaran una amplia parábola que iluminaba intermitentemente la cada vez más intensa pelea de abajo.
—¿Dónde están los controles? —le grité a Fred mientras girábamos dando tumbos, como dos sábanas en una secadora.
—¿Qué controles?
—¡Los del hechizo!
—¿Qué hechizo?
—¡Al que acabas de darle! —dije furiosa, cuando media docena de magos salieron volando.
Daba la impresión de que algún tipo de explosión los había hecho saltar en mil pedazos, pero yo no había visto nada. Tampoco es que hubiera visto mucho más que el zapato del cuarenta y dos de Fred. Pero algo espeluznante estaba ocurriendo ahí abajo, porque el rostro del hombre que pasó disparado junto al parabrisas reflejaba lo más parecido al miedo que había visto en un mago de la guerra.
Aparté el pie de Fred y empecé a buscar como una loca por debajo el salpicadero.
La mayoría de los coches de la comunidad sobrenatural están equipados con hechizos de levitación para acceder a las líneas Ley, muchas de las cuales no van por el suelo. Pero normalmente pertenecían a los magos, que eran los principales usuarios de la red de carreteras mágicas de la Tierra. Los vampiros solían evitar zonas que pudieran incinerar a una persona en segundos sin los escudos adecuados, que ni siquiera los maestros tenían.
Por consiguiente, yo había entrado en contacto con las líneas y los vehículos que las utilizaban muy recientemente. Y no había sido tranquilamente y sin prisas para poder hacer preguntas como, por ejemplo, qué aspecto tenía el maldito hechizo. Pero si no estuviera tan oscuro…
Casi no había acabado de pensarlo cuando el ciclo de vueltas se interrumpió de un golpe y salimos disparados hacia atrás en un chorro de luz y calor. La verdad es que nos vino bien, porque el espacio que habíamos estado ocupando se llenó repentinamente con la cafetería. Nos estrellamos contra un edificio al otro lado de la calle a una velocidad digna de un traumatismo cervical, y el techo de cromo del restaurante salió disparado hacia el espacio exterior, derramando detritos en llamas como un cohete de bengalas sacado de una película de Buck Rogers.
El coche raspó los ladrillos, vagando hacia atrás por la calle y ladeándose un poco a la izquierda como un borracho, mientras la cafetería se arqueaba alcanzando una altura tremenda sobre nosotros. Tembló en la oscuridad durante un largo instante, como si realmente intentara dejar atrás la gravedad. Y luego volvió a desplomarse envuelta en un granizo de ladrillos, baldosas viejas y escay naranja en llamas.
—Mierda —dijo Fred débilmente.
Y entonces, ambos tuvimos que agarrarnos al salpicadero cuando una oleada de polvo y escombros azotó el todoterreno. Intenté localizar a Pritkin en el caos, pero era imposible. Aunque, al menos, parecía que el Cuerpo había evacuado la cafetería antes de la explosión. La gente, presa del pánico, se dispersaba en todas direcciones, incluyendo a una rubia que corría justo delante de una fila de coches que había aparcados en la calle.
Era menuda y pechugona, con el pelo corto de un tono que se acercaba más al castaño que a mi rubio rojizo. Tampoco era rizado como el mío, y no íbamos vestidas igual, pero pensé que nos parecíamos bastante. Porque algo estaba apartando a golpes los coches por detrás de ella.
Sin embargo, sorprendentemente, nadie parecía darse cuenta. Entre el polvo asfixiante, el aparcamiento en llamas, las estridentes alarmas de los coches y la gente gritando, el apuro de la rubia había llamado cero la atención. Y para cuando alguien se quisiera dar cuenta, mi álter ego estaría chamuscada.
Empecé a trajinar para volver a poner en marcha el coche, que se había calado.
—¿Habías visto algo así antes? —preguntó Fred.
—Bueno, quizá un par de cosas.
—Pues yo no, quiero decir, ¡joder! —Se quedó mirando el aparcamiento con los ojos muy abiertos, donde se reflejaban las llamas—. Yo creo que un hechizo le ha dado a una tubería principal de gas o algo así.
—Sí, quizá.
—¿Quizá? ¿Qué otra cosa puede haber pasado?
—Estamos a punto de descubrirlo —le dije, cuando por fin se encendió el reacio motor.
Pisé el acelerador y cruzamos la calle a toda velocidad; seguíamos un poco inclinados, pero al menos nos movíamos. La chica corría justo por debajo del coche, tan asustada que ni siquiera asimilaba la visión de un todoterreno levitando. Encendí las largas y las luces de emergencia y pulsé la bocina, mirando a todas partes en busca de algo que me indicara de qué me estaba burlando. Pero lo único que veía era la masacre, no lo que la estaba provocando.
Un puño invisible hundió el lateral de una furgoneta de reparto cercana, provocando que se volcara y patinara unos diez metros hacia atrás. Un viejo Volkswagen Escarabajo pasó a mejor vida en un choque brutal con un Lincoln nuevo. Y una motocicleta dio una voltereta al estilo Evel Knievel por encima de los demás coches antes de incendiarse y estrellarse contra el lateral de una valla publicitaria, prendiéndole fuego a todo.
Y después nada.
La matanza metálica se suspendió repentinamente; la causa invisible se había detenido al percatarse de la rareza de un todoterreno volador abollado e iluminado como un árbol de Navidad. Y de una rubia escondida detrás de una rueda que, en realidad, parecía como si quisiera que la cogieran.
Volví a tocar la bocina, solo por si alguien no se había dado cuenta de que estábamos allí, y Fred me agarró del brazo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó con voz estridente.
—Llamar un poco la atención.
—¿Llamar un poco…? ¿Por qué?
—Porque sea lo que sea lo que hay ahí, fue a por la limusina y luego a por la cafetería y luego a por la rubia. Me está buscando a mí.
—¡Pues claro que te está buscando a ti! —dijo zarandeándome—. ¡Por eso mismo tenemos que salir de aquí!
—Estamos a punto —dije, cuando algo enorme y oscuro se olvidó de la chica y se dirigió hacia nosotros temblando por el aire, con un movimiento visible como no lo había sido antes.
No lo distinguía bien, era una sombra borrosa que se oscurecía, aunque no ocultaba las luces de la ciudad que había detrás. Pero no tenía tiempo de fijarme más detenidamente. Pisé a fondo el acelerador, justo cuando algo arremetió contra nosotros como una imponente cobra. Nos habría dado de lleno, pero habíamos avanzado lo suficiente, así que solo nos dio en la parte trasera. De todos modos, bastó para lanzarnos girando como una ruleta contra la cerca cerrada con cadenas. Chocamos de culo, provocando que la malla metálica se inclinara hacia fuera, y el coche intentó con todas sus fuerzas morirse en mis brazos. Pero pisé a fondo el acelerador y, con un renqueo y un crujido, salió disparado y cruzó el aparcamiento y la calle como una bala.
Mantuve el pie pegado al suelo, tan fuerte que sentía palpitaciones en la pierna, pero algo no iba bien. La parte trasera del coche arrastraba demasiado y el morro estaba muy levantado, con lo cual casi no veía nada por encima del capó. Y teniendo en cuenta lo juntos que estaban los edificios en aquella parte de la ciudad, la cosa pintaba muy mal.
—¿Qué está pasando? —le pregunté a Fred, que estaba echando un vistazo atrás entre los asientos con la boca abierta.
—Oh, mierda.
—¿Oh, mierda, qué?
—Oh, mierda, ¡tenemos pasajeros!
Giré la cabeza, pero en el coche solo estábamos nosotros. Y lo único que veía fuera era un montón de oscuridad… y una enorme sombra que tragaba metros más rápido que nosotros. La verdad es que no era totalmente oscura; se veían algunos resplandores aquí y allá, como destellos de sol en una tormenta, o un velo rasgado que deja entrever el rostro que cubre. Pero no parecía la Morrigan, o lo que fuera que me había atacado con anterioridad. En primer lugar, era demasiado grande, y lo poco que veía parecía más bien cubierto de escamas que…
Y entonces Fred gritó, y me di cuenta de que quizá aquel no era el mejor momento para apartar los ojos de la carretera, por decirlo así. Giré la cabeza bruscamente, a tiempo de ver que caíamos en picado hacia un garaje. No había tiempo para parar; casi no hubo para reconducir el rumbo y poder entrar volando por un agujero en lugar de estrellarnos contra el duro hormigón.
Pero algo no tuvo tanta suerte y se estampó contra el lateral del edificio con la fuerza de un terremoto. De las paredes saltaron trozos grises que se esparcieron por todo el suelo. Sin embargo, lo que nos perseguía era demasiado grande como para pasar por el estrecho hueco, porque nada oscuro nos siguió hasta la deslumbrante iluminación de aquel espacio casi vacío.
Nosotros por poco no lo conseguimos; una rueda reventó contra en el alféizar y acabamos rascando el suelo, por cortesía de la parte trasera caída. Pero ya no lo estaba tanto como antes y, de pronto, me di cuenta de que podía llegar al acelerador y ver al mismo tiempo. Y habría sido genial de no ser porque lo que vi fue una torre de alta tensión que venía derecha hacia nosotros.
Viré bruscamente, pero aun así nos dimos contra el borde y acabamos patinando en círculo rodeados de una gran lluvia de chispas. Y entonces fue cuando me imaginé lo que Fred había querido decir. Porque detrás de nosotros, moviéndose estrepitosamente, había lo que parecía casi un kilómetro de cerca, y algunos tramos todavía con los postes.
Y tratando de agarrarse a la estructura que rebotaba, se sacudía y se retorcía, había un mago de la guerra muy cabreado.
Parpadeé, convencida de que estaba viendo cosas que no eran. Pero de ser cierto, las seguía viendo al abrir los ojos. Era Pritkin, y no estaba solo.
Había tres tíos más agarrados con él, y parecían bastante normales (vaqueros, chaqueta oscura, cabello oscuro), según pude distinguir al echar un vistazo antes de que se estrellaran contra la pared. Pero no creo que lo fueran, porque mientras uno llegaba a un espacio abierto y se catapultaba por el lateral del aparcamiento, los demás actuaron como si chocar contra el hormigón a ochenta kilómetros por hora fuera un ligero inconveniente.
Se levantaron de un salto y, un segundo después, se echaron encima de Pritkin.
Habría pensado que estaban utilizando escudos, pero no vi ninguno; hasta que saltó el de Pritkin. Me quedé mirando fijamente, con una repentina sensación de dèjá vu desagradabilísima. Y entonces agarré a Fred con la mano que tenía libre.
—¿Llevas una pistola?
—¿Qué?
—¡Una pistola! ¡Una pistola!
—Pues claro que llevo una pistola. Soy guardaespaldas —dijo sin ningún tipo de ironía.
—¡Pues dispárales!
—La verdad es que yo… soy mejor con la espada.
—Pero sabrás disparar, ¿no?
—Bueno, a ver, un poco…
—¡Joder! —Le cogí la pistola de la funda que llevaba bajo el brazo y lo empujé al asiento del conductor—. ¡Conduce!
Pritkin me vio cuando volvíamos a toda velocidad hacia la pelea, ahora ladeándonos de un modo peligroso gracias a la rueda trasera reventada, y abrió los ojos de par en par. Esquivó un puñetazo que rajó la torre de alta tensión y luego sacudió la cabeza bruscamente, mientras gritaba algo que no podía escuchar por encima de los estridentes chirridos del metal contra el hormigón. Y entonces se tiró al suelo cuando disparé.
Debí fallar el tiro, porque el mago al que le había apuntado apenas se inmutó antes de extender la mano y… lanzar un hechizo. Pero el brillante y conocido rayo rojo se estrelló contra el techo en lugar de contra nuestras cabezas, gracias a que Pritkin había tirado al tío al suelo en el último segundo. Comenzó a caer una lluvia asfixiante de polvo y escombros, junto con trozos de acero corrugado y la mitad delantera de un Nissan Sentra. Y luego un hechizo del otro mago arrancó un trozo del tamaño de una persona del suelo, rociándome la cara con una lluvia de hormigón.
Pero nada de aquello pareció intimidar a Fred que, al parecer, había decidido solucionar el problema simplemente atropellando a todo el mundo. Al menos eso pensé al ver que, de pronto, nos dirigíamos directamente hacia el trío, y acelerando. Todos se detuvieron y se quedaron mirando fijamente el todoterreno destrozado con una rueda agitándose, y al vampiro que conducía como un loco, y a la mujer cubierta de polvo blandiendo una pistola como si en realidad supiera cómo utilizarla.
Y entonces, de repente, se apartaron lanzándose a ambos lados.
—¿Qué estás haciendo? —le grité a Fred, que me miró con cara de espanto.
—¿He mencionado que no sé conducir?
—¡No! —contesté, mientras salíamos como un rayo por el lateral del garaje, llevándonos a Pritkin por el camino.
El hechizo nos sujetó antes de que hubiéramos caído más de un piso, provocando que el morro se inclinara hacia abajo, que nos sacudiéramos y que giráramos en círculo para volver a tomar exactamente la dirección equivocada. Agarré el volante y lo giré a la derecha, pero fue demasiado tarde. Los dos magos se lanzaron por el lateral del garaje, uno agarrando la cerca al vuelo, y el otro…
—¡Mierda! —dije, cuando unas pesadas botas abollaron la parte de arriba del todoterreno.
Y entonces mi pistola se levantó y disparé.
Esta vez era imposible que fallara. Vacié el cargador en el techo, vi que las balas atravesaban el fieltro y el metal y supe que tenía que haberle dado. Pero ningún cuerpo golpeó el techo ni se precipitó por el lateral, y al segundo un hechizo cayó en el asiento central, estrujando y atravesando el techo como si fuera de papel de aluminio, y abrió un agujero de sesenta centímetros en la parte inferior del chasis.
Probablemente, el siguiente me habría abierto un agujero a mí, pero de pronto nos deslizamos por debajo de un paso elevado; y no superamos la altura máxima por los pelos. Nos faltó tan poco que se raspó el techo del todoterreno, los faros reventaron y el coche se bañó en una lluvia de chispas. Nos faltó tan poco que me agaché por miedo a que se derrumbara lo que quedaba del techo.
Nos faltó tan poco que la cara de nuestro agresor se estrelló contra el hormigón.
Me quedé mirando a Fred cuando salimos por otro lado, sin el pasajero indeseado.
—¡Pensaba que no sabías conducir!
—¡Y no sé!
—Entonces, ¿qué ha sido eso?
Me miró confundido.
—¿Qué ha sido qué?
No contesté, estaba demasiado ocupada subiéndome al asiento para mirar por el humeante agujero lo que ocurría abajo. Vi que estábamos arrastrando a Pritkin, que se aferraba a la cerca y me miraba con la cara pálida. Y luego vi cómo se estampaba contra una torre de alta tensión y gritaba algo que parecía realmente grosero.
Secundé la emoción, porque seguíamos arrastrando a tres magos detrás de él.
—¡Hijos de puta!
—¿Qué pasa? —preguntó Fred.
—¡Hay tres magos más ahí abajo!
—¿Qué? ¡Pero si solo tendría que haber uno!
—Dime algo que aún no sepa —gruñí, cuando uno de ellos intentó lanzarnos otro hechizo; aunque solo consiguió que Pritkin le retorciera el brazo. Otro respondió tratando de hacer lo mismo con el cuello de Pritkin, pero debía haber recuperado sus escudos, porque no funcionó. Aunque los escudos no durarían mucho tiempo, no contra esos tíos.
Volví a rastras donde estaba Fred.
—Cambio de planes.
—¿Tenemos un plan?
—Ahora sí.
Puede que los escudos de Pritkin no funcionaran contra los magos, pero funcionaban bastante bien con otras muchas cosas. Solo tenía que encontrar las otras cosas adecuadas. Afortunadamente, había muchas opciones.
—¿Es que no vas a coger esta cosa? —preguntó Fred cuando subí una rodilla en el asiento para poder ver lo que ocurría fuera.
—No, estás conduciendo tú.
—¿Es que no me has oído? ¡No sé conducir!
—Por ahora lo estás haciendo bien. Tú simplemente mantén pisado el acelerador y el volante recto. Te corregiré si te desvías.
—Acelerador —dijo con cara de pánico—. ¿Cuál es?
—Donde tienes el pie.
—¿Y cuál es el freno?
—No te hará falta el freno —le dije, y giré bruscamente el volante a la derecha.
Volvimos volando hacia el garaje y la hilera de edificios al que pertenecía, con la cerca ondeando detrás de nosotros como la cola de una extraña cometa.
—Tú puedes ver, ¿no? —preguntó Fred nervioso.
—Sí.
—Bien, porque con el capó delante, casi no puedo… ¡Ah! ¿Qué ha sido eso?
—No pasa nada, lo estás haciendo bien.
—¡Pero le he dado a algo!
—Tendrías que empezar a acostumbrarte —le dije mirando hacia atrás por la ventana.
Las azoteas de los edificios de Las Vegas no tienen nada que ver con las impecables fachadas que se muestran al público. Junto con el habitual montón de parabólicas, viejas antenas y células solares, también albergan los gigantescos aires acondicionados, porque la arena atascaría el mecanismo si se pusieran al nivel del suelo. Así que me aseguré de que no nos dejábamos ni uno, provocando que los magos rebotaran entre los enormes aparatos como tristes pelotas de ping-pong.
Pritkin seguía gritando, aunque no podía escucharlo por encima del viento y las palabrotas de Fred y algunos ruidos extraños que venían de arriba, como retales de cuero atrapados en un huracán. Pero al menos, en ese momento no había nadie que intentara matarlo. Estaban demasiado ocupados agarrándose como si se les fuera la vida en ello.
Y, desgraciadamente, se estaban agarrando bastante bien. El mago que estaba más atrás salió volando cuando giramos a toda pastilla una esquina, provocando que la cerca se azotara violentamente, como una toalla en un vestuario. Pero los otros dos estaban más arriba y se sujetaban con fuerza, a pesar de estrellarse contra un invernadero, pasar rozando una montaña de ladrillos viejos y darse de boca contra una pared.
—¡No me lo puedo creer! —dije mientras los arrastrábamos por encima de un muro y a través del mobiliario del patio de alguien.
—No cabe duda de que esos tíos quieren matarte —dijo Fred mirando por el espejo retrovisor.
No contesté, porque uno de esos hechizos de rayos luminosos partió el espejo del lado del copiloto, provocando que el coche se sacudiera violentamente. Al parecer las azoteas no proporcionaban suficiente distracción. Si queríamos perder de vista a esos tíos, íbamos a tener que tomar medidas extremas.
Giré un poco el volante a la derecha con el codo.
A los pocos segundos, se alzó una nube de humo ante nosotros, como una cortina oscura colgando del cielo. Daba la impresión de que llevábamos media hora en el coche, pero no podíamos llevar más de un par de minutos. Aunque escuchaba sirenas a lo lejos, todavía no había ningún coche de emergencias en el lugar del accidente.
—¿La cafetería sigue ardiendo? —preguntó Fred frunciendo el ceño.
—No exactamente —contesté, mientras nos precipitábamos hacia el centro de la valla publicitaria.
La motocicleta debía tener el depósito lleno, porque el fuego cubría toda la enorme superficie. El papel ya se había quemado, dejando una vieja estructura de madera y los pesados pilares de apoyo para alimentar las llamas. Y, al parecer, las alimentaba bastante bien, a juzgar por el calor que me abofeteaba, incluso a tal distancia.
En pocos segundos, el incendio había ocupado todo el hueco del parabrisas; el aire cargado de humo me azotaba el pelo en la cara y hacía que me lloraran los ojos. Eché un vistazo hacia atrás y, al parecer, los magos también lo habían visto. Estaban mirando a través del enrejado de la cerca, observando con incredulidad el infierno que se aproximaba.
Y sin percatarse del letal mago de la guerra que había encima de ellos.
Pritkin empezó a soltar patadas con sus pesadas botas; a uno de ellos le echó la cabeza hacia atrás y luego se ensañó dándole una patada en el pecho. Salió despedido, con la cabeza colgando en un ángulo muy poco saludable, y Pritkin se giró hacia su compañero. Pero ahí no tendría pelea. El último mago soltó la cerca y cayó adrede en el humo que lo rodeaba.
—Creo que el fuego no le gusta tanto como el hormigón —dije con satisfacción, antes de darme cuenta de que Pritkin no se había movido—. ¿Qué coño está haciendo? —le pregunté a Fred, que me estaba mirando con temor.
—¿Qué fuego?
—Se ha quedado ahí agarrado. —Me subí a los asientos para mirar hacia atrás, pero ni siquiera un campo de visión completo ayudó. Los escudos de Pritkin sin duda podían amortiguar la caída desde esa altura, pero no estaba saltando ni subiendo ni haciendo nada más que mirar algo fijamente, y era la valla.
—¿Qué fuego? —preguntó Fred en un tono un poco más contundente.
Giré la vista hacia donde estaba mirando Pritkin, pero no vi nada, excepto un montón de humo, una parte del cual parecía haber tomado una forma muy extraña. Parpadeé, pero un segundo después seguía ahí, el contorno borroso de una silueta imposible en contraste con el resplandor del horizonte.
Y se venía directa hacia nosotros.
—¡Oh, mierda! ¡Fuego! —gritó Fred, y nos estrellamos contra el centro de la valla.