—¿A eso lo llamas comida?
Levanté la mirada y vi a Marco en la puerta de la cocina, con los enormes brazos cruzados sobre un pecho incluso más grande. Cuando Marco cubre una entrada, pensé distraída, la cubre del todo. Me limpié el chocolate de la boca y bebí un trago de té ya tibio.
—Es lo único que había.
—Acabarás vomitando.
Me encogí de hombros.
Marco suspiró, pasó su enorme muslo por encima de una silla de la cocina y se sentó. La silla crujió.
—¿Quieres contarle algo a papá Marco?
—No eres mi padre.
—Podría serlo. Una vez tuve una hija.
Dejé de inspeccionar la caja que había abandonado el mago en busca de otro bombón de nata, y levanté la mirada.
—No lo sabía.
Marco asintió.
—Se parecía un poco a ti. Sólo que ella sonreía más.
Se me pasó por la cabeza preguntarle qué le había ocurrido, pero ese tipo de cosas resultaba arriesgado con los vampiros. La respuesta no solía ser agradable.
—Yo sonrío —dije en su lugar.
—Pero hoy no.
—Ese maldito mago se ha comido todos los de nata.
Levantó una ceja tupida.
—Y yo que pensaba que era porque el viejo memo ese te estaba jodiendo.
—Eso también.
Se acomodó y la silla pidió a gritos clemencia.
—¿Qué ha sido esta vez?
Mastiqué uno de caramelo.
—Pues mira, Marco, al parecer estamos en medio de la versión nórdica de la guerra del fin del mundo y no lo sabíamos. Ares, dios de la guerra, quiere atraparnos, y el único modo de derrotarlo es encontrar a Hela, la diosa del inframundo, que también podría ser conocida como Artemisa, y que además podría ser una persona o un hechizo o un arma o un donut de mermelada. Pero tenemos que encontrarla, porque a pesar del hecho de que las viejas leyendas dicen que es ella la que derrota a Ares, decían lo mismo del hechizo del uróburo y Apolo, así que, obviamente, las viejas leyendas están fundadas.
—Ajá.
—Así que Jonas necesita saber quién o qué o dónde, y espera que se lo diga yo. —Me llevé las manos manchadas de chocolate a la cabeza—. De algún modo. ¿Tú sabes cómo?
—No.
—Ya, pues yo tampoco.
—Por eso estás sentada aquí, comiendo dulces.
—Bombones.
—¿Es diferente?
—Los dulces son dulces. El chocolate es terapéutico.
—¿Tienes planes para esta tarde?
—Comer más chocolate.
Marco negó con la cabeza.
—No deberías dejar que ese viejo te afecte. Está chiflado.
—Ya. —Yo también estaba empezando a pensar como Marco.
—Por cierto, ¿adónde ha ido?
—A casa. —O dondequiera que fuera cuando no estaba dejándome alucinada.
—¿Y el mago?
—Lo mismo. —Por lo menos Pritkin había dicho que se iba a su habitación. Decidí creerlo, porque si bajaba y no me lo encontraba descansando, iba a perder los papeles. Y ya estaba a punto, por cierto.
—Bueno, me voy a la cama —anunció Marco, apoyando las enormes manos en la mesa para levantarse. No le hacía falta, aunque fuera mediodía, pero a los vampiros les gustaba hacerse las víctimas cuando tenían que estar levantados después del amanecer.
—Pensaba que te habías ido hace una hora.
—Quería esperar a que estuviera todo despejado.
Puse los ojos en blanco. Sí. Porque Jonas y Pritkin podrían decidir repentinamente rajarme el cuello con un cuchillo.
Me despeinó y se marchó. Encontré uno de crema de coco escondido en la segunda capa y succioné el empalagoso relleno. La cosa mejoraba.
Y seguramente Marco tenía razón en que no debía hacerle demasiado caso a Jonas. Primero, el tío me dice que sabe que las visiones no se pueden hacer a medida y luego, al minuto, me pide que haga precisamente eso. Se suponía que tenía que entregarle a Artemisa en bandeja de plata con nada, absolutamente nada en lo que basarme excepto un nombre que podría incluso no ser el suyo.
Había intentado explicarle lo improbable que era. Muy, muy improbable. Tan improbable como que no ocurriera nunca. Pero lo único que había hecho era decirme que estaba seguro de que encontraría el modo.
Sí, claro.
Para encontrar a alguien necesitaría por lo menos una fotografía, preferiblemente algo que le hubiera pertenecido o que hubiera tocado, o incluso mejor, un viaje a su último lugar de residencia. Pero aun así, yo no era ningún perro de caza, joder. Quizá viera un atisbo de algo; quizá no. Pero dadas las circunstancias…
No. Simplemente no. Incluso suponiendo que Artemisa existiera realmente, incluso suponiendo que era una persona y no una metáfora, incluso suponiendo que toda esa locura no fuera una invención dentro de la brillante pero chiflada cabeza de Jonas, la respuesta seguiría siendo no. No había fotos, nada que le hubiera pertenecido personalmente y llevaba fuera de su último lugar de residencia conocido desde hacía como trescientos años.
No es que no fuera a intentarlo, total, qué más daba. Pero mi historial de visiones hechas a medida no era muy brillante. En realidad, mi historial de dichas visiones se reducía a cero, pero Jonas había parecido tan esperanzado que no había querido decírselo.
Ya se daría cuenta en breve.
Suspiré y me recosté, y escuché el crujido de mi propia silla. Probablemente no era una buena señal. Probablemente debía dejar de comer bombones, aunque tampoco es que quedaran muchos.
Me restregué la cara con las manos, estaba un poco mareada de tanto azúcar. Quizá pedir algo de comida de verdad fuera lo más inteligente, al fin y al cabo. El teléfono estaba en la encimera, a un metro y medio, pero no sé por qué parecía estar realmente lejos. Volví a suspirar y seguí el ejemplo de Marco, apoyé las manos en la mesa para levantarme…
Pero en lugar de ir hacia arriba, me fui hacia abajo.
La habitación giró violentamente, las piernas me fallaron y me desplomé como una piedra. Algo pasó como un rayo por encima de mí cuando me caí al suelo, y un fuerte estruendo retumbó por la cocina. Levanté la cabeza, mareada y confusa y preguntándome por qué había un cuchillo clavado en el respaldo de mi silla.
Me quedé mirando una décima de segundo el brillantísimo filo, que seguía temblando y lanzando pequeños destellos por toda la habitación. Y entonces me transporté.
Más bien lo intenté, porque la sensación de mareo que me había tirado al suelo dificultaba que me concentrara y cuando por fin sentí que me atrapaba ese habitual descenso súbito, titubeó y tembló y vibró y se partió. Y lo siguiente que supe fue que estaba arrodillada al lado del frigorífico, mirando un par de brillantes zapatos negros que me resultaban familiares.
Los vampiros deberían haberle dicho algo, pensé distraídamente. Ese color no era el adecuado para la temporada.
Y entonces uno me dio una patada en la cabeza.
Me dolió horrores, a pesar de que lo había esquivado en el último segundo y solo me rozó la oreja. Me agarré a la puerta del frigorífico y la abrí de golpe, justo cuando tres cuchillos hechizados se clavaban y desgarraban el delgado material. Acero inoxidable, sí, y una mierda.
Me habrían matado de no ser porque estaba arrodillada y los cuchillos pasaban como rayos por encima de mi cabeza, destrozando el plástico y rompiendo los botes de condimentos, hasta que se estrellaron contra algo detrás de mí. No podía ver nada, literalmente, porque se me acababa de llenar la cara de escabeche. Parpadeé para quitármelo y vi que los cuchillos también habían hecho explotar un bote de salsa picante, destrozándome para siempre la blusa, algo que me preocupaba menos que los ojos que me observaban a través de la puerta lacerada del frigorífico.
Habían sido el mejor rasgo de mi aspirante a cita; unos ojos azul aciano, dulces y delicados, en busca de una chiquilla para un mago de la guerra. Pero eso ya no suponía ningún problema. Los que miraba ahora eran fríos y negros y echaban chispas, y entonces les lancé lo que quedaba de salsa picante y me escapé gateando.
El mago chilló, pero no fue un grito humano, sino un agudo y estridente alarido de pura rabia. Su mirada ya me había dado una buena pista, pero aquello lo confirmaba. Lo que me hubiera poseído antes debía haberse metido en un cuerpo nuevo, obviamente con la idea de acabar lo que había empezado.
Impresionante.
Seguí arrastrándome para refugiarme debajo de la mesa; los ojos me escocían, la cabeza me daba vueltas y mis dedos buscaban en vano la bolsita que me había dado Pritkin. Me di cuenta de que ya no la llevaba. ¡Maldito Niall! Si lograba sobrevivir, lo enviaría otra vez al desierto, y esta vez al sobrecogedor Gobi.
Abrí de un tirón la puerta de un armario y me metí a gatas.
No era tan descabellado como parece. Tenía que encontrar algo hecho de hierro y tenía que hacerlo rápido. Era eso o utilizar la única arma que llevaba, y aunque había matado cuando no tenía más opción, nunca había sido a un pobre imbécil a quien nadie se había preocupado de decirle que salir conmigo era una ardua tarea.
No quería devolvérselo a Jonas en una bolsa para cadáveres. De verdad que no. Ni siquiera cuando los cuchillos empezaron a estamparse contra los armarios, rajar las puertas y rebotar por el reducido espacio como balines en un tarro. También dejaban pasar franjas de luz que iluminaban ollas y sartenes y coladores y ensaladeras, todo muy moderno y muy bonito; una batería de cocina inútil de acero inoxidable que no contaba ni con una simple cacerola de hierro.
Y entonces, uno de los cuchillos bisecó un conducto de agua que había debajo del fregadero, provocando que me escupiera agua a borbotones a la cara.
Me cegó solo durante un segundo, pero fue suficiente para que una mano se metiera en el armario y me sacara de un tirón, por el pelo. Me dolió lo suficiente como para llegar a las lágrimas, pero también llegué a una solución. Al puto Sahara, pensé con malicia, y entonces agarré un cuchillo de una tabla y… me corté los rizos.
La repentina pérdida de sujeción provocó que el mago se tambaleara. Y luego mi pie en su culo provocó que se cayera despatarrado al suelo. Y luego le pisé los hombros y escuché el golpe de su cabeza contra el suelo cuando salí corriendo hacia el pasillo, llamando a gritos a Billy y a mis inutilísimos guardaespaldas…
Pero no lo conseguí.
A mitad de camino, una ráfaga me alcanzó y me arrojó violentamente hacia la pared del fondo del salón. Mis pies se alejaron del suelo, mi cabeza chocó contra la pared y un dolor lacerante se abrió paso hasta mi cerebro. Pero ese no era el problema principal. El problema era la capa de lo que parecía un plástico resistente que me pegaba al papel de pared rojo oscuro, como un bicho en papel celofán.
Mejor digamos celofán para retractilar, porque en un segundo se había adaptado a cada centímetro de mi cuerpo, incluyendo nariz, boca y ojos. Forcejeé con furia, sentía que el mago poseído se acercaba, aunque no pudiera girar la cabeza para verlo. Tampoco podía mover los dedos ni contraer la garganta para tragar ni cerrar los ojos llorosos ni…
Nada.
De pronto, fue como volver a estar en la bañera, no podía moverme ni respirar ni siquiera gritar para pedir ayuda. ¿Y no es precisamente esa la analogía incorrecta?, pensé, y me entró un terror absoluto. Se me descontroló el corazón, empezaron a sudarme las manos y se me revolvió el estómago, y entonces supe con toda seguridad que iba a vomitar allí mismo.
Desesperada, intenté transportarme, porque tenía que moverme aunque fueran treinta centímetros. Pero no ocurrió nada. Podía cerrar los ojos y ver esa brillante energía que me resultaba tan familiar, como un océano de poder reluciendo bajo la luz del sol. Pero no podía alcanzarla. Estaba atrapada por la extraña sensación algodonosa que tenía en la cabeza; del mismo modo que el brazalete que suponía mi única arma estaba bloqueado e inservible entre la pared y yo.
Y entonces el mago apareció a mi lado.
El rostro agradable ya no parecía tan agradable ahora que lo veía deformado por aquella gruesa y ondulada barrera, como una imagen en un espejo de feria. Pero de todos modos, podía verlo bastante bien, porque se inclinó para observarme de cerca, muy de cerca. Como si quisiera ver mi expresión mientras acababa conmigo.
Pero no lo hizo.
Pues claro que no, pensé inexpresiva. ¿Por qué malgastar energía para matarme cuando lo único que tenía que hacer era quedarse allí y contemplar cómo me asfixiaba? Estaba atrapada como un animal, expuesta como un trofeo ya colgado en la pared. En cualquier momento iba a pasar de ser una humana viviente a un trozo de carne inútil, con esos ojos negros como la pez observando cómo mi espíritu finalmente se rendía y dejaba mi exánime…
Mi espíritu.
Una idea fugaz se me pasó por la cabeza, pero estaba fuera de mi alcance. No podía atraparla, apenas podía pensar porque estaba aterrada, aterradísima, aunque alguien me había advertido de aquello, me había dicho que aquella era la mejor manera de morir en un situación en la que no tienes que hacerlo. Y me había dicho algo más, algo con lo que me había machacado tantas veces que había llegado a hartarme de cada palabra…
La imagen de un par de ojos verdes y furiosos flotó en mi campo visual. Evalúa. El problema. Ya.
De acuerdo. Por alguna razón, la ayuda no podía llegar a mí, así que tenía que ir yo a por ella.
Encara.
Pero no podía. No podía moverme. Ni un milímetro. Así que, ¿cómo iba a…?
Pero no era del todo cierto. Mi cuerpo no podía moverse, pero mi espíritu era una cosa totalmente diferente. Porque yo era una pitia. Y las pitias podían abandonar sus cuerpos, podían transportarse al de otras personas, podían…
Pero no podía transportarme, al menos en ese momento. Y eso significaba que no podía alcanzar la seguridad de otro cuerpo, no podía hacer nada excepto…
Salir.
Sí, podía hacer eso. Podía simplemente dejar mi cuerpo atrás como si ya hubiera muerto. Pero como no lo había hecho, debería servir como un ancla que me mantuviera unida a este mundo. Pero no le veía sentido, ya que me dejaría simplemente como un espíritu sin casa, que no es mucho mejor que un fantasma. Incluso peor, ya que un fantasma dispone de una fuente de energía renovable, y la mía quedaría atrás en cuanto yo… en cuanto… en…
No podía acabar, no podía pensar porque estaba perdiendo el conocimiento. Y eso significaba el final y significaba debilitamiento y significaba muerte; y lo que fuera a hacer tenía que hacerlo ya, tenía que…
Ejecutar.
Y entonces me di cuenta de que estaba tambaleándome hacia atrás, mareada y desorientada y con náuseas, pero no tantas como cuando vi mi cuerpo. Diminuto, pálido e indefenso, estaba arrimado contra la pared, con el pelo aplastado sobre unos rasgos deformados y la cara blanca de puro miedo. El mismo miedo que inmovilizaba una mano, con los nudillos blancos, en el borde una puerta; una puerta por la que mi cuerpo no podía pasar.
Pero yo sí podía, y no perdí el tiempo. Me zambullí en la bendita oscuridad del pasillo pasando por el mago y por mi propio casi cadáver.
Llamé a Billy desesperadamente, porque si alguien sabía de este tipo de cosas, era él. Pero o estaba fuera de combate o se había largado a algún sitio, porque no recibí ni un pitido como respuesta. Esta vez, al parecer, estaba yo sola.
Y así fue incluso cuando por fin encontré a mis guardaespaldas pasando el rato en una de las habitaciones de invitados jugando al póquer. Y no es solo que parecieran relajados. Llevaban las corbatas desatadas, los cuellos hacia arriba y en el suelo había una cubitera de la que sobresalía una docena de cervezas heladas. Supongo que para no tener que recorrer el enorme trecho que les separaba de la cocina.
Lugar en el que, en fin, podrían haber visto que alguien estaba intentando matarme.
—¿Estáis cómodos? —pregunté con dureza, pero obviamente nadie me escuchó.
Los observé jugando a las cartas durante un segundo, indiferentes y contentos y sin preocuparse ni por el mago manejacuchillos que merodeaba por la suite ni por mi viaje al país de las maravillas ni por nada que no fuera su estupidísimo juego, al que le di un repentino manotazo. Los billetes revolotearon, las fichas volaron y las cartas se volvieron a barajar por todo el suelo. Y eso fue antes de que volcara su puñetera mesa de juego.
Obviamente, sabía que ese no era el modo en que se suponía que tenía que actuar. Lo más importante para los fantasmas era conservar energía. Guardar cada pizca cuidadosamente, celosamente, y gastarla con cuentagotas y únicamente cuando fuera absolutamente necesario. Porque agotarla significaba la muerte.
Pero, de todas formas, yo estaba a punto de morirme y me importaban una mierda las normas. No iba a molestarme en conservar energía; iba a gastarla toda en una única y última juerga loca. Por lo menos me iré a lo grande, pensé con una risa histérica. Y entonces cogí una cerveza y se la tiré a la cabeza al vampiro que tenía más cerca.
Fallé, pero se estampó satisfactoriamente contra la pared, así que lo hice otra vez. Y otra y otra, mientras los vampiros se tropezaban, se chocaban con las sillas y miraban a todas partes como locos. Varios sacaron las pistolas, pero no tenían a qué disparar.
—¿Para qué tengo guardaespaldas, eh? —grité, mientras lanzaba contra el aparador una botella que explotó con un satisfactorio estrépito—. ¿Para qué? ¡Joder!
Otra se estrelló contra el espejo, dejando una extensa red de grietas que partían del centro.
—¡Tenemos que vigilar cómo duermes, Cassie! —Golpetazo—. ¡Y cómo comes! —Porrazo—. ¡Y cómo te pintas las puñeteras uñas de los pies, Cassie! —Estruendo—. ¡Y seguirte a cada paso, Cassie! —Astillas—. Pero cuando alguien intenta matarme, ¿qué coño hacéis?
Una botella se llevó por delante la lámpara del techo, provocando que el plafón se hiciera añicos y que las chispas salpicaran a los ya aterrorizados vampiros.
Y entonces paré, no porque ya no tuviera nada más que decir, sino porque uno de los vampiros se había percatado de la botella de cerveza que flotaba misteriosamente. Y al parecer, eso lo cabreó.
—Ya estoy harto de esta mierda —dijo con malicia mientras se preparaba para disparar.
No me molesté en moverme; simplemente meneé la botella de modo provocador.
—¿La quieres, hijo de puta? ¿La quieres? ¡Pues ven a cogerla! —Y eché a correr.
Una bala impactó en la pared cerca de mí, otra hizo añicos una lámpara del pasillo y una tercera atravesó un bonito cuadro, perforando a la chica del columpio justo entre los ojos. Me daba igual; estaba más preocupada por la chica que había en la pared, que se estaba poniendo bastante azul y parecía bastante muerta. Me detuve durante una décima de segundo para mirar horrorizada mis rasgos cadavéricos y mi rostro sin vida, y entonces empecé a fundirme con mi pobre cuerpo maltratado y…
Nada.
Oscuridad.
Frío.
Mucho frío.
Silencio.
Hasta que alguien empezó a gritar.
—¡No te mueras, no te mueras, joder, no te me mueras…!
Alguien me estaba golpeando el pecho y otra persona me estaba introduciendo aire con sabor a humo en la garganta; y de verdad que tenía que hacer gárgaras, porque era un asco. Y entonces empecé a atragantarme y a respirar con dificultad y a agitarme débilmente y Marco me apretó contra su enorme pecho que se movía rápidamente.
—¿Estás bien? Joder, ¿estás bien? —me gritó en la cara.
—Arf… —dije con brillantez. Y luego le vomité encima.