—Eres un hijo de puta cruel.
Pritkin dejó de estudiar detenidamente el trozo de papel manchado que se hacía pasar por un menú y me brindó lo que probablemente pensaba que era una mirada inocente. Pero no lo era. No creo que fuera una expresión con la que estuviera familiarizado.
—¿Hay algún problema?
—¿Me das tofu mientras tú vienes a comer aquí? —dije señalando con un gesto la formica agrietada, el escay naranja y las mugrientas ventanas de lo que debía ser el antro de comida grasienta más grasiento de Las Vegas.
—No hay nadie que coma sano todo el tiempo.
—¡Eso no es lo que me dices siempre!
—¿Es que escuchas lo que te digo?
—Sí. —Se quedó mirándome—. A veces.
—Ahí está. Si te dijera que comieras bien solo la mayoría del tiempo, entonces lo harías de vez en cuando como mucho.
Iba a contestarle, pero me di cuenta de que no tenía respuesta.
—¿Y por qué me has traído aquí ahora?
—Porque hay días en los que todo el mundo necesita pizza.
Por lo menos en eso estábamos de acuerdo. Pidió por los dos, algo que normalmente me habría molestado, pero tampoco es que hubiera mucho donde escoger en el menú. No era un restaurante, sino más bien un garito donde las opciones se reducían a pizza y cerveza o irte a casa.
A no ser que pidieras un batido de helado. Me decidí por uno de chocolate en lugar de más cerveza, y aunque Pritkin no dijo nada, su expresión fue reveladora.
—De todas formas, seguro que quemas esas calorías enseguida —señalé.
—¿Algo más? —preguntó con ironía—. ¿Aros de cebolla? ¿Tarta?
—¿Hay tarta?
—No. —Fue rotundo.
Me apetecía muchísimo hablar del tema. Tenía los muslos pegados al asiento, un muelle clavado en la nalga izquierda y el aire acondicionado, aunque estaba encendido, era totalmente inadecuado para el agosto de Nevada. Pero estaba fuera. Había ganado la partida. Y aquella noche, aceptaría cualquier victoria que pudiera conseguir.
—¿Vas a explicarme lo que está ocurriendo? —preguntó después de que se marchara la camarera—. Cuando intenté…
—Espera un momento.
Había una vieja gramola en un rincón, con el cristal sucio y los títulos amarillentos, ninguno de hacía menos de veinte años. Pero estaba el repertorio completo de Joan Jett, así que metí un par de monedas y tecleé una selección. La calidad del sonido no era la mejor, pero eso era lo que menos me importaba.
—Es Mircea —dije cuando volví a la mesa—. Tiene la descabellada idea de que supones un peligro.
Pritkin apretó la mandíbula.
—Lo sé.
—¿Lo sabes? ¿Te ha dicho…?
—No tiene que decirme nada. Pero podrías asegurarle que no soy ninguna amenaza en ese aspecto.
—Ya lo he hecho —dije con impaciencia—. Pero como estas cosas siguen sucediendo…
—No siguen sucediendo. Ocurrió una vez.
Fruncí el ceño.
—¿Una vez?
Por alguna razón, se sonrojó.
—Que tuviera importancia.
—Bueno, ¡perdona por pensar que todas son bastante importantes! —Cada vez que algo intentaba matarme, me lo tomaba muy en serio.
Pritkin se pasó la mano por el pelo, que no necesitaba aquella tortura añadida.
—No pretendía quitarle importancia a lo que ocurrió…
—¡Eso espero!
—Simplemente quiero asegurarte que no volverá a pasar.
—No puedes hacer eso.
Sus ojos verdes se encontraron con los míos, y parecían furiosos.
—¡Sí que puedo, joder!
Me quedé sentada, y confusa, cuando se levantó repentinamente y se dirigió a la gramola. Atrajo la mirada de una mujer sentada en una de las mesas que había de camino; y no dejó de observarlo. Seguía llevando los mismos vaqueros, pero se había cambiado la camiseta por una de color verde grisáceo. Aunque no se le veía mucho por la larga gabardina de cuero que llevaba para tapar el arsenal que todos los magos de la guerra acarreaban.
Pero no sé cómo, había conseguido meterlo todo debajo sin que se viera ningún bulto, porque el cuero marrón oscuro se ajustaba impecablemente a sus anchos hombros. Igual que los suaves y viejos vaqueros ceñían un físico duro como la piedra, y la camiseta resaltaba el brillante color de sus ojos. Pritkin no era lo que se dice una belleza convencional; tenía la nariz demasiado grande, no llegaba al metro ochenta por al menos siete centímetros y se acordaba de afeitarse la mitad de las veces.
Pero no me resultaba difícil entender por qué lo estaba mirando aquella mujer.
—¿Esto es lo que escuchas? —preguntó dándome la espalda mientras leía detenidamente los títulos de las canciones.
—Es I love rock’n roll. Es un clásico.
Me lanzó una mirada asesina por encima del hombro, pero no dijo nada. Simplemente sacó un par de monedas de los vaqueros e hizo su propia selección. Y madre mía.
—¿Johnny Cash?
—¿Qué tiene de malo Johnny Cash? —preguntó mientras se volvía a sentar.
—¿Qué tiene de bueno?
—La música country se basa en la música tradicional, que ha estado en todas partes durante siglos…
—La peste también.
—Más tiempo que los supuestos clásicos. Durante miles de años, los bardos cantaron sobre los mismos temas básicos: amor y pérdida, codicia y traición; y acabaron influenciando a todos, desde Bach hasta Beethoven.
—¿Johnny Cash es Beethoven?
—En su día.
Puse los ojos en blanco. Estaba totalmente equivocado. Pero, al menos, Ring of fire tapaba bastante bien la conversación.
Me incliné hacia delante y bajé la voz.
—Antes no quería ser grosera, solo decía que, para los vampiros, lo más probable es que el culpable sea un demonio, y Mircea ha decidido que…
—¿Un demonio?
—Sí, un demonio.
Pritkin frunció el ceño.
—¿Qué tienen que ver ellos con esto?
Me quedé mirándolo.
—Bueno, ¿de qué estamos hablando?
—No estoy seguro.
Cogí aire.
—Mircea cree que eres un brujo —dije lenta y claramente—. Ha decidido que por eso has vivido tanto tiempo, por eso eres tan fuerte…
—¿Eso es lo que te ha dicho?
—Sí. ¿Por qué?
Apartó la mirada.
—Por nada.
Esperé, pero no dijo nada más. Y después de una pausa, continué.
—En fin, por eso le dijo a Marco que no te dejara entrar durante la noche. Tenía miedo de que convocaras algo…
Pritkin resopló.
—Mientras yo no podía transportarme.
—Sí, estoy seguro de que esa es su mayor preocupación.
—¿Hay algo que quieras contarme? —pregunté.
—No. —No dijo nada más, si es que pensaba hacerlo, porque la camarera volvió con las bebidas. Pritkin se sirvió la cerveza, inclinando el vaso para que no saliera mucha espuma, porque no era el tipo de sitio donde los camareros te sirven.
—Si sólo te ordenaron que no me vieras hasta por la mañana, ¿por qué llegar a estos extremos? —preguntó después de que se marchara la camarera—. ¿Por qué no aceptar simplemente?
—Porque no podía. Los vam… —Me contuve. La gramola se había parado, y me inquietaba lo que podía haber seleccionado después. Así que opté por moderar mi lenguaje—. Ellos no dejan de presionar hasta ver dónde está tu límite. Y si claudicas a la primera, esperarán que lo hagas cada vez.
—¿Qué quieres decir?
—Que si no me hubiera ido, la próxima vez no habría sido «sólo por esta noche, Cassie», sino sólo por una semana, o un mes, o un año.
—Y decidieron presionar cuando sabían que eras vulnerable. —Sonaba como si no esperara menos.
—No lo decidieron —dije frunciendo el ceño, porque Pritkin siempre suponía lo peor de los vampiros—. Seguramente pensaban que dormiría durante la noche y que no me enteraría. Pero sí, y en su sociedad no puedes permitirte ignorar un desafío como ese. Si lo haces, se te tacha de débil y es muy difícil deshacerse de eso.
Pritkin parecía confundido.
—¿Estás diciéndome que Marco quería que lo desobedecieras?
—Esto no va con Marco. Él solo sigue órdenes.
—Entonces, ¿Mircea quería que lo desobedecieras?
Me reí.
—No.
Pritkin empezaba a parecer exasperado.
—Entonces, ¿qué…?
—Mircea quiere que haga lo que él dice. Le encantaría que hiciera lo que él dice. Pero no lo respetaría. No me respetaría.
Me tomé un momento para dedicárselo al batido, que era espeso y sabroso y estaba tan frío que daba dolor de cabeza. En cierto modo, había renunciado a explicarle a un mago cómo es un vampiro, y más cómo es Mircea a Pritkin. Pero me había preguntado, y le debía una, así que lo intenté.
—Mircea no dio esa orden esperando que yo me enterara —dije—. Pero la dio, y al negarse a anularla, se convirtió en un desafío directo.
Pritkin entrecerró los ojos.
—¿Y tú no puedes ignorarlo porque te habría hecho quedar mal?
Tuve que pensar durante un momento cómo contestar a eso. A veces, resultaba sorprendentemente difícil expresar con palabras cosas que había aceptado como el orden natural desde mi infancia. Pero para Pritkin no era natural, ni para la mayoría de los magos, solo para los que trabajaban para los vampiros. Y ellos no hablaban mucho.
—No es que me habría hecho quedar mal —dije finalmente—. Me habría hecho parecer como lo que me están tratando: una sirvienta predilecta. Alguien a quien mimar y consentir y proteger… y ordenar. Porque eso es lo que hacen los sirvientes: recibir órdenes. Pero así no es como reaccionan sus iguales.
—Pero no habría intentado algo así con uno de ellos.
Resoplé.
—Pues claro que sí. Hacen ese tipo de cosas todo el tiempo, ponerse a prueba entre ellos, ver si los otros tienen puntos débiles, cualquier debilidad de la que no se hayan percatado antes. Y si encuentran algo, lo aprovechan.
—Parece que estés hablando de un enemigo, en lugar de un… amigo —dijo bruscamente.
Negué con la cabeza.
—Forma parte de la cultura.
—¡Eso no hace que sea correcto!
—Tampoco hace que sea incorrecto. Es el modo en que determinan el rango. Si te sometes a las exigencias de otro maestro, especialmente sin luchar, entonces estás aceptando que él o ella te supera en rango. Y después, todos los demás lo aceptan.
—Pero tú no eres una… —Pritkin se contuvo—. Tú no eres una maestra.
—Pero tienen que tratarme como si lo fuera.
—¿Por qué? —Parecía indignado, como si la idea de que un humano pudiera querer de verdad encajar en la sociedad de los vampiros fuera incomprensible. Por un instante, pensé en decirle la cantidad de humanos que cada año eran rechazados por cortes mucho menos ilustres que la de Mircea. Pero no sé por qué, pensé que no serviría de nada.
—Porque no hay alternativa —dije en su lugar, mientras nos servían la pizza de colesterol con pepperoni. Era al estilo Nueva York, es decir, las porciones eran tan grandes que tuve que doblar una para comérmela, y un hilillo grasiento me chorreó por el brazo. Suspiré de felicidad.
Pritkin empezó a marear su comida, pero, para mi sorpresa, no dejó el tema.
—Explícamelo.
—Sólo hay tres tipos de… nosotros, en lo que a ellos respecta —dije entre bocado y bocado—. Sirviente, víctima y amenaza. No existen las categorías de aliado o socio, porque eso requiere que nos vean como iguales, y ellos no hacen eso.
—Están aliados con el Círculo, al menos mientras dure el conflicto actual —indicó.
—Sí, bueno. Las palabras tienen diferentes significados para los diferentes grupos —contesté dando un rodeo.
—¿Y qué significa «aliado» para el Senado? —preguntó Pritkin previsiblemente.
Dudé, intentando pensar una frase que no fuera «carne de cañón».
—Digamos que no creo que estén planeando una asociación muy estrecha.
—Pues será mejor que sí —dijo con seriedad—. Necesitamos aliados fuertes. Ya tenemos bastantes enemigos.
En eso no había discusión.
—Mi punto de vista es que, ahora mismo, me ven como una sirvienta particularmente útil, como los humanos que vigilan sus cortes durante el día o lanzan sus protecciones por ellos. Y mientras siga las órdenes, acepte las restricciones y haga lo que me dicen, así se va a quedar la cosa.
—¡Entonces desobedece!
Hice un gesto con las manos.
—¿Y qué estoy haciendo?
Me lanzó una mirada.
—Estás comiendo pizza. Eso no es un desafío.
—Lo es según sus principios.
—Yo me refiero a marcharte. —Gesticuló bruscamente—. Mándalos a la mierda. Podrías irte…
—¿Adónde? —pregunté—. ¿Al Círculo, donde quién sabe cuántos amigotes de Saunders siguen por allí? ¿O a mi encantadora corte?
—Tarde o temprano vas a tener que establecer tu corte.
—Pues mejor tarde. Después de la alianza.
Cogí el queso rallado, y Pritkin frunció el ceño. Pero creo que mi salud no era la razón.
—¿Qué alianza?
—¿La de los seis senados? ¿En la que Mircea ha estado trabajando todo el mes?
—¿Qué tiene que ver eso contigo?
Me encogí de hombros.
—Contar con una pitia amiga de los vampiros es el triunfo en su argumento. Es algo que los vampiros nunca han tenido. Siempre han sentido que se les excluía de la comunidad sobrenatural, que la pitia formaba parte del arsenal del Círculo, no del suyo.
—Y ahora creen lo contrario.
—Se están dejando convencer. —Conocían a Mircea. Y al verme, con veinticuatro años y recién salida del nido, dudo que tuvieran algún problema en creer que él podía hacer lo que quisiera conmigo. Para mí no suponía ningún inconveniente, siempre y cuando nos ayudara a conseguir la alianza.
Y siempre y cuando él no empezara a creerlo también.
—¿Y si de pronto fueras eliminada? —preguntó Pritkin—. ¿Y si, por ejemplo, te mataran?
Negué con la cabeza.
—Sé lo que estás pensando, pero eso no puede ser.
—¿Por qué no? Tú misma los has dicho, eres la única pitia que los vampiros han sentido como suya. Tu sustituta seguramente vendría de la reserva de iniciadas del Círculo…
—Algo que no les haría mucha gracia. Pero yo no soy la razón de sus conversaciones. Están aquí por la guerra y porque la aparición de Apolo hizo que se cagaran de miedo. Yo simplemente soy algo para endulzar el acuerdo.
—Pero si alguien no los conoce lo suficiente para saber eso…
—Entonces no sabría por qué se reúnen en realidad. Han estado utilizando la coronación y otras cosas como tapadera mientras discuten los detalles. Como quién toma el liderazgo…
—Y Mircea está intentando utilizarte como argumento para su cónsul.
—«Intentando» sería la palabra correcta.
Pritkin tragó un bocado de sustancia grasienta.
—¿Por qué? Acabas de decir que…
—Que me ven como una pitia amiga de los vampiros, sí. —Me encogí de hombros—. Pero eso supone algo más. La mitad de los senadores no están convencidos de que yo tenga alguna idea de lo que estoy haciendo. Para ellos es fácil imaginarme dominada por Mircea; les resulta un poco más difícil creer que soy lo bastante fuerte como para ser valiosa.
—Y al no creerlo, están discutiendo y peleándose por el liderazgo en lugar de hacer algo con la guerra.
—Más o menos, sí.
—Típico.
No dije nada; por lo que había visto, la postura del Círculo no era muy diferente, pero no me apetecía discutir por eso.
—De todas formas, el tema es que estoy mejor fuera, justo donde me encuentro ahora…
—Eso es discutible.
—Pero para ser capaz de trabajar con el Senado, me tienen que aceptar, y no como una sirvienta. Una sirvienta recibe órdenes, no las da. Y eso es parte de mi trabajo ahora, ¿no?
Me miró con ojos exasperados, de un verde intenso bajo la fuerte luz de la cafetería.
—La anterior portadora de tu cargo daba órdenes, y las obedecían.
—¿En serio? —Mastiqué un trozo de corteza. Estaba un poco quemada por debajo y gomosa, con algunos grumos. Perfecta.
—¿Cuántas veces ha convencido Agnes al Senado para que hagan algo que no querían hacer?
—Estoy seguro de que en muchas ocasiones.
—Dime una.
Frunció el ceño.
—Vale, puede que hayan perdido un poco el tiempo, discutiendo algún tema que en realidad les importaba un bledo, y luego han hecho que ella pensara que se había salido con la suya. En especial si querían algo a cambio. Pero ¿ceder parte de su soberanía a alguien a quien pensaban que el Círculo tenía en el bolsillo?
—Se supone que la pitia es neutral.
—Prueba a decirle eso a un vampiro. —Le cogí la mano cuando la estiró para alcanzar el pimentón picante—. ¿En serio?
—¿Qué?
Señalé con la cabeza su trozo de pizza, que estaba casi completamente rojo, y no era por la salsa.
—Te va dar acidez.
—Yo nunca tengo acidez.
—¿Qué? ¿Nunca?
—No.
Lo solté. Era muy injusto. Yo tomaba antiácidos como si fueran caramelos.
—De todas formas, cuando reinaba Agnes no estábamos en guerra, así que no tenía mucha importancia —dije mientras sacaba un blister casi vacío de Almax de los pantalones—. Ahora sí que importa.
Pritkin levantó una ceja.
—¿Y crees que salir por la noche va a hacer que te respeten?
—Más que quedarme. —Mastiqué un par de pastillas mientras él le daba vueltas a lo que había dicho.
—Sigue pareciendo algo que haría un enemigo —dijo—. Presionarte, ponerte a prueba…
—Un enemigo utilizaría la información para hacerme daño —señalé—. Mircea nunca haría eso. Al menos no intentaría hacerlo de ese modo. Pero enterrarme bajo un montón de guardias, limitar a quién puedo ver, dónde puedo ir… Eso sí que me está haciendo daño.
—También es más seguro —dijo Pritkin con expresión agria. Seguramente porque se había visto forzado a estar de acuerdo con un vampiro.
—¿Te atreves a decir eso después de lo que ha ocurrido estos últimos días? —Me recosté en el asiento—. Ningún lugar es seguro. Ningún lugar lo ha sido nunca. Tomaré precauciones razonables, incluso algunas poco razonables. Pero no voy a vivir como una prisionera.
—Sólo han sido dos meses…
—¡Ha sido toda mi vida! —dije, con más dureza de lo que pretendía, porque nadie lo entendía. Ni Mircea ni Pritkin ni Jonas, al que le hubiera encantado añadir un par de docenas de magos de la guerra al montón de guardias que acordonaban la suite. Nadie entendía que desde que yo recordaba, había estado encerrada. Como si hubiera cometido un delito del que no me acordaba, pero por él tenía que seguir pagando.
Ya me estaba cansando.
—Te refieres al otro vam… A tu antiguo tutor —dijo Pritkin.
Asentí y me metí otro antiácido en la boca. Tony me provocaba ese efecto.
—Pero huiste de él.
De pronto, Pritkin parecía extrañamente dudoso, como si estuviera seguro de que yo no quería hablar del tema, de que me bloquearía, de que lo bloquearía. Quizá porque eso era lo que habría hecho él, si la situación fuera al revés. Era la persona más reservada sobre su vida que había conocido jamás (bueno, sin contar a cierto vampiro), y aunque supiera más sobre él que la mayoría, tampoco es que fuera mucho.
Pero no me molesté en decírselo. De hecho, quería contarlo, quería que por fin alguien lo entendiera.
—Huí dos veces, en realidad. Pero nunca me escapé realmente. Tony siempre estaba ahí, al menos en mi cabeza, siguiéndome de cerca.
—Porque lo culpas de lo que pasó con tus padres.
Asentí.
—Intenté arruinarlo, pillarlo por fraude fiscal, porque no sabía cómo matarlo. No funcionó, pero sabía que él nunca lo olvidaría, nunca dejaría de buscarme.
—Y una parte de ti no quería que lo hiciera.
Estaba rascando con la uña la etiqueta de la botella de cerveza vacía de Pritkin, pero levanté la mirada. Porque al escucharlo, fue cuando me di cuenta.
—Quizá —dije lentamente—. Quizá una parte de mí deseaba ese enfrentamiento que nunca tuve. Pero no sé lo que habría hecho si hubiera venido en mi busca. No soy una asesina entrenada, y aunque me hubieran entrenado…
—No eres una asesina —afirmó rotundamente Pritkin.
—A veces, de verdad que querría serlo.
Ni preguntó ni dijo nada, pero yo diría que quería hacerlo. Dudé, porque no había planeado hablar de ese tema. Nunca hablaba de ese tema. Pero no había modo de que lo entendiera si no lo hacía.
—Eugenie —dije al final, y me sentí orgullosa de mí misma. Me había salido bastante firme.
—¿Eugenie?
—Mi institutriz. Tony les dijo a los suyos que me había ayudado a escapar, que ella sabía dónde estaba. Pero mintió. Lo supe incluso antes de verle la cara a Tony, con el cuerpo ensangrentado de Eugenie hecho pedazos a sus pies.
—¿La mató sin ninguna razón? —preguntó Pritkin con cautela.
Me reí y arranqué la etiqueta.
—Bueno, tenía una razón. Era un cabrón miserable, llorica, cobarde y vengativo que estaba furioso porque una chiquilla humana había estado a punto de destruirlo. Alguien tenía que pagar por aquello. Alguien tenía que sangrar. Y si era alguien cuya muerte sabía que me dolería, mucho mejor.
Y me había dolido, tanto como si hubiera estado allí, sangrando yo misma. Pero incluso peor fue el miedo paralizador que vino después. Pasé de ser alguien que lo había arriesgado todo por verlo derrotado, a estar demasiado asustada como para salir de mi apartamento.
—Los primeros seis meses después de dejarlo fueron los peores de toda mi vida —dije—. Porque lo que me retenía como una prisionera no era él; era yo misma. Estaba tan segura de que me encontraría, tan segura de que acabaría como Eugenie, que no hacía nada. No salía a ningún sitio, solo a buscar trabajo o a comprar comida, únicamente lo necesario. Y luego volvía directamente a casa. Probablemente los que están en la cárcel tengan más contacto humano del que yo tenía.
—Pero tenías un compañero de piso.
—Eso fue más tarde, después de que empezara a salir otra vez, a conocer gente… Después de entenderlo.
—¿Entender qué?
—Que así era mi vida. Y que podía dejar que un cabrón decidiera cómo iba a vivirla, dejar que el miedo decidiera, o podía decidir yo. Y tomé una decisión: no iba a darle a Tony ese poder. No iba a darle nada más de mi vida.
—Simplemente, un día te despertaste y dejaste de tener miedo.
La expresión de Pritkin no había cambiado, pero por alguna razón, parecía como enfadado.
Me vino a la cabeza mi comportamiento del día anterior, hundida en un mar de lágrimas en el suelo del cuarto de baño, e hice una mueca.
—No. A ver, la cosa no funciona así, ¿no? Por lo menos en mi caso. Y creo que ya habría sucedido si así fuera.
—Entonces, ¿qué hay que hacer?
Se había inclinado sobre la mesa, lo bastante cerca como para permitirme trazar un mapa del anillo de jade que rodeaba sus iris, y la capa ámbar verdoso pálido que se oscurecía a marrón dorado alrededor de las pupilas. Había estriaciones, rayos dorados y motas marrones y color esmeralda, todo fundido en un simple verde a más distancia.
Qué hermoso, pensé distraída durante un segundo, hasta que se echó hacia atrás y apartó la mirada repentinamente.
—Continúas de todos modos —dije, después de una pausa—. Y sí, a veces tienes miedo. Pero es mejor que estar asustada todo el tiempo. Mejor que dejar que tu vida se base en el miedo y en nada más. Así que no, no voy a dejar que me encierren «por mi bien». Tomaré precauciones, tantas como pueda. Pero voy a vivir.
Pritkin se pasó una mano por el pelo.
—Sí —dijo bruscamente—. Lo harás.