21

Según el despertador de la mesa de noche, dormí durante siete horas, a pesar de haber dormido ya durante la mayor parte del día. Era casi medianoche cuando salí de la cama, atontada y grogui y asquerosa y con los ojos llorosos. Y vi a un hombre en el rincón de la habitación.

No grité, porque el hombre: uno, estaba sentado; dos, estaba leyendo un periódico y tres, tenía los brillantes ojos dorados típicos de los maestros de Mircea. Simplemente agarré la sábana, porque había estado demasiado colocada para preocuparme por el pijama, y eché un vistazo a la habitación por si había más. Pero no vi a ninguno, a no ser que estuvieran escondidos en el ropero o debajo de la cama.

Habría sido gracioso, ¿verdad?

—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté al cabo de un momento.

Nada.

Hablar con un vampiro que no tiene ganas es la mayor pérdida de tiempo del mundo, así que ni lo intenté. Tampoco traté de que se moviera, porque los vampiros maestros van donde a ellos les apetece. Simplemente me enrollé la sábana y fui arrastrándome hacia el baño.

Me quedé quieta en medio de aquella fría atmósfera durante un minuto, mientras mis ojos se adaptaban a la luz brillante reflejada en los azulejos. Pero incluso después, seguí donde estaba, con una mano en el pomo de la puerta, como si estuviera esperando algo. Al final me di cuenta de que estaba esperando otro desmadre, solo que a mi cuerpo parecía darle igual. Lo notaba un poco frío y un poco dolorido y un poco colocado, pero no especialmente aterrorizado. Le di un poco más de tiempo, hasta que empecé a sentirme idiota, y entonces solté la sábana y examiné los daños.

No estaba tan mal. Aparte del nuevo moretón en el culo y el chichón en la cabeza, esta vez había salido bastante bien parada. Sea lo que sea lo que intenta matarme, sin duda, va a tener que esforzarse, pensé con malicia, y me miré en el espejo.

Y solté un taco.

Quizá no hubiera recibido demasiados golpes, pero seguía teniendo un aspecto horrible, en especial mi pelo. No solo seguía ligeramente verde, sino que ahora me faltaba un buen trozo. Lo fui moviendo torpemente durante un rato, pero no servía de nada. Intenté hacerme la raya de otra manera, pero el único modo que más o menos funcionaba se parecía sospechosamente al peinado de un tío de mediana que intenta taparse la calva. Y además, seguía pareciendo como si me hubieran arrancado un trozo de un bocado.

¡Joder! No hacía mucho, mi pelo había sido una ondulada y reluciente cascada, con tonos dorados y rojizos, que me caía por la espalda como un manto. Había sido mi único rasgo de auténtica belleza, y había llorado como un bebé cuando tuve que cortármelo al huir de Tony, porque era demasiado reconocible.

Esta vez no lloré. Estaba demasiado furiosa. Simplemente me cepillé los dientes, me lavé la cara y arrastré la gran bola de tela de vuelta a la habitación.

El vampiro seguía sin decir nada, así que yo tampoco lo hice. No encendí la luz, aunque era una estupidez, porque seguramente podía ver igual de bien de todos modos. Pero tenerla encendida hacía que me sintiera más desnuda, y por eso estuve cinco minutos rebuscando, refunfuñando, cayéndome y soltando tacos en el ropero para encontrar lo que quería.

Al final saqué una gorra de béisbol de los Bulldogs de Georgia, unos pantalones cortos de deporte de rayón azul y una camiseta desmangada rosa y descolorida de mi alijo de ropa cómoda. No conjuntaba nada, pero en esos momentos me importaba una mierda. Me lo llevé todo al baño, y después de vestirme y peinarme y ponerme un poco de maquillaje, decidí que parecía casi normal.

Siempre y cuando la gente normal tuviera el pelo verde y llevara gorra dentro de casa.

El vampiro dobló el periódico y se levantó cuando me dirigí a la puerta, aunque fuera ya había otro vigilando. Estaba apoyado en la pared, fumando un cigarrillo, y parecía aburrido y hasta el culo. No dijo nada y yo tampoco. Simplemente recorrí el pasillo hasta la sala de estar sin hacer ruido, porque pisotear con los pies descalzos una alfombra no da muy buenos resultados.

El resto de la pandilla estaba en el salón, jugando a las cartas. Cómo no. Me entraron ganas de preguntarles si así era como pensaban pasar el resto de la eternidad, pero tenía otras cosas en la cabeza.

Marco estaba sentado en la mesa de juego, barajando a su estrambótico estilo. Levantó la mirada y se le dibujó una de sus sonrisillas en las comisura de los labios.

—¿Qué? —pregunté.

—El bulldog y tú tenéis la misma expresión.

—¡Muy gracioso! ¿Qué coño…?

Levantó una mano.

—Lo primero, ¿cómo estás?

—¡Estoy bien! O mejor dicho, lo estaría si…

—¿Estás segura? Tenemos al médico en espera.

Fruncí el ceño. Ahí es donde se podría quedar ese sádico también.

—No, gracias. ¿Podemos…?

—¿Tienes hambre? Porque hemos pedido comida china.

—Marco…

—Pero del servicio de habitaciones no; de ese local que hay en la esquina. Pollo kung pao, ternera con jengibre…

—¡Marco!

Suspiró y desistió.

—Le dije al maestro que reaccionarías así. Pero tienes que darte cuenta de que tiene cierto sentido, por lo menos hasta que averigüemos qué es esa cosa.

—¡No tiene sentido! No hay nadie en la suite aparte de nosotros, y la criatura no puede poseer a un vampiro…

—Eso no lo sabemos.

—Ya lo habría hecho, en lugar de merodear por el vestíbulo esperando a que apareciera don Mago.

—Don Mago —dijo uno de los vampiros—. Me gusta. Voy a empezar a llamarlos a todos así.

—A mí se me ocurren otras cosas que llamarles —murmuró otro.

—Además, si crees que sí que puede poseer a un vampiro, entonces tiene incluso menos sentido —señalé—. ¡Me has dejado sola en mi habitación con uno durante horas!

—Tienes razón —me dijo.

—¿En serio?

—Sí. Obviamente, necesitamos dos.

—¡Marco!

Hizo un gesto apaciguador.

—Sólo estaba bromeando.

—No tiene gracia. ¡Me siento como una prisionera!

Iba a contestarme cuando sonó el teléfono. No era la línea principal, sino un móvil negro que había encima de la mesa de juego. Marco lo cogió, miró la pantalla, frunció el ceño y colgó. Me miró.

—Es mejor que ser un cadáver.

—¿Es que no me has escuchado? ¡No va a servir de nada!

—Servirá si esa cosa te persigue. Ya te ha poseído una vez…

—Y no volverá a hacerlo. —Saqué el amuleto de Pritkin. Me había dejado otro antes de llevarse al mago a la versión del Cuerpo de un hospital. Puede que apestara, pero lo prefería con diferencia a la otra opción.

—Eso sólo funciona con los duendes —señaló Marco arrugando la nariz.

—Y eso es lo que es.

—Eso es lo que podría ser. Todavía no se ha decidido.

—Hablaba en un dialecto de los duendes…

—¿Es que los demonios no saben esa mierda? Si lo que intenta es acabar con nosotros, es evidente que va a fingir ser otra cosa.

—O quizá esté intentando comunicarse de verdad.

—¿Para qué? ¿Para disculparse? —El tono en el que hablaba Marco demostraba claramente lo que pensaba al respecto. Repartió otra mano—. De todas formas, hasta que tengamos pruebas sólidas de a qué nos enfrentamos, el maestro no quiere correr riesgos.

—Pero esto no va con él. ¡Se trata de mi vida!

—Sí, bueno. Pues vas a tener que hablarlo con él.

Apoyé las manos en las caderas.

—Vale, lo haré. Pónmelo al teléfono.

—No puedo.

—¿Y por qué no?

—Está en una reunión de alto nivel…

—Qué oportuno.

—Y me ha dicho que no lo molestara hasta por la mañana.

—Entonces déjale un mensaje.

—Eso lo preocuparía.

—¡Joder, Marco!

El teléfono sonó. Le echó un vistazo, suspiró y volvió a colgar.

—Mira, es por poco tiempo…

—¡Oh, por favor! —No me podía creer que me saliera con eso—. Véndele eso a otro. ¡Sé cómo funcionan estas cosas!

Se quitó el apestoso cigarrillo de la boca y lo dejó en el cenicero.

—¿Y cómo funcionan?

—Acepto esto ahora, ¡y me paso el resto de mi puta vida con el Gordo y el Flaco siguiéndome a cada paso!

El vampiro más alto miró al más bajo.

—Creo que tú eres el Gordo.

—Yo no soy el Gordo. Ése era un gilipollas.

—Bueno, y el Flaco era un idiota.

—Los dos eran idiotas, y callaos ya —les dijo Marco. Me miró—. Sabes que no tengo voz en esto. Pero ya estás al corriente, así que me da igual. Y podrás hablar con el maestro por la mañana.

Me quedé allí de pie durante un momento, mientras barajaba las opciones. Porque ceder, aunque fuera por unas horas, no era inteligente. Si a un vampiro le das un dedo, coge el brazo entero; y él cogería todo el cuerpo.

Me rugió el estómago.

—Pollo kung pao —dijo Marco engatusándome.

Qué cabrón.

Obviamente, Mircea y yo teníamos que hablar, pero yo también tenía que comer. Y en ese momento solo había disponible una de las dos opciones. Y me moría de hambre.

—Cerdo agridulce…

—Oh, cállate —le dije.

Se rió.

Suspiré.

—¿Has pedido panecillos de huevo?

Marco abrió los brazos.

—Por favor…

Pensé que negociaría mejor con el estómago lleno, así que pillé una cerveza. Me repartió, cogí una silla y miré mis cartas esperanzada. Nada, ni siquiera una pareja de doses.

Típico.

El teléfono sonó.

—¿Es que no puedes apagar eso? —protestó uno de los guardias. Era un atractivo rubio que no reconocía. Seguramente uno de los nuevos.

—Es mi línea privada. Podría ser importante —dijo Marco secamente.

—¿Tu línea privada? ¿Cómo coño…?

—No lo sé, pero me la cambian mañana. Juega tus cartas.

—Lo haría si tuviera algo que valiera la pena —murmuró el tío.

Los demás apostaron. Yo me retiré. El teléfono sonó.

—¡Joder, Marco! ¡No puedo jugar con esa cosa sonando cada cinco minutos!

—Entonces no juegues —le dijo Marco.

—Dile al mago ese que se vaya a joder a…

—¿Qué mago? —pregunté, y todos se quedaron paralizados.

—Gracias —le dijo Marco al tío con malicia.

El teléfono sonó. Marco lo había dejado en la mesa y, al vibrar, se había acercado a mí. Así que lo cogí.

—No —dijo.

Lo abrí y miré la pantalla: «Pritkin». Le lancé una mirada a Marco y me puse el teléfono en la oreja.

—Hol…

—Joder, Marco, se supone que tienes que… —Se calló de repente—. ¿Cassie?

—¿Qué pasa? —pregunté notando que se me aceleraba el corazón.

—No hay ninguna emergencia… ahora mismo no —me dijo, al parecer por mi tono de alarma—. Pero necesito verte. Ahora subo.

—Y una mierda —dijo Marco quitándome el teléfono—. Ya te he dicho…

—Quiero verlo —dije cruzándome de brazos.

Marco me miró, claramente frustrado.

—¡Necesitas descansar!

—Estoy jugando a las cartas y bebiendo cerveza. ¿Esto no es descansar?

—Ahora mismo te vuelves a la cama.

—¡He dormido todo el día!

El timbre sonó.

Marco se levantó con expresión de no saber qué hacer.

—¿Ahora qué? ¿Vas a atrancar la puerta? —pregunté levantándome también.

—Sigo órdenes —dijo a la defensiva.

—¿Mircea te ha dicho que no dejes entrar a Pritkin?

—Sólo por esta noche. No quiere que el mago esté aquí mientras seas vulnerable.

—¡Es mi guardaespaldas! ¡Cuando soy vulnerable es justo cuando lo necesito!

—Mira, de verdad tienes que…

—Hablarlo con Mircea —acabé por él.

—Sí.

—Bien. Lo haré. —Busqué en la agenda del teléfono de Marco.

—Cassie…

Y ahí estaba. Apreté el botón. Dio tono.

—¿Sí? —La voz familiar era tranquila, sin ninguna señal de enfado. Todavía no.

—Dijiste que no ibas a hacer esto.

Hubo una pausa.

—Cassandra.

—Vaya, ya hemos pasado a ese punto, ¿no? —dije furiosa.

—Se supone que tienes que estar durmiendo.

—Ya he dormido. Y luego me he levantado y he descubierto que soy una prisionera.

—No eres una prisionera.

—¿Entonces puedo salir?

Otra pausa.

—Por la mañana, cuando puedas transportarte.

—Así que solo soy una prisionera por la noche, ¿es eso?

—Es para protegerte.

—¿Y cómo funciona exactamente? Me han atacado dos veces. ¿Y dónde ha ocurrido las dos veces?

—La primera vez eras vulnerable porque ignorábamos la amenaza. La segunda eras vulnerable porque un mago le facilitó un conducto a la criatura para…

—¿Y eso explica por qué no puedo ver a Pritkin?

Una tercera pausa. Tenía que ser una especie de récord. Normalmente, Mircea tenía la defensa preparada.

—No. Teniendo en cuenta la probable naturaleza de la entidad que te ha estado atacando, considero que el brujo supone una amenaza por sí mismo.

—¿El qué?

—Tuvo un sirviente demoníaco una vez, ¿no? Encerrado en ese golem de batalla que creó, ¿verdad?

Fruncí el ceño.

—Creo que sí.

—Entonces es un brujo, no simplemente un mago. Solo los brujos pueden llamar a un demonio en su ayuda.

—¿Y qué tiene que ver eso?

—Simplemente que los brujos son una clase desgraciadamente conocida por su inestabilidad. Son propensos a un comportamiento extraño, que aumenta con la edad, y algunos llegan a volverse locos con el tiempo. Es una de las razones por las que lo magos evitan la especialización, a pesar del poder añadido que les concede.

—Pero Jonas tuvo un golem una vez —protesté—. Él me lo dijo.

—Perdóname, Cassie, pero Jonas Marsden no es precisamente un ejemplo de comportamiento equilibrado.

Punto.

—Y estamos hablando del brujo Pritkin.

En realidad, no. Porque Pritkin no era un brujo. Su capacidad con los demonios no le venía de ninguna magia arcana, sino porque él mismo era mitad demonio. Su padre era Rosier, señor de los demonios, y eso convertía a Pritkin en una especie de príncipe demoníaco. O algo así. En realidad no sabía en qué lo convertía, porque él odiaba esa parte de su linaje y casi nunca hablaba de ello. Pero pensé que mencionar que me estaba protegiendo el hijo de un príncipe del infierno no iba ayudar mucho.

Obviamente, tampoco ayudó lo que dije.

—Es un amigo.

—¡Esas criaturas no son amigos, Cassie! Son egoístas, ambiciosos…

—Ellos dicen lo mismo de los vampiros.

—Y también son imprevisibles. Por no mencionar que este en concreto podría ser en parte demonio.

—¿Qué?

—Eso lo que ha escuchado Kit. Y eso explicaría por qué se cura tan rápidamente, por qué ha sobrevivido a…

—Mucha gente es mitad una cosa mitad otra…

—Sin embargo, la mayoría no se molesta en ocultar gran parte de su pasado. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, Kit ha sido incapaz de descubrir algo sobre él antes del último siglo…

—¡Porque no había nacido!

—Los dos sabemos que ese no es el caso.

No dije nada. Mircea había visto recientemente a Pritkin en un viaje que habíamos hecho al pasado. Y aunque los magos solían vivir un siglo o más que la mayoría de los humanos, resultaba un poco difícil explicar por qué había envejecido unos cinco años en doscientos.

Obviamente, yo no iba a intentarlo. Pensé que explicar que Pritkin había pasado gran parte de su vida en un infierno no iba a hacer que pareciera más fiable.

—Me gustaría que consideraras despedirlo —dijo de pronto Mircea. Me pilló por sorpresa, y sospechaba que eso era lo que quería.

—No puedo hacer eso.

—Cassie…

—Lo necesito —dije rotundamente—. Si no hubiera estado entrenándome, podría haber muerto…

—O podrías no haber estado en peligro. ¿Te has dado cuenta de que tus problemas con el género demoníaco siempre suelen aparecer cuando el brujo está cerca?

—¿Qué estás sugiriendo?

—Que quizá él sea la fuente de la amenaza, más que la solución.

—¡Eso es ridículo!

—¿De verdad? Yo sólo sé que cada vez que tienes un problema con demonios, él está ahí.

—¡Es mi guardaespaldas! Se supone que tiene…

—Ya tienes guardaespaldas.

—Sí, pero creo que a la mayoría les gustaría cambiar de misión. Y no se trataba de un demonio.

—Según él.

—Bueno, ¡pues yo confío en él!

Pausa número cuatro.

—Y yo no.

Ahí estaba, más claro que el agua. Y para rematarlo, como si hiciera falta algo más, Marco me quitó tranquilamente el teléfono de las manos y se lo metió en el bolsillo trasero. Su expresión decía claramente que no iba a volver a salir de ahí.

Bueno, pues muy bien.

El timbre sonó.

Eché un vistazo a la habitación. Una de las características de los hoteles de Las Vegas, en especial de los que se construyeron antes del uso generalizado de los móviles, es que ponían teléfonos fijos por todas partes. Los ejecutivos ocupados necesitaban acceso inmediato a los imperios que estaban perdiendo en el juego y no se alojaban en ningún sitio que no los ofreciera. Por consiguiente, había al menos tres teléfonos a la vista: uno en la sala de estar, otro en la barra y otro en la encimera de la cocina.

Y había un vampiro merodeando cerca de cada uno como si nada.

Pues vale.

Di media vuelta y volví a mi habitación.

Como era de esperar, no había ningún móvil en mi bolso. En realidad, ya me lo imaginaba. Cuando un vampiro maestro daba una orden, sus hombres eran muy rigurosos a la hora de cumplirla. Y Marco no era ningún principiante. Pero había cosas de las que un vampiro no podía darse cuenta, en especial una que había estado ahí todo el tiempo.

Volví al baño, encendí el extractor de aire, abrí el agua de la ducha y puse Led Zeppelin a todo volumen en la radio incorporada. Los vampiros no utilizan mucho el cuarto de baño, en especial el lavabo y el váter. Y, obviamente, el servicio de limpieza los mantenía limpios. Por consiguiente, esperaba con todas mis fuerzas que los tíos de fuera no se hubieran molestado ni en abrir la puerta del cuartito donde estaba el váter.

Y entonces supe que no lo habían hecho cuando la abrí y vi lo que había esperado: otro teléfono, colgado en la pared. Era grande y tenía un aspecto complicado, como si tuviera que estar en la mesa de la secretaria de un ejecutivo, no encima del rollo de papel higiénico. Pero ahí estaba, y cuando levanté el auricular, dio señal.

Pritkin lo cogió a la primera, como si ya estuviera esperando una llamada.

—¿Todavía tienes las llaves de Jonas? —pregunté en voz baja.

Durante un instante hubo un silencio, como si no se hubiera esperado aquello. Pero se sobrepuso enseguida.

—A ver qué puedo hacer.

Colgó, así que yo también. Después de esperar un par de minutos, cerré el grifo y volví a mi habitación. No me podía cambiar de ropa, porque alguien podría darse cuenta. Pero me puse un sujetador, me calcé unas viejas Keds y me metí algo de suelto y las llaves en el bolsillo. Luego volví al salón.

Los chicos continuaban jugando al póquer, en silencio, porque ya no tenían que seguir charlando en voz alta para ningún humano. Así que no tuvieron que callarse cuando entré y cogí la cerveza que no me había terminado. Pero diez pares de ojos me observaron cuando crucé la sala de estar para salir a la terraza.

Los carillones tintineaban mecidos por la brisa que llegaba del desierto. Hacía calor, pero después de la frialdad que desprendían los vampiros de dentro, resultaba agradable. Me apoyé en la barandilla, bebí cerveza y esperé.

—¿Pasa algo? —preguntó Marco asomando la cabeza por la puerta.

—Necesito un poco de aire.

Me miró con desconfianza, pero creo que sus órdenes no llegaban al punto de encerrarme en mi habitación. Regresó al juego y yo, a mi cerveza. Aún no me la había acabado cuando apareció mi transporte.

—No he podido hacer más en tan poco tiempo —me dijo Pritkin, cogiéndome del brazo mientras me subía a la barandilla y luego en el asiento delantero de un descapotable verde hecho polvo que flotaba a veinte pisos de altura.

—No pasa nada —le dije, mientras me agarraba como si se me fuera la vida en ello cuando el armatoste arrojó humo en las sorprendidas caras de media docena de vampiros, que habían tardado una décima de segundo de más en darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.

—¡Cassie! —escuché que decía un furioso Marco detrás de mí. Pero para entonces ya nos habíamos alejado, volando por el añil plagado de estrellas sobre la gran Franja de Las Vegas.