23

Salimos unos minutos después y nos encontramos con que había tres vampiros ganduleando en el aparcamiento, al lado de un todo terreno negro brillante. Pritkin soltó una palabrota, pero a mí no me sorprendió tanto. Que yo supiera, tenía tres hechizos de rastreo sobre mí, y dos eran del Senado. La finalidad de marcharme no había sido escaparme; había sido… bueno, que tuviera una finalidad.

Obviamente, no lo había conseguido, de lo contrario no estarían allí.

Era tarde o, para ser más exactos, muy temprano, y el aparcamiento estaba oscuro. Una solitaria farola derramaba un tenue charco amarillo en una esquina, que iluminaba el agrietado pavimento y una cerca caída cerrada con cadenas. Pero al lado del edificio, casi toda la luz provenía del letrero parpadeante de la cafetería. Proyectaba un tono rojizo en los rostros de los vampiros, lo bastante para que me diera cuenta de que no parecía muy contentos.

Se hizo más evidente cuando Pritkin se dirigió hacia ellos a grandes zancadas y cogió a uno por el cuello de la camisa. Era el rubio guapo que se había protestado por el teléfono. Creo que cuidarme era su castigo.

O quizá fuera que lo estrellaran contra el lateral del todoterreno.

—¿Es que queréis que la maten? —gruñó Pritkin, cuando un moreno lo agarró por detrás y lo inmovilizó con una llave de estrangulamiento.

—Rómpeselo y te rompo el tuyo —dijo el moreno con total naturalidad—. Y tengo claro quién se va a recuperar primero.

En lugar de responder, Pritkin propulsó una pequeña parte de su escudo. Solo era una borrosa irisación azul en contraste con la noche, tan vaporosa e insustancial como una burbuja de jabón, pero el brazo del moreno se alejó de su cuello como si estuviera saludando a alguien.

El rubio no forcejeó; su expresión decía claramente que eso no sería digno de él. Me miró, por encima del hombro de Pritkin.

—¿Puedes llamar a tu pit bull, por favor? El traje es nuevo.

—¡Y te enterrarán con él si no me contestas! —le dijo Pritkin con dureza.

—Demasiado tarde —dijo el vampiro, mostrando los brillantes colmillos blancos.

—¡Para! —dije—. Pritkin, no están haciendo nada.

—¡Te están poniendo un cartel de neón en la cabeza!

No lo entendí, pero al parecer el rubio sí.

—¿Por quiénes nos tomas? —le dijo con desprecio—. ¿Por unos aficionados?

—Bueno, en teoría, yo lo soy —dijo tímidamente un vampiro menudo de pelo castaño. Estaba encaramado en el capó del todoterreno, con los pies subidos y observando la escena con los ojos como platos.

Todos lo ignoramos. Parecía como si ya se lo esperara.

—¿Os ha seguido alguien? —preguntó Pritkin mientras zarandeaba al rubio.

—¡No me jodas!

A Pritkin no pareció gustarle mucho la respuesta, a juzgar por el modo en que de repente se le saltaron los ojos al rubio. Luego los puso en blanco y miró a su colega.

—¿Te vas a quedar ahí mirando?

—¿Qué quieres que haga? —preguntó el moreno en italiano.

—¡Dispárale!

Encogió un hombro musculoso.

—No traspasará el escudo.

—¡Entonces ayúdame a dejarlo seco!

—La chica podría oponerse.

—¡Sí, la chica se opone! —dije en el mismo idioma.

El vampiro de pelo oscuro pareció sorprenderse un poco.

—Tu italiano no está mal.

—Crecí en la corte de Tony —le recordé.

Sonrió abiertamente, un repentino destello blanco en un hermoso rostro aceitunado.

—Eso explica el acento.

Pritkin empezaba a parecer furioso y por experiencia sabía que eso solía provocar dolor en alguien.

—¿Podrías contestarle, por favor? —le pedí.

El vampiro le robó un cigarrillo al rubio, que no estaba en posición de oponerse, y se tomó su tiempo para encenderlo. Era alto, con el pelo oscuro muy corto para reducir al mínimo la tendencia a que se rizara, a juzgar por el poco que tenía en la nuca. No era tan extraño, muchos de los vampiros jóvenes llevaban el pelo corto, incluyendo muchos de los que pertenecían a Mircea. Pero no llevaban barba de dos días ni un tribal tatuado en el bíceps ni vaqueros con camisetas negras ajustadas.

—Somos nuevos, llegamos anoche —dijo al final, mientras daba una calada. Soltó el aire y observó a Pritkin a través del humo—. A ver, mago, ¿por qué nos iba a seguir alguien si no saben quiénes somos?

Pritkin se quedó pensándolo durante un segundo y luego soltó al rubio. El vampiro se tomó su tiempo para arreglarse, alisándose las arrugas del traje gris plata. Luego me miró.

—Tendrías que llevarlo con correa —dijo con malicia.

—¿Puede alguien explicarme qué está pasando? —pregunté.

—Lo que pasa es que tu seguridad depende de que nadie sepa dónde estás —me dijo Pritkin, que seguía mirando con odio a los vampiros—. Y teniendo en cuenta cómo nos fuimos, nadie debería saberlo. Nos metimos directamente en una línea Ley, al amparo de las protecciones del hotel, y no la dejamos hasta haber recorrido medio camino por la ciudad. Nadie nos vio… ¡pero no sirve de nada si alguien conduce a tus enemigos directamente hasta ti!

—Bueno, nosotros no lo hemos hecho —soltó el rubio mientras se frotaba el cuello con el pretexto de arreglarse la arrugada corbata color vino.

—Por eso no podía seguirte Marco en persona —me informó el moreno mientras se apoyaba en el todoterreno.

—¿Cómo es eso? —pregunté.

El cigarrillo brilló en la oscuridad al hacer un gesto despreocupado con la mano.

—Los paparazzi lo han marcado. Hace un par de días lo abordaron en la puerta del hotel haciéndole preguntas a gritos, pidiéndole fotos…

—¿De él?

—De ti. Eres noticia de portada. ¿No has visto los periódicos?

—Últimamente no. —Y teniendo en cuenta lo que habían publicado la última vez que los vi, seguramente era lo mejor—. Pero yo no he visto a ningún periodista…

—Tienen prohibida la entrada al hotel.

—Y no es que utilices mucho la puerta principal —añadió el rubio—. Soy Jules, por cierto. —Me ofreció una mano delgada, que estreché tras una breve vacilación. Si tenían la intención de meterme en el todoterreno, podían hacerlo tanto si cooperaba como si no—. Y estos son Rico y Fred.

—¿Fred? —Miré al castaño, porque el moreno no tenía pinta de Fred. Sonrió tímidamente.

—Me suele pasar —dijo—. Estoy pensando en cambiármelo. ¿Qué te parece André?

Pensé que nunca había visto a nadie que tuviera menos pinta de André.

—¿Entonces Marco tiene miedo de los paparazzi? —pregunté con escepticismo.

—Más bien al revés. —Rico sonrió abiertamente.

—Amenazó a uno con hacerle algo anatómicamente imposible —me contó Fred.

—Imposible no —dijo Rico soltando el humo con gesto pensativo—. Se podría conseguir que la cámara encajara, aunque la funda…

—¿Y qué me dices del trípode?

—No creo que dijera en serio lo del trípode.

—Los paparazzi no son el tema —interrumpió Jules lanzándoles una mirada—. Pero si han conseguido averiguar que Marco es tu guardaespaldas, tíos más peligrosos podrían haber hecho lo mismo. No podía arriesgarse a que alguien lo siguiera hasta ti, así que nos mandó a nosotros.

—¿Para hacer qué? —pregunté, bastante segura de que ya lo sabía.

—¿Lo quieres textualmente?

—Menos las blasfemias.

Frunció los esculpidos labios.

—Bueno, eso lo acortaría un poco.

—Tú dime qué te dijo.

—¿Parafraseando? «Que se acabe la pizza y luego la traéis a rastras. Del pelo, si hace falta».

—¿Es que no lo ha pillado? —pregunté—. ¡Ese es el tipo de actitud que hizo que me fuera!

—Ah, sí que lo ha pillado —dijo Rico—. Lo único es que no le gusta.

—¡Me da igual si le gusta o no, joder! Tiene que entender que…

—Lo que entiende es que tienes veinticuatro años —me dijo Jules mientras recuperaba su cajetilla.

—¿Qué pasa por tener veinticuatro años?

—Nada. A no ser que estés tratando con un tío que pasa los mil.

Parpadeé sorprendida.

—¿Qué?

—Marco —confirmó, golpeando un cigarrillo contra la tapa de la cajetilla— vio la caída de Roma, o eso dicen.

—La caída de… —Me callé y me quedé mirándolo—. Gladiadores, el Coliseo, tíos con minifaldas de cuero… ¿Esa Roma?

—La única que hay.

—Yo no mencionaría lo de las minifaldas —advirtió Rico—. Marco pertenecía al ejército.

—No sé cómo podían tomarlos en serio —dijo Jules.

—Creo que si te reías, te cortaban los huevos.

Jules se calló un momento para encender un cigarrillo; la llama bailó en sus grandes ojos azules.

—Seguro que funcionaba.

—Pero… pero ¿por qué está trabajando para Mircea? —pregunté.

Los vampiros de esa edad eran miembros del Senado o dirigían cortes poderosas. No trabajaban para maestros de un tercio de su edad.

Jules se encogió de hombros.

—Tendrás que preguntárselo tú, a mí siempre me ha dado miedo. Pero ya ves por qué no reacciona muy bien cuando alguien que considera un niño…

—Un feto —interpuso Rico.

—… ignora una orden.

—¡Una orden que no tiene derecho a dar! —dije indignada.

—Técnicamente, la dio el maestro…

—¡Que tampoco tiene derecho a darme órdenes!

—Me gusta —dijo Rico—. Es peleona.

Le lancé una mirada de odio, que no tuvo ningún efecto, excepto ampliar su sonrisa.

—Creo que Marco supone que si él tiene que seguir órdenes después de todo este tiempo, ¿por qué tú no? —preguntó Fred.

—Porque yo soy pitia —dije, a punto de perder la paciencia.

Me miró parpadeando, obviamente confuso.

—¿Y?

Levanté las manos.

Jules le frunció el ceño, pero no por mí.

—Para.

—Me está volviendo loco —dijo el pequeño vampiro tirando de la monstruosidad de poliéster que le rodeaba el cuello.

—Te acostumbrarás.

—No quiero acostumbrarme. Y por cierto, ¿por qué tengo que llevar corbata? Rico no lleva. —Miró fijamente al moreno.

—Rico dicta sus propias leyes —dijo Jules secamente.

—Bueno, pues yo no estoy acostumbrado.

—¿Y a qué estás acostumbrado? —le dije, preguntándome dónde encajaba un tío como Fred en la familia algo más… lustrosa de Mircea.

—Simplemente llevo ropa, ya sabes —dijo apartándose el fino pelo castaño de los ojos—. Quiero decir que a nadie le importa el aspecto de un contable, siempre y cuando los libros cuadren. Ya no utilizamos libros, pero ya sabes a qué…

—¿Eres contable? —preguntó Pritkin bruscamente.

Fred se sobresaltó y miró a Pritkin con recelo.

—¿Por qué no puedo ser contable?

—¡Porque se supone que eres un guardaespaldas!

—Bueno, lo soy. —Sus ojos gris claro miraron hacia otro lado—. Quiero decir que, en estos momentos, lo soy. Quiero decir que…

—Quiere decir que no es asunto tuyo —interrumpió Jules.

—Bueno, pues el mío sí —señalé—. ¿Qué está haciendo aquí?

No recibí ninguna respuesta porque Rico levantó la cabeza de repente. No vi que hiciera ningún otro gesto, pero de pronto había algo peligroso a su alrededor.

Pritkin debió pensar lo mismo, porque se puso tenso.

—¿Contable?

—Yo no he dicho que lo fuera —dijo Rico con los ojos fijos en la calle vacía.

—Entonces, ¿qué eres?

—Digamos que pertenezco al equipo de eliminación de problemas.

—¿Eliminación de problemas?

Puso la mano en la parte de atrás de la cinturilla.

—Si veo un problema, lo elimino.

—Bueno, pues a estos no los elimines —dijo Jules—, porque ya tenemos bastantes problemas.

—¿Eliminar a quiénes? —pregunté.

—A los del Círculo —me dijo Rico, justo cuando un coche chirriaba al torcer la esquina y entraba en el aparcamiento.

En realidad era una limusina, de las que paseaban por Las Vegas a grandes apostadores, parejas en su luna de miel y cualquiera con un buen fajo de billetes. Eran casi tan omnipresentes como los taxis, y solían circular por calles apartadas como aquella para evitar los atascos de las vías públicas. Pero las diez o más personas que salían de ella en avalancha y con gesto serio iban tan enfundadas y abultadas por las armas ocultas que no cabía duda de que eran los hijos predilectos del Círculo.

—¿No se supone que ya habíamos acabado con esto? —le pregunté a Pritkin, cuando un conocido y cabreado mago de la guerra de uno noventa y cinco salió de la limusina y empezó a caminar hacia nosotros a grandes zancadas. La imponente montaña de músculos con larga gabardina de cuero llevaba el pelo al rape, tenía la piel color café y un rostro atractivo… cuando no parecía que quisiera arrancarle la cabeza a alguien.

Aquella no era una de esas ocasiones.

—¿Qué coño pasa? —preguntó con su voz grave, antes incluso de llegar donde estábamos.

—Hola, Caleb —dije con resignación.

—Me dijeron que la sacara; y la he sacado —dijo Pritkin de manera confusa.

—¡Te dijeron que la metieras!

—¿Meterme dónde? —pregunté.

—En la sede central —dijo Pritkin—. Después de que Jonas se enterara de lo del último ataque, insistió en que…

—Y en lugar de eso, ¡la traes aquí! —Caleb gesticuló bruscamente—. En medio de las putas Vegas en mitad de la noche…

—Está perfectamente a salvo…

—Con sólo un puto guardaespaldas…

—¿Y nosotros qué somos? —preguntó Jules.

—¡Y medio mundo buscándola!

—Creo que la palabra es «acompañamiento» —dijo Fred.

—La están buscando en el hotel —dijo Pritkin bruscamente—. No aquí.

—¿Y cómo coño lo sabes? —preguntó Caleb—. Ni siquiera sabes qué es esa cosa, ¡tú mismo se lo dijiste al viejo!

—¿Has llamado a Jonas? —pregunté, descifrando lo que había dicho.

—Para preguntarle si tenía alguna idea de qué te había atacado —dijo Pritkin—. Después de lo que nos dijo David Dryden, tuve una sospecha, pero no está dentro de mi campo de…

—¿Una sospecha sobre qué?

—Sobre con qué nos enfrentamos. —Sacó algo del bolsillo y me lo pasó. Era un esbozo a lápiz, muy sombreado, que se parecía mucho a…

Levanté la mirada.

—¿De dónde has sacado esto?

—Le dije a uno de los artistas del Círculo que lo hiciera, a partir de unos dibujos antiguos.

—¿Unos dibujos antiguos de quién?

—De la Morrigan.

—¿De quién?

—La esposa del rey de los duendes oscuros. Después de tu descripción sobre lo que viste, lo que David contó sobre el dialecto del Tribunal Supremo y lo que tu sirviente mencionó sobre que los dioses tienen la capacidad de poseer… Bueno, pensé que sería posible. En especial, en vista del nombre.

—¿Qué pasa con el nombre?

—Es un título celta. Algunos lo traducen como «gran reina» o «reina terrible». Pero la versión más antigua, y creo que la correcta, es «reina espectral». Los textos antiguos dicen de ella que era capaz de adquirir forma física y fantasmal.

—Pero ¿es duende? —pregunté mientras miraba lo que parecía un cuervo atrapado en una tormenta. Y era un cuervo cruel y cabreadísimo.

—Sí y no. Su madre era duende, pero su padre era uno de los antiguos dioses.

Noté que el estómago me daba un vuelco. Por favor, por favor, por favor…

—¿Adivinas cuál? —preguntó.

—La verdad es que no.

—Cassie…

—Esto no tiene nada que ver con el Ragnarok —dije tercamente—. El rey de los duendes oscuros no es mi mayor admirador, ya lo sabes. Quizá la envió…

—Es posible. Pero sigue estando el hecho de que la Morrigan fue adorada por los antiguos celtas como una diosa de la guerra, porque pensaban que su padre era…

—No lo digas.

—El dios celta Nuada…

—No te escucho.

—Que se asocia con el romano Marte y el británico Nodens…

—Te lo suplico.

—A los que muchos expertos asocian con el dios griego Ares.

—¡Joder, Pritkin! Jonas no puede tener razón, ¿vale? ¡No puede!

—Yo no digo que la tenga. Sin embargo, parece raro que si el motivo era el odio, ella se disculpara y le dijera a David que la estaban obligando a hacerlo.

Saqué otro antiácido.

Caleb soltó un taco.

—Y sabiendo que esa cosa podría estar buscándola, ¡te la traes aquí!

—¡Es mejor que un sitio al que seguramente iría!

—Un momento —dije mientras mascaba otra porquería de esas e intentaba pensar—. ¿David está seguro de que fue eso lo que dijo? ¿No mencionó que se le daba fatal el idioma?

—Sí, por eso envié a una de nuestras lingüistas a que fuera a verle. Dijo que no podía estar segura, porque no había escuchado las palabras ella misma, pero al parecer David pilló lo esencial.

—Vale, aun así, la obligaron a hacerlo. —Mostré la espeluznante imagen—. ¿Quién consigue obligar a algo así a hacer algo?

—Su padre, supongo.

Joder, ya sabía que iba a decir eso.

—¡Pero Ares no está aquí! ¡Aquí no hay ningún dios!

—Bueno, pues parece que este sí —señaló Fred—. ¿Y cómo funciona esto exactamente? Pensaba que los habían echado a todos a patadas hace tiempo.

—Y así fue —dijo Pritkin secamente—. Pero los semidioses tienen un padre humano, en este caso duende, que los mantiene unidos a este mundo. El hechizo que expulsa a los dioses no les afecta.

—Y sabiendo que un dios o mitad dios o lo que coño sea podría estar buscándola, te la traes aquí de todas formas —dijo Caleb, dale que dale con lo mismo. Se merecía una buena paliza; el tío redefinía el concepto de «insistencia»—. ¡Donde está completamente indefensa!

—No está precisamente indefensa…

—Gracias —dijo Jules con indignación.

—Yo estoy con ella. Y sea lo que sea esa cosa, puede traspasar las protecciones. Lo cual significa que no estaría más segura en la Sede Central que en la suite. Le dije a Jonas que le preguntaría a Cassie dónde quería ir y…

—Sí —dijo Caleb agriamente—. ¡Y Jonas me dijo a mí que quería que estuviera en un lugar seguro!

—Lo estará…

—En cuanto la llevemos de vuelta a la suite —interrumpió Jules.

—No va a volver a esa trampa mortal —soltó Caleb—. ¡Y punto final!

—No es una trampa mortal —protesté.

—¡Lo es si no te puedes transportar! Como ya le dije a ese vampiro cabezón, dejarte allí, y más drogada y nada receptiva, era prácticamente pedir a gritos otro…

—¿Has hablado con Marco? —dijo Pritkin bruscamente.

—Sí, hemos…

—¿Cuándo?

—Hace unos minutos. Yo…

—¿Por teléfono?

—No, nosotros…

—Entonces, ¿cómo?

—¿Me vas a dejar acabar alguna frase? —dijo Caleb enfadado—. Al ver que no aparecíais, Jonas supuso que no habías conseguido sacarla de la suite. Nos envió para que ayudáramos, pero el puñetero vampiro no nos decía…

—¿Habéis ido al hotel?

—Sí…

—¿Y luego habéis venido aquí?

—Mierda —dijo Rico, y me cogió del brazo.

Y lo siguiente que supe fue que estaba dentro del todoterreno.

Fue casi como transportarse, no recordaba haberme movido ni que se hubiera abierto la puerta del coche ni haberme sentado, pero ahí estaba. Miré sorprendida a Rico, que estaba en el asiento del conductor delante de mí, durante unos segundos. Hasta que algo lo sacó de repente por la puerta todavía abierta y lo lanzó por los aires.

—Un hechizo de lazo —dijo Fred mientras su colega se estampaba contra la tapa abierta de un contenedor en mitad del aparcamiento—. Los odio.

Eché un vistazo a la parte delantera y me encontré con que el pequeño vampiro estaba cómodamente instalado en el asiento del copiloto.

—¿Cuándo has entrado?

—Hace un minuto. Supuse no tardaríamos en irnos.

—No me he dado cuenta.

—Ya. —Suspiró—. Suelo pasar bastante desapercibido…

—Ojalá yo tuviera ese problema —murmuré mientras observaba a Pritkin y a Caleb chillándose fuera, y a un Rico cubierto de polvo que cruzaba como un rayo el aparcamiento. Un segundo después, su agresor salió volando y se estampó contra el lateral de un camión. Y otro segundo después, cuatro magos de la guerra se echaron encima de Rico.

Suspiré y empecé a arrastrarme por encima del asiento.

—¿Es siempre así? —preguntó Fred, mientras Jules comenzaba a avanzar, con una sonrisa falsa pegada en la cara y una mano apaciguadora levantada, que alguien utilizó para estamparlo contra el todoterreno. Me eché hacia atrás cuando su cara se estrelló en el parabrisas; el atractivo rostro provocó un impresionante montón de grietas en el cristal supuestamente inastillable.

—No —le dije a Fred, mientras Jules sacudía la cabeza y volvía rápidamente a la pelea—. La verdad es que esta es bastante tranquila.

—¿Qué estás haciendo? —me preguntó al ver que estaba revisando las fundas, el suelo y, por último, el parasol del lado del conductor. Al bajarlo, las llaves cayeron en mi mano.

—Acabar con esto. Si van a comportarse como críos, por lo menos que lo hagan sin que los vean.

—¿Y crees que van a hacer caso?

—No, pero si me voy, tendrán que seguirme.

—Vale, pero no sé cómo vas a salir. Han aparcado esa limusina culona justo atravesando la salida. Y la cerca llega hasta…

Se calló cuando un chirrido metálico desgarró el aire, rebotando en los edificios de alrededor y resonando por toda la calle.

—¿Qué coño ha sido eso? —preguntó mientras miraba como un loco a todas partes.

No contesté. Estaba demasiado ocupada observando cómo se elevaba la limusina. La larga carrocería se retorcía como si sintiera un gran dolor; el metal chirriaba, la alarma gritaba y los cristales reventaban. Uno de los limpiaparabrisas salió disparado como una flecha y se clavó en el viejo cartel de la cafetería, lanzando una lluvia de chispas por todo el suelo.

—¿Qué está pasando? —gritó Fred, y me agarró del hombro cuando la limusina se partió en dos, con tal violencia que una mitad se estrelló contra el edificio de enfrente.

Y la otra venía girando directa hacia nosotros.

—Lo que suele pasar —le contesté, y pisé a fondo.